Casa desolada (64 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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El señor George procede a hacerlo con gran discreción, como si se dirigiera al señor Bagnet, pero atento exclusivamente en todo momento a la viejita, al igual que el propio señor Bagnet. Una vez expuesto completamente el problema, el señor Bagnet recurre a su artificio habitual para mantener la disciplina:

—Eso es todo, ¿no, George? —dice.

—Eso es todo.

—¿Y harás lo que yo te diga?

—No me guiaré más que por eso —replica George.

—Viejita, dile lo que opino yo —dice el señor Bagnet—. Ya lo sabes. Dile lo que pienso.

Lo que piensa es que George tiene que eludir a toda costa a una gente que es demasiado astuta para él, y que está obligado a actuar con el mayor de los cuidados en asuntos que no comprende; que evidentemente lo que tiene que hacer es no hacer nada sin asegurarse primero, no participar en nada turbio ni misterioso, ni dar un paso sin mirar antes dónde pisa. Ésa, efectivamente, es la opinión del señor Bagnet, expresada por su viejita, lo cual alivia tanto al señor George, al confirmar su propia opinión y disipar sus dudas, que se prepara a fumar otra pipa en tan excepcional ocasión, y a pasar un rato hablando de los viejos tiempos con toda la familia Bagnet, conforme a la diversidad de sus respectivas experiencias.

Por todo ello sucede que el señor George no vuelve a ponerse en pie en la salita hasta que se acerca el momento en que un moderno público británico espera al bajón y la flauta, y como incluso al señor George le lleva algún tiempo, en su papel doméstico de Bluffy, separarse de Quebec y de Malta, e insinuar un chelín benévolo en el bolsillo de su ahijado, con felicitaciones por su éxito en la vida, cuando el señor George por fin pone rumbo hacia Lincoln’s Inn Fields ya es de noche.

«Un hogar y una familia», va pensando mientras avanza; «por pequeños que sean, hacen que alguien como yo parezca un solitario. Pero más ha valido que nunca me metiera en esa marcha del matrimonio. No hubiera sido para mí. Todavía soy tan vagabundo, incluso a esta edad, que no podría conservar la galería ni un mes si fuera una actividad regular, o si no estuviera acampado en ella como un gitano. ¡Vamos! No le hago daño a nadie y no molesto a nadie; ya es algo. ¡Hace muchos años que no hago nada de eso!»

Así que se pone a silbar, y continúa su marcha. Una vez llegado a Lincoln’s Inn Fields, y tras subir las escaleras del señor Tulkinghorn, resulta que la puerta exterior está cerrada, y los despachos tienen la llave echada, pero como el soldado no sabe gran cosa de puertas exteriores, y además la escalera está a oscuras, sigue tanteando y buscando cuando por la escaleras sube el señor Tulkinghorn (en silencio, naturalmente) y le pregunta airado:

—¿Quién es? ¿Qué hace usted aquí?

—Mil perdones, caballero. Soy George. El sargento.

—Y ¿no podía George, el sargento, ver que estaba cerrada mi puerta?

—Pues no, señor; no podía. Desde luego, no lo vi —dice el sargento, un tanto irritado.

—¿Ha cambiado usted de opinión? ¿O sigue opinando lo mismo? —pregunta el señor Tulkinghorn. Pero ya sabe de antemano la respuesta.

—Sigo opinando lo mismo, caballero.

—Me lo esperaba. Es suficiente. Puede usted irse. ¿Con que era usted el hombre —dice el señor Tulkinghorn, abriendo la puerta con su llave —con el que se fue a esconder el señor Gridley?

—Sí, yo soy ese hombre —contesta el soldado, que se detiene dos o tres escalones más abajo—. ¿Qué pasa, señor?

—¿Qué pasa? Que no me gustan sus amigos. De haber sabido yo quién era usted, no hubiera venido a mi despacho. ¿Gridley? Un tipo amenazador, asesino, peligroso.

Con esas palabras, pronunciadas en tono desusadamente alto para él, el abogado entra en sus aposentos, y cierra la puerta con ruido atronador.

Al señor George no le agrada en absoluto esa despedida; tanto más cuanto que un pasante que subía por la escalera ha oído las últimas palabras y evidentemente cree que se refieren a él. «¡Menudo tipo se va a creer que soy!»; gruñe el soldado con un juramento apresurado mientras sigue bajando, «¡Un tipo amenazador, asesino, peligroso!», y al mirar hacia arriba ve que el pasante lo está mirando y observando cuando pasa junto a un farol. Eso agrava su ira hasta tal punto que pasa cinco minutos de mal humor. Pero se lo quita silbando, se olvida de todo el resto del asunto, y va marchando a casa, a la Galería de Tiro.

28. El metalúrgico

Sir Leicester Dedlock ha superado, de momento, la gota familiar, y está una vez más en pie, tanto en el sentido literal como en el figurado. Está en su mansión de Líncolnshire, pero las aguas vuelven a anegar las tierras bajas, y el frío y la humedad se cuelan en Chesney Wold, aunque éste está bien defendido, y calan a Sir Leicester hasta los huesos. Las llamas de leña y de carbón —madera de Dedlock y bosque antediluviano— que crepitan en las amplias chimeneas y que relumbran en el crepúsculo de los bosques ceñudos, entristecidos al contemplar el sacrificio de los árboles, no rechazan al enemigo. Las tuberías de agua caliente que recorren toda la casa, las puertas y las ventanas con burletes, las pantallas y las cortinas, no logran suplir las deficiencias de las chimeneas ni satisfacer las necesidades de Sir Leicester. Por eso, los rumores del gran mundo proclaman una mañana a la tierra que los escucha que se prevé que en breve Lady Dedlock vuelva a pasar unas semanas en la ciudad.

Es una triste verdad que incluso los grandes hombres tienen sus parientes pobres. De hecho, los grandes hombres suelen tener más de su parte alícuota de parientes pobres, dado que la sangre rojísima de las personas de superior calidad, al igual que la sangre de la de inferior calidad ilegalmente derramada, es más espesa que el agua, y acaba por descubrirse. Los primos de Sir Leicester, hasta el enésimo grado, son como otros tantos crímenes, en el sentido de que siempre acaban por descubrirse. Entre ellos hay primos que son tan pobres que casi cabría decir que sería mejor para ellos no haber figurado nunca entre los eslabones de la cadena de oro de los Dedlock, sino entre hechos de hierro común para empezar y haber desempeñado servicios comunes.

Pero precisamente lo que no pueden hacer es servir para nada (con algunas reservas, de buen tono, pero lucrativas), dado que tienen la dignidad de ser unos Dedlock. De modo que visitan a sus primos más ricos, y se endeudan cuando pueden, y viven pobremente cuando no pueden, y las mujeres no encuentran maridos, ni los hombres esposas, y andan en coches prestados, y asisten a banquetes que nunca dan ellos, y así van recorriendo la vida de la alta sociedad. La rica suma de la familia se ha dividido entre tantas cifras que ellos son el resto con el que nadie sabe qué hacer.

Todos los que participan de la posición de Sir Leicester Dedlock y comparten las opiniones de éste parecen estar más o menos emparentados con él. Desde Milord Boodle, pasando por el Duque de Foodle, hasta llegar a Noodle, Sir Leicester, como una araña gloriosa, extiende los hilos de su parentela. Pero aunque él comparte pomposamente el parentesco con el Gran Mundo, es una persona amable y generosa, a su aire digno, en su parentesco, con los Don Nadies, y en estos momentos, pese a la humedad, está soportando en Chesney Wold la visita de varios de esos parientes, con la constancia de un mártir.

De todos ellos, quien más se destaca es Volumnia Dedlock, una jovencita (de sesenta años) que tiene grandes parientes por partida doble, pues tiene el honor de ser la pariente pobre de otra gran familia por el lado materno. Como la señorita Volumnia exhibió en su juventud un gran talento para recortar adornos de papel de colores, así como para cantar en la lengua española acompañándose a la guitarra, y proponer adivinanzas en francés en las casas de campo, pasó los veinte años de su existencia comprendidos entre los veinte y los cuarenta de manera bastante agradable. Como entonces se quedó anticuada y se consideró que aburría a la humanidad con sus frases en la lengua española, se retiró a Bath, donde vive frugalmente con una subvención anual que le pasa Sir Leicester, y desde donde hace reapariciones de vez en cuando en las casas de campo de sus primos. En Bath tiene muchos conocidos entre ancianos espantosos de piernas flacas y calzones de nankín, y ocupa un lugar destacado en esa aburrida ciudad. Pero es temida en otras partes, debido a una profusión indiscreta de colorete y a su persistencia en adornarse con un collar de perlas anticuado que parece un rosario de huevos de pajarito.

En cualquier país decente, Volumnia merecería claramente una pensión. Se han hecho esfuerzos por conseguírsela, y cuando llegó al poder William Buffy, todo el mundo esperaba que se le concedieran 200 libras al año. Pero, no se sabe bien cómo, William Buffy descubrió, en contra de todas las previsiones, que no era el momento adecuado, y aquél fue el primer indicio claro que percibió Sir Leicester Dedlock de que el país se estaba yendo al garete.

El resto de los parientes son señoras y caballeros de diversas edades y capacidades, en su mayor parte amigables y sensatos, y a los que probablemente les hubiera ido bien en la vida de haber podido superar su condición de familia; de hecho, están casi todos superados por ella, y recorren perezosamente caminos sin objetivo ni meta, y parecen estar tan despistados acerca de lo que deben hacer con sus vidas como el resto de la gente acerca de lo que se debe hacer con ellos.

En esta sociedad, como en todas, Milady Dedlock reina majestuosamente. Bella, elegante, refinada y poderosa en su microcosmos (pues el universo del Gran Mundo no se extiende
enteramente
desde un polo al otro), su influencia en la casa de Sir Leicester, por altivos e indiferentes que sean sus modales, lleva a mejorar y refinar mucho la mansión. Los primos, incluso los de más edad que se sintieron paralizados cuando Sir Leicester se casó con ella, le rinden homenaje feudal, y el Honorable Bob Stables repite a diario a alguna persona escogida, entre el desayuno y la comida, su observación original favorita: que es la mujer mejor entrenada de toda la cuadra.

Esos son los invitados del salón largo de Chesney Wold en esta noche desapacible en que los pasos del Paseo del Fantasma (aunque aquí no se pueden oír) podrían ser los de un primo muerto y abandonado a la intemperie. Es casi hora de acostarse. En toda la casa están encendidas las chimeneas de los dormitorios, que hacen aparecer fantasmas de muebles sombríos en las paredes y los techos. En la mesa que hay al otro extremo, junto a la puerta, brillan los candelabros para los dormitorios, y los primos bostezan en las otomanas. Hay primos al piano, primos junto a la bandeja de botellas de agua mineral, primos que se levantan de la mesa de juegos, primos reunidos en torno a la chimenea. Al lado de su propia chimenea (porque hay dos) está Sir Leicester. Al otro lado de la amplia chimenea está Milady sentada a su mesa. Volumnia, que es una de las primas más privilegiadas, está en una silla lujosa entre los dos. Sir Leicester contempla con un desagrado olímpico el colorete y el collar de perlas.

—De vez en cuando me encuentro aquí en mi escalera —desgrana lentamente Volumnia, que quizá esté ya pensando en subir por ella hacia su cama, tras una larga velada de charla inane— con una de las mocitas más guapas que he visto en mí vida, según creo.

—Una
protégée
de Milady —observa Sir Leicester.

—Eso pensaba yo. Estaba segura de que tenía que haber sido alguien con gran discernimiento quien la escogiera. Verdaderamente, es una maravilla. Quizá un poco demasiado como una muñequita —dice la señorita Volumnia, que defiende su propio estilo—, pero perfecta en su género; ¡jamás he visto tal lozanía!

Sir Leicester parece manifestar su acuerdo con una magnífica mirada de desagrado al colorete.

—De hecho —observa lánguidamente milady—, si hay alguien que haya mostrado discernimiento en este caso es la señora Rouncewell, y no yo. Fue ella quien descubrió a Rosa.

—¿Doncella tuya, supongo?

—No. No es nada mío en concreto: favorita… secretaria… mensajera… No sé qué.

—¿Te gusta tenerla a tu lado como te gustaría tener una flor o un perrito de aguas… o cualquier cosa igual de mona? —pregunta Volumnia, simpatizante—. Sí, ¡qué encantador resulta! Y qué buen aspecto tiene esa deliciosa ancianita de la señora Rouncewell. Debe de tener una edad inmensa, ¡y, sin embargo, es tan activa y tiene tan buen aspecto! ¡Os aseguro que es mi mejor amiga en el mundo!

Sir Leicester considera oportuno y apropiado que el ama de llaves de Chesney Wold sea una persona notable. Aparte de eso, estima de verdad a la señora Rouncewell, y le gusta que se la elogie. Por eso dice: «Tienes razón, Volumnia», lo cual alegra mucho a esta última.

—No tiene hijas, ¿verdad?

—¿La señora Rouncewell? No, Volumnia. Tiene un hijo. La verdad es que tenía dos.

Milady, cuya enfermedad crónica de aburrimiento se ha visto tristemente agravada esta tarde por Volumnia, contempla cansada los candelabros y exhala un suspiro silencioso.

—Y eso constituye un notable ejemplo de la confusión en que hemos caído en estos tiempos, de la forma en que se destruyen los puntos de referencia, de cómo se abren las compuertas y se desarraigan las distinciones —dice Sir Leicester con gran solemnidad—, pues el señor Tulkinghorn me ha informado de que al hijo de la señora Rouncewell se le ha invitado a presentarse para el Parlamento.

La señorita Volumnia lanza un chillido.

—Sí, es cierto —repite Sir Leicester—. Para el Parlamento.

—¡Jamas he oído cosa igual! Dios mío, ¿qué hace ese hombre? —exclama Volumnia.

—Es eso que llaman… creo… un… metalúrgico —dice lentamente Sir Leicester, con mucha gravedad y grandes dudas, como si no estuviera seguro de que quizá el título adecuado fuera el de fontanero, o de que la expresión correcta quizá fuera otra que denotara alguna otra relación con algún tipo concreto de metales.

Volumnia da otro chillido.

—Ha rechazado la oferta, si la información que me ha dado el señor Tulkinghorn es correcta, de lo cual no me cabe duda, porque el señor Tulkinghorn siempre es correcto y exacto; pero eso —dice Sir Leicester— no corrige la anomalía, que está preñada de graves consideraciones… de consideraciones alarmantes, a mi juicio.

Cuando la señorita Volumnia se levanta con una mirada hacia los candelabros, Sir Leicester cortésmente efectúa la vuelta entera al salón, trae uno y lo enciende en la lámpara con pantalla de milady.

—Te ruego, Milady —dice al mismo tiempo—, que te quedes unos momentos, porque esta persona a la que acabo de mencionar llegó esta tarde poco antes de la hora de cenar y pidió, de forma muy cortés —explica Sir Leicester, con su habitual respeto por la verdad— el favor de una breve entrevista, en una nota muy bien redactada y expresada, contigo y conmigo acerca del tema de esa muchacha. Como, según parecía, se proponía volver a marcharse esta noche, repliqué que lo veríamos antes de retirarnos.

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