La pobre muchacha estaba sentada en el suelo, donde la habían colocado.
Estaban todos en torno a ella, aunque un poco separados, para que no le faltase el aire. No era guapa y parecía débil y pobre, pero tenía una cara triste y bondadosa, aunque todavía parecía algo fuera de sí. Me arrodillé a su lado y le puse la cabecita en mi hombro, ante lo cual me echó el brazo al cuello y rompió en llanto.
—Pobrecita mía —le dije, apoyándole la cara en la frente, pues yo también lloraba y temblaba—, parece una crueldad molestarte en estos momentos, pero aunque dispusiera de una hora no podría decirte cuántas cosas dependen de que sepamos algo de esta carta.
Ella empezó a declarar agitada que no había querido hacer nada malo, ¡no había querido hacer nada malo, señora Snagsby!
—De eso estamos convencidos todos —dije—. Pero te ruego que me digas cómo fue que te llegó.
—Sí, señorita, le voy a decir la verdad. Señora Snagsby, le digo que voy a decir la verdad.
—Estoy convencida —dije—. Y, ¿cómo fue?
—Yo había salido a un recado, señorita, mucho después del anochecer, muy tarde; y cuando volví a casa me encontré con una persona de aspecto vulgar, toda mojada y llena de barro, que miraba a nuestra casa. Cuando me vio entrar por la puerta me llamó y me preguntó si vivía aquí y yo le dije que sí y ella que no conocía más que uno o dos sitios de por aquí, pero que se había perdido y no podía encontrarlos. ¡Ay, qué voy a hacer, qué voy a hacer! ¡No me quieren creer! No me dijo nada malo y yo no le dije nada malo a ella, ¡de verdad, señora Snagsby! Su ama tenía que tranquilizarla y lo hizo, y debo decir que lo hizo muy contrita, de forma que la chica pudo seguir adelante.
—No podía encontrar esos sitios —dije yo.
—¡No! —exclamó la muchacha, meneando la cabeza—. ¡No! No podía encontrarlos. Y estaba muy débil, y cojeaba y estaba muy triste. Tan triste que si la hubiera visto usted, señor Snagsby, le hubiera dado media corona, ¡estoy segura!
—Bueno, Guster, hija mía —dijo él, sin saber al principio qué decir—, eso supongo.
—Pero hablaba tan fino —dijo la muchacha, mirándome con los ojos muy abiertos— que me partía el corazón. Y entonces me preguntó si yo sabía ir al cementerio. Y le pregunté qué cementerio. Y dijo que el cementerio de los pobres. Y entonces le dije que yo había sido una niña pobre y que eso dependía de la parroquia. Pero ella dijo que quería saber un cementerio de pobres no muy lejos de aquí, donde había un arco, y un escalón y una puerta de hierro.
Mientras yo la miraba y la tranquilizaba para que siguiera, vi que el señor Bucket recibía aquellas palabras con un gesto que me pareció de alarma.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —exclamó la muchacha, tirándose del pelo con las manos— ¡qué voy a hacer, qué voy a hacer! Hablaba del cementerio en que enterraron a aquel hombre que se tomó la cosa esa para dormir, que vino usted a casa y nos dijo, señor Snagsby, que me dio tanto miedo, señora Snagsby. ¡Tengo miedo otra vez! ¡No me deje!
—Ahora ya estás mucho mejor —le dije—. Por favor, por favor, sigue.
—¡Sí, voy a seguir, voy a seguir! Pero no se enfade conmigo, señorita, que he estado muy mala.
¡Enfadarme con ella, la pobrecilla!
—¡Bueno! Ya sigo, ya sigo. Entonces me preguntó si podía decirle cómo encontrarlo y le dije que sí y se lo dije, y ella me miró con unos ojos casi como si estuviera ciega y dio unos pasos atrás. Y entonces se sacó la carta y me la enseñó y me dijo que si la ponía en el correo se quedaría toda borrada y no se ocuparían de ella ni la mandarían, de que si yo la quería agarrar y enviarla y que al mensajero le pagarían en la casa. Y entonces yo dije que sí, si no era nada malo, y ella dijo que no, que no era nada malo. Y entonces yo la agarré y ella me dijo que no tenía nada que darme, y yo le dije que yo también era pobre, que no quería nada. Y entonces ella dijo: «¡Que Dios te bendiga!», y se fue.
—¿Y se fue…?
—Si —exclamó la muchacha, adelantándose a la pregunta—, ¡sí!, se fue por el camino que yo le había dicho. Entonces yo entré en casa y la señora Snagsby me vino por detrás no sé cómo y me agarró y me dio miedo.
El señor Woodcourt la apartó suavemente de mí. El señor Bucket me abrigó y salimos inmediatamente a la calle. El señor Woodcourt titubeaba, pero le dije: «¡No me abandone usted ahora!», y el señor Bucket añadió: «Más vale que venga usted con nosotros, quizá lo necesitemos; ¡no pierda el tiempo!».
Mis recuerdos de aquel trayecto están sumidos en la mayor confusión. Recuerdo que no era de noche ni de día; que estaba amaneciendo, pero todavía no se habían apagado los faroles, que seguía cayendo el aguanieve y que todas las calles estaban inundadas. Recuerdo que por ellas pasaban algunas personas con aspecto de tener mucho frío. Recuerdo los tejados mojados, las cunetas inundadas hasta reventar, los montones de hielo y de nieve ya negros sobre los que pasamos, lo estrechas que eran las callejuelas que cruzamos. Al mismo tiempo recuerdo que parecía como si aquella pobre chica estuviera contando su historia audible y claramente, que podía sentir cómo descansaba en mis brazos, que las fachadas sucias de las casas adquirían aspecto humano y me miraban, que en el interior de mi cabeza parecían abrirse enormes esclusas y lo mismo ocurría en el aire, y que las cosas irreales eran más claras que las reales.
Por fin nos detuvimos bajo un pasaje oscuro y mísero en el cual ardía una sola lámpara encima de una puerta de hierro, y donde la mañana apenas si lograba penetrar.
La puerta estaba cerrada. Al otro lado había un cementerio, un lugar horrible del que lentamente iba alejándose la noche, pero en el que apenas si podía discernir yo unos montones de tumbas y de losas profanadas, rodeadas de casas sucísimas con unas cuantas luces mortecinas en las ventanas, y cuyas paredes estaban impregnadas de una humedad densa, como una enfermedad. En el escalón de la puerta, todo mojado y rezumante por todas partes, vi, con un grito de piedad y de horror, que yacía una mujer: Jenny, la madre del niño muerto.
Me eché a correr, pero me detuvieron, y el señor Woodcourt me rogó con la mayor seriedad, e incluso con lágrimas que antes de dirigirme a aquella mujer escuchara un instante lo que decía el señor Bucket. Creo que lo hice. Estoy segura de que lo hice.
—Señorita Summerson, si piensa usted un momento me comprenderá. Intercambiaron vestidos en la casita. Intercambiaron vestidos en la casita. Yo era capaz de repetir mentalmente aquellas palabras y de comprender lo que significaban en sí, pero no les atribuía sentido alguno en otro respecto.
—Y una volvió —dijo el señor Bucket— y la otra siguió adelante. Y la que siguió adelante sólo recorrió un cierto camino convenido entre ellas para disimular y luego deshizo el camino y volvió a su casa. ¡Piénselo un momento!
También aquello lo podía repetir mentalmente, pero no tenía la menor idea de lo que significaba. Veía ante mí, yacente en el escalón, a la madre del niño muerto. Tenía un brazo apretado a uno de los barrotes de la puerta de hierro, y parecía abrazarlo. Allí estaba la que hacía tan poco había hablado con mi madre. Allí estaba, un ser en apuros, sin abrigo, sin sentido. La que había traído la carta de mi madre, la que podía darme la única pista de dónde estaba mi madre; la que tenía que guiarnos para rescatarla y salvarla después de buscarla tanto tiempo, ya que había caído en esta condición debido a algo relacionado con mi madre que yo no podía vislumbrar, cuando en aquel mismo momento ella podía estar ya fuera de nuestro alcance y nuestra ayuda; ¡allí estaba, y no me dejaban llegar a ella! Vi, pero no comprendí, el gesto solemne y compasivo del señor Woodcourt. Vi, pero no comprendí, cómo tocaba al otro en el pecho para retenerlo. Vi que se descubría en aquel aire inclemente, con un gesto de respeto a algo. Pero ya no podía comprender nada de aquello.
Incluso oí qué se decían el uno al otro:
—¿Le dejamos que vaya?
—Más vale. Que sean sus manos las primeras en tocarla. Tienen más derecho que las nuestras.
Fui a la puerta y me incliné. Levanté la cabeza inerte, hice a un lado el pelo largo y claro y le di la vuelta a la cara. Y era mi madre, fría y muerta.
Paso ahora a otros episodios de mi narración. La bondad de todos los que me rodeaban me consoló tanto que nunca puedo recordarlo sin conmoverme. Ya he dicho tanto acerca de mí misma, y queda tanto por decir, que no voy a seguirme refiriendo a mi dolor. Estuve enferma, pero no durante mucho tiempo, e incluso evitaría mencionarlo, si pudiera olvidar la solidaridad que me manifestaron.
Paso ahora a otros episodios de mi narración. Durante mi enfermedad seguimos en Londres, adonde había venido la señora Woodcourt, por indicación de mi Tutor, a pasar una temporada con nosotros. Cuando mi Tutor creyó que yo estaba lo bastante bien para hablar con él como hacíamos en los viejos tiempos, aunque hubiera podido ser antes si él me hubiera creído, volví a mi trabajo y a ocupar mi silla al lado de la suya. El mismo era el que había dicho cuándo podíamos hacerlo, y nos hallábamos a solas.
—Señora Trot —dijo, recibiéndome con un beso—, bienvenida otra vez al Gruñidero, hija mía. Tengo un plan que exponerte, mujercita. Me propongo que sigamos aquí, quizá seis meses, quizá más, según vayan las cosas. En resumen, quedarnos aquí bastante tiempo.
—¿Y entre tanto no volver a Casa Desolada? —pregunté.
—¿Sí, hija mía? Casa Desolada —respondió— tendrá que cuidarse por sí sola.
Me pareció que hablaba en tono apenado, pero al mirarlo vi que su cara, siempre amable, estaba iluminada por la más brillante sonrisa.
—Casa Desolada —repitió, y comprendí que su tono no era de pena— tendrá que aprender a cuidarse por sí sola. Está muy lejos de Ada, hija mía, y Ada te necesita mucho.
—Es típico de usted, Tutor —dije—, haber tenido eso en cuenta, para darnos una sorpresa tan agradable a ambas.
—Y no es nada desinteresado, hija mía, si es que pretendes decir que yo adolezco de esa virtud, pues si estuvieras siempre yendo y viniendo, poco tiempo podrías dedicarme. Y, además, deseo tener todas las noticias de Ada que sea posible, en esta situación de distanciamiento mío con el pobre Rick. No sólo noticias de ella, sino también de él, el pobre.
—¿Ha visto usted al señor Woodcourt esta mañana, Tutor?
—Veo al señor Woodcourt todas las mañanas, señora Durden.
—¿Sigue diciendo lo mismo de Richard?
—Lo mismo. No tiene ninguna enfermedad física que él sepa; por el contrario, parece que no tiene ninguna. Pero no está tranquilo por él. ¿Quién podría estarlo?
Últimamente mi niña bienamada nos había venido a ver todos los días; algunos días dos veces. Pero siempre habíamos previsto que esto sólo duraría hasta que yo me recuperase. Sabíamos perfectamente que su ferviente corazón estaba tan lleno como siempre de afecto y de gratitud para con su primo John, y que Richard no le había dicho que se mantuviera alejada de nosotros. Pero también sabíamos, por otra parte, que ella consideraba tener la obligación para con él de no hacernos muchas visitas. La delicadeza de mi Tutor lo había percibido en seguida, y había tratado de comunicarle que a su juicio tenía razón ella.
—Nuestro pobre, desgraciado, equivocado Richard —dije—. ¿Cuándo se despertará de su engaño?
—No va a hacerlo por ahora, hija mía —replicó mi Tutor—. Cuanto más sufre, menos deseos siente de verme, pues me ha convertido en el principal representante del gran motivo de sus sufrimientos.
Yo no pude evitar añadir:
—¡Qué falta de razón!
—Ay, señora Trot, señora Trot —respondió mi Tutor—, ¡qué habrá de razonable en Jarndyce y Jarndyce! Por arriba sinrazón e injusticia, en el centro sinrazón e injusticia y en el fondo sinrazón e injusticia, desde el principio hasta el final (suponiendo que alguna vez tenga algún final). ¿Cómo va el pobre Rick, que se pasa la vida ocupándose de este asunto, sacar de él algo de razón? Eso sería como cuando en la antigüedad los hombres pedían peras al olmo.
Su amabilidad y su consideración para con Richard, siempre que hablábamos de él, me conmovía tanto que en seguida dejaba yo de hablar del tema.
—Supongo que el Lord Canciller, y los Vicecancilleres, y todos los grandes señores de la Cancillería, se sentirían infinitamente asombrados ante tanta sinrazón y tanta injusticia por parte de uno de sus pleiteantes —siguió diciendo mi Tutor—. ¡Cuando esos eruditos señores empiecen a cultivar rosas de las nieves con el polvo que echan en sus pelucas, yo también empezaré a asombrarme!
Se contuvo con una mirada a la ventana para ver de qué lado soplaba el viento y se apoyó en el respaldo de mi silla.
—¡Bueno, bueno, mujercita! Sigamos adelante, hija mía. Hemos de dejar estos escollos al tiempo, la suerte y un posible cambio favorable de las circunstancias. Que no naufrague Ada en todo esto. Ni ella ni él se pueden permitir la más remota posibilidad de perder a otro amigo. Por eso he pedido especialmente a Woodcourt, y ahora te lo pido especialmente a ti, hija mía, que no planteemos el tema con Rick. Que pase el tiempo. La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, tarde o temprano me juzgará con más lucidez. Yo puedo esperar.
Pero le confesé que yo ya lo había comentado con él y que, según me parecía, también lo había hecho el señor Woodcourt.
—Eso me ha dicho —contestó mi Tutor—. Muy bien. Él ya ha presentado sus protestas, y la señora Durden las suyas, y ya no queda nada más que decir al respecto. Ahora paso a la señora Woodcourt. ¿Qué te parece, hija mía?
En respuesta a aquella pregunta, que era extrañamente abrupta, dije que me agradaba mucho, y que me parecía más simpática que antes.
—A mí también me lo parece —dijo mi Tutor—. ¿Menos aristocracia? ¿No tanto hablar de Morgan-ap… como se llame?
Reconocí que a eso me refería, aunque este último era persona muy inofensiva, incluso cuando no se hacía más que hablar de él.
—Sin embargo, en general, bien está en sus montañas nativas —dijo mi Tutor—. Estoy de acuerdo contigo. Entonces, mujercita, ¿no te importa que retenga aquí a la señora Woodcourt durante algún tiempo?
—No. Pero…
Mi Tutor me miró, en espera de lo que iba yo a decir.
No tenía nada que decir. Al menos, no tenía nada
in mente
que pudiera decir. Tenía una impresión indefinida de que sería mejor si tuviéramos otra compañía, pero difícilmente podría explicar por qué, ni siquiera a mí misma. O, si me lo podía explicar a mí misma, desde luego a nadie más.