—Si está usted segura —replicó la señorita Jellyby—, voy a ponerme algo.
Ada dijo que también ella quería salir, y pronto empezó su aseo. Propuse a Peepy, a falta de algo mejor que hacer por él, que me dejara lavarlo, y después volví a echarlo en mi cama. Se sometió a todo con el mejor talante posible, contemplándome durante toda la operación, como si nunca se hubiera visto, y nunca pudiera volverse a ver, tan sorprendido en su vida; es cierto que con aire muy triste, pero sin quejarse, y se volvió a dormir tan ricamente en cuanto terminé con él. Al principio no me sentí muy segura en cuanto a tomarme tamaña libertad, pero pronto reflexioné que probablemente en aquella casa nadie se iba a dar cuenta.
Con las prisas de lavar a Peepy, y de prepararme y ayudar a Ada a arreglarse, pronto me sentí entrar en calor. Encontramos a la señorita Jellyby tratando de calentarse junto a la chimenea del escritorio, que Priscilla había estado tratando de encender con una vela medio deshecha en una palmatoria medio destrozada, e inclinando la vela para que ardiese mejor. Todo estaba exactamente igual que lo habíamos dejado la noche anterior, y evidentemente igual iba a seguir. En el piso de abajo, nadie había retirado el mantel, sino que se había dejado preparado para el desayuno. Toda la casa estaba llena de migas, polvo y papeles usados. En los barrotes de la barandilla de la entrada había colgados algunos recipientes de peltre y una lata de leche; la puerta estaba abierta, y al rodear la esquina nos tropezamos con la cocinera, que salía de una taberna secándose la boca. Al pasar a nuestro lado hizo una seña para indicar que había ido a ver qué hora daba el reloj.
Pero antes de tropezarnos con la cocinera, vimos a Richard, que iba dando zancadas Thavies Inn arriba, Thavies Inn abajo, para calentarse los pies. Se sintió agradablemente sorprendido de vernos levantadas tan temprano, y dijo que le agradaría mucho compartir nuestro paseo. Le dio el brazo a Ada, y la señorita Jellyby y yo fuimos por delante. Cabe mencionar que la señorita Jellyby había vuelto a adoptar su tono hosco, y verdaderamente no se me habría ocurrido pensar que yo le agradaba tanto si no me lo hubiera dicho.
—¿Dónde quieren ir? —preguntó.
—Donde tú quieras, hija —repliqué.
—Donde uno quiera no es decir nada —dijo la señorita Jellyby, deteniéndose con gesto hostil.
—En todo caso, vamos a alguna parte —dije.
—No se ría usted, señorita Summerson; a usted tampoco le gustaría; usted presume de ser muy tranquila…
—No, de verdad que no, hija mía —contesté.
—Claro que sí. Lo sabe perfectamente, señorita Summerson. ¡No me diga que no, porque es que sí!… Perdón, ya sé que tiene usted buenas intenciones —dijo rectificando inmediatamente, pero de mala gana—. ¡No se enfade conmigo, por favor! ¡Es que ya no puedo más!
Después me hizo andar a toda velocidad.
—No me importa —dijo—. Usted es mi testigo, señorita Summerson; digo que no me importa, pero aunque siguiera viniendo a casa con esas sienes abultadas y relucientes hasta que fuera más viejo que Matusalén, seguiría sin tener nada que ver con él. ¡Qué manera tienen él y mamá de hacer el idiota!
—Hija mía —repliqué en alusión al epíteto y a la forma tan fuerte en que lo había pronunciado la señorita Jellyby—. Como hija, tienes el deber…
—Vamos, señorita Summerson, no me hable usted de los deberes de las hijas; ¿qué deberes de madre cumple mi mamá? ¡Supongo que le basta con lo que hace por el público y por África! Pues que el público y África cumplan con sus deberes de hijos; más deber es suyo que mío. ¡Seguro que se escandaliza usted! Muy bien, pues también me escandalizo yo; ¡así que ya somos dos las escandalizadas, y en paz!
Me hizo andar todavía más rápido.
—Pero repito que, pase lo que pase, aunque vuelva, y vuelva y vuelva, yo no quiero tener nada que ver con él. No puedo aguantarle. Si hay algo en este mundo que detesto y aborrezco son las cosas de las que hablan él y mamá. ¡Me pregunto si ni siquiera las losas de la acera de enfrente de casa pueden tener la paciencia de quedarse ahí y presenciar las incoherencias y las contradicciones y todas esas bobadas que dicen, y cómo lleva mamá la casa!
No pude por menos de comprender que se refería al señor Quale, el joven caballero que se había presentado anoche después de cenar. Fueron Richard y Ada quienes me evitaron la desagradable necesidad de seguir adelante con el tema, pues aparecieron corriendo, riéndose y preguntándonos si es que nos proponíamos echar una carrera. Ante la interrupción, la señorita Jellyby se calló y siguió andando, malhumorada, a mi lado, mientras yo admiraba la sucesión y la variedad de las calles, la cantidad de gente que andaba ya de un lado para otro, el número de vehículos que pasaba en todas direcciones, los frenéticos preparativos para arreglar los escaparates y limpiar los comercios, y los extraordinarios personajes harapientos que buscaban secretamente alfileres y otros desechos entre la basura recién barrida.
—De manera, prima —decía la animada voz de Richard a Ada, detrás de mí—, que jamás vamos a librarnos de la Cancillería. Hemos llegado por otro camino al mismo sitio donde nos encontramos ayer, y… ¡Por el Gran Sello, ahí está otra vez la vieja!
Efectivamente, allí estaba, justo frente a nosotros, con sus reverencias y sus sonrisas, y diciendo con el mismo aire maternal que ayer:
—¡Los pupilos de Jarndyce! ¡Pero qué alegría! ¿No?
—Temprano ha salido usted, señora —le dije cuando me hizo una reverencia.
—¡Sí! Suelo pasearme por aquí a primera hora. Antes de que se abran los Tribunales. Es un sitio tranquilo. Aquí pienso en lo que he de hacer durante el día —dijo la anciana, en tono remilgado—. Las cosas del día requieren pensar mucho. Es tan difícil seguir la justicia de la Cancillería…
—¿Quién es, señorita Summerson? —preguntó la señorita Jellyby, apretándome más el brazo.
La ancianita tenía un oído notablemente agudo. Respondió inmediatamente ella misma:
—Una demandante, hija mía. A tu servicio. Tengo el honor de asistir regularmente a los Tribunales. ¿Tengo el placer de hablar con otra de las partes menores de edad en Jarndyce? —preguntó la anciana, enderezándose con la cabeza ladeada y con una leve reverencia.
Richard, que deseaba expiar su irreflexión de ayer, explicó, bienhumorado, que la señorita Jellyby no tenía nada que ver con la causa.
—¡Ja! —dijo la anciana—. Entonces, ¿no está esperando una sentencia? Ya se hará vieja. Pero no tanto. ¡Desde luego que no! Éste es el jardín de Lincoln’s Inn. Yo digo que es mi jardín. En el verano es toda una quinta. Aquí cantan melodiosamente los pájaros. Es donde paso la mayor parte de las vacaciones de verano. En contemplación. ¿No les parece que las vacaciones largas de verano son demasiado largas?
Dijimos que sí, pues parecía que eso era lo que esperaba de nosotros.
—Cuando las hojas empiezan a caer de los árboles y ya no quedan flores esperando a que las recojan para hacer ramilletes para la Sala del Lord Canciller —dijo la anciana—, terminan las vacaciones, y vuelve a prevalecer el Sexto Sello, mencionado en el Apocalipsis. Les ruego vengan a ver mi morada. Será de buen augurio para mí. Raras veces van allí la juventud, la esperanza y la belleza. Hace mucho tiempo que no me ha visitado ninguna de ellas.
Me había tomado de la mano, y mientras nos llevaba a mí y a la señorita Jellyby, hacía gestos a Richard y a Ada para que también ellos vinieran. Yo no sabía cómo negarme, y miré a Richard en busca de ayuda. Como él estaba medio divertido y medio intrigado, y todos dudábamos sobre cómo deshacernos de la anciana sin ofenderla, ésta continuó tirando de nosotras, y Ada y Richard continuaron siguiéndonos, mientras nuestra anciana conductora no cesaba de informarnos, con gran condescendencia sonriente, de que vivía allí al lado.
Era muy cierto, como pronto apreciamos. Vivía tan cerca de allí que no hacía sino unos momentos que habíamos accedido a sus deseos cuando llegó a su casa. La anciana nos hizo entrar por una portezuela lateral y se detuvo inesperadamente en un callejón estrecho, parte de una serie de patios y callejuelas que había inmediatamente al lado de la muralla del Inn, y dijo:
—Ésta es mi morada. ¡Suban, por favor!
Se había detenido ante un comercio encima del cual había un letrero: ALMACÉN KROOK
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TRAPOS Y BOTELLAS. También decía, en letras largas y finas: KROOK, AGENTE DE ARTÍCULOS MARÍTIMOS. En un lado del escaparate había un cuadro de una fábrica roja de papel, ante la cual un carro estaba descargando gran cantidad de sacos de trapos viejos. En otro había un letrero: SE COMPRAN HUESOS. En otro más: SE COMPRAN CACHARROS DE COCINA. En otro: SE COMPRA HIERRO VIEJO. En otro más: SE COMPRA PAPEL VIEJO. En otro: SE COMPRAN ROPAS DE CABALLERO Y DE SEÑORA. Parecía que se compraba todo y no se vendía nada. Por todas partes del escaparate había cantidades de botellas sucias: frascos de betún, frascos de medicinas, botellas de cerveza de jengibre y de soda, frascos de encurtidos, botellas de vino, tinteros; al mencionar esto último, recuerdo que el comercio tenía, en varios respectos, el aire de hallarse en un barrio que vivía de los Tribunales, y de ser, por así decirlo, de ser un parásito sucio y un pariente repudiado de la ley. Había muchos tinteros. Al lado de la puerta había una banqueta temblequeante donde estaban amontonados viejos volúmenes sucios, con el letrero: «Libros de Derecho, todos a 9 peniques». Algunas de las inscripciones que he enumerado estaban escritas en letra cancilleresca, igual que los papeles que había visto yo en la oficina de Kenge y Carboy, y que las cartas que había recibido hacía tanto tiempo de aquel bufete. Entre ellas había una escrita en la misma letra, que no tenía nada que ver con la actividad de aquel comercio, sino en la cual se anunciaba que un hombre respetable de cuarenta y cinco años de edad se ofrecía para pasar a limpio o copiar con destreza y rapidez: Dirección, Nemo, razón: el señor Krook, de este comercio. Había colgadas varias sacas de segunda mano, azules y rojas. Un poco más allá de la puerta del comercio había unos montones de pergaminos viejos y agrietados, y papeles legales descoloridos y ajados. Resultaba fácil imaginar que todas las llaves oxidadas, de las que debía de haber centenares amontonadas como hierro viejo, habían pertenecido antiguamente a puertas de despachos o de cajas fuertes de bufetes de abogados. Los montones de trapos, parte de ellos puestos en una balanza vieja de madera de una sola pata, que colgaba sin contrapeso de una viga de madera, parte de ellos caídos al suelo, podrían haber sido corbatines y togas de abogados, hechos tiras. Para completar el cuadro, no faltaba sino imaginar, como nos susurró Richard a Ada y a mí mientras contemplábamos aquello, que los huesos amontonados en un rincón y sin una brizna de carne eran los huesos de clientes.
Como seguía habiendo niebla y estaba oscuro, y como el comercio estaba cegado además por la muralla de Lincoln’s Inn, que interceptaba la luz un par de varas más allá, no hubiéramos podido ver tanto de no haber sido por un farol encendido que llevaba de un lado a otro del comercio un anciano de gafas tocado con una gorra de pelo. Al volverse hacia la puerta, nos vio. Era bajo, cadavérico y reseco, con la cabeza hundida a un lado entre los hombros, y el aliento le salía de la boca en un vapor perfectamente visible, como si hubiera respirado fuego. Tenía el cuello, la barbilla y las cejas tan nevados de cabellos blancos, y tenía por todas partes tantas venas salientes y la piel tan reseca, que del pecho para arriba parecía una raíz vieja en medio de la nieve.
—¡Eh! ¡Eh! —dijo el viejo, acercándose a la puerta—. ¿Tienen algo que vender?
Naturalmente, nos echamos atrás y miramos a nuestra guía, que había estado tratando de abrir la puerta de la casa con una llave que se había sacado del bolsillo, y a quien ahora Richard dijo que como ya había tenido el gusto de ver dónde vivía, tendríamos que separarnos de ella, pues andábamos mal de tiempo. Pero no nos iba a dejar que nos fuéramos con tanta facilidad. Se puso tan fantástica e insistentemente seria con sus ruegos de que subiéramos a ver su apartamento un instante, y tan empeñada estaba, a su aire inofensivo, en llevarme a él como parte del buen augurio que deseaba, que no vi más remedio que seguirla (independientemente de lo que hicieran los otros). Supongo que todos sentíamos más o menos curiosidad, sobre todo cuando el viejo añadió sus argumentos a los de ella y dijo: «Sí, sí! ¡Denle ese gusto! ¡No les llevará ni un minuto! ¡Pasen, pasen! ¡Pasen por la tienda, si la otra puerta está rota!», de modo que pasamos todos, alentados por el estímulo risueño de Richard y confiando en la protección de éste.
—Es mi casero, Krook —dijo la ancianita, en tono condescendiente hacia él desde su elevada condición al presentárnoslo—. Los vecinos lo llaman el Lord Canciller. A su comercio lo llaman el Tribunal de Cancillería. Es una persona muy excéntrica. Es muy raro. ¡Ay, sí; les aseguro que es muy raro!
Meneó la cabeza muchas veces y se dio en la frente con el índice, para expresar que debíamos tener la bondad de perdonarlo.
—Porque está un poco…, ¡ya saben! ¡L mayúscula! —dijo la anciana con gran ceremonia. El viejo la oyó y se echó a reír.
—Es cierto —dijo mientras nos adelantaba con el farol— que me llaman Lord Canciller y a mi comercio la Cancillería. ¿Y por qué creen ustedes que me llaman a mí Lord Canciller y a mi tienda la Cancillería?
—Desde luego, yo no lo sé —dijo Richard en tono despreocupado.
—Pues miren —dijo el viejo, deteniéndose y echando una mirada a su alrededor—. Es que… ¡Eh! ¡Miren qué pelo tan bonito! Abajo tengo tres bolsas llenas de pelo de señora, pero no hay nada tan bonito y tan fino como éste. ¡Qué color y qué textura!
—¡Basta ya, amigo mío! —dijo Richard, que decididamente desaprobaba el que el viejo hubiera agarrado una de las trenzas de Ada en su mano amarillenta—. Puede usted admirarlo, igual que todos nosotros, sin tomarse esas libertades.
El anciano le echó una mirada repentina, que incluso desvió mi atención de Ada, la cual, asustada y sonrojada, estaba tan asombrosamente bella que pareció retener incluso la atención distraída de la ancianita. Pero como Ada se interpuso y dijo sonriente que no podía por menos de sentirse orgullosa de una admiración tan auténtica, el señor Krook volvió a sumirse en su ser anterior con igual rapidez con la que había salido de él.
—Ya ven que aquí tengo muchas cosas —continuó, levantando el farol—, de tantas especies, y según creen los vecinos (pero ésos no saben nada) pudriéndose y echándose a perder, que por eso nos han bautizado así a mí y a mi comercio. Y tengo montones de pergaminos antiguos y documentos en mi inventario. Y me gusta el moho y el orín y las telas de araña. Y me quedo con todo lo que me traen. Y no puedo soportar deshacerme de algo que ya es mío (o eso es lo que opinan mis vecinos, pero ¿qué saben ésos?), ni cambiar nada, ni que me vengan a barrer, ni a fregar, ni a limpiar, ni a hacerme reparaciones. Por eso me han dado el mal nombre de Cancillería. A mí no me importa. Voy a ver a mi noble y erudito hermano casi todos los días, cuando viene al Inn. Él no se fija en mí, pero yo sí me fijo en él. No somos muy diferentes. Los dos nos revolcamos en el desorden. ¡Eh, Lady Jane!