Con gran traqueteo por las calles vacías, salimos por fin del pavimento a los caminos oscuros de tierra, y empezamos a dejar las casas a nuestras espaldas. Al cabo de un rato reconocí el familiar camino de Saint Albans. En Barnet nos esperaban caballos de refresco; los enganchamos y seguimos adelante. Hacía muchísimo frío, y el campo abierto estaba blanco de nieve, aunque en aquellos momentos ya no caía.
—Este camino lo debe usted de conocer bien, señorita Summerson —dijo, animado, el señor Bucket.
—Sí —respondí—. ¿Se ha enterado usted de algo?
—Nada seguro por ahora —contestó—, pero todavía es temprano.
Había entrado él en todas las tabernas que cerraban tarde o abrían pronto (y había bastantes en aquellos tiempos, pues el camino lo usaban muchos arrieros), y se había bajado a hablar con los peones camineros. Yo le había oído pedir de beber para los presentes, y contar dinero, y comportarse cordial y alegremente en todas partes, pero siempre que volvía a su puesto en la caja recuperaba el gesto alerta, y siempre decía al cochero, en el mismo tono serio: «¡Adelante, muchacho!».
Con todas aquellas paradas, ya eran entre las cinco y las seis de la mañana, y todavía estábamos a cierta distancia de Saint Albans cuando salió él de una de aquellas casas y me ofreció una taza de té.
—Bébaselo, señorita Summerson, que le sentará bien. Está usted empezando a serenarse, ¿verdad?
Le di las gracias, y le dije que eso esperaba.
—Al principio se quedó usted aturdida, si me permite decírselo —observó—, y, ¡por Dios que no me extraña! No hable en voz alta, hija mía. Todo va bien. Va un poco por delante de nosotros.
No sé qué exclamación de alegría proferí o iba a proferir, pero él levantó el índice y me contuve.
—Pasó por aquí, a pie, anoche, hacia las ocho o las nueve. La primera noticia suya me la dieron en el peaje del arco, allá en Highgate, pero no estaba del todo seguro. La hemos venido siguiendo, más o menos. Había pasado por un sitio, pero por el siguiente no, pero ahora estamos tras ella, y está a salvo. Tome la taza y el platillo, hostelero. Y ahora, si no es usted demasiado torpe, mire a ver si puede atrapar esta media corona con la otra mano. ¡Un, dos, tres, ahí va! ¡Ahora, muchacho, a ver si podemos galopar!
En seguida llegamos a Saint Albans, y nos apeamos poco antes del amanecer, cuando yo estaba empezando a poner en orden y a comprender lo que había ocurrido aquella noche, y a creer verdaderamente que no era un sueño. Al dejar el carruaje en la posta y encargar que preparasen caballos de refresco, mi acompañante me dio el brazo y nos encaminamos a casa.
—Como ésta es su residencia habitual, señorita Summerson —observó él—, querría saber si ha preguntado por usted o por el señor Jarndyce una forastera que responda a la descripción. No tengo muchas esperanzas, pero es posible.
Al subir la cuesta iba mirando en su derredor muy atentamente, pues ya se había hecho de día, y me recordó que una noche había bajado yo por allí, como tenía motivos para recordar, con mi criadita y el pobre Jo, a quien él llamaba el Chico Duro.
Me pregunté cómo lo sabía él.
—Recuerde que se cruzó usted con un hombre en la carretera, justo allí —dijo el señor Bucket.
Sí, yo recordaba muy bien aquello, también.
—Era yo —dijo el señor Bucket.
Al ver mi sorpresa, continuó explicando:
—Llegué aquella tarde en calesa en busca del chico. Quizá oyera usted las ruedas cuando salió usted misma a buscarlo, pues yo advertí a usted y su criadita cuando subían mientras yo paseaba al caballo. Cuando hice una o dos preguntas por él en el pueblo, en seguida me enteré de con quién estaba el chico, e iba a venir adonde los ladrilleros a llevármelo cuando observé que lo hacía usted entrar en su casa.
—¿Había cometido algún delito? —pregunté.
—No estaba acusado de ninguno —respondió el señor Bucket, levantándose fríamente el sombrero—, pero supongo que tampoco sería un angelito. No. Si yo lo buscaba era precisamente para mantener en silencio este mismo asunto de Lady Dedlock. El chico había estado hablando más de lo conveniente de un pequeño servicio por el que le había pagado el difunto señor Tulkinghorn, y no se podía permitir a ninguna costa que se dedicara a esos juegos. Así que, tras advertirle que se fuera de Londres, dediqué una tarde a advertirle que siguiera callado ahora que se había ido, y que siguiera alejándose y tuviera mucho cuidado no lo fuera a pescar yo otra vez.
—¡Pobrecillo! —dije.
—Desde luego —asintió el señor Bucket—, pero también era un problema, y lo mejor era tenerlo lejos de Londres y de todas partes. Le aseguro que me sorprendí mucho cuando vi que hallaba refugio en su casa.
Le pregunté por qué.
—¿Por qué, hija mía? —respondió el señor Bucket—. Naturalmente, podía ponerse a contarlo todo. Había nacido con una lengua de yarda y media de larga.
Aunque ahora recuerdo aquella conversación, en esos momentos me sentía tan confusa que mis facultades apenas si me permitían comprender que hablaba de todas aquellas cosas para distraerme. Con la misma buena intención evidentemente, me habló de muchas cosas sin importancia, mientras seguía perfectamente atento al único objeto que le interesaba. Y seguía hablando cuando llegamos a la puerta del jardín.
—¡Ah! —exclamó el señor Bucket—. Ya llegamos. ¡Qué sitio tan bonito y tan tranquilo! Le recuerda a uno la casa de campo de la canción de Woodpeckertapping
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famosa por el humo que ascendía tan tranquilo. Veo que han encendido el fuego tempranito, lo que es señal de que los criados son buenos. Pero con lo que siempre hay que tener cuidado con los criados es con quién viene a verlos, pues si no se sabe eso, no se sabe qué van a hacer. Y otra cosa, señorita: siempre que vea usted a un muchacho tras la puerta de una cocina, ya puede usted acusarlo a la policía por sospechas de haber entrado en una residencia particular con fines ilegales.
Ya habíamos llegado a la casa, y él se puso a mirar atentamente y muy de cerca en la gravilla a ver si había huellas de pisadas, antes de elevar la mirada a las ventanas.
—¿Le asignan siempre la misma habitación a ese señor viejo y joven cuando viene de visita, señorita Summerson? —preguntó, mirando hacia la habitación que solía ocupar el señor Skimpole.
—¡Conoce usted al señor Skimpole! —exclamé.
—¿Cómo dice que se llama? —replicó el señor Bucket, llevándose una mano a la oreja—. ¿Skimpole, ha dicho? Me he preguntado muchas veces cómo se llamaría. Skimpole. Pero no John, ¿eh? ¿ni Jacob?
—Harold —le dije.
—Harold. Sí. Un bicho raro, el tal Harold —dijo el señor Bucket, mirándome con mucho sentimiento.
—Es un personaje raro —comenté.
—No tiene ni idea del dinero —observó el señor Bucket—. ¡Pero lo acepta con mucho gusto!
Respondí, sin darme cuenta, que ya advertía que el señor Bucket lo conocía.
—Pues mire usted, señorita Summerson, le voy a decir una cosa —replicó él— no le sentará mal a usted dejar de pensar por un momento en lo mismo, y le voy a decir una cosa para cambiar sus ideas. Fue él quien me dijo donde estaba el Chico Duro. Aquella noche me había decidido a venir a esta puerta y a preguntar por el Chico, aunque no fuera más que eso; pero, como estaba dispuesto a hacer otras cosas si eran posibles, me limité a echar un puñado de gravilla a una ventana en la que vi una sombra. En cuanto Harold la abre y lo veo, me digo, éste es mi hombre. Así que le hablé un ratito y le dije que no quería molestar a la familia cuando ya se había ido a acostar, y qué lástima era que unas señoritas caritativas dieran acogida a un vago, y luego, cuando vi de qué pie cojeaba, le dije que consideraría una buena inversión un billete de cinco libras si pudiera llevarme de la casa al Chico Duro sin causar ruidos ni molestias. Y entonces va y me dice, levantando las cejas con una expresión de lo más alegre: «no vale de nada mencionarme un billete de cinco libras, amigo mío, pues soy un niño en esos asuntos y no tengo idea del dinero». Naturalmente, comprendí lo que significaba el que se tomara el asunto con tanta tranquilidad, y como ya estaba totalmente seguro de que aquél era mi hombre, envolví con el billete una piedrecita y se lo tiré. ¡Bueno! Se echa a reír, tan contento y con el aspecto más inocente del mundo, y va y me dice: «Pero yo no sé qué valor tienen estas cosas. ¿Qué voy a hacer con esto?». «Gastárselo, señor mío», le digo yo. «Pero me van a engañar», va y dice él, «no me darán el cambio correcto, y lo perderé, no me vale de nada». ¡Dios mío, no ha visto usted cara igual cuando decía todo eso! Claro, que me dijo dónde encontrar al Chico, y lo encontré.
Aquello me pareció un acto de traición por parte del señor Skimpole hacia mi Tutor, y consideré que traspasaba los límites de la inocencia infantil.
—¿Límites, hija mía? —replicó el señor Bucket—. ¿Límites? Mire, señorita Summerson, le voy a dar un consejo que su marido encontrará muy útil cuando esté usted felizmente casada y tenga una familia. Cuando quiera que alguien le diga que es totalmente inocente en asuntos de dinero, guarde bien el suyo, porque seguro que van a por él si pueden. Cuando quiera que alguien le proclame a usted: «En los asuntos materiales soy un niño», recuerde usted que eso son pretextos para no aceptar responsabilidades, y que ya sabe usted lo que le interesa a ese alguien, y es él mismo. Mire, yo no soy muy poético, salvo que me gusta cantar en compañía, pero sí soy persona práctica, y ésa es mi experiencia. Y de ahí esta norma: cuando uno es irresponsable en unas cosas, también lo es en otras. No falla. Ya lo verá usted. Y todo el que quiera. Y con esta advertencia a los ingenuos, hija mía, me tomo la libertad de llamar a la puerta y volver a nuestro asunto.
Creo que él no lo había olvidado ni un minuto, ni tampoco yo, y se le notaba en la cara. Toda la gente de la casa se sintió muy asombrada de verme, a aquella hora de la mañana y en aquella compañía, y mis preguntas no hicieron disminuir su sorpresa. Pero no había ido nadie. No cabía duda de que decían la verdad.
—Bien, señorita Summerson —dijo mi acompañante—, tenemos que ir inmediatamente a donde están los ladrilleros. Ahí dejaré que sea usted quien haga la mayor parte de las preguntas, si tiene usted la bondad. Lo mejor es actuar con naturalidad, y usted es de lo más natural.
Nos volvimos a poner en marcha inmediatamente. Al llegar a la casita, la encontramos cerrada, y aparentemente abandonada, pero una de las vecinas, que me conocía y vino corriendo mientras yo intentaba hacerme oír de alguien, me comunicó que las dos mujeres y sus maridos vivían ahora juntos en otra casa, hecha de ladrillos groseros y mal puestos, que estaba al borde del terreno donde se hallaban los hornos, y donde estaban puestas a secar las largas hileras de ladrillos. No perdimos tiempo en dirigirnos al lugar, que estaba a unos centenares de yardas, y como la puerta estaba entreabierta, la abrí del todo.
No había más que tres personas sentadas a desayunar, más el niño que dormía en una cama puesta en un rincón. La que faltaba era Jenny, la madre del niño muerto. Al verme, la otra mujer se levantó, y aunque los hombres estaban, como de costumbre, malhumorados y callados, cada uno de ellos me hizo un gesto desganado de reconocimiento. Cuando me siguió el señor Bucket, se cruzaron una mirada, y me sentí sorprendida al ver que, evidentemente, la mujer lo conocía.
Naturalmente, yo había pedido permiso para entrar. Liz (único nombre por el que la conocía yo) se levantó para cederme su propia silla, pero me senté en un taburete junto al fuego, y el señor Bucket ocupó una esquina de la cama. Ahora que me tocaba hablar a mí, y hablar con gente a la que no conocía bien, me di cuenta de que estaba nerviosa y mareada. Me resultaba muy difícil empezar, y no pude evitar el romper en lágrimas.
—Liz —le dije—, he hecho un largo camino de noche y por la nieve para preguntar si una señora…
—Que ya sabemos que ha estado aquí —intervino el señor Bucket, dirigiéndose a todo el grupo con gesto calmado y propiciatorio—, ésa es la señora a la que se refiere esta señorita. Ya saben, la señora que estuvo aquí anoche.
—¿Y quién le ha dicho a
usted
que viniera nadie? —preguntó el marido de Jenny, que había dejado de comer, malhumorado, para escuchar, y que ahora lo estaba midiendo con la vista.
—Una persona llamada Michael Jackson, con un chaleco azul de terciopelo y con dos filas de botones de madreperla —respondió inmediatamente el señor Bucket.
—Pues más le valiera ocuparse de sus cosas, sea quien sea —gruñó el hombre.
—Creo que está sin trabajo —dijo el señor Bucket, excusando a Michael Jackson—, y por eso se va de la lengua.
La mujer no se había vuelto a sentar, sino que estaba en pie y titubeante, con la mano apoyada en el respaldo roto de la silla, mirándome. Pensé que quería hablar conmigo a solas, y no se atrevía. Seguía en aquella actitud de incertidumbre cuando su marido, que estaba comiendo un pedazo de pan con tocino que tenía en una mano, mientras en la otra sostenía una navaja, dio un violento golpe con el mango de la navaja en la mesa, y le dijo, con un juramento, que en todo caso
ella
no se metiera en los asuntos de otros y se sentara.
—Me hubiera gustado mucho ver a Jenny —dije yo—, porque estoy segura de que me habría dicho todo lo que supiera de esa señora, a la que tengo una enorme necesidad, no pueden ustedes saber cuánta necesidad, de alcanzar. ¿Volverá Jenny pronto? ¿Dónde está?
La mujer tenía grandes deseos de contestarme, pero el hombre, con otro juramento, le dio claramente una patada con su botorra. Dejó que el marido de Jenny dijese lo que quisiera, y tras un silencio terco, este último me volvió hacia mí su cabeza melenuda.
—No me gusta que vengan señoritos a mi casa, como creo que ya me ha oído usted decir antes, señorita. Yo los dejo en paz a ellos, y me parece curioso que ellos no me dejen en paz a mí. No les gustaría nada que les fuera yo a visitar
a ellos
, me parece. Pero usted no me parece tan mala como otros, y estoy dispuesto a contestar a usted correctamente, aunque ya le digo que no voy a ponerme a cantar como un canario. ¿Si Jenny va a volver pronto? No, no va a volver pronto. ¿Que dónde está? Se ha ido a Londres.
—¿Se fue anoche? —pregunté.
—¿Que si se fue anoche? ¡Sí! Se fue anoche —respondió con un gesto malhumorado.
—Pero ¿estaba aquí cuando vino esa señora? ¿Qué le dijo ésta? ¿Dónde ha ido la señora? Por favor, le ruego, le imploro, que me conteste —dije—, porque para mí es muy importante.