—¡Bobadas! —dijo él—. Es muy fácil, muy fácil. ¿Por qué no? Me entero de que hay una huerfanita sin nadie que la proteja y se me ocurre la idea de protegerla yo. Crece y justifica sobradamente mi buena opinión, y yo sigo siendo su protector y amigo. ¿Qué tiene de raro todo eso? ¡Vamos, vamos! Bueno, ya está aclarado todo, y vuelvo a tener ante mí tu cara agradable, confiada y digna de confianza.
Me dije a mí misma: «¡Esther, querida mía, me sorprendes! ¡Verdaderamente, no era esto lo que esperaba de ti!», y tuvo tan buen efecto que crucé las manos sobre mi cesto de llaves y me recuperé totalmente. El señor Jarndyce manifestó su aprobación con un gesto y empezó a hablarme con tanta confianza como si yo tuviera el hábito de conversar con él todas las mañanas desde hacia no sé cuánto tiempo. Y casi tuve la sensación de que así era.
—Naturalmente, Esther —dijo—, tú no entiendes nada de todo este asunto de la Cancillería.
Y naturalmente negué con la cabeza.
—No sé quién lo entenderá —continuó—. Los abogados lo han retorcido hasta dejarlo tan enredado que los datos iniciales del asunto han desaparecido hace tiempo de la faz de la tierra. Se trata de un Testamento, y de los beneficiarios de ese Testamento, o de eso se trataba en un principio. Ahora ya sólo se trata de las Costas. Siempre estamos compareciendo, y desapareciendo, y jurando, e interrogando, y demandando y contrademandando, y argumentando, y sellando, y proponiendo, y remitiendo, e informando, y girando en torno al Lord Canciller y todos sus satélites, y avanzando tranquilamente hacia la muerte polvorienta, y siempre se trata de las Costas. Ésa es la gran cuestión. Todo lo demás, por algún medio extraordinario, ha desaparecido.
—Pero, señor —dije para que volviera atrás, porque había empezado a frotarse la cabeza—, ¿al principio se trataba de un Testamento?
—Pues sí, se trataba de un Testamento cuando todavía se trataba de algo —replicó—. Un tal Jarndyce, en mala hora, hizo una gran fortuna, e hizo un gran Testamento. En la cuestión de cómo se han de administrar los bienes dejados en ese Testamento se despilfarra la fortuna que el Testamento deja; los beneficiarios del Testamento quedan reducidos a una condición tan miserable que si hubieran cometido un crimen horrible, ya sería suficiente expiación el que les hubieran dejado ese dinero, y el Testamento en sí queda en letra muerta. A lo largo de toda la deplorable causa, todo lo que saben todos los que intervienen en ella, salvo un hombre, se remite a ese solo hombre que no sabe nada y que ha de averiguarlo, y a todo lo largo de la deplorable causa, todo el mundo tiene que recibir copias, una vez tras otra, de todo lo que se ha ido acumulando en torno a ella en forma de carretadas de papeles (o debe pagar por ellas aunque no las reciba, que es lo que suele ocurrir, porque nadie las quiere), y tiene que volver otra vez al principio, y volver a empezar, a lo largo de tal zarabanda infernal de costas y honorarios y tonterías y corrupciones como jamás se ha imaginado en las visiones más fantasiosas de un aquelarre. Equidad
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hace preguntas a Derecho, que devuelve las preguntas a Equidad; el Derecho decide que no puede hacer tal cosa, Equidad averigua que no puede hacer tal otra; ninguno de los dos puede ni siquiera decir que no puede hacer nada, sin que el procurador informe y el abogado comparezca en nombre de A, y tal otro procurador informe y tal otro abogado comparezca en nombre de B, y así hasta recorrer todo el alfabeto, como la historia del pastel de manzana en los Cuentos de Madre Gansa. Y así pasamos años y años, y vidas y vidas, y todo continúa, y vuelve a empezar constantemente una vez tras otra, y nada termina jamás. Y no podemos salirnos del pleito bajo condición alguna, porque nos hicieron partes en él y
hemos
de ser partes en él, querámoslo o no. ¡Pero no hay que pensar en esas cosas! Cuando mi pobre tío-abuelo, el pobre Tom Jarndyce, empezó a pensar en ellas, ¡fue el principio del fin!
—Señor, ¿es el señor Jarndyce cuya historia me han contado?
Asintió gravemente.
—Yo era su heredero, y ésta era su casa, Esther. Cuando llegué aquí era verdaderamente una casa desolada. Había dejado impresa en ella la huella de sus sufrimientos.
—¡Pues qué cambiada debe estar desde entonces! —comenté.
—Antes de él, la llamaban Los Picos. Fue él quien le dio su nombre actual, y aquí vivía encerrado día y noche, estudiando esos horribles montones de papeles del pleito, y esperando contra toda esperanza desenredarlo de sus mistificaciones y ponerle fin. Entre tanto, la casa se fue deshaciendo, el viento silbaba por las paredes agrietadas, la lluvia entraba por las goteras del techo y las malas hierbas cerraban la entrada de la puerta, que se iba pudriendo. Cuando traje aquí lo que quedaba de él, me pareció que también había saltado la tapa de los sesos de la casa, de lo destrozada y en ruinas que estaba.
Tras decir estas últimas palabras, que pronunció con un temblor, se paseó por la habitación, y después se detuvo a mirarme, alegró el gesto, se acercó y volvió a sentarse con las manos en los bolsillos.
—Ya te dije, hija mía, que éste era el Gruñidero. ¿Dónde estábamos?
Le recordé que estábamos en los cambios tan esperanzadores que había introducido en la Casa Desolada.
—La Casa Desolada; es verdad. Allá, en esa ciudad de Londres, hay una propiedad nuestra que hoy día es muy parecida a lo que era entonces esta Casa Desolada…, y cuando digo propiedad nuestra, digo propiedad del Pleito, pero debería decir propiedad de las Costas, pues las Costas son la única fuerza del mundo que jamás van a sacar algo de todo esto, y que jamás lo considerarán más que como algo horrible y sórdido. Es una calle de casas en ruinas y ciegas, con los ojos apedreados, sin un solo cristal, sin un solo marco de ventana, con unas contraventanas desnudas y agrietadas que caen de sus goznes y se hacen pedazos; las barandillas de hierro van deshaciéndose con el orín, las chimeneas se hunden, los pasos de piedra de todas las puertas (y cada una de ellas podría ser la Puerta de la Muerte) volviéndose de un verde mugriento, y los puntales mismos que sirven de muleta a esas ruinas están deshaciéndose. Aunque la Casa Desolada no estaba en Cancillería, su dueño sí, y quedó estampada con el mismo sello. Hija mía, ese Gran Sello está estampado por toda Inglaterra… ¡Lo conocen hasta los niños!
—¡Cómo ha cambiado! —repetí.
—¡Pues es verdad! —respondió mucho más animado—, y es muy sabio por tu parte hacer que vea el lado bueno de las cosas (¡llamarme sabia a mí!). Son cosas de las que no hablo nunca, en las que ni siquiera pienso nunca, salvo aquí en el Gruñidero. Si consideras oportuno mencionárselas a Rick y a Ada, puedes hacerlo. Lo dejo a tu discreción, Esther. —Esto último, con una mirada muy seria.
—Espero, señor… —empecé.
—Creo, hija mía, que sería mejor que me llamaras Tutor.
Sentí otra vez un nudo en la garganta, y me lo reproché, «Vamos, Esther, esto no debe ser», cuando fingió decirlo con levedad, como si fuera un capricho, en lugar de una delicadeza conmovedora por su parte. Pero les di a las llaves de la casa una pequeña sacudida, como recordatorio a mí misma, y cruzando las manos de forma todavía más determinada en mi cesto, lo miré con calma.
—Espero, Tutor —dije—, que no confíe usted demasiado en mi discreción. Espero que no se confunda conmigo. Me temo que se sienta usted desengañado cuando vea que no soy inteligente, pero la verdad es que no lo soy, y pronto lo vería usted si no tuviera yo la honradez de confesarlo.
No parecía nada desengañado, sino todo lo contrario. Me dijo, con una sonrisa de oreja a oreja, que, de hecho, me conocía muy bien, y que era todo lo inteligente que él necesitaba.
—Ojalá sea así —dije—, pero me da miedo, Tutor.
—Eres lo bastante inteligente para ser la buena mujercita de nuestras vidas, hija mía —dijo en tono juguetón—, la ancianita de la Canción de los Niños (y no me refiero a Skimpole).
Ancianita, ¿dónde subes tan cimero?
A limpiar de telarañas el cielo.
—Seguro que vas a dejar
nuestro
cielo tan limpio de ellas al hacerte cargo de la casa, Esther, que un día de estos tendremos que dejar el Gruñidero y condenar la puerta.
Y así fue como me empezaron a llamar la Ancianita, y Viejecita, y Telaraña, y señora Shipton, y Madre Hubbard, y señora Durden, y tantos nombres por el estilo, que el mío propio pronto quedó perdido entre todos ellos
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—Sin embargo —dijo el señor Jarndyce—, volvamos a nuestros chismes. Empecemos por Rick, un muchacho estupendo y muy prometedor. ¿Qué vamos a hacer con él?
¡Dios mío, qué idea la de consultarme a mí a ese respecto!
—Hay que estudiarlo, Esther —dijo el señor Jarndyce poniéndose cómodamente las manos en los bolsillos y estirando las piernas—. Hay que darle una profesión, y tiene que elegir algo por sí mismo. Claro que va a haber más peluconeo
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que nada, supongo, pero algo hay que hacer.
—¿Más qué, Tutor? —pregunté.
—Más peluconeo —me contestó—. Es el único nombre que puedo dar a las cosas de este género. Es pupilo de la Cancillería, hija mía. Kenge y Carboy tendrán algo que decir al respecto; el señor No sé Qué (una especie de sacristán ridículo que excava tumbas en busca del fondo de las causas en un despacho trasero al final de Quality Court, Chancery Lane) tendrá algo que decir al respecto; el procurador tendrá algo que decir al respecto; el Canciller tendrá algo que decir al respecto; los Satélites tendrán algo que decir al respecto; todos ellos tendrán que cobrar unos honorarios sustanciosos al respecto; todo tendrá que ser indeciblemente ceremonioso, verborreico, insatisfactorio y caro, y es lo que llamo, en general, peluconeo. La verdad es que no sé cómo ha llegado la humanidad a verse afligida por el peluconeo, ni qué pecados se hace purgar a estos muchachos al ponerlos en tamañas situaciones, pero así son las cosas.
Empezó a frotarse la cabeza otra vez, y a sugerir que soplaba un cierto viento. Pero para mí era un maravilloso ejemplo de su bondad conmigo el que tanto si se frotaba la cabeza como si se ponía a dar paseítos o hacía ambas cosas, su rostro siempre recuperaba su expresión benigna cuando me miraba, y siempre volvía a ponerse cómodo, y se metía las manos en los bolsillos y estiraba las piernas.
—Quizá lo mejor de todo fuera empezar por preguntar al señor Richard qué inclinaciones tiene —dije.
—Exactamente —replicó—. ¡Eso es lo que quiero decir! Mira, lo mejor es que vayas acostumbrándote a hablar del asunto, con tu tacto y tu estilo discreto, con él y con Ada, a ver lo que pensáis entre todos. Seguro que gracias a ti llegaremos al fondo del asunto, mujercita.
Verdaderamente me asustó la idea de la importancia que estaba adquiriendo yo y de la serie de cosas que se me confiaban. No era esto lo que yo había pretendido en absoluto, sino que hablara él con Richard. Pero, naturalmente, no dije nada en respuesta, salvo que haría todo lo posible, aunque me temía (verdaderamente me pareció necesario repetirlo) que él me considerase mucho más sagaz de lo que verdaderamente era yo. Ante lo cual, mi tutor se limitó a soltar una de las carcajadas más agradables que he escuchado en mi vida.
—¡Vamos! —dijo, levantándose y echando atrás su silla—. ¡Creo que por un día ya tienes bastante del Gruñidero! Sólo una última observación: Esther, hija mía, ¿deseas preguntarme algo?
Me miró de forma tan atenta al decirlo, que yo también lo miré atentamente, y me sentí segura de comprenderlo.
—¿Acerca de mí, señor? —pregunté.
—Sí.
—Tutor —dije, aventurándome a poner mi mano, que de pronto estaba más fría de lo que yo hubiera deseado—. ¡Nada! Estoy segura de que si hubiera algo que debiera saber yo, o que necesitara saber, no tendría que pedirle que me lo dijera. Si no depositara en usted toda mi confianza y toda mi fe, tendría un corazón muy duro. No tengo nada que preguntarle; nada en el mundo.
Me pasó la mano por el brazo y salimos en busca de Ada. A partir de aquel momento me sentí muy a mis anchas con él, sin reservas, perfectamente satisfecha de no saber nada más, perfectamente feliz.
Al principio llevamos una vida muy activa en la Casa Desolada, pues teníamos que familiarizarnos con muchos de los residentes de las cercanías o de más lejos que conocían al señor Jarndyce. A Ada y a mí nos parecía que lo conocían todos los que querían hacer cosas con dinero de otros. Nos sorprendió, cuando empezamos a clasificar sus cartas y a responder a algunas de ellas en el Gruñidero una mañana, averiguar hasta qué punto el principal objeto de las vidas de sus corresponsales parecía ser el de constituirse en comités para recibir y gastar dinero. Las señoras eran tan persistentes como los caballeros; de hecho, creo que lo eran todavía más. Se lanzaban a formar comités con el mayor apasionamiento, y recababan suscripciones con una vehemencia verdaderamente extraordinaria. Nos pareció que algunas de ellas debían de pasar todas sus vidas en el envío de tarjetas de suscripción a todo el Anuario de Correos: resguardos de a chelín, resguardos de a media corona, resguardos de a medio soberano, resguardos de a penique. Pedían de todo. Pedían prendas de vestir, pedían trapos, pedían dinero, pedían carbón, pedían sopa, pedían interés, pedían autógrafos, pedían franela, pedían todo lo que tenía el señor Jarndyce, y lo que no tenía. Sus objetivos eran tan variados como sus peticiones. Iban a levantar nuevos edificios, iban a pagar las deudas de edificios antiguos, iban a establecer en un edificio pintoresco (grabado de la Sección Norte adjunto) la Hermandad de Marías Medievales; iban a hacer un homenaje a la señora Jellyby; iban a hacer que se pintara el retrato de su Secretario, para regalárselo a la suegra de éste, que según era bien sabido, lo quería mucho; iban a hacer de todo, creo verdaderamente, desde imprimir 500.000 folletos hasta conseguir una pensión anual, y desde erigir un monumento de mármol hasta conseguir una tetera de plata. Tenían multitud de títulos. Eran las Mujeres de Inglaterra, las Hijas de la Gran Bretaña, las Hermanas de Todas las Virtudes Cardinales, una por una, o las Mujeres de América, las Damas de cien sectas. Parecían estar siempre nerviosísimas con sus encuestas y sus elecciones. A nuestro pobre juicio, y conforme a lo que ellas mismas decían, parecían estar constantemente consultando a docenas de miles de personas, pero sin presentar jamás candidatos a ningún cargo. Nos daba dolor de cabeza pensar en las vidas tan febriles que debían llevar en general.