—Mi querida señora Durden —dijo Allan, tomándome del brazo—, ¿te miras alguna vez al espejo?
—Ya sabes que sí; me has visto.
—¿Y no sabes que estás más guapa que nunca?
No lo sabía, y no estoy segura de saberlo. Pero sé que mis hijitas son muy guapas, y que mi niña es muy bella, y que mi marido es muy apuesto, y que mi Tutor tiene la cara más radiante y bondadosa del mundo, y que pueden contentarse perfectamente con que yo no sea muy guapa, aun de suponer…
Conviene, ante todo, recordar un poco cuán diferente del nuestro era el mundo en el que Dickens empezó a escribir Casa Desolada: en todo el hoy llamado «mundo occidental» sólo Inglaterra y Gales tenían más del 20 por 100 de la población en ciudades de 100.000 o más habitantes; no existía el ferrocarril al sur de los Pirineos ni al norte de Alemania; el Imperio Otomano cubría gran parte de las actuales Bulgaria y Yugoslavia, así como de Egipto, etc., África era una colonia política o económica de tres o cuatro Estados europeos; no existían los canales de Suez ni de Panamá; los Estados Unidos tenían menos población que Inglaterra, Francia o los Estados germánicos, y el Imperio Británico se extendía desde Belize hasta Nueva Zelanda, desde Gibraltar hasta Ciudad de El Cabo; no existían, naturalmente, la luz eléctrica, el automóvil, la radio, el cine ni el avión… Persistía la esclavitud en los Estados Unidos, en las ya exiguas colonias españolas, etc.; el joven Marx iniciaba su labor del análisis moderno de la sociedad contemporánea, en la que era habitual, además, el trabajo de los niños, se perseguía a los nacientes sindicatos, se navegaba a vela y no se había inventado la hamburguesa. Es decir, el llamado Antiguo Régimen daba unos coletazos que durarían todavía más de sesenta años.
Pero también eran muchas las semillas que estaban dando fruto o se estaban plantando hacia la modernidad. No sólo había Marx iniciado su labor, sino que por esos años florecía la ópera italiana y comenzaba la publicación del texto del ciclo wagneriano, se publicaban
Moby Dick
y
La cabaña del tío Tom
, se declaraba el dogma de la Inmaculada Concepción, se inventaba la máquina de coser y Livingstone comenzaba su exploración del Zambeze.
En Inglaterra, si los agricultores prosperaban era gracias a que muchos campesinos emigraban a las ciudades o al extranjero (ya había que importar el25 por 100 de la harina para panificación). Los grandes terratenientes que controlaban casi el 20 por 100 de la superficie cultivable (Clapham) dominaban las zonas rurales, en las que «seguía sin existir una administración local elegida» (G. M. Trevelyan). Pero «la mayor miseria […] se daba en las ciudades[…], donde los pobres se morían de hambre de forma menos pasiva y menos invisible» (E. J. Hobsbawm). J. Bright describe la situación en términos cuasidickensianos: «2000 mujeres y muchachas recorrían las calles cantando himnos (espectáculo singular y asombroso, casi sublime) —tenían un hambre horrorosa— y cuando caían sobre una hogaza la devoraban con un ansia indescriptible, y aunque el pan estuviera casi lleno de barro lo devoraban con igual voracidad».
Había ya enormes cantidades de trabajadores que caían en paros prolongadísimos debido a crisis pasajeras o recurrentes, aunque fueran obreros especializados. Si bien existía una cierta prosperidad industrial, ayudada por la relación de intercambio que el Imperio mantenía con sus colonias, las desigualdades eran gigantescas: los niños «podían» legalmente trabajar diez horas al día, persistía la prisión por deudas, quedaban «burgos podridos», las mujeres no tenían derecho de voto, se seguían comprando oficios, como los mandos militares, etc.
Es en este ambiente, en el que la riqueza se mezcla con la sordidez, en el que Dickens escribe
Casa Desolada
. Su publicación se realiza por el sistema habitual de la época: entregas mensuales ilustradas por un dibujante famoso (en este caso H. K. Browne, «Phiz») con el objeto de reunir después todas las entregas en forma de libro.
En 1852 Dickens tiene cuarenta años y, aunque sea un tópico, está en la plenitud de su vigor literario. Tras el asombroso éxito de su primera obra larga,
Picwick
, viene publicando infatigablemente, y casi siempre con un enorme éxito popular (sus folletones se venden por cientos de miles de ejemplares). No sólo cuenta ya en su haber novelas como
Oliver Twist, Nicholas Nickleby, Martin Chuzzlewit, Dombey e hijo
, etc., sino también con su obra quizá más conocida, el relato más breve de
La canción de Navidad
. Además, había diversificado su producción, y aparte de las crónicas parlamentarias con las que se había iniciado en la literatura, había publicado las polémicas Notas sobre su viaje de 1842 a los Estados Unidos, en las que fustigaba la persistencia de la esclavitud y la hipocresía de la sociedad estadounidense, que predicaba la «moralidad» política a medio mundo mientras exterminaba a los amerindios, invadía a sus vecinos, negaba el voto a las mujeres, contaba a los negros como «3/5 de ser humano» y no contaba con más ídolo que el dinero.
Este tema de la hipocresía en todas sus formas es una de las bestias negras de Dickens, que la había sufrido personalmente como consecuencia de sus azarosos e impecunes primeros años (el padre encarcelado por deudas tras haber sido pagador de la Armada británica y gozado de relativa prosperidad). Prácticamente no hay novela suya en que no se trate el tema con mayor o menor protagonismo. Y, desde luego, en
Casa Desolada
hay todo un elenco de hipócritas, desde los colectivos o institucionales, como el Tribunal de Cancillería o «el gran mundo», hasta los individuales, como el señor Skimpole, la familia Smallweed, el «joven llamado Guppy» o el ridículo santurrón de Chadband, pasando por los políticos de nombres rimados y por los lacayos que aspiran (inútilmente, claro) a identificarse con sus amos.
En esta época Dickens se halla también en una de sus etapas de más compromiso político y social. En marzo de 1850 había empezado a dirigir el semanario Household Words, que obtuvo un éxito inmediato. Era la segunda o la tercera vez (y no sería la última) en que Dickens intentaba utilizar la prensa periódica para prolongar su crítica «radical» del sistema. Porque desde hacía muchos años Dickens era precisamente eso: un «radical» en el sentido anglosajón del término, como indica Edgar Johnson en su magistral biografía. No era un revolucionario, aunque G. B. Shaw llegase a afirmar que
La pequeña Dorrit
era un libro más subversivo que
El capital
de Marx, pero sí un reformador a fondo que denunciaba todas las injusticias que advertía en su derredor, un partidario del «contra esto y aquello» en el posterior sentido unamuniano, en el «¿de qué se trata?, que me opongo», porque se tratara de lo que se tratara en aquella sociedad casi todo merecía oposición. De ahí su visión radical del medio. Una visión al mismo tiempo pesimista y optimista en el sentido del que habla Sciascia: pesimista porque lo ve casi todo mal; optimista porque todo está tan mal que no puede sino mejorar. Por eso no sugiere la destrucción de la sociedad existente, sino su transformación radical, para lo cual es indispensable el cambio de los comportamientos. Y, efectivamente, muchos de sus personajes cambian. Véase en
Casa Desolada
la transformación gradual del detective Bucket, o la de Sir Leicester Dedlock. Y, en cambio, como ejemplo de que no se busca la destrucción del sistema, obsérvese la franca admiración con que trata al mayor de los hermanos Rouncewell, el metalúrgico, que permanece simbólicamente cuasianónimo en toda la novela. Se trata de un empresario capitalista modelo, y Dickens no tiene nada en contra de él, porque su empresa está con los tiempos, no practica una explotación desalmada, funciona. Lo malo es lo que no funciona, lo que es un anacronismo, los abusos desaforados, sean de poder o económicos.
Esos abusos desaforados constituyen otro de los temas recurrentes en la obra de Dickens, tanto novelística como periodística. En
Casa Desolada
figuran en primerísimo plano, y sus principales víctimas quizá sean «el pobre Jo» y el señor Gridley o la señorita Flite, aunque otros personajes también lo son de manera más indirecta: Esther por el «estigma» que los prejuicios sociales atribuyen a su nacimiento; Richard por la ambición destructiva que los valores predominantes le hacen concebir como única meta en la vida; Lady Dedlock por la vida de añagazas y subterfugios que esos valores y esos prejuicios le hacen llevar.
También sentimentalismo hay mucho en la novela. Por ejemplo, el personaje de Esther, como señala J. Hillis Miller, ha sido muy criticado por la forma gazmoña en que habla constantemente de su propia bondad, de cuánto la quiere todo el mundo (salvo al principio mismo). Pero, como indica Miller, no sólo hay que tener en cuenta la sensibilidad de la época, sino también la manera en que la propia Esther reacciona a todos sus problemas y todas sus tragedias, con una entrega práctica a lo concreto y no a lo abstracto, a la misión de ser útil en su propio entorno, que es para lo que está capacitada.
Y, claro, las reacciones a la novela son muy diversas. Para G. K. Chesterton era la mejor de Dickens. Para R. C. Churchill, pese a tener pasajes deleznables, es la novela en que Dickens domina la gama más amplia de su obra. Por el contrario, para Leslie Stephens, en el Dictionary of National Biography (citado por Churchill), «si fuera legítimo medir la fama literaria por la popularidad alcanzada entre los semianalfabetos, Dickens podría reivindicar el primer lugar entre los novelistas ingleses». Y, a la inversa, Conrad manifestaba su enorme admiración por esta obra concreta del «maestro», como recuerda S. Monod.
Se ha señalado reiteradamente que la novela es de una complejidad enorme. Desde el soporte dialogal, siempre tan rico y variado en Dickens (y tan difícil de reflejar en el castellano de fines del siglo XX —después de todo, como dice un personaje de Golding: «En la Gran Bretaña, el idioma es la clase»—), hasta el enorme número de personajes y de conflictos que van apareciendo y desarrollándose: hay aristócratas ricos y aristócratas entrampados; usureros y ropavejeros; lacayos y ladrilleros; industriales y marginales; militares y lumpenproletarios «avant la lettre»; papeleros, médicos, parásitos, lacayos, y por todas partes abogados, procuradores, pasantes, magistrados, escribanos, escribientes, copistas, papeles, documentos, cartas… Como dice el ya mencionado Miller: «
Casa Desolada
es un documento que trata de la interpretación de documentos…»
Sin duda, el libro adolece de una serie de cabos sueltos y de contradicciones más o menos latentes. El señor Jarndyce es, evidentemente, un hombre muy acomodado, pero en ningún momento se nos dice cuál es su fuente de ingresos, ni siquiera cómo le llegan éstos. Queda sin aclarar cuál es la causa de la caída social del capitán Hawdon. La transformación personal del inspector Bucket y de Sir Leicester Dedlock se produce porque sí. Y, como apunta Angus Wilson, «el plan, tan lógico y completo, por el que el pleito de los Jarndyce corrompe a todos los que toca (salvo al excepcional señor Jarndyce), se derrumba cuando descubrimos que la pérdida de la virtud de Lady Dedlock no tiene nada que ver con el asunto…». ¡Y no hablemos de las peregrinas teorías dickensianas acerca de la «combustión espontánea»!
Hay un aspecto de la novela que no he visto mencionado en ninguna de las obras de crítica o de historia literaria consultadas, pero que a mí me parece interesante. Se trata de la corriente soterrada de sexualidad entre Esther y Ada. A mi entender, desde que se conocen se produce un «flechazo», sobre todo por parte de Esther hacia Ada, y esa relación, evidentemente no consumada y sólo sugerida, se mantiene a lo largo de todo el libro, hasta el último capítulo. Lógicamente, la moral victoriana ni siquiera permitía aludir en forma implícita a ese tipo de atracción entre personas del mismo sexo, pero a mí me parece innegable. Es una reflexión a la que invito al lector.
No es
Casa Desolada
un mero dramón lacrimógeno, ni una intrincada balumba de documentos. Al igual que en el resto de su obra, Dickens aplica grandes dosis de humor, sobre todo irónico. Las secuencias de la familia Smallweed, de los primos Dedlock, de la pareja Chadband, del señor Turveydrop padre o del «joven llamado Guppy» con su madre y con su inefable amigo Joblling, también llamado Weevle, son de inmensa comicidad, no exenta de crueldad. Era otra de las armas empleadas por Dickens en su permanente enfrentamiento con la estupidez, la hipocresía, la mezquindad y la incompetencia. Y si he utilizado a este respecto el término cinematográfico de «secuencia», es de forma consciente. Me parece palmaria la concepción cinematográfica de esta novela, antes de que se inventara el cine. Hay capítulos enteros que tienen la forma de un guión fílmico que se podría rodar inmediatamente, desde la llegada de Esther a Londres y la descripción de la familia Jellyby hasta la carrera final tras la pista de Lady Dedlock.
El calificar a
Casa Desolada
de una de las cumbres en la obra de Dickens no significa que marque el principio de una decadencia. Todavía habría de escribir nada menos que
Tiempos difíciles
,
La pequeña Dorrit
,
Historia de dos ciudades
y
Grandes esperanzas
, entre otras cosas. Su compromiso social y político y su actividad frenética continuarían hasta su muerte en 1870, al igual que su labor periodística, sus «divertimenti» teatrales y sus charlas y lecturas públicas. Pero el referirnos a todo eso llevaría mucho más espacio del que permiten las limitaciones de un postfacio. Otra vez será.
FERNANDO SANTOS FONTENLA
[1]
En agosto de 1853
(N. del A.
).
[2]
George Henry Lewes (1817-1878), publicista y periodista británico muy influido por el positivismo de Conte, acerca del cual escribió varios libros. Trabajó en 1848 en la compañía de teatro aficionado de Dickens. Se oponía por razones científicas a la teoría de la
Combustión espontánea
.
[3]
La Cancillería, en la que Dickens había trabajado como taquígrafo en su juventud, era el Tribunal presidido por el Lord Canciller de Inglaterra. Hasta 1873 fue el más alto tribunal de Inglaterra, después de la Cámara de los Comunes. Por su origen en la capellanía (
cancillería
) del rey, se suponía que sus veredictos se inspiraban en principios de conciencia, más que de derecho, de ahí el nombre de Tribunal de Equidad (
equity
). Pero, de hecho, a partir del siglo XVI se dedicó sobre todo a asuntos civiles en materia económica (hipotecas, herencias, fideicomisos…) y
equity
pasó a significar que la Cancillería no utilizaba como norma más que su propia jurisprudencia. A partir de 1875 las leyes sobre la Judicatura unificaron derecho y
equity
, y la Cancillería pasó a formar parte, como Sala, del Alto Tribunal de Justicia.