Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (31 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo os veía desde la ventana de la cocina —le dije—, me moría de risa.

Julia frunció el ceño reflexivamente. Como si lo oyera por primera vez.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó.

—Marc. —Caroline acababa de dejar su copa en la mesilla de noche y me agarraba por la muñeca.

—¿Sí?

—¿Crees… crees que…? Bueno, lo que hablamos aquel día en la playa. ¿Crees que Ralph sería capaz de hacer algo así?

No respondí enseguida. Fingí que reflexionaba. Exhalé un profundo suspiro y me froté el ojo izquierdo con los nudillos. Ya no me dolía, pero escocía.

—Yo también lo he pensado, pero la historia no encaja. Estuve con él gran parte del tiempo. Y cuando lo perdí de vista, se fue a casa casi enseguida. Hice mis cálculos. Ralph no podría haber ido al otro bar y vuelto en tan poco tiempo. Y encima iba cojo.

—Sí, ya lo vi. ¿Qué había pasado?

—Estábamos tirando petardos y uno explotó en las olas, cerca de nosotros. Se llevó un susto de muerte y se cayó, con un poco de mala suerte.

Cerré los ojos. Oí el golpecito de la copa contra los dientes de Caroline.

—Pero lo que pregunto es si habría sido capaz —dijo—. Si podría hacer algo así.

No respondí.

—¿Marc?

—¿Sí?

—Te he hecho una pregunta.

—Perdona, ¿qué preguntabas?

—Si sería capaz. Ralph. De hacer algo así.

—Sin duda —respondí esta vez.

• • •

Un par de días más tarde llamó Judith. A mi móvil. Preguntó cómo estábamos, especialmente Julia. Yo estaba en el sofá del comedor. Julia estaba sentada en el suelo leyendo una revista. Lisa había ido a casa de una amiga y Caroline había ido a comprar. Me levanté y fui a la cocina. Respondí que, teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa no iba mal.

—Pienso mucho en vosotros. Oh, Marc, me parece horrible. Para Julia. Y que ocurriese aquí… Ralph también está muy afectado. Te envía muchos recuerdos. Y Stanley y Emmanuelle también. Se marchan a América mañana.

En el silencio que siguió oí algo: un sonido familiar.

—¿Dónde estás?

—En la piscina. Con los pies en el agua.

Cerré los ojos un momento. Fui hasta la puerta de la cocina y asomé la cabeza. Julia seguía tumbada boca abajo en el suelo leyendo su revista. Entorné la puerta y volví a la cocina.

—Thomas pregunta continuamente por Lisa —dijo Judith—. La echa mucho de menos.

—Ya.

—A mí también me pasa. También echo de menos a alguien.

No dije nada. Abrí el grifo, cogí un vaso de la encimera y lo sujeté debajo del chorro.

—Te echo de menos, Marc.

Capítulo 39

Una semana antes de que acabaran las vacaciones escolares volví a abrir la consulta. Sin embargo, la inspiración había desaparecido. A lo mejor nunca había tenido mucha, pero ahora no me quedaba ni una pizca. A pesar de la aversión que me producen los cuerpos humanos, siempre había hecho bien mi trabajo. Apenas recibía quejas. Transfería los casos graves a tiempo, y daba la receta adecuada a los menos graves. Si no hacía ninguna de ambas cosas, como ocurría en la mayoría de los casos, era porque a esos pacientes no les pasaba nada. Antes de las vacaciones tenía paciencia para escuchar. Ponía mi cara más comprensiva durante veinte minutos. Ahora ya no era capaz de aguantarla tanto rato. Mi expresión de comprensión debía de resquebrajarse al cabo de cinco minutos, porque los pacientes dejaban de hablar de repente. A veces incluso a media frase.

—¿Qué ocurre, doctor?

—Nada, ¿por qué?

—No sé, es que me mira como si no me creyese.

Hasta ahora daba veinte minutos a los pacientes para que pudiesen acabar su historia. Luego se iban aliviados a casa. El doctor les había hecho una recetita y recomendado que se tomaran la vida con más calma.

—Pida hora a mi asistenta para dentro de tres semanas —les decía—. Así veremos si ha habido alguna mejoría.

Ahora ya no era capaz. Se me agotaba la paciencia.

—No tiene usted nada —le dije a un paciente que acudía por tercera vez a quejarse de unos mareos—. Nada de nada. Debería considerarse afortunado por estar tan sano.

—Pero, doctor, si me levanto rápidamente de una silla…

—¿Me ha oído? Se ve que no, o habría oído que le decía que no tiene usted nada. ¡Nada! Hágame un favor y váyase a casa.

Unos cuantos pacientes ya no volvieron a mi consulta. A veces recibíamos una notita o un correo electrónico en que comunicaban que habían encontrado otro médico «más cerca de casa». Yo sabía dónde vivían. Sabía que mentían. Pero lo pasé por alto. Empezó a haber huecos entre visita y visita. A menudo me encontraba con veinte o cuarenta minutos vacíos entre dos visitas. Habría podido aprovechar esos ratos para salir, caminar un poco, tomarme un espresso o un panecillo con jamón y queso en el bar de la esquina. Pero siempre me quedaba en mi despacho, solo, con la puerta cerrada. Me inclinaba hacia delante en la silla y cerraba los ojos. Intentaba calcular cuántos meses tardaría en quedarme sin ningún paciente. Debería haber sido una idea alarmante, pero no lo era. Pensé en el curso natural de las cosas. La gente nace. La gente muere. Se trasladan del campo a la gran ciudad. El campo se despuebla. Primero arroja la toalla el carnicero, después también echa el cierre el panadero. Perros asilvestrados se apropian de las calles abandonadas y sin iluminar. Se mueren los últimos habitantes. El viento ya no encuentra obstáculos. Las puertas desvencijadas de los cobertizos chirrían en sus goznes. El sol sale y se pone, pero sus rayos iluminan sin calentar nada.

Una sola vez, en un momento lúcido, pensé en las consecuencias económicas. No demasiado, porque la solución era fácil: se podía pedir mucho dinero por el traspaso de una consulta de médico de cabecera exitosa en un buen barrio. Caray, los médicos recién licenciados matarían por un consultorio como el mío. Se pagaban precios astronómicos, a menudo en negro. Compra de licencia. Oficialmente no estaba permitido, pero todo el mundo sabía que la cosa funcionaba así. Pondría un anuncio. El novato recién licenciado sólo simularía reflexionar cuando le mencionara el precio. Pero sus ojos no podrían mentir. Su mirada ávida hablaría por sí sola. «Tienes que decidirte rápido, eso sí —le diría—. Hay muchos interesados en empezar a trabajar aquí.»

Pero no podía esperar mucho, me decía en los momentos de lucidez. Una consulta con pocos pacientes era una mina de oro, pero no una consulta sin pacientes. Hice un cálculo. Nuestra familia debía poder vivir de la venta durante tres, cuatro años. Luego ya veríamos. Tal vez un trabajo chollo. Médico de empresa. O algo muy distinto. Un cambio radical. Médico de un hotel en las Canarias. Turistas que han pisado un erizo de mar o se han quemado con el sol. Intestinos irritados por ingestión de aceite de oliva recalentado demasiadas veces. A lo mejor un cambio radical también le vendría bien a Julia: abandonar su propio ambiente, empezar de nuevo. Cuando tenía momentos lúcidos pensaba estas cosas, a veces hasta que entraba el siguiente paciente.

—¿Por qué lo crees? —le pregunté al cómico de televisión homosexual que creía haberse infectado de sida.

Entonces me soltó historias y descripciones de fiestas que yo no quería oír. Intenté pensar en una playa. Una playa dorada con un mar azul intenso. Después de pasar visita en el hotel, cruzaría esa playa hacia el mar.

—¿Eyaculó en tu boca? —le pregunté mientras tanto al cómico—. ¿Y fuiste al higienista dental?

Si las encías están infectadas, el contagio puede llegar al flujo sanguíneo a través del esperma. En ese momento ya me hallaba en medio del mar. El instante justo anterior a la zambullida. La mitad inferior del cuerpo ya está fría, la mitad superior sigue caliente. Miré la boca del cómico e intenté imaginarme una polla entre sus labios. Por algún motivo se trataba de una polla pálida, una polla como un puerro, y bien metida hasta el fondo de la boca. El cómico chupaba el puerro, lo mordía, juguetón. «Joder, ¡me voy a correr!», gruñía el propietario de la polla. Las compuertas se abrieron. La primera oleada de semen fue a dar en el paladar. Las siguientes oleadas aterrizaron en las encías sanguinolentas. Era más efectivo que una inyección letal. Entonces viene un breve espasmo de frío, cuando te lanzas de cabeza contra una ola. Te sumerges, pero enseguida vuelves a la superficie. El pelo te cuelga en hilillos mojados alrededor de la cabeza. La sal te escuece en los ojos. Te lames los mocos del labio superior; saben a algas y ostras. Miras atrás, a la playa donde estabas un poco antes. La primera palabra que te viene a la mente es «pureza». El cómico estaba más bien gordo, pero en un mes o así nadie podría reconocerlo. Chupado, no hay ningún término que lo explique mejor. El sida destruye el cuerpo desde dentro. Coloca un taladro en una pared. El tipo de taladro que los obreros utilizan para despegar los raíles del tranvía del asfalto. La construcción empieza a tambalearse. Tres pisos. El estallido va acompañado de grietas en el estucado. Trozos de pintura y yeso van soltándose del techo. Como cuando hay un terremoto. A veces los grandes edificios caen más deprisa que las cabañas de barro. El cómico no tenía ninguna posibilidad. Debería haberse limpiado bien los dientes. Debería haber acudido a tiempo al higienista dental. Ahora, el chorro de esperma contra sus encías era su sentencia de muerte.

Fingí que escuchaba, fingí que anotaba algo en mi talonario de recetas, pero mientras tanto iba mirando el reloj de pared, detrás del cómico. El reloj que había colgado ahí para no tener que consultar el de pulsera en presencia de una visita. ¿Cuánto faltaba todavía? No habían pasado ni cuatro minutos, y yo ya no quería oír nada más. No quería más detalles. Deseaba que el cómico se fuera. Que se muriese cuanto antes. Preferiblemente, sin volver a llamar a mi puerta nunca más. Los animales buscan un lugar tranquilo para morir. Los gatos se esconden detrás de los botes de productos de limpieza, debajo de la encimera. En unos ocho meses leería su esquela. Una página entera, seguramente. Un funeral con más de mil personas en el cementerio del meandro del río. Discursos. Música. Una necrológica en televisión. Una oportuna reemisión de su mejor show. Un par de recordatorios poco currados en un magacine de televisión, y luego llegaría el inevitable silencio.

Sonreí. Una sonrisa tranquilizadora.

—Vamos, hombre, no se preocupe. Las probabilidades de contagio son relativamente pequeñas. Y además, hoy en día los retrovirales están cada vez más perfeccionados, y su eficacia mejora. ¿Hubo penetración anal?

Hice la pregunta con mi tono más neutro. Como un médico de cabecera sin prejuicios. El médico tiene que estar por encima de los prejuicios. Yo lo estoy. Sin el menor asomo de duda. Pero que esté por encima de los prejuicios no quiere decir que puedas erradicarlos totalmente. Durante la penetración anal, el tejido se tensa al máximo. Los sangrados son más norma que excepción. Nadie se ha quedado embarazado jamás mediante penetración anal. No es ningún prejuicio, es un hecho. En biología, todo tiene su objetivo y su función. Si la idea fuese que metiéramos la polla en los culos de los demás, la abertura sería más grande. A ver si me explico: la entrada es así de estrecha para advertirnos que ahí no debemos meter nada. Igual que el calor de una llama nos advierte que no debemos sostener la mano encima de ella mucho rato. Miré al cómico sentenciado a muerte. Podría explorarlo. Podría inventarme algo sobre glándulas inflamadas. «Es cierto, las glándulas inguinales están un poco inflamadas, pero no tiene por qué significar nada.» Por un lado, tenía ganas de enviarlo a casa con un diagnóstico tranquilizador, pero por el otro ese día quería ver lo mínimo posible. Nada de piel desnuda. Nada de nalgas peludas o (quién sabe) un pubis depilado. Como ya he dicho, no tengo prejuicios, pero hay cosas que ponen a prueba la capacidad de empatía de cualquiera. Cogí un formulario de análisis de sangre de un cajón del escritorio y marqué unas cuantas cruces al azar. Colesterol. Nivel de azúcar. Función hepática. Consulté mi reloj de pulsera. Habría podido mirar la hora en el de pared, pero al dirigir la mirada a mi muñeca estaba enviando una señal: la visita tocaba a su fin.

—Si vas al laboratorio ahora mismo, en un par de días sabremos más —dije. Me levanté y le tendí el formulario. Tres minutos más tarde, mi paciente estaba en la calle.

Me dejé caer en la silla y cerré los ojos. Intenté recuperar la playa. El mar azul, purificador. Pero entonces llamaron a la puerta y se asomó mi asistenta.

—¿Qué le has dicho? —preguntó.

—¿Cómo?

—A ese paciente. Se ha ido llorando. Ha dicho que no pensaba volver jamás. Que te diesen… bueno, perdona… sólo repito lo que ha dicho.

La miré fijamente, le sostuve la mirada.

—¿Qué ha dicho exactamente, Liesbeth?

Ella se sonrojó.

—Ha dicho que… que te diesen por… bueno, ya sabes. ¡Me ha parecido de una mala educación…! Me he quedado sin palabras.

Respiré hondo.

—Liesbeth. Es muy probable que ese hombre tenga sida. Y si es así, es porque ha permitido que alguien le rociara sus encías sanguinolentas con esperma. Cuando un motorista sin casco se mata al chocar contra un árbol, decimos que es culpa suya por no llevar casco. En mi opinión, si alguien se mete una polla en la boca sin tomar precauciones, no merece más comprensión que el motorista sin casco. En lo que a mí concierne, le pueden dar por culo. Bueno, ahora que lo pienso, ¡ya lo hacen!

Capítulo 40

No devolví la llamada a Judith. Llamó ella.

—Todavía tenemos aquí vuestra tienda —dijo.

Tuve ganas de responderle que la quemase allí mismo en el jardín, que nunca más íbamos a ir de camping.

—Ya iré a buscarla en cuanto pueda —repuse.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Al cabo preguntó cómo estaba Julia. No sé exactamente por qué, pero me pareció percibir un deje de desinterés en su voz; algo de rutina, como si preguntase por obligación. Le di una respuesta acorde, lo más breve posible. Y lo cierto es que no siguió preguntando. Hubo otro silencio. Esperaba que dijese que me echaba de menos, que quería verme. Pero no lo dijo.

—Las últimas semanas de las vacaciones Ralph estuvo un poco apático —comentó—, y continúa igual. Le pregunto qué le pasa, pero él le quita importancia. Me tiene un poco preocupada, Marc. He pensado que podrías echarle un vistazo. Sin que se dé cuenta, porque a un médico no va a querer ir.

BOOK: Casa de verano con piscina
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Going Grey by Karen Traviss
Boldt by Ted Lewis
Joe Bruzzese by Parents' Guide to the Middle School Years
Shutout by Brendan Halpin
El jugador by Iain M. Banks
Beneath London by James P. Blaylock
Geezer Paradise by Robert Gannon
Camp Jameson by Wendy Lea Thomas
Touch by North, Claire