Casa desolada (13 page)

Read Casa desolada Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No deseo nada —siguió diciendo el señor Skimpole con su tono ligero—. Para mí la posesión no significa nada. Aquí tenemos la excelente casa de mi amigo Jarndyce. Me siento agradecido a él por poseerla. La puedo dibujar y modificar. Puedo ponerle música. Cuando estoy aquí tengo suficiente posesión de ella y no tengo problemas, gastos ni responsabilidades. En resumen, mi intendente se llama Jarndyce, y no me puede engañar. Hemos mencionado a la señora Jellyby. Es una mujer muy activa, de gran voluntad y de una inmensa capacidad para los detalles de negocios, que se lanza a diversas causas con un ardor sorprendente. Yo no lamento no tener fuerza de voluntad ni una capacidad inmensa para los detalles de los negocios, ni para lanzarme hacia diversas causas con un ardor sorprendente. Puedo admirarla sin envidiarla. Puedo simpatizar con sus causas. Puedo soñar con ellas. Puedo tumbarme en la hierba —cuando hace buen tiempo— y flotar por un río africano, abrazando a todos los indígenas con que me encuentre, tan consciente de la profundidad del silencio mientras dibujo la densa frondosidad tropical con tanta exactitud como si estuviera allí. No sé si el hacerlo tendría alguna utilidad directa, pero eso es lo único que sé hacer, y lo hago a fondo. Existe un gran principio activo y palpitante, el del deseo de aplastar lo que es falso y malo, y de cuidar lo que es bueno y tierno, que reconocemos y admiramos con el nombre de Jarndyce. Igual puedo simpatizar con eso. Entonces, por el amor del cielo, ¡dejad que Harold Skimpole, que es un niño confiado, os pida al mundo, a una aglomeración de gente práctica y acostumbrada a los negocios, que le dejéis vivir y admirar a la familia humana, hacedlo como sea, como almas bondadosas, y permitidle que haga lo que le gusta!

Era evidente que el señor Jarndyce no había sido insensible a ese alegato. Para verlo bastaba con advertir hasta qué punto se sentía el señor Skimpole en su casa, sin necesidad de lo que añadió éste a continuación:

—Sois vosotros, los seres generosos, los únicos que me inspiráis envidia —dijo el señor Skimpole, dirigiéndose a nosotros, sus nuevos amigos, de forma impersonal—. Os envidió vuestra capacidad para hacer lo que hacéis. Es lo que me encantaría a mí. No siento ninguna vulgar gratitud hacia vosotros. Casi opino que deberíais ser vosotros los que me estuvierais agradecidos a mí por daros la oportunidad de disfrutar del lujo de la generosidad. Sé que eso os gusta. Que yo sepa, es posible que yo haya venido al mundo expresamente para haceros más felices. Es posible que yo haya nacido para ser vuestro benefactor, al daros a veces la oportunidad de ayudarme en mis pequeñas perplejidades. ¿Por qué voy a lamentar mi incapacidad para los detalles y para los asuntos mundanos cuando eso tiene unas consecuencias tan agradables? Por eso no lo lamento.

De todos sus discursos jocosos (jocosos, pero siempre totalmente sinceros en lo que expresaban), ninguno parecía ser más del agrado del señor Jarndyce que éste. Después me sentí tentada muchas veces de preguntarme si era realmente singular, o sólo me parecía singular a mí, que quien probablemente era la persona más agradecida del mundo al menor pretexto, deseara tanto escapar a la gratitud de los demás.

Todos estábamos fascinados. Consideré un homenaje merecido a las encantadoras cualidades de Ada y de Richard el que el señor Skimpole, que los acababa de conocer, fuera tan exquisitamente agradable. Ellos (y especialmente Richard) se sintieron naturalmente complacidos, por parecidos motivos, y consideraron que era un privilegio nada común el recibir así, las confidencias de una persona tan atrayente. Cuanto más escuchábamos, con más alegría hablaba el señor Skimpole. Y con sus modales tan finos e hilarantes, su atractiva sinceridad y su forma bienhumorada de exponer con negligencia sus propias debilidades, como si dijera: ««¡Si es que no soy más que un niño! En comparación conmigo sois unos intrigantes» (de hecho eso me hizo pensar de mí misma), «pero yo soy alegre e inocente; ¡olvidaos de vuestros artificios mundanos y jugad conmigo!», producía un efecto verdaderamente deslumbrante.

Además, era una persona tan emotiva, y tenía unos sentimientos tan delicados por todo lo que era bueno o tierno, que sólo con eso podía conquistar los corazones. Durante la velada, cuando estaba yo sola preparándome para hacer el té, y Ada tocando el piano en la habitación de al lado y tarareando en voz baja a su primo Richard una melodía que habían mencionado por casualidad, vino él a sentarse en el sofá a mi lado, y habló de Ada en tales términos que casi me hizo amarlo.

—Es como la aurora —dijo—. Con esos cabellos dorados, esos ojos azules y ese rosicler en las mejillas, es como un amanecer de verano. Los pájaros de los alrededores la confundirán con él. No podemos llamar a una jovencita tan encantadora, que es una alegría para toda la humanidad, una huérfana. Es la hija de todo el universo.

Vi que el señor Jarndyce estaba a nuestro lado, con las manos a la espalda y con una sonrisa atenta en el rostro.

—Mucho me temo —observó— que el universo no sea un buen padre.

—¡Bueno, no lo sé! —exclamó el señor Skimpole animadamente.

—Pero creo que yo sí lo sé —replicó el señor Jarndyce.

—¡Bueno! —dijo el señor Skimpole—, tú conoces el mundo (que en el sentido que tú lo dices es el universo) y yo no lo conozco en absoluto; de manera que te daré toda la razón. Pero si de mí dependiera —dijo con una mirada a los primos—, en el camino de unos niños así no debería haber zarzas ni realidades sórdidas. Debería estar surcado de rosas; debería recorrer jardines en los que no hubiera primavera, otoño ni invierno, sino un verano perpetuo. La edad y los cambios jamás lo agostarían. ¡Jamás se debería susurrar en sus inmediaciones la sórdida palabra «dinero»!

El señor Jarndyce le dio una palmada en la cabeza con una sonrisa, como si de verdad fuera un niño, dio un paso o dos y se detuvo un momento a mirar a los dos jóvenes primos. Tenía una mirada pensativa, pero una expresión benigna, la que muchas veces (¡tantas!) volví a ver en él; que se me ha quedado desde hace mucho tiempo grabada en el corazón. La habitación en la que se hallaban, que se comunicaba con la nuestra, no tenía más luz que la de la chimenea. Ada estaba sentada al piano y Richard, de pie a su lado, se inclinaba un poco hacia ella. En la pared se fundían las sombras de los dos, rodeadas de formas extrañas, y no faltaba algún movimiento fantasmal causado por la irregularidad del fuego, aunque reflejaba unos objetos inmóviles. Ada tocaba las notas con tanta suavidad, y cantaba en voz tan baja, que el viento, que suspiraba en dirección de los cerros lejanos, se oía con tanta claridad como la música. Toda la imagen parecía expresar el misterio del futuro, y la pequeña pista que de él sugería la voz del presente.

Pero si cuento la escena no es para recordar aquella fantasía, pese a lo bien que la recuerdo. En primer lugar, yo no carecía de conciencia del contraste entre significado e intención, entre la mirada silenciosa dirigida hacia allí y la corriente de palabras que la había precedido. En segundo lugar, aunque cuando el señor Jarndyce retiró la mirada no la posó en mí sino un momento, me pareció que en aquel instante me confiaba —y sé que me confiaba, y que yo recibí esa misión— su esperanza de que Ada y Richard pudieran algún día iniciar una relación más íntima.

El señor Skimpole sabía tocar el piano y el violoncello, además de ser compositor (una vez había compuesto la mitad de una ópera, pero se había cansado de ella) y tocaba con buen gusto sus composiciones. Después del té tuvimos todo un pequeño concierto, en el cual Richard, que estaba cautivado por la forma de cantar de Ada, y me dijo que ésta parecía conocer todas las canciones que jamás se hubieran compuesto, y el señor Jarndyce y yo formamos el público. Al cabo de un rato me di cuenta de que faltaban primero el señor Skimpole, y después Richard y cuando me estaba preguntando cómo podía Richard ausentarse tanto tiempo, y perderse tantas cosas, llegó la doncella que me había dado las llaves y dijo desde la puerta:

—Por favor, señorita, ¿tendría usted un minuto? —Cuando nos quedamos las dos solas en el vestíbulo, dijo levantando las manos—: Ay, por favor, señorita, el señor Carstone pregunta si podría subir usted a la habitación del señor Skimpole. ¡Le ha dado algo, señorita!

—¿Que le ha dado algo? —pregunté.

—Sí, señorita. De repente.

Sentí temor de que su enfermedad fuera algo peligroso, pero naturalmente le pedí que no dijera nada ni inquietara a nadie, y me calmé mientras subía rápidamente las escaleras tras ella, lo suficiente para pensar cuáles serían los mejores remedios que se podrían aplicar si resultaba ser un ataque. Abrió una puerta y entré en una habitación en la cual, para mi indecible sorpresa, en lugar de encontrarme al señor Skimpole tendido en la cama o postrado en el suelo, me lo encontré en pie sonriendo a Richard, mientras éste, con cara de gran apuro, miraba a un hombre sentado en el sofá, con un guardapolvos blanco, con el cabello muy peinado, aunque no muy abundante, y que se lo estaba aplastando todavía más con un pañuelo de bolsillo.

—Señorita Summerson —dijo Richard apresuradamente—, me alegro de que haya venido. Podrá usted aconsejarnos. A nuestro amigo el señor Skimpole (¡no se alarme!) lo acaban de detener por deudas.

—Y la verdad, mi querida señorita Summerson —dijo el señor Skimpole con su agradable sinceridades que nunca me he hallado en una situación en la que el excelente sentido y la calma metódica y el pragmatismo que ha de observar en usted quienquiera haya pasado un cuarto de hora en su compañía, fueran más necesarios.

La persona del sofá, que parecía tener un resfriado, dio tal estornudo que me asustó.

—¿Lo detienen a usted por una gran suma? —pregunté al señor Skimpole.

—Mi querida señorita Summerson —dijo con un gesto amable de la cabeza—, no lo sé. Unas cuantas libras, algunos chelines y medios peniques, es lo que creo han mencionado.

—Se trata de veinticuatro libras, dieciséis chelines y siete y medio peniques —observó el desconocido—. De eso se trata.

—Y suena… no sé por qué, pero ¿suena como si fuera una suma pequeña? —preguntó el señor Skimpole.

El desconocido no dijo nada, sino que se limitó a estornudar otra vez. Fue tal estornudo que pareció levantarlo de su asiento.

—Al señor Skimpole —me dijo Richard— le parece indelicado recurrir a mi primo Jarndyce, porque últimamente ha… Tengo entendido, señor, que últimamente usted…

—¡Ah, sí! —replicó el señor Skimpole con una sonrisa—. Aunque se me ha olvidado cuánto era, y cuándo, Jarndyce lo haría otra vez con mucho gusto, pero tengo la sensación más bien epicúrea de que yo preferiría una novedad en materia de ayuda, de que preferiría —y nos miró a Richard y a mí— cultivar la generosidad en un nuevo terreno, y en una nueva forma de flor.

—¿Qué le parece a usted mejor, señorita Summerson? —me preguntó Richard en un aparte.

Me aventuré a preguntar a todo el mundo, en general, antes de responder lo que ocurriría si no se conseguía el dinero.

—Prisión —dijo el desconocido metiéndose el pañuelo tranquilamente en el sombrero, que estaba en el suelo a sus pies— o
ande
Coavins
[20]
.

—¿Me permite preguntarle, señor mío, qué es…?

—¿Coavins? —dijo el desconocido—. Una casa.

Richard y yo volvimos a mirarnos. Resultaba de lo más singular que aquella detención creara una situación embarazosa para nosotros, pero no para el señor Skimpole. Éste nos observaba con un interés bienhumorado, pero parecía, si es que puedo aventurar tal contradicción, que no le fuera nada en ello. Se había lavado las manos totalmente del problema, que había pasado a ser nuestro.

—He creído —sugirió como si pretendiese por buena voluntad ayudarnos él a nosotros— que al ser partes en un pleito ante la Cancillería que afecta (según dice la gente) a una gran cantidad de bienes, que el señor Richard o su bella prima, o ambos, podrían firmar algo, o comprometer algo, o hacer alguna especie de promesa, o compromiso, o fianza. No sé cómo se llamará eso en los negocios, pero supongo que existe algún tipo de instrumento a su alcance que podría resolver esto…

—Ni hablar —dijo el desconocido.

—¿De verdad? —replicó el señor Skimpole—. ¡Pues parece raro, a ojos de alguien que no es ducho en estas materias!

—Que le parezca raro o no —dijo el desconocido hoscamente—, le digo que ni hablar.

—No se ponga nervioso, amigo mío, no se ponga nervioso —razonó amablemente con él el señor Skimpole, mientras hacía un dibujito de la cabeza de aquél en una hoja suelta de un libro—. No se deje usted obsesionar por su profesión. Nosotros sabemos distinguir entre usted personalmente y su oficio; sabemos distinguir entre la persona y su cargo. No tenemos tantos prejuicios como para suponer que en la vida privada pueda usted ver otra cosa que una persona estimabilísima, con un aspecto muy poético en su carácter, del cual quizá no tenga usted conciencia.

El desconocido se limitó a responder con otro estornudo estentóreo; pero no me aclaró si era en aceptación del homenaje a su lado poético o en rechazo desdeñoso de éste.

—Pues bien, mi querida señorita Summerson y mi querido señor Richard —dijo el señor Skimpole con inocencia, alegría y confianza mientras contemplaba su dibujo con la cabeza ladeada—, ¡aquí me ven, totalmente incapaz de resolver mi problema y totalmente en manos de ustedes! Lo único que pido es ser libre. Tampoco es mucho. Lo único que pido es pasearme mañana por la mañana entre las hojas caídas, oír cómo me crujen bajo los pies, en lugar de pasear arriba y abajo del salón de nuestro amigo Coavins, por muy digno que sea Coavins, y no me cabe duda de que Coavins es una persona muy digna, y un buen padre. Mis gustos no son caros: no resulta caro pasearse entre las hojas caídas y oír su crujido. ¡Es lo único que pido! Las mariposas son libres. ¡Sin duda, la humanidad no negará a Harold Skimpole lo que concede a las mariposas!

—Mi querida señorita Summerson —me susurró Richard—, tengo diez libras que recibí del señor Kenge. Voy a ver qué puedo hacer.

Yo poseía quince libras y algunos peniques, que eran mis ahorros de mi paga trimestral de varios años. Siempre había pensado que podía ocurrir algún accidente que me dejara de pronto, sin parientes, sin propiedades, sola en el mundo, y siempre había tratado de llevar algo de dinero encima, para no estar nunca sin recursos. Le dije a Richard que tenía esa pequeña reserva, y que de momento no la necesitaba, y le pedí que se lo comunicara delicadamente al señor Skimpole mientras iba a buscarla, para que tuviéramos el placer de pagar su deuda.

Other books

The Accused (Modern Plays) by Jeffrey Archer
The Amphiblets by Oghenegweke, Helen
Bee by Anatole France
Remote Feed by David Gilbert
Stepbrother Dearest by Ward, Penelope
Hiroshima in the Morning by Rahna Reiko Rizzuto
Luxury Model Wife by Downs,Adele
Bubba and the Dead Woman by Bevill, C.L.