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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (38 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—Sí.

—Entonces hiciste lo que debías. Hiciste lo que todos los padres deberían hacer.

—Sí —repetí, aunque Herzl no había preguntado nada.

—El caso es que no podemos presentárselo así al tribunal —continuó—. No les interesan los padres con instintos sanos. Puedo intentar que parezca un tema de negligencia, pero la cosa es un poco demasiado evidente. No va a ser una amonestación de un par de meses, Marc. Más bien una inhabilitación total. Y eso si no se inicia un proceso penal. No querrás hacerle algo así a tu familia. Y a tu hija, menos.

—¿Y entonces? ¿Qué debo hacer?

El profesor suspiró.

—En primer lugar, mañana no debes presentarte. Si compareces, sólo lo empeorarás. Yo te recomendaría desaparecer. Literalmente. Al extranjero. Deberías tomar la decisión hoy mismo, Marc. Háblalo con tu familia. Vete. Empieza de nuevo en otra parte. Si alguna vez necesitas referencias, te pones en contacto conmigo. Yo puedo ayudarte. Pero, ahora mismo, me temo que esto es lo único que puedo hacer por ti.

Después de colgar me quedé inmóvil ante el escritorio. Podía pedirle a mi asistenta que enviara a los pacientes a casa. Necesitaba tiempo para pensar. Por otro lado, también podía pensar mientras escuchaba desvaríos interminables sobre nada. A menudo, incluso me ayudaban a pensar mejor.

Pulsé el botón del intercomunicador.

—Liesbeth, haz pasar al primero. Ya estoy listo.

«Compórtate con normalidad», me dije. Todo debía parecer lo más normal posible. Miré el reloj de pared. Las diez y diez. Tenía tiempo de sobra.

Pero entonces, cuando mi primer paciente acababa de tomar asiento, de repente se oyó un alboroto en la puerta de la consulta.

—¡Doctor! ¡Doctor! —exclamó mi asistenta.

Y a continuación el ruido de una silla volcada con violencia, y después otra voz:

—¿Dónde estás, cabrón? —chillaba Judith Meier—. ¡Da la cara si te atreves!

Capítulo 51

Hojeé el informe. Fingí buscar algo. No era el informe de Ralph Meier, sino de un paciente cualquiera. Acababa de cogerlo del fichero; ni demasiado grueso ni demasiado delgado. No tenía informe de Ralph Meier.

—Aquí está —dije—. Ralph vino a verme a principios de octubre del año pasado. En ese momento no quería que tú lo supieses. Tenía miedo de que te preocuparas sin motivo. —La miré. Judith desvió los ojos, rebufó y tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla—. En primera instancia también pensé que no era nada —continué—. Por lo general no suele serlo. Bueno, él dijo sentirse cansado. Pero el cansancio también puede tener otras causas. Trabajaba mucho. Siempre trabajó mucho.

—Marc, ahórrame tus circunloquios y excusas. Ya hace tiempo que dejamos eso atrás. El doctor Maasland me lo ha explicado todo. Nunca debiste hacer una intervención como ésa. En ninguna circunstancia. Y lo que en el Tribunal Disciplinario todavía no saben es que le recetaste aquella mierda para disimular los síntomas. Yo al principio no tenía ni idea de que tomaba esas pastillas, pero un día las encontré por casualidad en un bolsillo de su maleta, y entonces me lo confesó todo. Y también quién se las suministraba.

—Judith, estaba cansado. Agotado. Tenía que rodar durante dos meses. Ya le dije que no debía abusar de su salud, qué era sólo para aquellos dos meses.

Me sentía totalmente sereno. Tranquilo. Volvía a tener un absoluto autodominio. Sólo el hecho de que hubiese usado una frase como «que no debía abusar de su salud», algo que jamás le decía a nadie, significaba ya que había recuperado el aplomo. Miré el reloj de pared. Llevábamos allí un cuarto de hora. Había oído ruidos imprecisos procedentes de la sala de espera, y luego que se cerraba la puerta de la consulta. Ahora había silencio. Todo el mundo se había ido.

—¿Por qué ahora de repente, Judith? ¿Por qué vienes a acusarme de asesino delante de mis pacientes y mi asistenta? El viernes pasado, en el entierro, todavía pensaba que estabas confundida por todas las sandeces que ese Maasland ha intentado colarte. Pero parece que te lo has creído de verdad. Además, para ser claro, no es que los últimos meses se te haya visto muy triste por Ralph, que digamos. O al menos nunca te oí quejarte cuando iba a tomar café a tu casa.

Judith empezó a llorar. Suspiré hondo. No tenía tiempo para eso. Quería subir, tenía que hablar con Caroline sobre lo que haríamos. Dentro de un par de días empezaban las vacaciones de otoño y pensábamos irnos los cuatro a Los Ángeles. Debía hablar con Caroline sobre la posibilidad de marcharnos un poco antes… sin mencionar la conversación con Herzl, por supuesto.

—¡Dijiste que yo era lo último que necesitabas, Marc! —gimoteó—. Que no debíamos vernos más. Eso fue lo que me dijiste literalmente. «Han ocurrido demasiadas cosas. Ahora mismo, lo último que necesito es a ti.» ¡No podía creerlo! ¿Cómo pudiste ser tan cruel? Ralph sólo llevaba media hora muerto.

La observé. No daba crédito a mis oídos. Siempre había pensado que en menos de un minuto podía discernir qué le pasaba a una persona, pero aquello no se me habría ocurrido ni en mis fantasías más osadas. La observé. Aparte de que le caían las lágrimas, su rostro irradiaba insatisfacción. Una insatisfacción profunda, innata, de esa clase que no hay manera de eliminar. Regalos caros, atención, una reforma de la casa… la insatisfacción remite brevemente, pero es como una humedad que siempre reaparece: puedes taparla con un papel de pared nuevo, pero al cabo del tiempo las manchas marrones acabarán aflorando.

Poco se puede hacer para remediarlo. Puedes suavizarla una temporada con medicamentos, con las llamadas píldoras de la felicidad, pero a la larga terminará reapareciendo con más fuerza.

El único modo de que la insatisfacción desapareciese para siempre del rostro de Judith sería una inyección.

Pensé en su reacción en la playa cuando Ralph había hecho saltar por los aires la olla. Sus regañinas sobre los petardos. Su preocupación por la fianza que la inmobiliaria podría negarse a devolverles. Y luego pensé en lo que Caroline me había contado, lo de Stanley y Judith en la piscina. «Se la comió toda a besos, Marc. De pies a cabeza», había dicho mi mujer.

Ahora sabía qué tenía que hacer. Me levanté y rodeé el escritorio. Puse las manos sobre los hombros de Judith y me incliné hacia delante, de modo que mi rostro tocara el suyo.

Me esperaba calidez. Una cara humedecida pero cálida. Sin embargo, sus lágrimas eran frías.

—Mi querida Judith —dije.

Capítulo 52

Estábamos al lado de la piscina. Sólo Julia y yo. Caroline había ido de compras a Santa Bárbara con Lisa. Stanley tenía una reunión sobre un nuevo proyecto en algún lugar de Hollywood. Emmanuelle había subido a echarse una siesta.

Julia estaba tumbada boca abajo en un colchón hinchable, a la sombra de una palmera. Yo, en una tumbona, hojeaba unas revistas que me había traído de la casa. Los últimos números de
Vogue
,
Vanity Fair
y
Ocean Drive
. A lo lejos se oía realmente el mar, como había dicho Stanley.

Y también, de vez en cuando, el silbato del tren. Entre la casa de Stanley y el mar había un paso a nivel no vigilado de una sola vía. El silbato de los trenes era distinto al de un año antes en Williams, aunque era muy posible que fuese cosa mía.

Miré a Julia. Tal vez durmiera. Tal vez no. Cerca del cabezal de la colchoneta estaba su iPod, pero no llevaba los auriculares puestos. En Holanda era otoño; aquí había que sentarse a la sombra para no asarse. Creía que me llamarían del Tribunal Disciplinario para preguntar por qué no me había presentado, pero no supe nada de ellos. Los siguientes días, tampoco. El viernes llamé yo y contestó una secretaria que me explicó que todos los procedimientos abiertos «se retomarán después de las vacaciones de otoño». Me pidió que repitiera mi nombre.

—Doctor Schlosser —dijo—. Sí, aquí lo tengo. Su nombre aparece con una flecha roja en mi ordenador, eso significa que su caso se considera prioritario. Pero de todos modos no habrá veredicto hasta después de las vacaciones. Recibirá una notificación como máximo a finales de semana.

Al día siguiente empezaban las vacaciones de otoño y nos fuimos a Los Ángeles. Stanley se había ofrecido a venir a recogernos, pero le dije que no era necesario. Alquilamos un coche y en menos de dos horas llegamos a Santa Bárbara por la Highway 1.

Los primeros días prácticamente no hicimos nada. Pasamos la mayor parte del tiempo en la piscina y paseando por las calles comerciales. Volvimos a comer langosta en el muelle.

—Tengo una teoría —dijo Stanley el tercer día—. Lo he reflexionado mucho tiempo. Aunque bueno… en realidad tampoco tanto.

Estábamos en un restaurante de pescado en la playa. El sol acababa de ponerse. Caroline, Emmanuelle, Julia y Lisa habían ido a dar un paseo por la orilla. Stanley cogió la botella de vino y volvió a llenar las copas.

—La fiesta del solsticio de verano del año pasado —continuó—. Estábamos en la playa con aquellas chicas. Ralph intentó darle una patada a la noruega. Luego pasamos unas cuantas horas sin vernos. Mientras tanto, a tu hija… bueno, lo que ocurrió. Uno ata cabos: uno más uno son dos. Poco después de las vacaciones, Ralph se pone enfermo. Una enfermedad mortal. Un año más tarde está muerto. Yo no soy médico, la parte técnica se me escapa, pero a lo mejor tú podrías explicármelo.

Sólo sonreí y tomé un sorbo de vino.

—Primero te contaré otra cosa, Marc. El año pasado rodamos
Augusto
, como ya sabes. También le di un pequeño papel a Emmanuelle como una de las hijas ilegítimas del emperador. Pero un día va Emmanuelle y me dice que ya no quiere el papel. Que no podía soportar cómo se comportaba Ralph. Cómo la miraba, tanto durante el rodaje como el resto del tiempo. Hablé con Ralph y le advertí que tenía que dejar de comportarse de ese modo. El aparentó tomárselo a la ligera y dijo que Emmanuelle exageraba, pero dejó de hacerlo. Tuve que prometerle solemnemente a Emmanuelle que después del rodaje no tendría que volver a verlo nunca más.

Era tentador. Era tentador contarle, si no todo, al menos algo. Me había bebido casi una botella entera de vino blanco. Pensé que sería una buena historia. Podría explicarla y sería una buena historia…

—Ralph estaba totalmente loco —añadió Stanley—. Su comportamiento con las mujeres… Bueno, tú y yo lo vimos. La verdad es que no lo echo mucho en falta que digamos. Es sólo curiosidad. Pura especulación. En la práctica, me parece muy improbable que… Apenas podía andar después del golpe que le diste en la rodilla, ¿te acuerdas? Pero bueno, eso no importa. Lo que importa es que tú creías que podía ser el culpable, así que hiciste algo. Tal vez aquella misma noche…

«Casi aciertas», habría querido decirle.

—Invéntate algo —dije en cambio.

Stanley me observó un momento y empezaron a brillarle los ojos. Al instante siguiente se había echado a reír.

—¡Muy bien, Marc! En serio, muy bien. No hace falta que digas nada más. Creo que es respuesta suficiente a mi pregunta. Más que suficiente.

Aquella tarde miramos las fotos que Stanley había sacado el año anterior durante las vacaciones en la casa. Yo se lo había pedido como de pasada: que si tenía otras fotos además de las de la página web.

Estábamos sentados ante el escritorio de Stanley, que había cerrado las persianas para que no entrara el intenso sol e iba pasando las fotos en la pantalla del ordenador.

Caroline y Emmanuelle se habían quedado en la piscina. Lisa y Julia estaban a la derecha de Stanley, apoyadas en su escritorio. Yo estaba a su izquierda en un taburete.

No había muchas fotos más. Miré de soslayo a Julia cuando aparecieron las fotos del fontanero. Había una que yo no había visto: Julia y el fontanero uno delante del otro mientras ella se ponía la mano plana encima de la cabeza para mostrar la diferencia de altura entre ellos. Ambos reían.

Esperé a que mi hija mirara a un lado. Hacia mí. Llevaba semanas pensando que aguardaría el momento adecuado. Pero a medida que pasaba el tiempo, empecé a dudar de cuál sería ese momento.

Si entonces ella me hubiese mirado, ambos habríamos sabido que el otro lo sabía. Para mí, habría bastado.

Pero Julia no desvió la mirada. Sólo rió y le pidió a Stanley que pasara a la siguiente.

—¡Mirad! —exclamó Lisa de repente—. ¡El asno!

Los tres la miramos.

—¡El asno del camping! —dijo Lisa—. Aquel asno tan triste, papá.

Me incliné hacia la pantalla. Ciertamente, se veía un asno, un asno que sacaba la cabeza por encima de una valla de madera.

—¿Lo conoces, Lisa? —preguntó Stanley, riendo—. A lo mejor lo viste en el zoo. Al menos, allí es donde saqué la foto. Había un zoo, ¿sabes?, un zoo muy normalito… Cuando lo visité, ya os habíais ido. Ay, pero si ya lo sabéis, ahí llevasteis al pajarito, tu padre y tú.

—Pero entonces el asno aún no estaba —dijo mi hija.

—¿Cómo sabes que es ese asno? —pregunté.

—Se nota —contestó ella—. También había una llama. ¿Le sacaste fotos, Stanley?

El se reclinó en la silla y rodeó a mi hija pequeña con un brazo.

—No saqué ninguna foto de una llama, cariño. Pero seguro que tienes razón. Creo que también había una llama.

• • •

—Papá, ¿vas a meterte?

Había cerrado los ojos y ahora los abrí de nuevo. Vi a Julia, con un pie al principio del trampolín. La tenía a contraluz, de modo que no le veía bien la cara.

—Vale —dije.

Stanley ya le había hecho un montón de fotos. En su jardín, en la playa. Al día siguiente tendría lugar una sesión oficial, con estilista y maquillador. Todavía no se había concretado nada, nos dijo, pero había mucho interés. Nombró unas cuantas revistas de moda y cine importantes. También le sacó algunas fotos a Lisa.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó—. ¿Doce? Excelente. Tal vez tengas que esperar un poco, pero podría haber alguna revista interesada, quizá seas exactamente lo que andan buscando.

Desde nuestra llegada a América, no había pensado más en el fontanero. Como mucho, en cuanto organismo. Un organismo que respira. Un corazón que late. Miré a Julia, que ya había llegado a la mitad del trampolín. Intenté dejar de pensar en él. Lo conseguí. Sonreí a mi hija.

—Pues va, papá.

Hice ademán de levantarme y volví a dejarme caer en la silla. Esperé a que llegara al final del trampolín.

Julia se volvió hacia mí. Yo ya había decidido que el momento adecuado había pasado para siempre. El momento adecuado pertenecía al pasado. Mi hija en el trampolín era el futuro.

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