Se había interrumpido en respuesta a Richard, que lo saludaba al entrar en la habitación. Para entonces, yo comprendía demasiado bien la forma minuciosa con que el señor Vholes se ponía a salvo a sí mismo y a su reputación, como para no sentir que nuestros peores temores estaban justificados por la marcha de los asuntos de su cliente.
Nos sentamos a cenar y tuve una oportunidad de observar preocupada a Richard. El señor Vholes (que se quitó los guantes para cenar) no me molestó, aunque se sentó frente a mí a la mesita, pues dudo que cuando alguna vez levantaba la vista, la apartara del rostro de su anfitrión. Encontré a Richard delgado y lánguido, mal vestido, distraído, forzándose de vez en cuando a animarse, aunque en otros intervalos recaía en actitudes tristemente pensativas. En torno a aquellos ojos grandes y brillantes que antes eran tan alegres,se percibía un desánimo y una inquietud que los cambiaban totalmente. No puedo decir que pareciese viejo. Existe una ruina de la juventud que no es como la de la edad. Y en esa ruina habían caído la juventud y la belleza juvenil de Richard.
Comía poco y parecía sentirse indiferente a lo que comía; se mostraba mucho más impaciente que antes, y estaba irritable, incluso con Ada. Al principio me pareció que había perdido totalmente sus antiguos modales despreocupados, pero a veces seguían brillando en él, igual que yo a veces veía retazos de mi antigua cara contemplándome desde el espejo. Tampoco su risa lo había abandonado, pero era como el eco de un ruido alegre, y eso es algo que siempre da pena.
Sin embargo, estaba tan contento como de costumbre de tenerme en su casa, y lo mostraba con su afecto de siempre, y hablamos agradablemente de los viejos tiempos. No pareció que éstos interesaran al señor Vholes, aunque de vez en cuando daba un jadeo que creo era su forma de sonreír. Se levantó poco después de cenar y dijo que con permiso de las damas, iba a retirarse a su bufete.
—¡Siempre consagrado al trabajo, Vholes! —exclamó Richard.
—Sí, señor C —respondió—, los intereses de los clientes no pueden descuidarse nunca, señor mío. Ocupan el lugar supremo en los pensamientos de un profesional como yo que desea mantener un buen nombre entre sus colegas y la sociedad en general. Si me niego el placer de esta conversación tan agradable, quizá no sea por algo del todo ajeno a sus propios intereses, señor C.
Richard dijo estar seguro de ello, y tomando una vela acompañó a la puerta al señor Vholes. A su regreso nos dijo, más de una vez, que Vholes era un buen tipo, un tipo seguro, un hombre que hacía lo que decía hacer, un tipo muy bueno, ¡de verdad! Lo decía de manera tan desafiante que me dio la impresión que había empezado a dudar del señor Vholes.
Después se tendió en el sofá, agotado, y Ada y yo recogimos las cosas, pues no tenían más servicio que la mujer que también limpiaba el bufete. Mi niña tenía allí un piano pequeño y se sentó en él para entonar en voz baja alguna de las canciones favoritas de Richard, pero primero se llevó la lámpara a la habitación de al lado, pues él se quejaba de que le hacía daño en los ojos.
Me senté entre ellos, al lado de mi niña, y sentí gran melancolía al escuchar su dulce voz. Creo que Richard también; creo que por eso quería que la habitación se quedara a oscuras. Llevaba algún tiempo cantando ella, e interrumpiéndose a veces para inclinarse él y hablarle, cuando llegó el señor Woodcourt. Éste se sentó junto a Richard y medio en broma, medio en serio, con toda naturalidad y facilidad, averiguó cómo se sentía y dónde había pasado el día. Después le propuso que le acompañara a dar un breve paseo por uno de los puentes, pues era una noche de luna y fresca, y Richard se manifestó muy dispuesto y salieron juntos.
Nos dejaron a mi niña todavía sentada al piano y a mí todavía sentada a su lado. Cuando salieron, le pasé el brazo por la cintura. Ella me puso la mano izquierda en la mía (pues yo estaba sentada de aquel lado) pero mantuvo la derecha sobre el teclado y lo recorrió una vez tras otra, sin tocar una nota.
—Esther, querida mía —dijo, rompiendo el silencio—, Richard nunca está tan bien y yo jamás me siento tan tranquila por él como cuando está con Allan Woodcourt. Eso te lo tenemos que agradecer a ti.
Señalé a mi niña que difícilmente podía ser así, pues el señor Woodcourt había ido a la casa de su primo John y allí nos había conocido a todos, y siempre le había gustado Richard y a Richard siempre le había gustado él, etc.
—Todo eso es cierto —dijo Ada—, pero si es tan legal amigo nuestro, te lo debemos a ti.
Me pareció mejor dejar que mi niña pensara lo que quisiera y no decir más del asunto. Así se lo observé. Lo dije con voz despreocupada, pues sentí que temblaba.
—Esther, querida mía, quiero ser una buena esposa, una esposa buena, buenísima. Me tienes que enseñar a serlo.
¡Enseñárselo yo! No dije nada más, pues advertí que le temblaba la mano sobre las teclas y comprendí que no era yo quien debía hablar, que era ella quien tenía algo que decirme.
—Cuando me casé con Richard, no ignoraba lo que le esperaba. Yo llevaba mucho tiempo siendo perfectamente feliz con vosotros, y nunca había conocido problemas ni preocupaciones, pues me sentía muy querida y protegida, pero comprendía el peligro en que estaba él, mi querida Esther.
—Ya lo sé, ya lo sé, cariño mío.
—Cuando nos casamos, yo abrigaba algunas esperanzas de que podría convencerlo de su error, de que podría mirar las cosas de un modo nuevo como marido mío y no seguir de manera todavía más desesperada con el caso, cosa que hace por mí, pero es lo que está haciendo. Pero aunque no hubiera tenido esa esperanza, me hubiera casado igual con él, Esther. ¡Igual!
En la momentánea firmeza de la mano que no se detenía nunca, una firmeza inspirada por la expresión de estas últimas palabras y que murió con ellas, vi la confirmación de la seriedad de su tono.
—No debes creer, mi querida Esther, que no veo lo mismo que tú y que no temo lo mismo que tú. Nadie puede comprenderlo mejor que yo. La persona más sabia que jamás haya vivido en el mundo no podría conocer a Richard mejor de lo que lo conocía mi amor.
¡Con qué voz tan moderada y suave hablaba, y qué agitación expresaba su mano temblorosa al recorrer las teclas silenciosas! ¡Mi querida, mi queridísima niña!
—Lo veo todos los días cuando peor está. Lo contemplo en su sueño. Conozco cada uno de sus gestos. Pero cuando me casé con Richard estaba decidida, Esther, a con la ayuda del cielo no mostrarle nunca desaprobación por lo que hiciera, pues eso sólo serviría para hacerlo más desgraciado. Quiero que cuando llegue a casa no vea problemas en mi cara. Quiero que cuando me mire vea lo que ha amado en mí. Para eso me casé con él, y eso me sustenta.
Sentí que temblaba más. Esperé a ver lo que faltaba por decir y empecé a pensar que ya sabía lo que era.
—Y hay otra cosa que me sustenta, Esther.
Se interrumpió un minuto. Sólo interrumpió sus palabras; la mano seguía en movimiento.
—Miro un poco hacia el futuro, y no sé qué gran ayuda puede venir en mi socorro. Entonces, cuando Richard me mira, es posible que haya algo en mi seno más elocuente de lo que he sido yo, con más capacidad que yo para mostrarle cuál es el camino recto y conseguir que vuelva a él. Dejó de mover la mano. Me tomó en sus brazos y yo a ella en los míos.
—Si también el bebé fracasa, Esther, sigo mirando al futuro. Miro a un futuro dentro de mucho tiempo, años y años, y pienso que entonces, cuando yo ya sea vieja, o quizá haya muerto, una mujer hermosa, su hija, felizmente casada, podrá estar orgullosa de él y ser una bendición para él. O que un hombre valiente y generoso, tan guapo como era él antes, tan lleno de esperanzas y mucho más feliz se pasee al sol con él, respete sus cabellos grises y se diga a sí mismo: «¡Gracias a Dios que éste es mi padre, arruinado por una herencia fatal y recuperado gracias a mí!».
Mi dulce niña, ¡qué gran corazón era aquel que latía tan rápido a mi lado!
—Estas esperanzas me sustentan, mi querida Esther, y sé que lo seguirán haciendo. Aunque a veces, incluso ellas me abandonan, ante el temor que siento cuando miro a Richard.
Traté de animar a mi niña y le pregunté qué era. Me replicó, entre gemidos y sollozos:
—Que no viva el tiempo suficiente para ver al bebé.
Los días en que frecuentaba aquel lugar miserable, iluminado sólo por mi niña, no podrán borrarse jamás de mi recuerdo. Ahora nunca voy a él ni deseo ir; sólo he vuelto una vez, pero en mi recuerdo existe una luz dolorosa que brilla en el lugar, que brillará para siempre. Naturalmente, no pasaba un día en que no fuera a verlos. Al principio me encontré allí dos o tres veces con el señor Skimpole, que tocaba lánguidamente el piano y hablaba con su tono animado de siempre. Ahora, además de que a mí me parecía muy poco probable que él fuera a verlos sin empobrecer algo más a Richard, me pareció que en su alegría despreocupada había algo demasiado incoherente con lo que yo sabía de las honduras de la vida de Ada. También percibía claramente que Ada compartía mis sentimientos. En consecuencia, tras pensar mucho en ello, resolví hacer una visita en privado al señor Skimpole y tratar de explicarme con delicadeza. La gran consideración que me dio la osadía necesaria fue mi amor por mi niña.
Una mañana, acompañada por Charlie, me puse en marcha hacia Somers Town. Al acercarme a su casa sentí una fuerte inclinación a volverme atrás, pues sabía lo desesperado que era el tratar de impresionar con algo al señor Skimpole y la enorme probabilidad que existía de que me infligiera una derrota total. Sin embargo, pensé que ya que estaba allí seguiría adelante con ello. Golpeé con una mano temblorosa en la puerta del señor Skimpole (literalmente, con una mano, pues había desaparecido el aldabón), y tras una larga negociación conseguí que me dejase entrar una irlandesa que estaba en el vestíbulo cuando llamé yo, ocupada en romper la tapa de una cuba de agua con un atizador, para encender el fuego con las astillas.
El señor Skimpole estaba tumbado en el sofá de su habitación, tocando la flauta un poco, y se sintió encantado de verme. Me preguntó quién quería que me recibiera. ¿Quién prefería yo, como maestra de ceremonia? ¿Prefería a su hija de la Comedia, a su hija de la Belleza o a su hija del Sentimiento? ¿O prefería que vinieran todas las hijas a la vez, en un perfecto ramillete?
Repliqué, ya medio derrotada, que si me lo permitía quería hablar a solas con él.
—¡Mi querida señorita Summerson, con mucho gusto! Naturalmente —dijo, acercando su silla a la mía y rompiendo en su fascinante sonrisa—, naturalmente, no se trata de negocios. ¡Entonces es por placer!
Dije que desde luego no había venido a tratar de negocios, pero que tampoco era un asunto placentero.
—Entonces, mi querida señorita Summerson —respondió con la más franca alegría—, no aluda a ello. ¿Por qué va usted a aludir a algo que
no
sea placentero? Yo nunca lo hago. Y desde todos los puntos de vista, usted es un ser mucho más placentero que yo. Usted es perfectamente placentera; yo soy imperfectamente placentero; entonces, si yo nunca aludo a un asunto no placentero, ¡mucho menos debe hacerlo usted! De manera que eso es asunto terminado, y vamos a hablar de otra cosa.
Aunque yo me sentía violenta, tuve valor para intimar que seguía deseando hablar del tema.
—Creo que sería un error —dijo el señor Skimpole con su risa alegre— si pudiera imaginar que la señorita Summerson es capaz de cometer errores. ¡Pero no lo puedo imaginar!
—Señor Skimpole —dije, levantando mis ojos hacia los suyos—, he oído decir tantas veces que usted no comprende los asuntos comunes de la vida…
—¿Se refiere usted a nuestros tres amigos de la banca, L, C, y cómo se llama el último? ¿P?
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—dijo el señor Skimpole, muy animado—. ¡Ni idea!
—… Que quizá —continué diciendo— excuse usted mi atrevimiento al respecto. Creo que debería usted comprender con toda seriedad que Richard es más pobre ahora que antes.
—¡Dios mío! —replicó el señor Skimpole—. Y yo también, según me dicen.
—Y que sus circunstancias son muy precarias.
—¡Un caso de paralelismo exacto! —exclamó el señor Skimpole, con un gesto encantado.
—Como es natural, esto causa ahora a Ada una gran preocupación, que mantiene en secreto, y como creo que se preocupa menos cuando los visitantes no le exigen nada, y como Richard siempre sufre bajo el peso de una gran preocupación, se me ha ocurrido tomarme la libertad de decir que… si usted quisiera… no…
Me costaba gran trabajo llegar al meollo del asunto, pero él me tomó de ambas manos y, con la faz radiante y la expresión más animada, se me anticipó.
—¿Que no vuelva allí? Desde luego que no, mi querida señorita Summerson, desde luego que no en absoluto. ¿Por qué
debería
ir yo a verlo? Cuando voy a alguna parte, lo hago por placer. No voy a ningún lado por dolor, porque yo estoy hecho para el placer. El dolor me
viene
él solito cuando me busca. Ahora bien, últimamente he disfrutado de muy pocos placeres en casa de nuestro querido Richard, y los comentarios prácticos de usted demuestran por qué. Nuestros jóvenes amigos, al perder la juvenil poesía que antes resultaba tan cautivadora en ellos, empiezan a pensar: «Éste es un hombre que necesita dinero». Y es verdad, yo siempre necesito dinero; no para mí, sino porque los comerciantes siempre quieren que se lo dé. Después, nuestros jóvenes amigos empiezan a pensar, pues se hacen mercenarios: «Éste es el hombre que
ha tenido
dinero…, que lo ha pedido prestado», lo cual es cierto. Yo siempre pido prestado. Y entonces nuestros jóvenes amigos, reducidos a la prosa (lo que es muy de lamentar) degeneran en su capacidad para impartirme placer. En consecuencia, ¿para qué voy a ir a verlos? ¡Absurdo!
En medio de la sonrisa radiante con la que me miraba, al ir razonando así, apareció ahora un gesto de benevolencia desinteresada que resultaba totalmente asombroso.
—Además —dijo, para continuar su argumento con su tono de convencimiento despreocupado—, si no voy buscando dolor a ninguna parte (lo cual sería una perversión del objetivo de mi existencia y algo monstruoso de hacer), ¿por qué voy a ir a ninguna parte a ser motivo de dolor? Si fuera a visitar a nuestros jóvenes amigos en su actual estado mental de confusión, les causaría dolor. Despertaría en ellos ideas desagradables. Podrían decir: «Éste es el hombre que ha recibido dinero y que no puede pagarlo», lo cual, evidentemente, es cierto; ¡nada más imposible! Entonces, la amabilidad exige que no vaya a visitarlos, y no lo haré.