Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (12 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pensaba que querías mantener al Ralph ese lo más lejos posible de mí —prosiguió Caroline—. Si hasta te lo dije, que no quería ir con ellos. Y vas y buscas un camping a un tiro de piedra de su casa de vacaciones.

Caroline había colgado un farolillo en un palo que sobresalía de la tienda de campaña. Un farolillo con ventanitas de cristal. Pero la vela se había acabado y estábamos a oscuras. Sobre nuestras cabezas, entre los árboles, brillaban miles de estrellas. A lo lejos se oía el suave murmullo del rompiente.

—Sí, lo sabía —admití—, pero no me pareció motivo suficiente para cambiar nuestros planes. Como si no pudiésemos venir aquí sólo por miedo a encontrarnos con gente a quien preferimos no ver.

—Pero, Marc, hay centenares de lugares como éste en la costa. Centenares de playas en las que la familia Meier no ha alquilado ninguna casa.

—Es que después volví a hablar con Ralph de venir aquí. Después de la fiesta en su jardín. Me explicó lo bonito que era, una zona casi virgen. Me despertó la curiosidad, eso es todo.

Caroline exhaló un profundo suspiro.

—¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos? Mañana tendremos que ir. Quedaría muy mal que no nos acercáramos.

—Sólo es una cena. Seguramente harán barbacoa otra vez. Si quieres, después nos marchamos. A otra playa. A otro camping. Y si realmente no quieres ir a cenar con ellos, pues no vamos. Ya nos inventaremos algo. Que no te encuentras bien, o que no me encuentro bien. Y pasado mañana nos marchamos. —Se hizo un silencio. Me pasé la punta de la lengua por el labio superior; lo tenía tenso y seco—. ¿Es eso lo que quieres? Te repito que no me importa. Ya se nos ocurrirá algo.

Oí a mi mujer suspirar un par de veces. Oí que se quitaba algo de las piernas desnudas. Un insecto. Una hoja que habría caído de un árbol. O nada, quizá.

—Bah, no pasa nada. Es sólo que me había imaginado un par de días de vacaciones, o una semanita, nosotros cuatro. Si no fuese tan al principio de las vacaciones, no me habría importado encontrarnos con otros. Pero es que ha ido tan deprisa… Todavía no me apetece estar con mucha gente, ni sentarme en una terraza a mantener largas conversaciones y beber mucho vino.

Alargué el brazo y le posé la mano en el muslo.

—La verdad es que yo tampoco. Yo tampoco tenía muchas ganas de ver a otra gente. Lo siento. Ha sido culpa mía.

—Sí, tuya —dijo Caroline, poniendo ahora la mano sobre la mía—. Tendrás que llamarlos para decir que no iremos.

Cerré los ojos y tragué saliva, pero tenía la garganta reseca. Aparte del rompiente a lo lejos, lo único que oía era un pitido suave en los oídos.

—Vale.

—Es broma. No, no estaría bien decirles que no ahora. Vamos y ya está. La verdad es que tengo curiosidad por ver esa casa. Y las niñas se lo pasarán bien. Por los chicos, quiero decir, y por la piscina.

He aquí lo que había ocurrido ese mismo día en la playa: Julia se había sentado a nuestra mesa con Alex, seguidos por Lisa y el hermano pequeño, Thomas. Después había llegado el resto de la familia Meier. Ralph y Judith, y la mujer mayor de unos setenta y pico a quien ya había visto en la fiesta: la madre de Judith. Y dos personas más. Un hombre de cincuenta y muchos con una media melena canosa, excepto por un par de mechones oscuros aquí y allá; su rostro me sonaba de algo. Y una mujer que, supuse, era la pareja del hombre, aunque él le llevaba al menos veinte años.

—¡Menuda sorpresa! —exclamó Ralph, y agarró por los hombros a Caroline, que estaba medio incorporada, y la besó tres veces en las mejillas.

—Hola —saludó Judith, y también nos besamos en las mejillas. Después nos miramos. «Sí, he venido», le dije con los ojos. «Ya lo veo», respondieron los suyos.

—¿Por qué no habéis llamado para decir que veníais? —preguntó Ralph—. Habríais podido cenar con nosotros. Esta tarde hemos comprado un cochinillo entero en el mercado. Eso sí que es un lujo, cochinillo asado a la leña.

Caroline se encogió de hombros y me miró.

—La verdad es que acabamos de llegar —dije—. No queríamos… estamos aquí, en el camping.

—¡En el camping! —exclamó Ralph, como si fuese lo más gracioso que había oído últimamente. En ese momento, el hombre canoso dio un paso adelante—. Ay, perdón, se me había olvidado presentaros. Stanley, éste es Marc. Es médico de cabecera. Y ésta es su encantadora esposa, Caroline.

El hombre al que Ralph había presentado como «Stanley» estrechó en primer lugar la mano de Caroline.

—Stanley Forbes —dijo, y luego, al estrechar mi mano, repitió solamente el nombre de pila—: Stanley.

De repente supe de qué me sonaba su cara. Stanley Forbes no era su verdadero nombre. Se llamaba de otro modo cuando, hacía unos veinticinco años, había cambiado Holanda por Estados Unidos. ¿Jan? ¿Hans? ¿Hans Jansen? Un nombre holandés normal y corriente, lo tenía en la punta de la lengua. Los primeros años después de que emigrara no se supo de él, pero al final el director de cine holandés que se hacía llamar Stanley Forbes se había forjado una carrera en Hollywood.

—Y ésta es la novia de Stanley, Emmanuelle —dijo Ralph, y posó la mano en el hombro de la joven—.
Emmanuelle, these are some friends of us from Holland. Marc and Caroline
.

Si dijese que Emmanuelle era un bellezón, me quedaría corto. Nos estrechó la mano a Caroline y a mí, y fue como si nos saludara la portada de
Vogue
. Tenía una mano pequeña y delgada, casi infantil. De cerca, vi que apenas tendría unos cinco años más que Julia. ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? No más de veinte en todo caso. Desvié la mirada hacia el hombre de cabello cano. No había calculado bien la diferencia de edad; la chica no tenía veinte sino cuarenta años menos que Stanley Forbes. ¿Habría obtenido un papel en su próxima película a cambio de sus servicios en la cama? Miré el rostro cuarenta años mayor del director de cine. Observé su cuerpo cuarenta años mayor, enfundado en un pantalón veraniego de lino blanco, casi transparente, y una camisa blanca del mismo material. De la pechera abierta sobresalía una mata de vello gris.

Durante unos segundos, me imaginé aquel cuerpo viejo arrimándose a ella. Se tumbaba a su lado. Deslizaba la mano por el vientre de la chica hasta el ombligo, alrededor del cual trazaba un círculo con el índice antes de continuar hacia abajo. El olor a viejo bajo las sábanas. Las escamas que se le desprendían de la piel. Me la imaginé a ella pensando en otras cosas mientras tanto. Sobre todo en el papel prometido en la película. ¿Era ése el sueño que Hans (?) Jansen (?) había perseguido al abandonar los Países Bajos? ¿Chicas jóvenes que, porque admiraban su talento o a cambio de un papel en una de sus películas, quisieran tocarle la polla?

En último lugar se adelantó la madre de Judith. Mientras le tendía la mano, estudié su rostro, pero no tuve la sensación de que estableciese una conexión directa entre mí y la conversación telefónica que habíamos mantenido semanas atrás.

—Señor Schlosser —dijo, repitiendo mi apellido, después de que su hija me presentara.

—Marc —dije.

Miré alrededor para ver si había quedado alguna mesa libre, pero apenas había siquiera sillas vacías. En ese mismo momento el chico de los vaqueros trajo nuestros platos.

—Ah, todavía no habéis cenado —comentó Ralph.

—Podríamos… a lo mejor dentro de un rato queda libre alguna mesa, o un par de sillas —dije.

—Dejémosles comer tranquilos —terció Judith—. Además, mamá está cansada. Si queréis quedaros… —les dijo a Ralph y Stanley Forbes—.
If you want to stay…
—añadió para Emmanuelle—. Pero yo me iré con mi madre.
I think it’s better for my mother to go home now.
She is very tired
.

Se produjo un breve momento de indecisión. Ralph también escudriñó la terraza buscando mesas o sillas libres. Caroline me miró un instante y desvió la vista. Julia se inclinó hacia Alex, que estaba sentado enfrente de ella, en el sitio de Lisa, y le cuchicheó algo al oído. Thomas perseguía a Lisa por la arena. Stanley Forbes había rodeado a Emmanuelle con el brazo y se la había acercado. La madre de Judith permanecía de pie entre las mesas como si todo aquello no fuese con ella.

—Os quedáis un par de días por aquí, ¿no? —preguntó Judith—. Pues venid a cenar con nosotros mañana.

Capítulo 16

El profesor Aaron Herzl fue el primero que nos explicó por qué el reloj biológico de los hombres es un poco distinto del de las mujeres. Que las agujas marcan la misma hora, sí, pero significan cosas distintas.

—Ocurre como con la hora del reloj —aclaró—. A veces, las siete menos cuarto es pronto, y otras veces, las seis y veinte ya es tarde.

Teníamos dos horas por semana de Biología Médica, que por aquel entonces aún era una asignatura optativa. En la clase había más chicas que chicos. Aaron Herzl rondaba los sesenta, pero las chicas siempre se ruborizaban y les daba la risa floja cuando se dirigía directamente a ellas. En ese sentido, era la prueba viviente de sus teorías. Las mismas teorías que unos años más tarde provocarían su expulsión de la universidad.

—Lo que voy a deciros seguramente sea menos agradable de oír para las chicas —advirtió mientras observaba la clase—. Pero los hechos son los que son. No hay nada que hacer. Tal vez sea injusto, pero las mujeres que logran aceptar esta injusticia en lugar de ofrecer resistencia tendrán una vida larga y feliz.

Ya se oían risitas apagadas en las filas de asientos. Nosotros, los chicos, albergábamos nuestros propios sentimientos acerca del profesor de Biología Médica. Sentimientos encontrados, sobre todo. El hecho de que a la mayoría de las chicas les pareciese atractivo ese viejo calvo tiraba por la borda algunas teorías biológicas. Nosotros éramos jóvenes, teníamos semen joven. En ginecología habíamos aprendido que las posibilidades de que engendrásemos un hijo sano eran ochocientas veces superiores a las de alguien con el semen viejo. Pero, por otro lado, lo entendíamos: entendíamos que el profesor Aaron Herzl era un verdadero rival. Nuestro raciocinio nos llevaba a intentar ridiculizarlo en presencia de las chicas, con alusiones a sus genitales, sin duda arrugados y llenos de manchas de la edad, pero había algo en él… un aura o, mejor dicho, una presencia carismática que ponía patas arriba el orden hormonal de las chicas. A costa nuestra.

El profesor Herzl tosió un par de veces y carraspeó. Llevaba vaqueros y un jersey de cuello alto gris. Sin chaqueta. Se arremangaba el jersey antes de colocarse detrás de su escritorio, y a continuación se pasaba las manos por el pelo canoso que sólo le crecía a ambos lados de la cabeza.

—En primer lugar, debemos aceptar que todo está diseñado para la conservación de la especie humana. Para que no se extinga. Y con «todo» me refiero realmente a todo. La fuerza de atracción entre los sexos, el enamoramiento, la líbido, como queráis llamarlo. El placer. El orgasmo. Todo junto hace que nos sintamos atraídos hacia la otra persona. Que queramos tocarla. Que queramos penetrarla. La creación es muchísimo más perfecta de lo que algunos pensadores progresistas actuales quieren hacernos creer. La comida huele bien, las heces apestan: el mal olor está diseñado para que no nos comamos nuestros propios excrementos. La orina también apesta, pero menos, porque en una situación extrema (un naufragio, un aterrizaje de emergencia en un desierto) podemos bebemos la nuestra. El nueve por ciento de la población es homosexual, el nueve por ciento es zurdo. Ese porcentaje no ha cambiado en cincuenta mil años de evolución. ¿Por qué? Porque es sostenible. Si los porcentajes fuesen superiores, la continuidad de la especie correría peligro. Según se mire, un homosexual no es otra cosa que un anticonceptivo con patas. Y no voy a decir nada sobre los homosexuales zurdos, que no constan ni en las estadísticas. —Risas en la clase, esta vez quizá un poco más por parte de los chicos que de las chicas—. La continuidad de la especie, eso es lo único importante. No quiero entreteneros con si tenemos derecho a continuar existiendo; al fin y al cabo, las bacterias también luchan por sobrevivir. Las células cancerosas se multiplican a su antojo. Sobrevivir es la única fuerza motriz de la creación. Pero ¿por qué? O dicho de otro modo: ¿qué juicio de valores debemos sacar de esto? No tengo ni la más remota idea. El hombre ha llegado a la luna. Allí no crece nada. No se ha detectado vida. Pero ¿qué tiene de malo una luna pelada? ¿Una luna sin plantas ni animales, ni atascos en las carreteras? Y ¿qué tendría de malo una tierra pelada? Lo repito: ¿qué juicio de valores deberíamos hacer sobre una tierra vacía y pelada como la luna? —Aquí se interrumpió para tomar un sorbo de agua del vaso que tenía en el escritorio—. Quien quiera reflexionar sobre el sentido de la creación, el sentido de la vida, debería pensar en primer lugar en los dinosaurios —continuó—. Los dinosaurios poblaron nuestro planeta durante ciento sesenta millones de años. Y luego se extinguieron prácticamente de un día para otro. Unos cuantos millones de años más tarde, aparece en escena el ser humano. Siempre me he preguntado por qué. ¿Qué sentido tenían esos ciento sesenta millones de años? ¡Menudo despilfarro de tiempo! No se ha demostrado ninguna línea evolutiva directa entre los dinosaurios y el ser humano. Si tan importantes fuesen la humanidad y su continuidad, ¿qué sentido tendrían los dinosaurios? ¿Y por qué duraron tanto? No estamos hablando de mil años, ni de diez mil, ni de un millón, no: ¡ciento sesenta millones! ¿Por qué no al revés? ¿Por qué no se empezó con la evolución de los peces en mamíferos, y de ahí al ser humano bípedo? Y luego, en un par de decenas de miles de años, pasar del cavernícola al inventor de la rueda, la imprenta, la radio portátil y la bomba de hidrógeno. Y dejar que esto continúe un par de miles de años, en lo que a mí respecta, un millón de años, hasta que la humanidad se extinga tan repentinamente como apareció. Por un meteorito, una erupción solar o un invierno nuclear, eso es lo de menos. La humanidad se extingue. Sus huesos quedan cubiertos por una gruesa capa de polvo. Lo mismo ocurre con sus ciudades, coches, pensamientos, recuerdos, esperanzas y deseos. Todo desaparece. Y luego, veinte millones de años más tarde, aparecen los dinosaurios. Tienen tiempo de sobra. Nosotros ya no estamos, ya no importa. Disponen de ciento sesenta millones de años. Los dinosaurios no son excavadores, no les interesa el pasado. No han hecho ningún máster en arqueología. No investigan la capa de polvo como haríamos nosotros. Por tanto, no encuentran ciudades desaparecidas. Ni autopistas de cuatro carriles, televisores, máquinas de escribir. Ni Mercedes en perfectas condiciones, casi a punto para salir a la carretera, conservados bajo esa capa polvorienta. Como máximo encuentran un día, por casualidad, una calavera humana. Una calavera que husmean un poco y que después, puesto que no contiene nada comestible, arrojan a un lado. Los dinosaurios no sienten curiosidad por los anteriores habitantes de la tierra. Viven en el presente. Es algo que deberíamos aprender de ellos. Quien no conoce la historia está destinado a repetirla, lo hemos oído hasta la saciedad. Pero ¿acaso la esencia de la existencia no es justo la repetición? Nacimiento y muerte. El sol que sale todos los días y por la noche vuelve a ponerse. Verano, otoño, invierno, primavera. Una nueva primavera, decimos, pero en realidad no tiene nada de nuevo. Hablamos de las primeras nieves, pero es la misma nieve de un año antes. Los hombres van a cazar, las mujeres mantienen caliente la caverna. Un hombre puede fertilizar a muchas mujeres en un solo día, pero una mujer embarazada pasa nueve meses sin poder contribuir a la continuidad de la especie. Hoy en día sabemos cuántos embarazos puede aguantar una mujer. La respuesta es veinte. A partir de ahí, el riesgo es demasiado alto. El atractivo de la mujer se reduce. Así se advierte al hombre que no siga fertilizando a esa mujer. Poco después, la mujer deja de ser fértil. Así de redonda es la creación. En cambio, el semen del hombre dura mucho más. Los riesgos para la salud de los hijos de un padre mayor son mínimos. Hoy en día nos metemos un poco con los hombres de setenta y cinco años que dejan embarazadas a chicas de veinte, pero en realidad la cosa no tiene ninguna gracia. Un niño es un niño. Un niño más. Un niño que, de lo contrario, no habría existido. Un hombre se hace mayor, pero su atractivo apenas se reduce. Eso también es el ingenio de la creación. La comida fresca huele bien, la comida pasada apesta. Olemos un paquete de leche para constatar si ya ha caducado. Así es también como nos miramos unos a otros. «Esa no», decimos, «es demasiado vieja. Ni en sueños». No queremos mujeres que hayan superado su fecha de caducidad, porque no tiene sentido. No sirven para la continuidad de la especie. Y aquí me gustaría hacer hincapié en la injusticia. Comprendo a las mujeres que creen que esto es injusto. Las mujeres son los futbolistas de la creación. A los treinta y cinco se jubilan. Antes de esa edad tienen que asegurarse de no quedarse en la calle. De tener un techo sobre sus cabezas, un marido, hijos. Las mujeres se pegan más rápido a un hombre. Al hombre que sea. Hay muchos casos entre las mujeres que empiezan a acercarse a la edad peligrosa. Mujeres hermosas que podrían conseguir al hombre que quisiesen, van y de repente eligen a un capullo feo y soso. El instinto es más fuerte. La continuidad de la especie. Un capullo feo y soso con coche y casa. Un techo sobre sus cabezas. Ni siquiera es para ella, sino para el niño. La cuna debe estar en un espacio seco y que pueda mantenerse caliente. El capullo soso le ofrece más garantías de que podrá pagar la hipoteca todos los meses que el hombre guapo que sabe que tiene a las mujeres que quiera. El hombre guapo que folla a diestro y siniestro puede desaparecer súbitamente con una despedida a la francesa. El instinto es tan fuerte que la mujer ni siquiera actúa por su propio interés. Ella también preferiría arrimarse al hombre guapo todas las noches, pero el hombre guapo tiene otra agenda: su principal objetivo es fertilizar al máximo de mujeres posible y así transmitir sus genes potentes y sanos. Es el reloj biológico. Las agujas marcan la misma hora. Para la mujer es hora de sentar la cabeza; para el hombre aún es demasiado pronto. Y por último, otra cosa: hay culturas en que se cuida a las mujeres fracasadas. Nosotros tendemos a mirar esas culturas por encima del hombro. En nuestra sociedad, una mujer abandonada se marchita más sola que la una, pero nos sentimos superiores. Otras culturas se aseguran de que una chica ya tenga techo desde jovencita. Se podría decir que es injusto que el hombre no pueda quedarse embarazado, pero ningún hombre se queja de eso: estamos encantados de no tener que pasearnos nueve meses con la barriga hinchada. Una barriga así sólo nos dificultaría cumplir con lo que el instinto nos dicta. Vosotros sois jóvenes, haced lo que queráis. Y tan a menudo como podáis. No penséis en el futuro. Aseguraos de tener algo que recordar. Y que a la injusticia le den morcilla. Esto es todo por hoy.

BOOK: Casa de verano con piscina
9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mica by Ronin Winters
Insidious Winds by Oxford, Rain
Love-shy by Lili Wilkinson
Ava's Man by Rick Bragg
A Certain Latitude by Janet Mullany
Charmed and Dangerous by Jane Ashford
The New Topping Book by Easton, Dossie, Hardy, Janet W.