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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (34 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Julia hacía un esfuerzo y sonreía en todas las fotos, pero parecía que lo hacía por nosotros, como si se sintiese culpable de su propia melancolía. En el Custer State Park, donde habíamos alquilado un búngalo por unos días, hasta llegó a disculparse.

—Lo siento, seguramente no soy una compañía muy animada que digamos.

Estábamos sentados cerca del búngalo, en una mesa de picnic, al lado de la barbacoa, donde siseaban los solomillos y las hamburguesas.

—No digas tonterías, Julia —repuso su madre—. Eres nuestra hija más dulce y divertida. Haz lo que te apetezca, para eso estamos de vacaciones.

Lisa estaba al lado de la barbacoa y daba la vuelta a la carne.

—¿Y yo? —preguntó—. ¿Yo también soy la más divertida y la más dulce?

—Por supuesto —respondió Caroline—. Tú también. Las dos. Sois lo más bonito que tengo.

Miré a mi esposa. Se mordió el labio inferior y se frotó los ojos. Un instante más tarde, se levantó.

—Voy a ver si queda vino dentro —dijo.

—¡Aquí queda vino, mamá! —exclamó Lisa—. En la mesa, ¿no lo ves?

En Deadwood comimos en Jakes, el restaurante de Kevin Costner. Un pianista tocó briosamente en un piano de cola durante toda la cena, lo cual impedía mantener una conversación normal. Julia se dejó los auriculares puestos, tomó dos bocaditos y apartó el plato. En Cody fuimos a un rodeo. En el parque nacional de Yellowstone vimos más bisontes, así como alces y varias clases de ciervos. Nos apeamos en un punto en que había muchos coches aparcados en la cuneta de la estrecha carretera. La gente llevaba prismáticos y señalaba la colina al otro lado de un arroyo.

—Era un oso —dijo un hombre—, pero acaba de esconderse detrás de los árboles.

Aparcamos cerca del Old Faithful, el géiser que escupe su chorro blanco y espumoso cada cincuenta minutos. «¡Ooooh!», exclamó Lisa en cuanto se hubo acabado. Julia sonrió mientras con la cabeza seguía el ritmo de la música de su iPod.

Viramos hacia el sur. Vimos los primeros indios. Íbamos por Monument Valley y nos detuvimos en un lugar relativamente desierto donde había una bandera americana y una caravana plateada en la que vendían baratijas indias.

—¿No quieres salir a mirar? —le preguntó Caroline a Julia, que no se había movido del asiento trasero. Pero Julia negó con la cabeza y se frotó los ojos—. ¿Quieres que me quede contigo?

En Kayenta nos enteramos de que en toda la reserva de indios navajo no había ni una gota de alcohol. Ni durante las comidas ni en los supermercados.

—Parece Irán —comentó Caroline, dando un sorbo a su cola—. En plena América.

En el primer mirador del Gran Cañón, Julia se echó a llorar. En ese momento yo estaba solo con ella, Caroline y Lisa acababan de ir a un pequeño edificio de obra vista donde estaban los servicios. Nos hallábamos en el borde, en un lugar magnífico, sin valla, un poco apartados de los grandes grupos de turistas.

—Mira ahí —dije señalando un ave rapaz, seguramente un águila, que pasó volando rápidamente, sin mover las alas ni emitir sonido alguno, a apenas cinco metros de distancia—. ¿Quieres volver al coche? —pregunté. Miré a un lado, y sólo entonces me di cuenta de que Julia se había quitado los auriculares. No hacía ningún ruido, las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—No soy capaz de ver lo bonito que es —dijo.

Sentí un escalofrío en la espalda. Di un paso hacia ella y tendí la mano con mucha suavidad, para cogerle la suya. Desde que la examiné por última vez, hacía unos ocho meses, Julia había evitado al máximo cualquier contacto físico conmigo. Yo creí que se le pasaría con el tiempo, pero no era así. Si le tendía una mano, se apartaba de mí. Durante ese viaje no nos habíamos tocado ni una sola vez.

—Tampoco hace falta —dije—. No hace falta que te parezca bonito ahora.

La cogí de la mano. Por un instante se quedó inmóvil, luego miró hacia abajo, a la mano de su padre que la sujetaba, y sacudió el brazo para soltarse. Se dio la vuelta y volvió por el camino hacia los servicios, de donde en ese momento salían Caroline y Lisa. Al ver a su madre, aceleró el paso. El último trozo lo hizo a la carrera, y después se lanzó a sus brazos.

Aquella noche dormimos en Williams, una de las ciudades de la famosa Ruta 66. Cenamos al aire libre, en la terraza de un restaurante mexicano. Caroline y yo bebimos margaritas. Durante el primer plato apareció un vaquero con guitarra que dejó una caja en el suelo y se subió a ella, a un par de metros de nuestra mesa. Miré a Julia mientras el vaquero empezaba a tocar. Julia no había probado la enchilada que tenía en el plato. Se había quitado los auriculares y miraba al vaquero. Vi en sus ojos la misma expresión de aquella tarde en el Gran Cañón.

Al lado del hotel pasaba la vía del tren. Yo estaba despierto en la oscuridad y escuchaba los trenes de mercancías, que pasaban cada media hora. Se oían desde lejos. Primero pitaban: un sonido quejumbroso como el grito de una lechuza, o de un animal extraviado en la noche. Eran trenes infinitos. Intenté contar los vagones, pero siempre me liaba a mitad del convoy. Pensé en el Gran Cañón y en el vaquero que cantaba. En el llanto de Julia y la expresión de sus ojos hacía un rato, en el restaurante mexicano.

—¿Marc? —Noté la mano de Caroline en el cuello—. ¿Qué pasa?

—¿Todavía estás despierta? Intenta dormirte, anda.

Su mano encontró mi cara y me palpó las mejillas.

—Marc, ¿qué pasa?

Tuve que carraspear para que la voz me saliera normal.

—Nada, estaba escuchando los trenes. Escucha, ahí viene otro…

Caroline se apretó a mí por detrás. Me pasó una mano por debajo del cuello y con la otra me abrazó con fuerza.

—No debes estar triste. Quiero decir, claro que puedes estarlo. Yo también lo estoy. Pero ¿has visto que ya no lleva el iPod puesto todo el rato? Empieza a mirar un poco alrededor. Como en el restaurante. Algo está cambiando, Marc, en serio.

«En absoluto», quise decir, pero no lo hice. Me quedé inmóvil, contando los vagones.

—Creo que ahora podré dormirme —dije luego.

En Las Vegas pasamos prácticamente todo el día en las tumbonas de una de las muchas piscinas del hotel Tropicana. Caroline y yo tomamos más margaritas. Durante la
happy hour
llegamos a pedirnos cuatro seguidos. Metimos unas cuantas monedas en las máquinas recreativas. Por la noche paseamos por las calles iluminadas de los casinos. Contemplamos el ballet de agua a ritmo de la música de las fuentes delante del Bellagio Hotel. En ese momento ya nos habíamos acabado los margaritas. Yo notaba el martilleo en mi cabeza y no me atrevía a mirar a mi hija mayor. Caroline la llevaba cogida de la mano. Lisa exclamaba «¡Oh!» y «¡Ah!» con cada nuevo latigazo de la fuente, y sacaba fotos. Compré helados y cola para todos en un puesto callejero, pero ni el refresco sirvió para mitigar la sensación de sequedad de mi lengua.

—A lo mejor deberíamos hacer otra cosa —dijo Caroline más tarde, cuando estábamos en la cama. Las niñas ocupaban una habitación al lado de la nuestra. Yo estaba viendo un torneo de póquer en televisión.

—¿Sí? —pregunté, y me acabé de un sorbo la lata de Budweiser que había sacado del minibar.

—Algo tranquilo. A lo mejor este viaje ha sido un error de planteamiento. Tal vez hayan sido demasiadas impresiones nuevas a la vez.

Los ojos me escocieron de repente.

—Joder —dije.

—¡Marc! ¿Es que no tienes nada mejor que hacer que pasarte el día emborrachándote? Se trata de nuestra hija. De su dolor. No del nuestro.

—¿Cómo? —exclamé, más alto de lo que pretendía. Me enjugué las lágrimas—. ¿Quién se pasa el día emborrachándose? Como si tú no le dieses duro a los margaritas. Y con el poco aguante que tienes. ¡Te sientan fatal! Deberías verte. ¡Y oírte! Con ese falso tonillo animado. Hoy Lisa me ha guiñado un ojo cuando te reías tontamente en la tumbona y se te han caído las palomitas al suelo. Julia no dice nada, pero ¿crees que le gusta ver a su madre borracha perdida todo el día?

—¿Yo borracha perdida? Marc, no sabes lo que dices. Julia ya es lo bastante mayor, sabe perfectamente que su madre a veces se anima un poco cuando se toma un par de copas. Si no le gustara, no se pasaría el rato a mi lado cogiéndome de la mano, ¿no? Contigo es distinto. Tú cambias de personalidad cuando bebes. Le das miedo.

Sentí que el aire desaparecía de mis pulmones, como si me vaciaran la caja torácica.

—¡Si tiene miedo de mí es por tu culpa! —Me había levantado y arrojado la lata de cerveza vacía contra la pared—. Te pasas el día haciéndote la buena. La madre guay y comprensiva con su hija violada. Sabes tan bien como yo que antes del verano pasado no quería saber nada de ti y tus constantes sermones sobre la hora de volver a casa. Sabes que yo siempre le había caído mejor. Coño, me jode que te comportes así. A veces pienso que en el fondo te alegras de poder jugar a hijitas y mamás con tu pobrecita hija violada y desvalida. Pero ya no es ninguna niña, Caroline. No la ayudas con tu representación de la mamaíta perfecta. ¡Sólo la entierras aún más en su propia mierda!

Sonaron unos golpes en la pared. Ambos nos tapamos la boca con las manos al mismo tiempo y nos miramos horrorizados.

—¡Callaos ya! —gritó Lisa—. ¡Así no podemos dormir!

La última semana alquilamos un apartamento en La Goleta, un suburbio de Santa Bárbara a orillas del océano Pacífico. Comimos langosta en el muelle. Lisa fotografió las gigantescas gaviotas y albatros que asaltaban brutalmente las mesas de madera y se llevaban los restos de comida. Paseamos por las calles comerciales. Julia se compró una blusa, y luego un par de Nikes. A veces me quedaba fuera esperando mientras ella, cogida de la mano de su madre, entraba en la enésima tienda.

Pero de vez en cuando se reía. Cada vez más a menudo. Y ahora era de verdad. En el apartamento se pasó largo rato ante el espejo y luego vino a mostrarnos sus nuevas adquisiciones.

—¿Seguro que me queda bien? —preguntaba—. ¿No me queda estrecho en los hombros?

Lisa la fotografió mientras posaba con uno de sus nuevos conjuntos en la terraza del apartamento. Levantó una pierna y apoyó el talón contra un barrote horizontal de la barandilla. Se puso sus gafas de sol nuevas y luego se las llevó a la cabeza, sujetándose el pelo. Lisa estaba en cuclillas con la cámara pegada al ojo izquierdo:

—Mira hacia el sol —le decía—. Y ahora a mí… Sí, así… esa mirada… quédate así.

Uno de los últimos días volvimos a comer a un mexicano en un patio con palmeras y cactus, cerca de la playa.

—¿Un margarita? —le pregunté a Caroline.

—Por uno no pasará nada —respondió, y me guiñó un ojo.

Más tarde hubo un desfile por la calle principal de la ciudad. Nuestras hijas se abrieron paso entre la gente para verlo mejor, mientras nosotros nos quedábamos un poco rezagados en la acera… sin perderlas de vista ni un instante.

—Es verdad, ha sido un error de planteamiento —dije.

Mi esposa ladeó la cabeza para apoyarla en mi hombro. Sentí la calidez de sus cabellos contra mi mejilla.

—Sí —dijo.

Capítulo 44

Un domingo, un par de semanas después de nuestro regreso a casa, me puse a mirar las fotografías que Lisa había sacado en América. Para empezar copié todo el contenido de la cámara en el disco duro del portátil. Fui clicando desde el final hacia el principio. Primero vi las últimas fotos, y retrocediendo llegué al inicio del viaje.

Debo decir que decidí seguir este orden a conciencia. Tenía miedo de algo. No me atrevía a admitirlo, pero temía las fotografías del principio. Más concretamente, las fotos previas al llanto de Julia en el Gran Cañón.

Pasé rápidamente las fotos de los casinos iluminados en el Strip de Las Vegas. Había una del vaquero que cantaba en la terraza del restaurante mexicano de Williams. Había fotos de Caroline y yo sorbiendo con las pajitas nuestros margaritas, saludando alegremente a la fotógrafa. En la siguiente foto, Julia miraba directamente a la cámara. En el plato que tenía delante estaba la enchilada que ni había tocado. Me obligué a observar los ojos de mi hija mayor. Vi lo que temía ver. Pero también otra cosa. Antes de los acontecimientos del verano anterior, Julia tenía otra mirada. Ingenua. Intacta, me corregí. Observé su expresión herida mientras intentaba mantener la mente en blanco. Sabía que si pensaba en algo, estaría perdido.

Cerré los ojos y me apreté los párpados con la yema de los dedos. Medio minuto, tal vez más. Abrí los ojos y miré de nuevo. Y ahora vi otra cosa. Era imposible no verlo.

Julia siempre había sido una niña guapa. Una niña guapa e ingenua, una niña que hacía que algunos hombres adultos se volviesen para mirarla. Pero en la terraza de aquel restaurante mexicano no había ni rastro de ingenuidad. Lo que vi en los ojos de mi hija no fue ni siquiera una mirada triste. Sí una mirada seria. Julia tenía catorce años y ya no miraba a la cámara como una niña, sino como una mujer joven. Una mujer joven con ojos que habían visto cosas. Ojos que sabían cosas. Y la embellecían. La niña bonita se había convertido en una belleza deslumbrante.

Seguí clicando hacia atrás. Paisajes yermos y áridos con cactus. Gasolineras y Burger Kings. Trenes de mercancías infinitos. Caroline, Julia y yo en una mesa de picnic de madera, en el mirador del Gran Cañón. Debía de ser de poco antes del momento en que Julia había roto a llorar. «No soy capaz de ver lo bonito que es», había dicho. Pero en su expresión vi los primeros signos de cambio que en la terraza de Williams ya se habían consolidado. Un poco más atrás, posaba ante los presidentes esculpidos en el monte Rushmore y miraba la lente con expresión casi analítica. Totalmente analítica, como si buscase algo. A lo mejor a sí misma, me dije ahora.

La serie de fotos acababa en los rascacielos de Chicago, la vista del lago Michigan desde la Torre Sears. O, al menos, eso pensaba yo. Pero había más. Después de una foto de la pantalla con la hora de salida de nuestro vuelo desde Schiphol, con el zoom en nuestro destino (KL-0611 – Chicago – 11.35 – C14), de repente apareció la foto de una florecilla. Una florecilla indeterminada (no supe de qué planta se trataba), tomada de muy cerca. En la parte inferior de la pantalla del ordenador, vi que esta imagen era la número sesenta y nueve. Quedaban sesenta y ocho fotos… Volví a hacer clic: apareció una mariposa posada en una pared blanca. Y luego, una vaca. Una vaca marrón con una gruesa anilla de cobre en el hocico.

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