Dije que en Inglaterra no existía la costumbre de conferir títulos a hombres que se distinguieran por servicios de paz, por buenos y grandes que fueran, salvo alguna vez, cuando consistían en la acumulación de grandes sumas de dinero.
—Pero, Dios mío —dijo la señorita Flite—, ¿cómo puede usted decir eso? Sin duda debe de saber, hija mía, que las mayores glorias de Inglaterra en conocimientos, imaginación, humanitarismo activo y mejoras de toda suerte ingresan en su nobleza! Mire a su alrededor, hija mía, y reflexione. ¡Creo que ahora es usted la que divaga un poquito, si no sabe que ése es el motivo por el que siempre habrá títulos en este país!
Me temo que ella se creía lo que estaba diciendo, porque había momentos en que efectivamente estaba completamente loca.
Y ahora debo revelar el pequeño secreto que he estado tratando de mantener hasta ahora. A veces había pensado que el señor Woodcourt me amaba, y que si hubiera sido más rico, quizá me hubiera dicho que me amaba antes de irse. Y a veces había pensado que si lo hubiera hecho, yo me habría alegrado. ¡Pero cuánto mejor era ahora que no hubiera pasado jamás! ¡Cómo habría sufrido yo de haberle tenido que escribir y decirle que la pobre cara que él había conocido como mía no existía ya y que lo liberaba plenamente de su promesa, dada a alguien a quien no había visto nunca!
¡Era mucho mejor así! Como, piadosamente, se me había evitado un gran dolor, podía guardar en mi corazón mi infantil plegaria de llegar a ser todo lo que él había ya demostrado ser, y no había nada que deshacer: ninguna cadena que romper yo ni que arrastrar él, y podía recorrer, con la ayuda de Dios, mi humilde camino por la senda del deber cumplido, mientras que él podía seguir un camino más noble por una senda más ancha y aunque hiciéramos el camino por separado, yo podía aspirar a encontrarme con él, de manera altruista e inocente, mucho mejor de lo que le había parecido, al final del recorrido, que cuando me contemplaba con algún favor.
Charley y yo no salimos solas en nuestra expedición a Lincolnshire. Mi Tutor estaba decidido a no perderme de vista hasta que yo llegara sana y salva en casa del señor Boythorn, así que nos acompañó en el viaje, y pasamos dos días en el camino. Cada bocanada de aire, cada olor, cada flor y cada hoja y cada tallo de hierba y cada nube que pasaba, y todo lo que contenía la naturaleza me resultaban más bellos y más maravillosos que nunca. Era lo primero que recuperaba desde mi enfermedad. ¡Qué poco había perdido, cuando el mundo estaba tan lleno de delicias!
Como mi Tutor pretendía volverse a marchar inmediatamente, durante el camino decidimos en qué fecha podía venir a verme mi ángel. Le escribí una carta, que mi Tutor se encargó de llevarle, y efectivamente se marchó una hora después de haber llegado a nuestro destino, en una tarde magnífica de principios de verano.
Si un hada buena me hubiera construido aquella casita con un toque de su varita mágica, y yo hubiera sido una princesa y su ahijada favorita, no me hubieran podido hacerme sentir más mimada. Me habían hecho tantos preparativos, y me mostraron recordar tan entrañablemente todos mis pequeños gustos y preferencias, que hubiera podido sentarme, abrumada, una docena de veces antes de volver a ver la mitad de los aposentos. Pero me resultó mejor, por el contrario, mostrárselos todos a Charley. El placer de Charley calmó el mío, y tras darnos un paseo por el jardín, y cuando Charley agotó su vocabulario de expresiones de admiración, me sentí tan plácidamente feliz como era posible. Me resultó muy reconfortante decirme después del té: «Esther, hija mía, creo que eres lo bastante sensata como para sentarte ahora a escribir una nota de agradecimiento a tu anfitrión». Éste me había dejado una nota de bienvenida, tan luminosa como su propio rostro, y había confiado su pájaro a mi cuidado, cosa que yo sabía era la mayor muestra de confianza que podía hacerme. En consecuencia le escribí una esquela a su dirección de Londres, para decirle qué aspecto tenían todos sus árboles y plantas favoritos, y cómo el más asombroso pájaro del mundo me había cantado los honores de la casa con gran hospitalidad, y cómo después de sentarse a cantar en mi hombro, para gran delicia de mi doncellita, estaba ahora dormido en su lugar habitual de la jaula, aunque no podía decirle si estaba soñando o no. Una vez terminada mi nota y enviada al correo, me ocupé de deshacer las maletas y ordenar las cosas, y envié a Charley a la cama tempranito, y le dije que aquella noche ya no la necesitaría más.
Porque todavía no me había mirado en el espejo, y nunca había pedido que me devolvieran el mío. Sabía que aquella era una debilidad que había de superar, pero siempre me había dicho que ya me enfrentaría con ella cuando llegara adonde me encontraba ahora. Por eso había querido quedarme a solas, y por eso ahora, a solas, me dije en mi propia habitación: «Esther, si aspiras a ser feliz, si quieres tener algún derecho a ser leal, tienes que mantener tu palabra, hija mía». Estaba totalmente decidida a mantenerla, pero primero me senté un rato a reflexionar sobre todas las cosas en las que era afortunada. Y después dije mis oraciones y recé algo más.
No me habían cortado el pelo, aunque varias veces estuve en peligro de ello. Lo tenía largo y abundante. Me lo solté y lo sacudí y después me dirigí al espejo que había encima del tocador. Por encima le habían puesto una cortinilla de muselina. La descorrí y me quedé ante él un momento, mirando por debajo del velo que formaban mis propios cabellos, de forma que no podía ver más que eso.
Después me aparté el pelo y miré a mi reflejo en el espejo, alentada al ver con qué placidez me contemplaba. Me encontré muy cambiada; sí, cambiadísima. Al principio, me resultó tan extraña mi propia cara que creo que hubiera debido ponerme las manos en ella y dado un paso atrás, de no haber sido por el aliento que he mencionado. Pronto empecé a familiarizarme con ella, y entonces advertí mejor que al principio hasta qué punto había cambiado. No era lo que yo esperaba, pero tampoco esperaba nada concreto, y me atrevo a decir que nada me hubiera asombrado.
Nunca había sido yo una belleza, y nunca me lo había considerado, pero sí había sido muy diferente de esto. Ahora todo había desaparecido. El Cielo era tan bueno conmigo que pude limitarme a derramar unas lágrimas y quedarme allí peinándome antes de acostarme con una gran sensación de gratitud.
Había una cosa que me inquietaba y sobre la que estuve reflexionando largo tiempo antes de dormirme. Había conservado las flores del señor Woodcourt. Cuando se marchitaron, las puse a secar y las metí en un libro que me gustaba mucho. No lo sabía nadie, ni siquiera Ada. Yo dudaba de si tenía derecho a guardar lo que había enviado él a alguien tan diferente, de si era correcto con él conservarlas. Quería ser correcta con él, incluso en los rincones más recónditos de mi corazón, que él nunca conocería, porque podría haberlo amado, podría haberme consagrado a él. Por fin llegué a la conclusión de que podía conservarlas, si no las atesoraba más que como un recuerdo de algo que pertenecía irrevocablemente al pasado y que había terminado, algo que ya no se podía contemplar más que bajo esa luz. Espero que esto no parezca frívolo. Lo pensaba muy en serio.
A la mañana siguiente me preocupé de levantarme temprano y de encontrarme delante del espejo cuando entrara Charley de puntillas.
—¡Pero, señorita! —exclamó Charley contemplándome—. ¿Es usted?
—Sí, Charley —contesté recogiéndome el pelo—. Y estoy muy bien y muy contenta.
Vi que le quitaba un peso de encima a Charley, pero mayor era el que me quitaba de encima yo. Ahora ya sabía lo peor y lo aceptaba. No voy a ocultar, antes de seguir adelante, las debilidades que todavía no lograba dominar del todo, pero pronto se me pasaron y mi buen estado de ánimo se mantuvo fielmente conmigo.
Como deseaba recuperar totalmente las fuerzas y el buen humor antes de que llegara Ada, fui estableciendo una pequeña serie de planes con Charley a fin de pasar todo el día al aire libre. Saldríamos de casa antes del desayuno y temprano para estar fuera antes y después de comer, y nos daríamos un paseo por el jardín después del té, y entre tanto tendríamos ratos de descanso, e íbamos a subir todas las cuestas y a explorar todas las carreteras, todos los caminos y todos los campos de los alrededores. En cuanto a reconstituyentes y golosinas para recuperar las fuerzas, la bondadosa ama de llaves del señor Boythorn no paraba de traerme cosas de comer o de beber; bastaba con que se enterase de que estaba yo descansando en el parque para que saliera detrás de mí con un cesto, con un gesto radiante en su animado rostro, para darme una charla sobre la importancia de hacer comidas frecuentes. Además, había un pony destinado expresamente a que lo montara yo, un pony regordete de cuello corto al que le caían las crines sobre los ojos, que (cuando quería) sabía trotar con tal calma y tranquilidad que resultaba un tesoro. Al cabo de pocos días se me acercaba en el picadero en cuanto lo llamaba y me comía en la mano y me seguía a todas partes. Llegamos a entendernos tan bien que si cuando estaba paseando conmigo encima perezosa y tercamente por algún camino umbrío yo le daba una palmadita en el cuello y le decía: «Stubbs, me sorprende que no trotes cuando sabes lo que me gusta, y creo que podrías hacerme ese favor, porque te estás poniendo tonto y te está durmiendo», sacudía cómicamente la cabeza una vez o dos y se ponía inmediatamente a trotar, y entre tanto Charley se quedaba donde estaba y se echaba a reír, tan contenta que sólo su risa era como una música. No sé quién había puesto aquel nombre a Stubbs
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, pero parecía encajarle exactamente igual que su áspera pelambre. Una vez lo enganchamos a un pequeño tilbury y lo hicimos trotar triunfalmente por los verdes caminos unas cinco millas, pero justo cuando estábamos cantando sus elogios pareció irritarse al verse acompañado todo el camino por los mosquitos molestos que le revoloteaban en torno a las orejas, sin apartarse de él ni una pulgada, y supongo que cuando se paró a reflexionar sobre aquello llegó a la decisión de que era insoportable, porque, se negó a moverse en absoluto, hasta que le di las riendas a Charley y me bajé a seguir a pie, y entonces me siguió con una especie de paciente buen humor, poniéndome la cabeza bajo el brazo, y frotando una oreja contra mi manga. De nada valió que le dijera: «Vamos, Stubbs, por lo que te conozco estoy segura de que si vuelvo a montar un momento en el coche seguirás trotando», porque en el momento en que me separaba de él volvía a quedarse completamente inmóvil. Así que me vi obligada a seguir a pie, igual que antes, y así fue como volvimos a casa, para gran diversión de la gente del pueblo.
Charley y yo teníamos motivos para considerarlo un pueblo de lo más acogedor, pues al cabo de una semana la gente nos saludaba tan amablemente, aunque pasáramos muchas veces por allí en el mismo día, que en cada casita veíamos alguna cara para darnos la bienvenida. Ya antes había conocido yo a muchos de los adultos y a casi todos los niños, pero ahora hasta el campanario empezó a adquirir un aspecto familiar y afectuoso. Entre mis nuevos amigos había una anciana que vivía en una casita de techo de paja y encalada, tan pequeña que cuando abría las contraventanas, quedaba tapada toda la fachada. La ancianita tenía un hijo que era marinero, y me hizo que le escribiera una carta, en la parte de arriba de la cual dibujé la parte de arriba de la chimenea ante la cual lo había criado, y el lugar donde estaba puesto todavía el taburete que él había ocupado. Toda la aldea consideró que aquello era una habilidad de lo más admirable, pero cuando llegó respuesta nada menos que desde Plymouth, en la cual mencionaba el hijo que se iba a llevar el dibujo a América, y que volvería a escribir desde allí, me atribuyeron todos los méritos que en realidad correspondían al Correo, y me atribuyeron a mí todas las maravillas del sistema.
O sea, que entre pasar tanto tiempo al aire libre, jugar con tantos niños, charlar con tanta gente, estar invitadas en las casitas, continuar con la educación de Charley y escribir todos los días largas cartas a Ada, apenas si tenía tiempo para pensar en mi pequeña desgracia, y casi siempre me sentía animada. Si a veces pensaba en ella, no tenía más que ocuparme en algo para olvidarme. La sentí más de lo que había esperado cuando una vez un niño dijo: «Mamá, ¿por qué ahora no es guapa la señora, como era antes?». Pero cuando vi que el niño no me tenía menos cariño, y me pasaba suavemente la mano por la cara con una especie de protección compasiva en el tacto, pronto me recuperé. Hubo muchos pequeños acontecimientos que me sugirieron, para mi gran consuelo, cuán natural es que los corazones bondadosos sean considerados y delicados al encontrarse con una deformidad. Hubo uno de ellos que me emocionó en especial. Había entrado yo por casualidad en la iglesita cuando acababa de terminar una boda, y la joven pareja tenía que firmar el registro.
El novio, a quien le pasaron la pluma en primer lugar, firmó con una cruz bastante burda; la novia, que vino después, hizo lo mismo. Ahora bien, yo había conocido a la muchacha en mi última visita, y no sólo sabía que era la más guapa del lugar, sino también que había hecho muy buenos estudios, y no pude por menos de contemplarla con alguna sorpresa. Se hizo a un lado y me susurró, con lágrimas de honesto amor y de admiración: «Es un muchacho magnífico, señorita, pero todavía no sabe escribir, … va a aprender conmigo, ¡y no lo dejaría en vergüenza por nada del mundo!». ¡Qué podía yo temer, pensé, cuando podía percibir tamaña nobleza en el alma de la hija de un jornalero!
El aire libre me acariciaba tan fresco y tonificante como siempre, y me dio un color tan sano en la nueva cara como el mejor que hubiera tenido jamás en la antigua. Era maravilloso ver a Charley tan sonrosada y radiante, y ambas disfrutábamos todo el día y dormíamos como troncos toda la noche.
Yo tenía un lugar favorito en el parque de Chesney Wold, donde habían puesto un banco con una vista magnífica. Allí se había talado y abierto el bosque para mejorar el panorama, y el paisaje luminoso y soleado que había más allá era tan hermoso que me iba a descansar allí por lo menos una vez al día. Desde aquel altozano se veía muy bien una parte pintoresca de la mansión, llamada el Paseo del Fantasma, y el extraño nombre, junto con la antigua leyenda de la familia Dedlock que me había contado el señor Boythorn para explicarlo, se mezclaba con el panorama, de tal modo que le prestaba un interés un tanto misterioso, además de sus encantos reales. Además, había una pendiente famosa por las violetas que crecían en ella, y a Charley le encantaba ir todos los días a recoger las flores silvestres, porque se había aficionado a aquel lugar tanto como yo.