Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (23 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Apocalypse Now! Apocalypse Now!
—gritó, haciendo bocina con las manos—. Ralph, Ralph, pásame otro cohete de ésos. ¡Vamos a echarlos del agua!

No es que se nos hubiese olvidado el primer cohete; es que no habíamos pensado más en él. Se oyó un golpe. Un choque profundo. Un ruido como cuando se tira el ancla y choca contra una roca bajo el agua. Agua, arena y piedras saltaron por los aires. Me entró algo en el ojo izquierdo. Stanley, que era el que estaba más cerca del lugar del impacto, perdió el equilibrio y cayó de cara al agua. Por un momento quedó sumergido, y a continuación reapareció tosiendo y escupiendo agua.


Fuck!
—gritó, mientras se quitaba una alguita imaginaria de la lengua—.
Friendly fire! Friendly fire!

Y rió. Es lo único que se puede hacer en una situación así, como Ralph al caerse de culo al lado de la mesa de ping-pong. Ralph y yo también nos reímos a carcajadas mientras Stanley se dirigía dificultosamente a la arena con sus pantalones cortos y camiseta goteantes.

Alguien me agarró de la muñeca.

—¿Papá? —Era Lisa—. Papá, ¿puedo ir con Thomas por un helado?

—Sí, vale —dije. Con los dedos de la mano libre me froté el ojo izquierdo y parpadeé un poco. Inmediatamente, el ojo me empezó a lagrimear y sentí un dolor punzante. Tenía algo dentro; un trocito de concha, o un granito de arena—. ¿Dónde está Julia?

Thomas chocó contra Lisa por detrás y la desequilibró, de modo que ella fue a dar de bruces contra la arena.

—¡Thomas, joder!

—¡Lisa! No quiero que… no deberías… —dije. Thomas se golpeó el pecho con los puños y profirió un grito tarzanesco—. ¿Dónde está Julia? —repetí.

—Y yo qué sé —dijo mi hija. Se levantó y propinó un bofetón a Thomas. Demasiado fuerte o, en todo caso, más fuerte de lo que había pretendido.

—¡Hostia! —gritó Thomas—. Joder, tía!

El chico intentó agarrarla, pero Lisa ya corría por la arena.

—¿Nos tomamos una cervecita primero? —preguntó Stanley. Estaba empapado de arriba abajo. Los cabellos grises se le pegaban a la cabeza y en varios puntos se le veía el blanco cuero cabelludo entre mechón y mechón.

Ralph todavía estaba riéndose.

—¡Tendrías que haberlo filmado, Stanley! ¡Tendrías que haberlo filmado!

—¿Dónde está Julia? —le pregunté a Ralph.

Stanley se palpó los bolsillos.


Fuck!
Creo que he perdido… Ah, no… —Sacó un par de billetes empapados y pegados—. ¡Un secador! —gritó—. ¡Mi reino por un secador!

—¿Dónde están Julia y Alex?

—Se han ido al otro bar —dijo Ralph—. Ahí —señaló—. Aquellas luces que hay al otro lado de la bahía.

—¿Ellos dos solos?

Vi las luces a que se refería Ralph. Era difícil calcular la distancia, pero al menos había más de medio kilómetro, me pareció. Tal vez uno. Entre aquella punta de la playa, con las terrazas iluminadas y las hogueras, y el bar de la otra no había nada. Un trozo de playa largo, vacío y a oscuras.

—Marc, no puedes contener a la juventud. Esos dos no tienen ningunas ganas de quedarse aquí con sus padres.

—No, es sólo que me preguntaba… Julia podría haber esperado a que llegara yo.

Intenté ocultar mi irritación por el hecho de que Ralph le hubiese dado permiso a mi hija para irse al otro bar sin saber si a mí me parecería bien. ¿Estaba tomándomelo demasiado a pecho? ¿O habría sido más lógico que Ralph le hubiese dicho: «Por mí vale, pero tenemos que esperar a que llegue tu padre, a ver qué opina él»?

—¿Qué te pasa en el ojo? —preguntó Ralph.

—Nada. Bueno, sí, se me ha metido una cosa. Un granito de arena o algo así.

—¿Todo el mundo quiere cerveza? —preguntó Stanley, sosteniendo en alto los billetes mojados.

Capítulo 27

Todas las mesas de las terrazas estaban ocupadas, así que bebíamos acodados en una barra que había en medio de la playa; debían de haberla colocado especialmente para esa noche. Ni rastro de Judith. A Ralph parecía importarle bien poco que su mujer hubiese desaparecido. En todo caso, no hizo ni el más mínimo esfuerzo por buscarla.

—Maldita sea, estas chicas de hoy en día —dijo mientras plantaba abruptamente su jarra de cerveza en la barra. Seguí su mirada y vi que entre las mesas de la terraza, a unos cinco metros de nosotros, había tres muchachas en biquini. De espaldas a nosotros, miraban inquisitivamente alrededor buscando una mesa libre en algún sitio. Ralph negó con la cabeza—. Ay, Marc. Ojos que no ven, corazón que no siente. Ah, mataría a alguien por poder tocarlas un momento. Un momentito de nada.

Se lamió el labio superior. Gruñó y hurgó por el botón de los pantalones cortos, sus dedos se deslizaron hacia abajo por la bragueta. De repente vi de nuevo aquella mirada de ave de rapiña: la misma con la que había desnudado a Caroline aquella vez, en el foyer del teatro. E, igual que en aquella ocasión, un velo le cubrió los ojos mientras observaba a las chicas de pies a cabeza y finalmente su mirada se posaba en los culos.

—¡Eh! —gritó Stanley. Nos volvimos y vimos que gesticulaba con un brazo en dirección a las chicas—.
Hey! Come here, come here!

Ralph negó con la cabeza, echó un vistazo a su cerveza y me sonrió.

—Nosotros fantaseamos, él actúa —dijo.

Las chicas parecieron dudar. Juntaron las cabezas, se oyeron risitas. Intenté imaginarme qué veían: tres hombres de mediana edad en pantalones cortos, con jarras de cerveza en la mano, el mayor de los cuales había tomado la iniciativa. Yo en su lugar habría puesto pies en polvorosa.

Por eso me quedé tan asombrado cuando, después de ciertos titubeos, se acercaron a nosotros. A veces ocurre que, cuando miras a una mujer por detrás, te equivocas. Ves cabellos largos que caen encima de los hombros, pero cuando se vuelven hacia ti resulta que por delante tienen quince años más que por detrás. Esta vez no fue así: las tres habrían podido aparecer en la portada de
Vogue
o
Glamour
. Intenté calcular su edad. ¿Diecinueve? ¿Veinte? En cualquier caso, menos de veinticinco años, más tirando a chicas que a mujeres jóvenes. Miré a un lado, a Ralph, que tomó un sorbo rápido de su cerveza, hizo un chasquido con los labios y se frotó la barriga con una mano. Como si tuviese hambre. Así miraba a las tres chicas: como si estuviese en una fiesta y los camareros pasasen con canapés, rollitos rellenos y salchichitas. Se le acercaba un bocadito delicioso y ya se le hacía la boca agua.

—Bueno, no están nada mal, oye —dijo—. Madre mía, qué bellezas, Dios.


Good evening, ladies. Drinks? What will you have?
White wine? Margaritas? Cocktails?
—Con esa última palabra, Stanley nos lanzó una mirada picara. Era rápido. Mientras ofrecía las bebidas, ya había puesto una mano como si tal cosa en el hombro desnudo de la chica que tenía más cerca.

Ellas rieron otra vez, pero no se fueron. Una a una nos estrecharon la mano y se presentaron. Nos dijeron sus nombres y Stanley les preguntó de dónde eran. Dos eran de Noruega y la tercera de Letonia. Después, Stanley les preguntó si estaban de vacaciones. No, no dijo «vacaciones»: la palabra que utilizó fue
pleasure. Work or pleasure?
Lo preguntó con un retintín ambiguo, como si la diferencia entre
work
y
pleasure
no fuese muy importante. Pensé que para las chicas era la última oportunidad de despedirse de nosotros, pero se quedaron ahí con sus risitas. Las dos noruegas ya sorbían con las pajitas sus margaritas. La chica letona se trincó su doble vodka con hielo de un trago.

—Bueno, Marc —dijo Ralph—, menuda suerte tienes de que tu mujer esté en casa. Y él también —añadió, señalando a Stanley—. Pero yo tengo que andarme con cuidado. Judith no lo soportaría. —Miró inquisitivo alrededor, y yo con él—. La pequeñaja está borracha. No se te resistirá, Marc.

Señaló con la cabeza a la chica del vodka. Luego volvió a deslizar su mirada por las piernas de las noruegas, y una vez más se relamió. Mientras tanto, Stanley había rodeado con un brazo los hombros de la chica que tenía más cerca. Intentó robarle la pajita del margarita, simuló que perdía el equilibrio y hundió la nariz en su oreja. La chica lo apartó riendo y le dijo algo en noruego a su amiga, que al punto agarró a Ralph por la muñeca y tiró hacia ella.

—¡Uy, uy! —dijo Ralph—. Espera un momento…
Wait!
Joder, están a punto de caramelo, Marc. ¿Cómo nos habremos merecido esto?

Volvió a echar una ojeada alrededor y luego cogió a la chica por la cintura y la atrajo hacia sí. Bueno, no la había cogido por la cintura, sino un poco más abajo, justo encima de las braguitas del biquini. En un abrir y cerrar de ojos ya había metido los dedos por debajo de la goma. Le miré la mano. La muñeca. Las medidas eran totalmente desproporcionadas. La muñeca de Ralph parecía más gruesa que la cintura de la chica. Vi cómo metía sus dedos regordetes entre aquellas nalgas y pensé en la proporción de otras partes del cuerpo. Partes del cuerpo que también estarían totalmente desproporcionadas, pero no tuve tiempo de elaborar esa fantasía. La chica intentó apartar a Ralph de un empujón; no de broma, como había hecho su amiga con Stanley, sino en serio. Ralph no podía verle la cara, yo sí. Su boca se contrajo, como si estuviese comiendo algo asqueroso o sintiese un dolor súbito, pero como Ralph no lo vio se apretó aún más contra ella mientras intentaba besarla en el cuello.

Se oyó un grito, seguramente un improperio. Una palabrota en noruego que sonó como algo parecido a
farkensfetter
. Y luego dijo algo más, esta vez en inglés, con un marcado acento:
«Fok of
» Y casi al mismo tiempo clavó la rodilla en la entrepierna de Ralph.

Este abrió la boca buscando aire mientras con la mano (la que no había hurgado en el biquini) se sujetaba los genitales por encima de los pantalones.

—¡Coñ…! —fue todo lo que pudo decir.

La chica le arrojó a la cara el resto de su margarita, con cubitos de hielo y todo. No quedó claro si lo hizo a propósito o si estaba demasiado bebida y perdió el equilibrio, pero en todo caso golpeó a Ralph en el labio con el borde del vaso. Le dio en los dientes. Se oyó ruido de algo que se rompía, no supe si un trocito de diente o del vaso. Ralph se llevó la mano a la boca. Se pasó la lengua por los dientes y luego se miró los dedos ensangrentados.

—¡Coño! ¡Hija de la grandísima puta! —gritó.

Antes de que Stanley y yo pudiésemos retenerlo, se abalanzó sobre ella. Intentó propinarle un puñetazo en la cara, pero debido al rodillazo en su entrepierna seguía un poco inestable y erró el golpe por muy poco.

—¡Ralph! —gritó Stanley—. ¡No hagas tonterías!

—¡Putas de mierda! —chilló Ralph—. Primero vienen en plan calientabraguetas y luego se hacen las santas. Me cago en Dios, ¡sois lo peor!

Había conseguido agarrar el puño de la chica y tiró de él hacia abajo con fuerza, de modo que la muchacha perdió el equilibrio y cayó en la arena. Se puso a chillar. Vi que Ralph movía una pierna como preparándose para rematar un tiro libre y comprendí que pretendía darle una patada en el vientre.

—¡Ralph! —grité, y lo frené bloqueándolo con mi hombro contra el suyo, y acto seguido le di un violento golpe en la rodilla.

Él estaba en desventaja, tenía todo el peso apoyado en una pierna. De lo contrario, nunca habría podido desequilibrarlo. Primero enmudeció durante un segundo, mientras se tambaleaba sobre una pierna. Luego se dejó caer muy poco a poco, como un edificio derribado desde abajo con explosivos, y se golpeó fuertemente la nuca contra la barra. Crujió, pero no supe si era su cráneo o la madera.

La gente se había arremolinado, sobre todo hombres. Hombres que gritaban. Hombres que nos agarraron a Stanley y a mí. Hombres que se compadecían de la chica noruega, que se había incorporado a medias.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —gritaba la voz de Stanley, pero yo no podía verlo, ya no estaba en su sitio al lado de la barra.

—¡Stanley! —grité. Dos hombres me habían tumbado sobre la arena, y un tercero se me sentó en el pecho, apretándome las costillas con todo su peso. Sentí que mis pulmones se vaciaban de aire—. Tranquilos —dije con voz chillona—.Tranquilos, por favor… —Pero me faltaba el aire y no podía gritar.

La chica noruega se había sentado encima de Ralph y le daba puñetazos en la cara, hasta que dos hombres fornidos lograron apartarla.

Capítulo 28

Estaba en el baño del restaurante donde habíamos cenado la primera noche, ante el espejo que colgaba encima de la pila. Intentaba mantener el ojo izquierdo abierto y al mismo tiempo examinármelo. Miré sólo un instante, pero vi claramente que más de un tercio del ojo estaba inyectado en sangre. Una hemorragia. Me había entrado algo en la retina (un granito de arena, un trocito de concha, una piedrecilla minúscula). O, quién sabe, pensé mientras se me aceleraba la respiración y el corazón me latía más despacio y con menos fuerza, a lo mejor el granito de arena o la piedrecita me había agujereado la retina y se había alojado en el líquido interno del globo ocular.

Me pasa algo con los ojos. Puedo mirar cualquier cosa: heridas abiertas, fracturas óseas, una cadera desgastada herida por una sierra circular, sangre que salpica el techo del quirófano, un agujero cuadrado en un cráneo, un cerebro al descubierto, un corazón que late en un cuenco de aluminio, rollos de vendas ensangrentadas en una caja torácica abierta de la garganta al ombligo… lo que sea, salvo cosas relacionadas con los ojos. Especialmente, cosas que no deberían estar en el ojo: fragmentos de vidrio, arena, polvo, lentillas que se han corrido hacia la parte posterior del globo… Fiel a mi juramento de médico de cabecera, reenvío el mínimo de pacientes al especialista, pero los pacientes que vienen con un párpado hinchado ni siquiera llegan a mi despacho. «¿Ves al tipo que se sujeta una servilleta manchada de sangre contra el ojo? —le pregunto a mi asistenta—. Pues que se largue. Ahora mismo. A urgencias. O escribe una nota al oculista. Yo aún no he desayunado, ahora no puedo con él.»

No sé a qué se debe, supongo que tendrá relación con acontecimientos de hace mucho tiempo. Acontecimientos reprimidos. La mayoría de las fobias se originan en los primeros cuatro años de vida: miedo a las arañas, al agua, a las mujeres, a los hombres, a los grandes espacios abiertos, o al contrario, a colinas altas que tapan la luz del sol; a los sapos, a los saltamontes, a las cabezas de pescado en el plato, con ojos y todo; a los toboganes de los parques acuáticos, a las tiendas de muebles, a los túneles de peatones… siempre hay algo que lo provoca. Una experiencia traumática, dice la gente, y pide una primera visita orientativa con el psicoanalista. Después de años de cavar y hurgar, finalmente aparece algo: perdió a su madre en el supermercado, una vela que goteaba, un caracol en una zapatilla de tenis, un tío «simpático» que sabía hacer anillos de humo con un periódico enrollado como un tubo, pero que por las noches quería jugar con tu pene. Un maestro en la ducha de un campamento de verano: no hay una frontera clara entre la parte baja de la espalda y el culo, después de la rabadilla la piel desaparece en una raja oscura entre las nalgas apretadas; el maestro se está lavando la polla delgada y pálida con una esponja rosa… Después del campamento, tienes que concentrarte como si nada cuando dibuja un triángulo equilátero en la pizarra.

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