Naturalmente, no era aquellos momentos para descuidar a mi Tutor, y naturalmente tampoco para descuidar a mi niña. Así que estaba muy ocupada, lo cual celebraba; y en cuanto a Charley, las labores de aguja la absorbían totalmente: el enterrarse bajo grandes montones de labores (cestos enteros) y hacer un poco y pasar muchísimo tiempo mirando con sus ojazos redondos todo lo que había que hacer, y convenciéndose de que todo lo iba a hacer ella, eran las grandes dignidades y alegrías de Charley.
Entre tanto, he de decirlo, no podía ponerme de acuerdo con mi Tutor en cuanto al tema del testamento, y seguía abrigando esperanzas optimistas acerca de Jarndyce y Jarndyce. Pronto se verá cuál de los dos tenía razón, pero desde luego yo abrigaba esperanzas. En Richard, aquel descubrimiento causó un estallido de actividad y de agitación que lo reanimaron durante un tiempo, pera ya había perdido incluso la elasticidad de la esperanza, y a mí me parecía que sólo conservaba sus preocupaciones febriles. Por algo que dijo mi Tutor un día, cuando estábamos hablando del asunto, comprendí que mi boda no se celebraría hasta después del Curso que nos habían dicho esperásemos, y por eso pensé todavía más lo que celebraría yo que pudiera casarme cuando Richard y Ada estuvieran en condiciones más prósperas.
Ya se acercaba mucho el tal Curso cuando mi Tutor tuvo que salir de la ciudad e ir a Yorkshire para algo relacionado con el señor Woodcourt. Me había anunciado de antemano que sería necesaria su presencia. Acababa yo de llegar una noche de casa de mi querida niña, y estaba sentada en medio de todos mis vestidos nuevos, contemplándolos en mi derredor y pensado, cuando me trajeron una carta de mi Tutor. Me pedía que fuese a reunirme con él en el campo, y mencionaba en qué diligencia me había reservado plaza y a qué hora de la mañana debía yo salir de la ciudad. Añadía en una breve posdata que no estaría muchas horas alejada de Ada.
Lo que menos me podía esperar yo en aquellos momentos era un viaje, pero en media hora me preparé para hacerlo, y salí a la hora prevista de la mañana siguiente.
Estuve viajando todo el día, preguntándome para qué haría falta que me desplazara a tanta distancia; unas veces me imaginaba que sería para una cosa y otras que sería para otra, pero nunca, nunca, nunca me aproximé a la verdad.
Cuando llegué al final de mi viaje ya era de noche, y me encontré con mi Tutor, que me esperaba. Aquello fue un gran alivio para mí, pues al caer la tarde había empezado a temer (tanto más cuanto que su carta era muy breve) que quizá estuviera enfermo. Pero allí estaba, perfectamente bien, y cuando volví a ver aquel rostro bienhumorado, con su gesto más radiante y cordial, me dije que debía de acabar de hacer otra gran bondad. Tampoco hacía falta ser muy penetrante para pensarlo, porque ya sabía yo que si había ido allí era para hacer algo bueno.
En el hotel nos esperaba la cena, y cuando nos quedamos solos a la mesa me preguntó:
—Mujercita, ¿no estás llena de curiosidad por saber por qué te he hecho venir aquí?
—Bueno, Tutor —le respondí—, sin considerarme yo una Fátima ni a usted un Barba Azul, algo de curiosidad sí que siento.
—Entonces, amor mío, para estar seguros de que vas a descansar bien esta noche —me contestó en tono alegre—, no voy a esperar hasta mañana para decirte cuánto deseaba yo expresar a Woodcourt, como fuera, la forma en que aprecio su humanidad para con el pobre Jo, sus inestimables servicios a mis jóvenes primos y su valía para todos nosotros. Cuando se decidió que ocupara un puesto aquí se me ocurrió que podría pedirle que aceptara un lugar sencillo y adecuado en el que alojarse. En consecuencia, hice que buscaran un sitio así, como se ha encontrado en muy buenas condiciones, y lo he estado retocando a fin de hacer que le resulte más habitable. Sin embargo, cuando fui allí el otro día y me dijeron que ya estaba listo vi que yo no era lo bastante amo de llaves como para saber si todo estaba como debía estar. Por eso he enviado a buscar a la mejor amita de casa posible, para que venga a darme su consejo y su asesoramiento. ¡Y aquí la tenemos —terminó mi Tutor—, aunque se ríe y llora al mismo tiempo!
Como era tan bueno, tan cariñoso y tan admirable, traté de decirle lo que pensaba de él, pero no pude decir una palabra.
—¡Vamos, vamos! —dijo mi Tutor—. No exageremos, mujercita. ¡Cómo lloras, señora Durden, cómo lloras!
—Es de pura alegría, Tutor, porque el corazón me desborda de agradecimiento.
—Bueno, bueno —me respondió—, me alegro de que te guste. Ya lo pensaba yo. Quería que fuera una sorpresa agradable para la joven señora de Casa Desolada. Lo besé y me sequé los ojos.
—¡Ahora lo entiendo! —exclamé—. Lo había advertido en su cara hace mucho tiempo.
—¿De verdad, querida mía? —comentó él—. ¡Es una maravilla la señora Durden en esto de leer en las caras!
Estaba tan simpático y animado que yo no pude evitar el estarlo también al cabo de poco rato, y casi sentía vergüenza de no haberlo estado antes. Cuando me fui a la cama lloré; confieso que lloré, pero espero que fuera de alegría, aunque no estoy del todo segura de que así fuera. Me repetí dos veces cada frase de la carta.
Llegó una magnífica mañana de verano, y después del desayuno salimos del brazo a ver la casa sobre la que yo debía dar mi imponente opinión de ama de llaves. En tramos en un jardín de flores por una puertecilla de un muro lateral, de la que él tenía la llave, y lo primero que vi fueron los lechos y las flores, todo dispuesto igual que hacía yo en casa.
—Ya ves, querida mía —observó mi Tutor, que se detuvo con un gesto encantado a ver qué decía yo—; como sabía que no podía haber un plan mejor, imité el tuyo.
Pasamos, por entre unos preciosos árboles frutales, donde ya había cerezas colgando entre las verdes hojas, y las sombras de los manzanos jugaban en la hierba, a la casa en sí, que era una casita muy rústica con habitaciones como de muñecas, pero era tan bonita, tan tranquila y tan encantadora, con un paisaje tan rico y risueño alrededor, con el agua centelleante en la distancia, aquí toda poblada con la vegetación del verano, allá haciendo girar un molino resonante, en el punto más cercano rozando con un prado junto a un pueblo alegre, donde se reunían jugadores de cricket en grupos llenos de color y ondeaba una bandera, sobre una tienda de campaña blanca, al blando viento del oeste. Y al ir recorriendo aquellas bonitas habitaciones, saliendo por las puertas rústicas de la galería y bajo las diminutas columnatas de madera, con sus guirnaldas de madreselvas, jazmines y zapaticos, vi además en los papeles de las paredes, en los colores de los muebles, en la disposición de todos los objetos tan bonitos, reproducidos mis pequeños gustos y aficiones, mis pequeños métodos e invenciones, de los que se reían al mismo tiempo que los elogiaban, mis pequeñas manías por todas partes.
No tenía yo palabras para admirar todas aquellas bellezas, pero al verlas surgió en mi mente una duda. Pensé: «¡Ojalá que esto lo haga feliz! ¿No hubiera sido mejor para su tranquilidad no tenerme siempre delante?». Porque, si bien yo no era lo que él creía, seguía queriéndome mucho, y quizá le recordase tristemente lo que creía haber perdido. No es que deseara que me olvidase, y quizá de no tener todos aquellos recuerdos míos ante sí hubiera podido hacerlo, pero mi camino era más fácil que el suyo, y yo hubiera podido incluso aceptarlo si eso valía para que él fuera más feliz.
—Y ahora, mujercita —dijo mi Tutor, a quien nunca había visto yo tan orgulloso y tan alegre como al mostrarme todo aquello y observar que me gustaba— ahora, lo último de todo, el nombre de esta casa.
—¿Cómo se llama, mi querido Tutor?
—Hija mía —me dijo—, ven a verlo.
Me llevó al porche, que había eludido hasta entonces, y antes de salir hizo una pausa y dijo:
—Hija mía querida, ¿no te supones el nombre?
—¡No! —exclamé.
Salimos al porche y me enseñó, escrito encima: CASA DESOLADA.
Me llevó a un banco que había allí, entre los árboles, se sentó a mi lado, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
—Alma mía, en todo lo que ha sucedido entre nosotros yo siempre me he preocupado ante todo, espero, de tu felicidad. Cuando te escribí la carta a la que trajiste la respuesta —con una sonrisa al recordarlo— pensaba demasiado en la mía, pero también en la tuya. No necesito preguntarme si, en diferentes circunstancias, podría yo haber renovado el antiguo sueño que abrigaba cuando tú eras muy joven de hacerte mi esposa algún día. Lo renové y te escribí la carta y tú trajiste tu respuesta. ¿Sigues lo que te estoy diciendo, hija mía?
Yo tenía frío y temblaba violentamente, pero no me perdía ni una palabra de las que me decía. Mientras estaba allí sentada, mirándolo fijamente, y mientras los rayos del sol descendían con un brillo suave entre las hojas para darle en la cabeza descubierta, me parecía que lo que brillaba sobre él debía ser como el brillo de los ángeles.
—Escúchame, amor mío, pero no digas nada. Ahora soy yo quien tiene que hablar. No importa en qué momento empecé a dudar de que lo que había hecho yo sirviera para hacerte realmente feliz. Volvió Woodcourt y pronto no me cupo ninguna duda.
Le eché los brazos al cuello y le apoyé la cabeza en el pecho y lloré.
—Puedes seguir así cuanto tiempo quieras —me dijo apretándome suavemente—. Soy tu Tutor y ahora tu padre. Apóyate en mí con confianza.
Con voz tranquila, como el roce del viento en las hojas, y bienhumorada, como el tiempo de verano, y radiante y benéfica, como la luz del sol, continuó:
—Compréndeme, hija mía. No me cabía duda de que estabas satisfecha y contenta conmigo, dado lo fiel y lo cariñosa que eres, pero vi con quién serías más feliz. No tiene nada de extraño que lograse penetrar en el secreto de él cuando la señora Durden estaba ciega a él, pues yo sabía mucho mejor que ello lo inmutable de su bondad. Bien, gozo desde hace tiempo de la confianza de Allan Woodcourt, aunque yo no le hice ninguna confidencia a él hasta ayer, unas horas antes de tu llegada. Pero yo no quería que se perdiera el brillante ejemplo de mi Esther; no estaba dispuesto a que pasaran sin observar ni una sola de las virtudes de mi querida hija; no la hubiera dejado entrar como si nada en el linaje de Morgan ap Kerrig, ¡ni por todo el oro de las montañas de Gales!
Se detuvo para darme un beso en la frente, y yo volví a sollozar y a llorar. Porque sentía que no podía soportar la dolorosa delicia de sus elogios.
—¡Calma, mujercita! No llores; hoy es un día de alegría. ¡Llevo esperándolo —dijo exultante— desde hace meses! Unas palabras más, señora Trot, y termino. Decidido a no desperdiciar ni un átomo del valor de mi Esther, me confié por separado a la señora Woodcourt. «Mire, señora», le dije, «percibo claramente, y de hecho sé perfectamente, que su hijo ama a mi pupila. Además, estoy segurísimo de que mi pupila ama a su hijo, pero está dispuesta a sacrificar su amor por sentimientos de deber y de afecto, y a sacrificarlo de manera tan total, tan completa, tan religiosa, que usted nunca podría sospecharlo, aunque la vigilara día y noche». Después le conté nuestra historia, la nuestra, la tuya y mía. «Y ahora, señora», dije, «como ya lo sabe, venga a pasar una temporada con nosotros. Venga a ver a mi hija hora tras hora; compare lo que vea con sus orígenes, que son éste y éste», pues no me pareció bien disimular, «y cuando haya usted decidido dígame cuál es la verdadera legitimidad». ¡Y en honor de su vieja sangre galesa —exclamó mi Tutor entusiasmado—, creo que el corazón al que anima no late con menos calor, con menos admiración, con menos amor por la señora Durden que el mío!
Me levantó tiernamente la cabeza mientras yo me aferraba a él, y me besó una vez tras otra a su viejo estilo paternal. ¡Cómo se aclaraba ahora su aire protector en el que tanto había pensado yo!
—Una última palabra. Cuando Allan Woodcourt habló contigo, hija mía, lo hizo con mi conocimiento y mi consentimiento, pero no le di alientos, pues esta sorpresa era mi gran recompensa, y era demasiado avaro como para privarme de una parte de ella. Él tenía que venir a decirme todo lo que hubiera pasado y lo hizo. No tengo más que decir. Hija mía, Allan Woodcourt estuvo junto a tu padre cuando murió éste, y estuvo junto a tu madre. Ésta es Casa Desolada. Hoy entrego esta casa a su pequeña señora, ¡y por Dios que es el día más feliz de mi vida!
Se levantó y me levantó con él. Ya no estábamos solos. Mi marido (hace ya siete años que lo llamo así) estaba a mi lado.
—Allan —dijo mi Tutor—, acepta de mí un regalo que quiere serlo, la mejor esposa que pueda tener un hombre. ¡Qué mejor puedo decir de ti, sino que creo que la mereces! Toma con ella la casita que te aporta. Ya sabes en qué la convertirá, Allan; ya sabes lo que hizo con su tocaya. Permitidme que alguna vez comparta su felicidad. ¿Qué sacrifico yo? Nada, nada.
Me besó una vez más, y esta vez con lágrimas en los ojos, mientras decía en voz más baja:
—Esther, alma mía, al cabo de tantos años, esto también es una especie de despedida. Sé que mi error te ha causado algún problema. Perdona a tu viejo Tutor y devuélvele el lugar que ocupaba antes en tu afecto, y borra el error de tu memoria. Allan, toma a mi hija.
Se fue yendo bajo la techumbre de verdes hojas, y al llegar al sol, ya fuera, se volvió animado hacia nosotros y dijo:
—Me podréis encontrar por aquí. Sopla viento de Poniente, mujercita, ¡de Poniente! Que nadie me vuelva a dar las gracias, pues vuelvo a recuperar mis hábitos de solterón, y si alguien olvida esta advertencia, ¡me escaparé para no volver!
¡Qué felicidad la nuestra aquel día, qué alegría, qué descanso, qué esperanza, qué gratitud, qué dicha! Nos casaríamos antes de que terminara el mes, pero la fecha en que viniéramos a tomar posesión de nuestra propia casa dependería de Richard y Ada.
Al día siguiente volvimos a casa los tres juntos. En cuanto llegamos a la capital, Allan fue a ver a Richard directamente, para llevar nuestras buenas nuevas a él y a mi niña. Aunque era tarde, yo pretendía ir a verla unos minutos antes de acostarme, pero primero fui a casa con mi Tutor, para hacerle el té y ocupar mi viejo puesto a su lado, pues no quería que quedara vacío tan pronto.
Cuando llegamos a casa nos dijeron que un joven había venido tres veces en el día, a verme a mí, y que cuando en la tercera ocasión le dijeron que yo no volvería hasta las diez de la noche había dicho: «Volveré hacia esa hora». Las tres veces había dejado su tarjeta: SR. GUPPY.