Ahora mi Tutor venía a verme todos los días. Al cabo de una semana o poco más, yo podía pasearme por nuestras dos habitaciones y sostener largas conversaciones con Ada, desde detrás de la cortina de la ventana, pero nunca la veía, porque todavía no me atrevía a mirar aquella cara tan bianamada, aunque hubiera podido hacerlo fácilmente sin que ella me viera a mí.
El día designado llegó la señorita Flite. La pobrecilla entró corriendo en mi habitación, olvidándose totalmente de su habitual dignidad, y gritando desde el fondo de su corazón: «¡Mi querida Fitz-Jarndyce!», se me lanzó al cuello y me besó veinte veces.
—¡Dios mío! —dijo llevándose la mano al ridículo—, no llevo más que documentos, mi querida Fitz-Jarndyce; tengo que pedirle prestado un pañuelo. Charley le pasó uno, y aquella buena mujer desde luego lo necesitaba, porque se lo llevó a los ojos con ambas manos y se quedó sentada, derramando lágrimas durante los diez minutos siguientes.
—Es la alegría, mi querida Fitz-Jarndyce —explicó cuidadosamente—. No tengo el menor pesar. La alegría de volverla a ver recuperada. La alegría de tener el honor de que se me permita verla a usted. Hija mía, le tengo a usted mucho más cariño que al Canciller. Aunque
es verdad
que acudo regularmente al Tribunal. A propósito, querida mía, hablando de pañuelos…
Y entonces la señorita Flite miró a Charley, que había ido a recibirla al punto de parada de la diligencia. Charley me lanzó una mirada, y pareció que no sentía deseos de hacer caso de la sugerencia.
—E-xac-ta-men-te —dijo la señorita Flite—, perfec-to. ¡Eso es! Ya sé que es muy indiscreto por mi parte mencionarlo, pero mi querida señorita Fitz-Jarndyce, me temo que a veces (dicho sea entre nosotras, usted me entiende), divago un poco —dijo la señorita Flite, llevándose la mano a la frente—. Nada más.
—¿Qué iba usted a decirme? —pregunté con una sonrisa, pues vi que quería continuar—. Me ha despertado usted la curiosidad, y ahora tiene que satisfacerla.
La señorita Flite miró a Charley como para pedirle consejo en aquella importante grave crisis, y Charley le dijo:
—Señora, con su permiso, es mejor que se lo diga usted —lo cual agradó enormemente a la señorita Flite.
—Nuestra amiguita es muy sagaz —me dijo con su habitual aire misterioso—. Diminuta ¡pero muy sa-gaz! Bueno, hija mía, es una anécdota muy bonita. Nada más. Pero me parece encantadora, ¿quién te crees que nos ha seguido por el camino desde la diligencia, hija mía, más que una pobrecilla con un sombrero muy feo…?
—Jenny, con su permiso, señorita —interpuso Charley.
—¡Exactamente! —aprobó la señorita Flite con la mayor placidez—. Jenny. ¡Eso es! Y, ¿qué le dice a nuestra joven amiga más que a su casita ha venido una dama con velo a preguntar cómo está de salud mi querida Fitz-Jarndyce, y a llevarse un pañuelito como una especie de recuerdo?, ¡sólo porque había pertenecido a mi encantadora Fitz-Jarndyce! ¡Verdaderamente, me parece encantador por parte de la señora del velo!
—Con su permiso, señorita —dijo Charley, a quien había mirado yo un tanto sorprendida—, Jenny dice que cuando murió su bebé usted le dejó un pañuelo y que ella lo conservó y lo dejó con las cositas del bebé. Creo, con su permiso, que en parte fue porque era de usted, señorita, y en parte porque había servido para tapar al bebé.
—Diminuta —susurró la señorita Flite, con una serie de gestos en torno a su propia frente para expresar la capacidad intelectual de Charley—. ¡Pero sa-ga-cí-si-ma! ¡Tan clara! ¡Hija mía, se expresa con más claridad que ninguno de los abogados que he oído en mi vida!
—Sí, Charley —dije yo—. Ya me acuerdo. Y, ¿qué pasó?
—Bueno, señorita —siguió Charley—, ése fue el pañuelo que se llevó la señora. Y Jenny quiere que sepa usted que ella no se hubiera deshecho de él ni por un montón de dinero, pero que la señora se lo llevó y le dejó algo de dinero. Pero Jenny no la conoce, con su permiso, señorita.
—Y, ¿quién podrá ser? —pregunté.
—Hija mía —sugirió la señorita Flite, llevándome la boca al oído con la más misteriosa de sus miradas—, a mi juicio (y no se lo mencione a nuestra diminuta amiga), es la esposa del Lord Canciller. Ya sabe usted que está casado Y tengo entendido que le hace la vida imposible. ¡Le aseguro que tira al fuego los papeles de Su Señoría si el Canciller no paga al joyero!
En aquel entonces no pensé demasiado en la señora, pues tenía la impresión de que podría tratarse de Caddy. Además, me distraía la atención nuestra visitante, que había llegado con frío de su viaje y parecía tener hambre, y que, cuando nos trajeron la cena, necesitó algo de ayuda para ataviarse con gran satisfacción con un chal lamentablemente viejo y un par de guantes muy gastados y cosidos varias veces, que se había traído consigo en un hatillo de papel. Además, tuve que presidir la cena, consistente en un plato de pescado, un ave asada, mollejas, verduras, un flan y vino de Madeira, y me resultó tan agradable ver cómo disfrutaba con todo aquello, y la pompa y la ceremonia con que le hacía los honores, que al cabo de poco no pude pensar en otra cosa.
Cuando terminamos, con el postre ante nosotras, adornado por las manos de mi niña, que no permitía a nadie más supervisar la preparación de todo lo que me daban, la señorita Flite estaba tan charlatana y tan contenta que pensé en volver a llevarla a su anécdota anterior, ya que tanto le agradaba hablar de sí misma. Empecé diciendo:
—¿Hace muchos años que conoce usted al Lord Canciller, señorita Flite?
—Ay, muchos, muchísimos años, hija mía. Pero estoy esperando un veredicto. Dentro de poco.
Incluso aquellas palabras esperanzadas reflejaban tal preocupación que me hizo dudar si había hecho bien en referirme al tema. Creí que no debía volver a mencionarlo.
—Mi padre esperaba un veredicto —dijo la señorita Flite—. Mi hermano. Mi hermana. Todos esperaban un veredicto. El mismo que espero yo.
—Todos han…
—Sí-í. Han muerto, hija mía, claro está —dijo. Cuando vi que iba a continuar, pensé que lo mejor era hacerle un favor atacando directamente el tema, en lugar de eludirlo.
—Y, ¿no sería más prudente dejar de esperar ese veredicto? —pregunté.
—¡Pero, hija mía, claro que lo sería! —respondió inmediatamente.
—¿Y dejar de asistir al Tribunal?
—También, claro —me contestó—. Resulta muy cansado estar siempre en espera de algo que no llega nunca, mi querida Fitz-Jarndyce. ¡Le aseguro que cansa a no poder más!
Me mostró un brazo, que verdaderamente estaba delgadísimo.
—Pero, hija mía —continuó con su tono de misterio—, ese lugar ejerce un atractivo misterioso. ¡Chist! No se lo mencione a nuestra diminuta amiga cuando vuelva. Puede darle miedo. Y con razón. El lugar ejerce un atractivo cruel. Es
imposible
dejarlo. Y
hay que
tener esperanza. Traté de convencerla de que no era así. Me escuchó con paciencia y con una sonrisa, pero ya tenía su propia respuesta preparada:
—¡Claro, claro, claro! Es lo que cree usted porque yo divago un tanto. Con-fun-den mucho las divagaciones, ¿no? Claro que con-fun-den. La cabeza. Lo sé. Pero, hija mía, yo llevo muchos años yendo allí, y me he dado cuenta. Es la Maza y el Sello que hay encima de la mesa
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Le pregunté sin presionarla qué por qué era aquello.
—Absorben —me contestó la señorita Flite—. Absorben a las gentes, hija mía. Les absorben la paz. Les absorben el sentido común. Les absorben hasta el aspecto. Hasta todas sus buenas cualidades. A veces he sentido que incluso me absorben por la noche. ¡Diablos fríos y relucientes!
Me dio varios golpecitos en el brazo mientras asentía bienhumorada, como si sintiera grandes deseos de hacerme comprender que no había ningún motivo para tenerle miedo a ella, pese al tono sombrío que empleaba, y a los terribles secretos que me confiaba.
—Veamos —me dijo—; voy a contarle mi propio caso. Antes de que me absorbieran (antes de que si siquiera los viera), ¿qué es lo que hacía yo? ¿Tocaba la pandereta? No. El tambor. Yo y mi hermana hacíamos bordados de tambor. Nuestro padre y nuestro hermano trabajaban en la construcción. Vivíamos todos juntos. ¡Y é-ra-mos muy respetables, hija mía! El primero al que absorbieron fue mi padre…, lentamente. Con él absorbieron nuestra casa. Al cabo de unos años se había convertido en un hombre enfurecido, amargado, caído en quiebra, sin una palabra amable ni una mirada amable para nadie. Y antes era tan distinto, Fitz-Jarndyce. Lo absorbieron hasta llevarlo a una prisión por deudas. Murió en ella. Después mi hermano se vio absorbido (rápidamente) hasta caer en la bebida. A la miseria. Y a la muerte. Después absorbieron a mi hermana. ¡Chist! ¡No me pregunte a dónde la llevaron! Después yo caí enferma y en la miseria, y oí decir, como había oído decir tantas veces antes, que todo ello era obra de la Cancillería. Cuando me puse mejor, fui a ver al Monstruo. Y entonces averigüé cómo era, y me sentí absorbida hasta quedarme allí.
Tras terminar su propia y breve narración, al pronunciar la cual había hablado en voz baja y tensa, como si todavía tuviera recientes aquellas impresiones, recuperó gradualmente su aire habitual de importancia amistosa.
—¡No me acaba usted de creer del todo, querida niña! ¡Bueno, bueno! Ya me creerá algún día. Ya sé que divago un poco. Pero lo he advertido. He visto llegar muchas caras nuevas que no sospechaban nada, y que se han visto absorbidas por la influencia de la Maza y el Sello, en todos estos años. Como le ocurrió a mi padre. Y a mi hermano. Y a mi hermana. Y a mí misma. Escucho como Kenge el Conversador y todos ésos dicen a las caras nuevas: «Ahí está la señorita Flite. Vamos, usted es nuevo aquí, ¡tenemos que presentarle a la señorita Flite!». Muy bien. ¡Seguro es un gran placer para mí tener el honor! Y todos nos reímos. Pero, Fitz-Jarndyce, sé lo que va a ocurrir. Sé mucho mejor que ellos mismos cuándo empieza la atracción. Conozco los indicios, hija mía. Los vi empezar en Gridley. Y los vi terminar. Mi querida Fitz-Jarndyce —y volvió a hablar en voz baja—. Los he visto empezar en nuestro amigo el Pupilo de Jarndyce. Que alguien lo frene. O la absorción lo llevará a la ruina.
Se quedó mirándome en silencio un momento, mientras el gesto se le iba suavizando gradualmente hasta convertirse en una sonrisa. Como aparentemente temía haber estado demasiado sombría, y además también parecía que se le iba olvidando el tema, dijo cortésmente mientras bebía lentamente su vaso de vino:
—Sí, hija mía. Como le decía, estoy esperando un veredicto. Dentro de poco. Entonces, ya sabe, soltaré a mis pájaros y conferiré mercedes.
Me sentí muy impresionada por su alusión a Richard, y por el triste mensaje, tan claramente ilustrado por su cuerpecillo encogido, que se revelaba en medio de sus incoherencias. Pero, afortunadamente para ella, estaba otra vez muy contenta y radiante, llena de gestos y de sonrisas.
—Pero, hija mía —me dijo alegremente, alargando la otra mano para ponerla en una de las mías—, no me ha felicitado usted por mi médico. ¡Vamos, no ha dicho ni una palabra!
Me vi obligada a confesar que no sabía exactamente de qué estaba hablando.
—De mi médico, el señor Woodcourt, hija mía, que ha sido tan atento conmigo. Aunque me prestó sus servicios de forma totalmente gratuita. Hasta el día del veredicto. Me refiero al
veredicto
que disolviera el hechizo al que me tienen sometida la Maza y el Sello.
—El señor Woodcourt está ahora tan lejos —dije—, que pensé que ya no era el momento de felicitarla, señorita Flite.
—Pero, hija mía —replicó—, ¿es posible que no sepa usted lo que ha pasado?
—No.
—¡Pero si todo el mundo ha estado hablando de lo mismo, mi querida Fitz-Jarndyce!
—No —repetí—. Olvida usted cuánto tiempo llevo sin salir de aquí.
—¡Es verdad! Hija mía, por un momento… Es verdad. Es culpa mía. Pero la memoria, y todo lo demás, me ha quedado absorbida por culpa de lo que le he dicho. Una influencia e-nor-me, ¿no? Bueno, hija mía, ha habido un naufragio terrible en esos mares de las Indias orientales.
—¡Ha naufragado el señor Woodcourt!
—No se agite, hija mía. Está sano y salvo. Una me escena terrible. La muerte en todas sus formas. Centenares de muertos y de moribundos. Incendio, tormenta, oscuridad. Montones de gente a punto de ahogarse encuentran una peña. Allí y en todo momento mi querido médico se portó como un héroe. Tranquilo y valiente en toda circunstancia. Salvó muchas vidas, no se quejó ni una vez de hambre ni de sed. ¡Dio a los desnudos su propia ropa, tomó la iniciativa, les indicó qué hacer, los organizó, cuidó de los enfermos, enterró a los muertos y por fin llevó a lugar seguro a los pobres supervivientes! Hija mía, los pobres, que estaban al borde de la inanición, prácticamente lo adoraban. Cuando llegaron a tierra se echaron a sus pies y lo bendijeron. Todo el país habla de ello. ¡Un momento! ¿Dónde está mi bolso de documentos? Aquí lo tengo, para que lo lea usted, ¡y va a leerlo!
Y efectivamente leí toda aquella historia llena de nobleza, aunque con gran lentitud y de manera imperfecta, porque tenía los ojos tan cargados de lágrimas que no podía distinguir las letras, y lloré tanto que me vi obligada a soltar muchas veces de las manos el largo relato que la señorita Flite me había recortado del periódico. Me sentí tan orgullosa de haber conocido al hombre que había realizado tales actos de valor y generosidad, me sentí tan emocionada por su fama, admiré y adoré tanto lo que había hecho que envidié a las víctimas de la tempestad que se habían echado a sus pies y lo habían bendecido por salvarlos. Yo misma, que estaba tan lejos, hubiera podido ponerme de rodillas para bendecirlo, tan encantada estaba de que efectivamente fuera tan bueno y tan valiente. Pensé que nadie, ni madre, ni hermana, ni esposa, podía honrarlo más que yo. ¡Sí, lo pensé!
Mi pobre visitante me regaló el artículo, y cuando se levantó al empezar a caer la tarde, porque no quería perder la diligencia que la iba a llevar a casa, todavía seguía hablando del naufragio, mientras yo todavía no había podido tranquilizarme lo bastante para comprender todos los detalles de lo ocurrido.
—Hija mía —me dijo la señorita Flite mientras doblaba cuidadosamente su chal y sus guantes—, a mi valiente médico le deberían dar un Título. Y sin duda se lo darán. ¿Qué opina usted?
Que merecía uno, sí. Que jamás se lo fueran a dar, no.
—¿Por qué no, Fitz-Jarndyce? —preguntó con cierta severidad.