El soldado acaba de llegar de allí y le da la dirección, cerca de Oxford Street.
—No te arrepentirás, George. ¡Buenas noches!
Vuelve a marcharse, con la impresión de haber visto a Phil, que lo contemplaba boquiabierto, junto a la chimenea apagada; se vuelve a marchar galopando y envuelto en una nube de vapor.
El señor Jarndyce, que es la única persona despierta de la casa, está en bata y a punto de irse a la cama; deja de leer su libro al escuchar las llamadas insistentes de la campanilla, y va a la puerta.
—No se alarme, caballero —y en un solo momento el visitante, que sigue en el vestíbulo, le hace sus confidencias, cierra la puerta y se queda con la mano en el picaporte—. Ya he tenido el honor de ver a usted antes. Inspector Bucket. Mire este pañuelo, caballero, es de la señorita Esther Summerson. Lo he encontrado yo mismo escondido en un cajón de Lady Dedlock, hace un cuarto de hora. No hay un momento que perder. Cuestión de vida o muerte. ¿Conoce usted a Lady Dedlock?
—Sí.
—Hoy se ha producido un descubrimiento. Han salido a la luz cuestiones de familia. Sir Leicester Dedlock, Baronet, ha tenido un ataque (apoplejía o parálisis) y no se lograba hacer que reviviera, y se ha perdido un tiempo precioso. Lady Dedlock ha desaparecido esta tarde y ha dejado una carta para él que no tiene buen aspecto. Échele un vistazo. ¡Tenga!
El señor Jarndyce la lee, y después le pregunta qué opina él.
—No lo sé. Parece un caso de suicidio. Sea lo que sea, a cada minuto que pasa, mayor es el peligro de que se trate de eso. Yo daría cien libras por hora con tal de haberme adelantado a este momento. Veamos, señor Jarndyce: estoy empleado por Sir Leicester Dedlock, Baronet, para seguirla y encontrarla…, para salvarla y hacer que acepte su perdón. Tengo dinero y plenos poderes, pero necesito a la señorita Summerson.
El señor Jarndyce, con voz turbada, repite:
—¿La señorita Summerson?
—Vamos, señor Jarndyce —dice el señor Bucket, que ha estado contemplando su rostro con la mayor atención desde que llegó—, hablo a usted como caballero de corazón humanitario, y en circunstancias tan apremiantes que no suelen presentarse a menudo. Si jamás ha sido precioso el tiempo, lo es ahora, y si jamás ha habido una ocasión en la que no podría usted perdonarse jamás el perderlo, es ésta. Ya se han perdido de ocho a diez horas, que valen, como le digo, más de cien libras cada una, desde que desapareció Lady Dedlock. Se me ha encargado que la encuentre. Yo soy el Inspector Bucket. Además de todas las demás cosas que la agobian, ahora cree que recae sobre ella una sospecha de asesinato. Si la sigo solo, como ella ignora lo que me ha comunicado Sir Leicester Dedlock, Baronet, es posible que caiga en la desesperación. Pero si la sigo acompañado por una cierta señorita, que responde a la descripción de una señorita a la que ella tiene mucho cariño (no hago preguntas ni digo más que eso), creerá que mis intenciones son amistosas. Permítame alcanzarla y estar en condiciones de presentarle a esa señorita, y la salvaré y la convenceré, si es que sigue viva. Si llego yo solo ante ella, lo cual será difícil, haré todo lo que pueda, pero no sé cuánto será lo que pueda hacer. El tiempo vuela; es casi la una de la mañana. Cuando dé la una será una hora más que ha pasado, y ahora ya vale mil libras, en lugar de ciento.
Todo ello es cierto, y no cabe negar la urgencia del caso. El señor Jarndyce le ruega que se quede donde está mientras él habla con la señorita Summerson. El señor Bucket dice que sí, pero conforme a sus principios generales no lo hace, sino que sigue al señor Jarndyce por las escaleras, sin perder de vista a su hombre. De manera que se queda escondido en la sombra de la escalera mientras ellos hablan. Al cabo de muy poco rato baja el señor Jarndyce a decirle que la señorita Summerson se reunirá con él inmediatamente, y se coloca bajo su protección, para acompañarlo a donde él le diga. El señor Bucket, satisfecho, expresa su mayor aprobación y espera a que venga ella a la puerta.
Después erige una gran torre mentalmente y otea en todas direcciones. Percibe muchas figuras solitarias que se arrastran por las calles, muchas figuras solitarias en los páramos y en los caminos y apostadas bajo montones de paja. Pero entre ellas no se halla la figura que busca él. Percibe a otros solitarios bajo los puentes y en lugares sombríos al nivel de los ríos, y un objeto muy oscuro e informe que baja con la corriente, más solitario que ningún otro, que es el que más atrae su atención.
¿Dónde está? Viva o muerta, ¿dónde está? Si pudiera; mientras dobla el pañuelo y se lo guarda cuidadosamente, llegar con un poder mágico al lugar donde lo encontró ella, y al paisaje nocturno cerca de la casita donde estaba tapando el cuerpecillo del niño muerto, ¿la vería allí? En el páramo, donde los hornos de los ladrillos arden con una llama de color azul pálido, donde los techos de bálago de las pobres chozas en las que se hacen los ladrillos se mueven agitados por el viento, donde la arcilla y el agua están heladas y la noria de la que tira en redondo durante todo el día el famélico caballo ciego parece un instrumento de tortura para seres humanos, atravesando este lugar abandonado y estéril hay una figura solitaria, sin nadie en todo el triste mundo, azotada por la nieve y arrastrada por el viento, y condenada, según parece, a carecer de toda compañía humana. Y es la figura de una mujer, pero va miserablemente vestida, y jamás han salido ropas tan pobres por el vestíbulo y la gran puerta de la mansión de los Dedlock.
Me había acostado, y ya estaba dormida, cuando llamó a la puerta mi Tutor y me pidió que me levantara inmediatamente. Cuando fui corriendo a hablar con él para enterarme de lo que pasaba, me dijo, tras unas palabras de preparación, que se había producido un descubrimiento en casa de Sir Leicester Dedlock. Que mi madre había huido, que ahora estaba a nuestra puerta una persona facultada para comunicarle a ella las más cabales garantías de protección afectuosa y de perdón, si es que podía encontrarla, y que quería que lo acompañara, con la esperanza de que mis imploraciones la convencieran en caso de que no lo lograsen las suyas. Algo así fue lo que percibí en general, pero me encontré sumida en tal confusión de alarma, prisas y apuros, que, pese a todo lo que hice para dominar mi agitación, no tuve la sensación de recuperar del todo la razón hasta varias horas después.
Pero me vestí y me abrigué rápidamente sin despertar a Charley ni a nadie, y bajé a ver al señor Bucket, que era la persona a la que se le había confiado el secreto. Al llevarme a verlo, mi Tutor me lo explicó, así como por qué se le había ocurrido venir en busca mía. El señor Bucket me leyó en voz baja, a la luz de la vela que llevaba mi Tutor, una carta que había dejado mi madre en su mesa, y creo que no habían pasado ni diez minutos desde que se me despertó cuando me hallaba sentada a su lado y rodando a toda velocidad por las calles.
Tenía modales muy cortantes, pero al mismo tiempo se mostró muy considerado al explicarme que quizá fuera mucho lo que dependiera de que yo pudiera responder, sin confusión alguna, a algunas preguntas que deseaba hacerme. Se trataba, ante todo, de saber si yo había hablado mucho con mi madre (a la cual no mencionaba nunca más que como Lady Dedlock), cuándo y dónde había hablado con ella la última vez y cómo era que ella estaba en posesión de un pañuelo mío. Cuando le respondí a todos esos puntos, me pidió que considerase en particular, con todo el tiempo que me hiciera falta para pensármelo, si que yo supiera había alguien, fuera donde fuese, en quien ella tuviera probabilidades de confiarse, en circunstancias de gran necesidad. A mí no se me ocurrió nadie más que mi Tutor. Pero al final acabé por mencionar al señor Boythorn. Se me ocurrió por la manera caballerosa en que había mencionado el nombre de mi madre y por lo que había mencionado mi Tutor de que había estado prometido con su hermana, así como por su relación inconsciente con la triste historia de ella.
Mi compañero había detenido al cochero mientras sosteníamos esta conversación, con objeto de que nos pudiéramos oír mejor el uno al otro. Después le dijo que continuara, y a mí, tras consultarse a sí mismo durante unos instantes, que ya había decidido lo que había de hacer. Estaba perfectamente dispuesto a contarme su plan, pero yo no me sentía lo bastante lúcida para comprenderlo.
No nos habíamos alejado mucho de nuestra casa cuando nos detuvimos en una calle lateral, junto a un sitio que parecía ser un edificio público y que tenía una luz de gas. El señor Bucket me hizo entrar y sentar en una butaca junto a un fuego muy vivo. Ya era más de la una, según vi en un reloj que había junto a la pared. Había dos agentes de policía, que con sus impecables uniformes no tenían el aspecto de llevar toda la noche en vela, escribiendo en silencio ante un pupitre, y todo el lugar parecía muy tranquilo, salvo que de abajo llegaban ruidos de golpes y de voces, a los que nadie hacía caso.
Salió un tercer hombre de uniforme, al que llamó el señor Bucket y le susurró unas instrucciones, y después los otros dos se consultaron, mientras uno de ellos escribía lo que le dictaba en voz baja el señor Bucket. Se estaban ocupando de hacer una descripción de mi madre, porque cuando terminó, el señor Bucket me la trajo y me la leyó en susurros. Desde luego, era muy exacta.
El segundo agente, que la había escuchado con gran atención, pasó después a copiarla y llamó a otro hombre de uniforme (había varios en una sala al lado), que la tomó y se marchó con ella. Todo ello se hizo a gran velocidad y sin perder un momento, aunque nadie parecía apresurarse. En cuanto se llevaron el papel a la calle, los dos agentes volvieron a su anterior trabajo de escribir en silencio, muy limpia y cuidadosamente. El señor Bucket vino, pensativo, y se calentó los pies ante la chimenea, primero el uno y luego el otro.
—¿Va usted bien abrigada, señorita Summerson? —me preguntó, mirándome a la cara—. Es una noche muy desapacible para que salga una señorita como usted.
Le dije que el tiempo no me importaba, y que iba bien abrigada.
—Es posible que tardemos —observó—, pero con tal de que termine bien, no importa, señorita.
—¡Ruego al Cielo que termine bien! —dije.
Asintió de manera reconfortante:
—Mire usted, pase lo que pase, no se preocupe. Manténgase usted serena y al tanto de todo lo que pueda pasar, y así le irá mejor a usted, me irá mejor a mí, le irá mejor a Lady Dedlock y le irá mejor a Sir Leicester Dedlock, Baronet.
Verdaderamente se comportaba con gran cortesía y amabilidad, y al verlo ante la chimenea, calentándose los pies y frotándose la cara con el índice, sentí tal confianza en su sagacidad que me tranquilicé. No eran todavía las dos menos cuarto cuando oí afuera cascos de caballos y ruedas.
—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, vámonos ya, por favor.
Me dio el brazo, y los dos agentes me hicieron una cortés inclinación al salir, y a la puerta nos encontramos con un faetón, o una calesa, con su postillón y caballos de postas. El señor Bucket me ayudó a subir y ocupó su propio asiento en el pescante. El hombre de uniforme al que había enviado a buscar el vehículo le entregó después una linterna que le pidió, y tras dar instrucciones al conductor, nos pusimos en marcha.
Yo no estaba segura de no encontrarme en un sueño. Entramos ruidosamente en tal laberinto de calles, que pronto perdí toda idea de dónde nos encontrábamos, salvo que cruzamos el río y lo volvimos a cruzar, y parecíamos seguir atravesando un barrio situado en terreno bajo, junto a un río, lleno de callejuelas estrechas, interrumpidas por muelles y amarraderos, enormes almacenes, puentes colgantes y mástiles de buques. Por fin nos detuvimos en una esquina sucia y embarrada, que el viento que llegaba desde el río y hacía remolinos no lograba limpiar, y vi que mi acompañante, a la luz de su linterna, hablaba con varios hombres, algunos de los cuales parecían ser de la policía y otros marineros. En la pared mohosa junto a la que estaban se leía un letrero en el que pude discernir las palabras: «ENCONTRADO AHOGADO», y ello, junto a una inscripción relativa a las dragas, me infundió la horrible sospecha que no podía por menos de inspirar nuestra visita a aquel lugar.
No tuve necesidad de recordarme que no me encontraba allí por un capricho mío, para aumentar las dificultades de la búsqueda, para disminuir sus esperanzas ni para alargar sus retrasos. Me mantuve en silencio, pero jamás podré olvidar lo que sufrí en aquel horrible lugar. Y sin embargo, era el horror de un sueño. Llamaron para que viniera de un bote a un hombre todavía mojado y embarrado, con botas altas empapadas y un sombrero igual, y éste se puso a hablar en voz baja con el señor Bucket, que bajó con él unos escalones resbaladizos, como si fuera a mirar algo que el otro tuviera para mostrarle. Volvieron secándose las manos en los sobretodos, tras dar la vuelta a algo mojado, ¡pero, gracias a Dios, no era lo que yo me temía!
Tras una nueva conversación, el señor Bucket (a quien todos parecían conocer y respetar) se fue con los otros a una puerta y me dejó en el carruaje, mientras el conductor se paseaba al lado de sus caballos, para entrar en calor. Estaba subiendo la marea, según me pareció por el ruido que hacía, y podía oír yo las rompientes al final del callejón, como si avanzara hacia mí. No me alcanzó, aunque a mí me pareció que sí lo hacía centenares de veces en un rato que no puede haber sido de más de un cuarto de hora, y probablemente menos, pero me agobiaba la idea de que las rompientes iban a lanzar a mi madre bajo los cascos de los caballos.
Volvió a salir el señor Bucket, que exhortó a los otros a estar vigilantes, apagó su linterna y recuperó su asiento.
—No se alarme usted, señorita Summerson, por haber venido aquí —dijo, volviéndose hacia mí—. Lo único que quiero yo es que todo esté en orden, y para saber que está en orden, tengo que verlo con mis propios ojos. ¡Adelante, muchacho!
Me pareció que deshacíamos el camino ya recorrido. No porque yo hubiera observado ningún objetó en particular, en el estado de ánimo perturbado en que me hallaba, sino por el aspecto general de las calles. Visitamos otro puesto o comisaría un momento, y volvimos a cruzar el río. Durante todo este tiempo, y durante toda la búsqueda, mi compañero, bien abrigado en el pescante, no aflojó en su vigilancia ni un momento, pero cuando cruzamos el puente pareció estar más alerta que antes, si ello era posible. Se puso en pie para mirar por encima del parapeto; se apeó y siguió a una figura femenina que pasó ante nosotros, y contempló las profundidades del río con una expresión que me hizo morir por dentro. El río tenía un aspecto temible, oscuro y secreto, deslizándose tan rápido entre las líneas planas y bajas de las riberas; cargado de formas indistintas y terribles, tanto de sustancia como de sombra; mortífero y misterioso. Lo he visto muchas veces después, a la luz del sol y a la de la luna, pero nunca sin revivir la impresión de aquel viaje. En mi recuerdo, las luces del puente siempre están bajas; el viento cortante crea remolinos en torno a la mujer sin hogar con la que nos cruzamos; las ruedas giran monótonas y la luz de los faros del carruaje, reflejada por la niebla, me mira pálidamente: como una cara que surge del agua temible.