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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (21 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Alex y Thomas habían vuelto del cobertizo cargados con dos manojos de cohetes, algunos más altos que ellos. Había tantos que apenas podían llevarlos. Dos o tres cohetes cayeron al suelo.

—¿No es mejor esperar un poco? —preguntó Ralph—. Dentro de una hora iremos todos a la playa.

—Va, papá… —rogó Thomas—. Por favor…

Ralph negó con la cabeza. Sonrió y cogió una botella de la mesa.

—Sólo uno.

Miré la montaña de cohetes que los chicos ya habían colocado en la terraza. Los más pequeños medían un metro. Así, colocados en el suelo uno al lado del otro, parecían un arsenal incautado. El alijo secreto de un grupo guerrillero o de una célula terrorista. El enemigo, tecnológicamente más avanzado, disponía de tanques y aviones. El ocupante tenía helicópteros desde los cuales podía lanzar misiles guiados por láser, pero los primitivos Qassams que impactaban contra objetivos civiles arbitrarios minaban más la moral del enemigo.

—No, aquí no —dijo Ralph—. No tan cerca. Podría saltar una chispa y volaríamos todos por los aires, la casa incluida. Más vale que los lancemos al lado de la piscina.

—¿No es un poco insensato todo esto? —preguntó Judith.

—Más valdría esperar hasta llegar a la playa —terció Caroline.

—Yo me voy dentro —dijo la madre de Judith.

Pero Ralph sólo se rió.

—Tenéis que entenderlo: los chicos se mueren de ganas.

Mis ojos pasaron del cohete que Alex y Thomas habían colocado en una botella vacía al lado de la piscina a mis hijas. Cuando la mecha prendió, ambas se cubrieron las orejas con las manos. Julia chilló cuando el cohete se elevó con un siseo y la botella cayó y se hizo añicos, de modo que un par de trozos de cristal fueron a parar a la piscina.

El estallido llegó inesperadamente rápido. Fuerte y profundo, más fuerte y profundo que ningún cohete que hubiesen lanzado los vecinos. Empezaba en las plantas de los pies y en su subida retumbaba por todo tu cuerpo, se te expandía en la caja torácica ocupando todo el espacio y acababa en la cabeza. Hubo un breve instante en que toda respiración se detuvo. Esta vez se dispararon más alarmas de coches. Los perros ladraban histéricos. Julia y Lisa chillaban.


Merde!
—gritó una mujer, y cuando nos dimos la vuelta vimos a Emmanuelle, a quien sólo le quedaba el pie de la copa de vino rota en la mano: el resto se había hecho añicos a sus pies. Tenía grandes manchas rojas en la blusa blanca.

—Bueno, ¿estáis contentos ahora? —gritó Judith.

—¡Otro! ¡Otro! —pidió Thomas.

—Joder! —exclamó Alex, y silbó entre dientes—. ¡De puta madre, tío! ¡Qué bueno!

—Va, uno más —dijo Ralph.

—¡Si es que tú eres el peor! —exclamó Judith—. ¡Te lo pido por favor, coge todo eso y llévatelo a la playa! Ralph, supongo que me has oído, ¿no?

Ralph levantó las manos con gesto apaciguador.

—Vale, vale, nos vamos a la playa.

De nuevo me invadió una profunda sensación de arrepentimiento. Me arrepentía de no haber comprado petardos. Yo no habría cedido tan rápido como Ralph. Busqué la mirada de Caroline. Si bien mi esposa no era fan de los petardos potentes, creo que en todos los años que llevábamos juntos nunca le había oído decir: «Marc, supongo que me has oído, ¿no?»

Y en ese mismo momento nuestras miradas se encontraron. Caroline estaba al lado de Emmanuelle, le había puesto un brazo en el hombro y con los dedos de la otra mano rozaba las manchas de vino de su blusa. Entonces giró la cabeza y me miró.

Y estoy seguro: mi esposa me guiñó un ojo. En ese instante no habría sabido decir si el guiño se refería únicamente a la camisa manchada de vino o a toda la situación, con el cohete y la ira de Judith, pero eso poco importaba. Caroline veía, por encima de todo, la vertiente cómica. Quería irse el lunes sin falta, había dicho, pero, según parecía, mentalmente ya se había despedido de los Meier y su casa de vacaciones. O bueno, no es que se hubiese despedido, es que se había distanciado. Mientras le devolvía el guiño, pensé en lo ocurrido esa misma mañana en la cocina. La punta de mi lengua rozando los dientes de Judith, mi mano en sus nalgas. Pensé en sus dedos mientras me desabrochaban los pantalones.

Recogieron los cohetes, hubo quien entró por un suéter o una chaqueta por si en la playa hacía frío, y luego nos dirigimos hacia los coches. Emmanuelle nos hizo saber que ella no pensaba venir, y Stanley no insistió. La madre de Judith también se quedó en casa.

Julia y Lisa quisieron ir con Alex y Thomas en el coche de Ralph. Hubo un instante en que Judith, antes de sentarse en el asiento de copiloto al lado de Ralph, me miró apoyada contra la portezuela. Yo le sostuve la mirada, como se sostiene la mirada de una mujer cuando tienes otras intenciones. Segundas intenciones. La luz del farol del garaje se le reflejaba en los ojos. Pensé en las posibilidades de la playa. Habría mucha gente. Nos separaríamos unos de otros. Algunos se perderían. Otros, en cambio, sabrían encontrarse.

—He pensado que me quedaré. —Caroline apareció a mi lado y me puso la mano en el antebrazo.

—¿Sí? —pregunté, mientras ladeaba un poco la cabeza, para que la luz del farol no me diese directamente en los ojos—. No tienes que venir si no te apetece. No me importa. Si estás cansada, voy yo solo.

Capítulo 25

A veces rebobinas tu vida para ver en qué momento habría podido tomar otro curso. Pero a veces no hay nada que rebobinar: aunque todavía no lo sabes, sólo va hacia delante. Querrías poder pausar la imagen: «Aquí —te dices—. Si aquí hubiese dicho algo distinto… si hubiese hecho otra cosa…»

Aquella noche fui a la playa. Y cuando volví, me había convertido en otra persona. No por un momento, ni por un par de días, no; para siempre.

Te manchas los pantalones. Tus pantalones favoritos. Los lavas diez veces a noventa grados. Estriegas, frotas y restriegas. Recurres a la artillería. Lejías. Estropajos. Pero la mancha no se va. Si estriegas y frotas demasiado, otra cosa ocupa su lugar: una zona en que la tela es más fina y pálida. La zona pálida es el recuerdo de la mancha. Ahora puedes hacer dos cosas: tirar los pantalones a la basura, o pasearte el resto de tu vida con el recuerdo de la mancha. Pero la zona pálida no sólo te hace pensar en la mancha, sino también en el tiempo en que los pantalones aún no se habían manchado.

Si rebobinas lo suficiente, acaban apareciendo los pantalones limpios. Ahora ya sabes que no permanecerán limpios. Sé que me pasaré el resto de mi vida rebobinando. «¿Fue aquí? —me preguntaré una y otra vez—. O tal vez antes… ¿aquí?» Congelo la imagen.

Aquí están limpios.

Y aquí ya no lo están.

Acabábamos de bajar dando tumbos el sendero que conducía a la carretera cuando Stanley Forbes sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de la camisa y me lo puso delante de la nariz. Agradecido, le cogí un cigarrillo.

—Cuidado —me dijo.

—¿Cómo?

—Vas demasiado a la derecha, casi nos llevamos por delante el retrovisor de aquella furgoneta.

Pertenezco a la categoría de hombres que casi no toleran las críticas a su estilo de conducción. O que no las toleran en absoluto, mejor dicho. Pero el caso es que era consciente de que Stanley seguramente tenía razón. Había bebido demasiado para conducir. Había habido un breve momento de vacilación. Stanley había estado a punto de coger su coche de alquiler para ir a la playa, incluso había llegado a tener las llaves en la mano, pero al final se había encogido de hombros y era el único que me acompañaba en mi coche.

—Gracias —respondí—. Tú vigila a la derecha y yo me centraré en la izquierda.

Bajé la marcha y aminoré. Unos treinta metros delante vi que las luces de posición rojas del Volvo de Ralph desaparecían en una esquina. Aparqué con cuidado a un lado de la carretera, pero aun así las llantas chirriaron contra la acera con un ruido parecido al rechinar de dientes.

—¿Qué haces? —preguntó Stanley.

—¿Sabes?, es que estaba pensando: hoy es fiesta. A lo mejor hay controles en la carretera de la playa. He bebido demasiado, me quitarían el carnet.

—Ya.

—Pero hay otro camino para ir a la playa. Un camino de arena. Estuvimos un par de días en un camping, ya lo sabes. Si consigo encontrar el camping desde aquí, podemos llegar por ahí a la playa.

Nos costó un poco, nos hallamos un par de veces en calles sin salida, pero finalmente dimos con un camino de arena que me pareció que nos llevaría al camping. Flanqueado por árboles. Bajé la ventanilla y puse las largas.

—Tienes árboles a la derecha, Marc —dijo Stanley—. Y a la izquierda también.

Los dos reímos. Como para demostrar que tenía la situación controlada, di gas a fondo. Las ruedas derraparon en la arena y el coche salió propulsado dando bandazos.


Yeah!
—exclamó Stanley—. Zebra One, ¡allá vamos!

Seguramente era una frase de alguna película que debería haber reconocido, pero ni idea. Tampoco me apetecía preguntarle a Stanley de dónde salía la cita. Sí que tenía otras preguntas para el señor director: «Oye, ¿cuántos años tiene Emmanuelle? ¿Es tan sosa follando como parece o, como tantas veces ocurre, las apariencias engañan y un vejete como tú apenas puede seguirle el ritmo? ¿Se quita las gafas de sol en la cama?» Pero no se las hice. Me decidí por:

—Ahora que lo recuerdo… Ralph ha dicho algo, justo antes de cenar. Que les habías contado algo que me interesaría.

—Ah, sí.

—Si no tienes ganas no hace falta que me lo expliques, ¿eh? Ya habrá otra ocasión.

La pista de arena había empezado a descender con una pronunciada pendiente. De vez en cuando, a lo lejos se veían lucecitas entre los árboles: seguramente, los bares y restaurantes de la playa. Estábamos en el buen camino.

Stanley también había abierto su ventanilla. Tiró el cigarrillo fuera y se encendió otro.

—Un par de meses después del Once de Septiembre, el gobierno de Bush invitó a varios directores de cine a la Casa Blanca —dijo—. Principalmente, directores de ciencia ficción. Steven Spielberg, George Lucas, James Cameron. Y a mí. He dirigido un par de películas de ciencia ficción. Una de ellas salió directamente en DVD en Europa, pero la otra fue un gran éxito.
Temblor
. No sé si la has visto.

La verdad es que el título me sonaba, pero la última película del género que había visto era
El día de mañana
.

—No, me temo que no.

—No importa. El caso es por qué nos invitaron. Ahí estábamos todos en el Despacho Oval. Estaba George Bush, claro, y Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Estaban George Tenet, de la CIA, y varias personas más: los asesores de seguridad nacional y unos cuantos generales. Y nosotros, los directores de cine. Había cacahuetes y canapés, café y té. Y también whisky y ginebra. Al fin y al cabo, se trataba de activar la imaginación. Nuestra imaginación.

El camino se estrechó. Había más curvas. Curvas cerradas con muy poca visibilidad. Frené con el motor bajando en segunda. Por la ventanilla abierta oía el repiqueteo de piedrecitas contra la parte inferior del coche. Nos llegaba el olor de pinocha caliente. Y también el del mar. Pensé en Caroline, que se había quedado en la casa. En el momento de despedirnos me había dado un beso fugaz en la mejilla. «¿No has bebido demasiado? ¿Seguro que puedes conducir?»

—Nos habían invitado para que diéramos rienda suelta a nuestra imaginación, a nuestra fantasía —continuó Stanley—. Ya no recuerdo quién había tenido la idea, si George Bush en persona o alguno de sus asesores.
Whatever
. Empezamos con té y café, pero enseguida nos pasamos a la cerveza y al whisky. El presidente también. Se trincó un par de whiskys dobles seguidos. Dick Cheney y Donald Rumsfeld le daban a la ginebra. Alguien había puesto música. Primero Bob Dylan, luego Jimi Hendrix y las Dixie Chicks. La cosa resulta
fucking unbelievable
si lo pienso. Pero hicimos lo que nos habían pedido: imaginar. Hasta ahora, a nadie se le había ocurrido que los terroristas pudiesen utilizar vuelos de pasajeros como arma; todas las medidas de seguridad habían sido diseñadas para garantizar la seguridad de los aviones en sí, para impedir atentados y secuestros. Que unos aviones fuesen a lanzarse contra un rascacielos había sido, simplemente, «inimaginable». Eso es lo que nos pedían: que imagináramos lo inimaginable. Con nuestra fantasía, la misma imaginación con la que hacíamos aterrizar extraterrestres en la tierra y permitíamos a vengadores del futuro ajustar cuentas en el presente, debíamos pensar qué se inventarían los terroristas del futuro. Espera, antes tengo que contarte otra cosa.
Temblor
estaba basada en un libro, un libro de un escritor norteamericano. Samuel Demmer. ¿Has oído hablar de él?

—Creo que no, no.

—Vale, no importa. El caso es que yo había leído
Temblor
, de Samuel Demmer. Y enseguida vi que podía ser una película. Empecé a leer a la medianoche, y a las seis de la mañana lo había terminado. A las ocho llamé a Demmer. Yo mismo. Normalmente, para algo así llama mi agente, pero estaba tan entusiasmado que pensé: quiero transmitirle mi entusiasmo en persona. Demmer tenía fama de difícil: nunca aparecía en televisión, no concedía entrevistas. Esos son los escritores que me caen bien. Primero se mostró reservado, parecía que no le interesara que alguien quisiese hacer una película de su libro. Pero noté algo más, algo habitual en las personas retraídas: en el fondo, se alegran de que llame alguien. Están contentos de poder hablar con alguien, aunque sea alguien a quien no conocen personalmente. O tal vez justo si es alguien a quien no conocen. ¿Sabes?, este tipo de gente a menudo tiene que enfrentarse a su propia reputación.
Live up to their reputation
, dicen en Estados Unidos. Por ejemplo, no le importó que llamara tan temprano. En resumen: nos llevamos bien enseguida. Charlamos un poco sobre su libro y las posibilidades de convertirlo en película, y en un momento dado me preguntó algo que me dejó pasmado. Me quedé con la boca abierta, y nunca lo he olvidado. De hecho, desde entonces incluso se ha convertido en mi lema. «¿Por qué no se inventa usted algo?», me preguntó. Debo admitir que por un instante me quedé sin palabras. «¿A qué se refiere?», pregunté al fin. Al otro lado se oyó un profundo suspiro. «Me refiero exactamente a lo que he dicho», respondió; «usted parece una persona con ideas. Suficientes ideas propias, quiero decir. ¿Por qué quiere hacer una película basada en una idea de otro? ¿Por qué no se inventa su propia película?». Charlamos al menos media hora más. Sobre esto y aquello, sobre libros que nos gustaban a ambos, sobre películas. Más adelante nos conocimos en persona. La colaboración fue extraordinariamente agradable e inspiradora. Pero aquella pregunta de Demmer cambió mi vida para siempre. Hice
Temblor
, pero, con su autorización, sólo me basé vagamente en la novela. Al final, en los créditos pusimos «Basada en la novela de Samuel Demmer». Y desde
Temblor
no he vuelto a hacer películas a partir de libros. Nunca más. Me tomé a pecho las palabras de Demmer y empecé a inventarme cosas.

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