—¿Y las cartas han quedado destruidas junto con esa persona?
El señor Guppy diría que no, si pudiera, pero es incapaz de disimular.
—Eso creo, Milady.
¿Qué pasaría si pudiera él ver en este momento el brillo de alivio en la cara de Milady? No, no podría verlo, aunque el valeroso exterior de ella no lo turbara totalmente y él no estuviera mirando más allá de ese exterior y en su derredor.
Murmura una o dos excusas torpes por su fracaso.
—¿No tiene usted nada más que decir? —pregunta Lady Dedlock tras oír sus palabras, dentro de lo poco audible que son sus murmullos.
El señor Guppy cree que nada más.
—Más vale que esté usted seguro de que no tiene nada más que decirme, dado que es la última vez que tendrá usted la oportunidad.
El señor Guppy está completamente seguro. Y, de hecho, en estos momentos no desea decir nada más, en absoluto.
—Basta. Ahórrese usted sus excusas. ¡Buenas noches! —y llama a Mercurio para que acompañe a la puerta al joven llamado Guppy.
Pero a aquella casa, en aquel momento, llega un anciano llamado Tulkinghorn. Y ese anciano, que ha llegado con su paso silencioso a la biblioteca, tiene en ese momento la mano en el picaporte, entra y se encuentra frente a frente con el joven que sale de allí.
Una mirada entre el anciano y la dama, y durante un instante la persiana, que siempre está bajada, sube hasta arriba. Por ella mira la sospecha, inmediata y penetrante. Otro instante y se vuelve a bajar.
—Mis excusas, Lady Dedlock. Le presento mis excusas. Es tan raro encontrarla a usted aquí a estas horas. Supuse que la biblioteca estaba vacía. ¡Mis excusas!
—¡Quédese! —le dice ella, despreocupada—. Le ruego que se quede aquí. Voy a salir a cenar. No tengo nada más que hablar con este joven.
El desconcertado joven hace una reverencia de despedida y manifiesta abyectamente la esperanza de que el señor Tulkinghorn de los Fields esté bien.
—¿Sí, sí? —dice el abogado, que lo mira bajo las cejas fruncidas, aunque él es de los que no necesitan mirar dos veces—. Usted es de Kenge y Carboy, ¿verdad?
—De Kenge y Carboy, señor Tulkinghorn. Me llamo Guppy, señor.
—Claro. Bueno, gracias, señor Guppy. Me encuentro muy bien.
—Me alegro de saberlo, señor. Nunca se encontrará usted demasiado bien, señor, para el bien de la profesión.
—¡Muchas gracias, señor Guppy!
El señor Guppy se marcha discretamente. El señor Tulkinghorn, cuyo negro atavío, anticuado y descolorido, contrasta tanto con la brillantez del de Lady Dedlock, acompaña a ésta por la escalera hasta llegar al carruaje. Vuelve frotándose la barbilla, y se la sigue frotando mucho a lo largo de la velada.
—¿Y ahora, qué es esto? —se pregunta el señor George—. ¿Es un cartucho de fogueo o una bala? ¿Un relámpago o un disparo?
El objeto de las especulaciones del soldado es una carta abierta, que parece tenerlo totalmente perplejo. Alarga el brazo para contemplarla, después vuelve a acercársela, la sostiene en la mano derecha, después en la izquierda, la lee con la cabeza ladeada, frunce las cejas, las levanta, no puede convencerse. La alisa en la mesa con una manaza, se da un paseo, pensativo, arriba y abajo de la galería, se detiene ante la carta de vez en cuando, para mirarla con ojos nuevos. Tampoco eso le vale. Y el señor George se sigue preguntando: «¿Es un cartucho de fogueo o está cargado?».
Phil Squod se está dedicando, con la ayuda de un pincel y de un bote de pintura, a blanquear los objetivos de tiro que hay al otro extremo, mientras silba bajito, a ritmo de marcha y a paso de flauta y tambor, la canción del soldado que ha de volver a la chica que dejó.
—¡Phil! —le llama el soldado, y le hace una seña para que venga.
Phil se acerca como es costumbre en él: primero, de lado, como si fuera a otra parte, y después lanzándose hacia su comandante como si estuviera en una carga a la bayoneta. Lleva manchas blancas como altorrelieves en la cara sucia, y se rasca una ceja con el mango del pincel.
—¡Atención, Phil! Escucha esto.
—Calma, mi comandante, calma.
—«Muy señor mío: Me permito recordarle (aunque como usted sabe, no tengo legalmente la obligación de hacerlo) que el pagaré a dos meses vista firmado a usted por el señor Matthew Bagnet, y aceptado por usted, por la suma de noventa y siete libras, cuatro chelines y nueve peniques, expira mañana, cuando le ruego lo redima usted tras el debido pago. Le saluda atentamente Joshua SMALLWEED.» ¿Qué te parece, Phil?
—No me gusta, jefe.
—¿Por qué?
—Creo —replica Phil, tras rascarse, pensativo, una arruga de la frente con el mango del pincel— que siempre trae malas consecuencias cuando le piden a uno dinero.
—Fíjate, Phil —dice el soldado, sentado a la mesa—, que en primer lugar ya he pagado, podríamos decir, el principal y la mitad más, entre los intereses y unas cosas y otras.
Phil, al dar un paso o dos hacia atrás, con una mueca inexplicable en la cara, sugiere que no considera que la transacción resulte más prometedora por ese pequeño detalle.
—Y fíjate, además, Phil —continúa diciendo el soldado, rechazando esa conclusión prematura con un gesto de la mano—, que siempre ha estado entendido que este pagaré se iba a prorrogar, como dicen ellos. Y se ha prorrogado no sé cuántas veces. ¿Qué dices ahora?
—Digo que creo que ya no va a haber más veces.
—¿Eso dices? ¡Ejem! Yo opino algo muy parecido.
—¿Joshua Smallweed es ése al que trajeron aquí en una silla?
—El mismo.
—Jefe —dice Phil con enorme gravedad—, tiene el alma de una sanguijuela, actúa como tuerca y tornillo al mismo tiempo, ataca como una serpiente, tiene unas pinzas de langosta.
Tras manifestar de modo tan expresivo sus sentimientos, el señor Squod, que espera un momento a ver si ha de seguir diciendo algo más, vuelve por su método habitual al blanco que estaba pintando, y manifiesta vigorosamente, por su medio musical de antes, que ha de volver y va a volver a aquella damisela ideal. George, tras volver a doblar la carta, se le acerca.
—Hay una forma, mi comandante, de arreglar esto —dice Phil con una mirada astuta.
—¿Pagar el dinero, supongo? Ojalá pudiera. Phil niega con la cabeza:
—No, jefe, nada tan malo. Hay una forma —dice Phil, imprimiendo un movimiento muy artístico al pincel—, y es lo que estoy haciendo yo ahora.
—¿Borrarlo? Phil asiente.
—¡Pues vaya una forma! ¿Sabes lo que pasaría con los Bagnet en ese caso? ¿Sabes que se arruinarían para pagar viejas cuentas? ¡Pues vaya un personaje moral que eres tú, te lo aseguro, Phil! —exclama el soldado, contemplándolo desde su altura con no poca indignación.
Phil, con una rodilla apoyada en el blanco, está a punto de protestar muy en serio, aunque no sin grandes sacudidas alegóricas de su pincel, y alisamientos de la superficie blanca en torno a los bordes con el pulgar, que había olvidado la responsabilidad de Bagnet, y que no querría ni tocarle un pelo a ningún miembro de esa digna familia, cuando se oyen pasos en el largo corredor de fuera y se oye una voz animada que pregunta si está George en casa. Phil mira a su amo y va cojeando a la puerta, mientras responde:
—¡Aquí está el jefe, señor Bagnet! ¡Aquí está! —y aparece la viejita, acompañada por el señor Bagnet.
La señora nunca sale a dar un paseo, sea cual sea la estación del año, sin una capa de paño gris, burda y muy gastada, pero muy limpia, que sin duda es la misma prenda que resulta tan interesante al señor Bagnet, debido a que llegó a Europa desde otra parte del globo en compañía de la señora Bagnet y de un paraguas. Este último fiel apéndice también forma, invariablemente, parte del atavío de la viejita cuando sale de casa. Tiene un color que nadie puede describir en este mundo, y por mango tiene un gancho rugoso de madera, con un objeto metálico clavado en su proa o pico, que parece un modelo a escala de un farol de puerta o uno de los vidrios ovalados de un par de impertinentes, objeto ornamental que no tiene esa capacidad tenaz de aguantar en su puesto como cabría desear en un objeto que ha tenido una relación tan larga con el Ejército Británico. El paraguas de la viejita tiene una cintura fofa y parece necesitar ballenas, aspecto que quizá se explique porque en la casa ha servido muchos años de receptáculo de diversos objetos, y en los viajes de portamantas. Nunca lo abre, pues se fía totalmente de su fiel capa con su amplia capucha, sino que, en general, utiliza el instrumento como si fuera una vara con la que apuntar a los trozos de carne o las verduras que desea en el mercado, o para atraer la atención de los vendedores con un golpecito amistoso. Nunca sale a la calle sin su cesta de la compra, que es una especie de pozo sin fondo con dos tapaderas que suben y bajan. Acompañada de estos compañeros de confianza, pues, y con su cara honrada y tostada asomando animada bajo un sombrero de paja dura, llega la señora Bagnet, de buen color y animada, a la Galería de Tiro de George.
—Bueno, George, muchacho —dice—, ¿y cómo te va en este excelente día?
La señora Bagnet le da la mano amistosamente, exhala un largo suspiro tras su paseo y se sienta a descansar. Como tiene la facultad, madurada en incontables carromatos de impedimenta y en otras posiciones parecidas, de descansar a gusto en cualquier parte, se sienta en un banco duro, se desata las cintas del sombrero, se lo echa atrás, se cruza de brazos y parece encontrarse perfectamente a gusto.
Entre tanto, el señor Bagnet le ha dado la mano a su antiguo camarada y a Phil, a quien también la señora Bagnet hace un gesto y una sonrisa bíenhumorados.
—Bueno, George, aquí estamos —dice rápidamente la señora Bagnet—, Lignum y yo —pues suele referirse a su marido por ese apelativo, derivado, se supone, de que en el regimiento, cuando se conocieron, lo llamaban
Lignum Vitae
, en homenaje a la gran dureza y aspereza de la fisonomía de él—; no hemos venido más que a ver cómo estabas, para que lo del préstamo esté en orden, como siempre. Dale el pagaré nuevo para que lo firme, George, y lo firmará como un hombre.
—Esta mañana iba a verles a ustedes —observa con renuencia el soldado.
—Sí, ya pensamos que vendrías a vernos esta mañana, pero salimos temprano y dejamos a Woolwich, que es un chico magnífico, al cuidado de sus hermanas, y, en cambio, hemos venido a verte nosotros, ¡ya ves!, porque Lignum está tan ocupado, y hace tan poco ejercicio, que le hace bien darse un paseo. Pero ¿qué pasa, George? —pregunta la señora Bagnet, interrumpiendo su animada charla—. No tienes buen aspecto.
—No ando bien —replica el soldado—. He estado un poco destemplado, señora Bagnet.
La mirada de ésta, rápida y brillante, advierte inmediatamente la verdad:
—¡George! —y levanta el dedo índice—. ¡No me digas que anda algo mal con el pagaré de Lignum! ¡George, por mis hijos, te ruego que no me digas eso!
El soldado la mira con la cara turbada.
—George —insiste la señora Bagnet, que emplea ambas manos para mayor énfasis y de vez en cuando se golpea las rodillas con ellas—. Si has dejado que pase algo con el pagaré de Lignum y dejas que le pase algo a él, y nos pones en peligro de que nos embarguen (y te estoy viendo en la cara como si estuviera escrita en ella la palabra embargo), has hecho algo que te debería dar vergüenza y nos has engañado cruelmente. ¡Cruelmente, te digo, George! ¡Eso es!
El señor Bagnet, que en los demás respectos está más impasible que un poste, se lleva la manaza derecha a la cabeza calva, como para defenderse de un chaparrón, y mira muy inquieto a la señora Bagnet.
—George —dice ésta—. ¡Me extraña en ti! ¡George, me siento avergonzada de ti! ¡Nunca lo hubiera podido creer de ti! Siempre he sabido que eras un culo de mal asiento, pero nunca me imaginé que pudieras quitar el poco asiento que tienen Bagnet y los niños para reposar. Ya sabes lo buen trabajador y lo serio que es. Ya sabes cómo son Quebec y Malta y Woolwich… Y nunca me imaginé que tuvieras el corazón como para hacernos algo así. ¡Ay, George! —La señora Bagnet se recoge la capa para secarse los ojos con ella sin el menor disimulo—. ¿Cómo nos lo has podido hacer?
Cuando la señora Bagnet se interrumpe, el señor Bagnet se quita la mano de la cabeza, como si hubiera pasado el chaparrón, y mira desconsolado al señor George, que está palidísimo, y mira inquieto al sombrero de paja y la capa gris.
—Mat —dice el soldado, dirigiéndose a él, pero sin dejar de mirar a la viejita—, siento que te lo tomes así, porque la verdad es que espero que las cosas no vayan tan mal como parecen. Claro, que esta mañana he recibido esta carta —que procede a leer en voz alta—, pero creo que todavía puede arreglarse. En cuanto a lo del mal asiento, es verdad lo que decís. Soy de mal asiento, y la verdad es que nunca he logrado asentarme de manera que eso le hiciera un favor a nadie. Pero seguro que no hay un solo ex camarada vagabundo que quiera más a tu mujer y a tu familia que yo, Mat, y espero que me perdones en todo lo posible. No creáis que os he mentido en nada. No hace más de un cuarto de hora que me llegó esta carta.
—Viejita —murmura el señor Bagnet tras un breve silencio—, ¿quieres decirle lo que opino yo?
—¡Ay! ¿Por qué no se casaría con la viuda de Joe Pouch en Norteamérica? —responde la señora Bagnet, medio riendo, medio llorando—. Entonces no se habría metido en estos líos.
—La viejita —observa el señor Bagnet— tiene razón. ¿Por qué no te casaste?
—Bueno, supongo que ya tendrá un marido mejor que yo —replica el soldado—. Y en todo caso, aquí estoy, y no me he casado con la viuda de Joe Pouch. ¿Qué voy a hacer? Todo lo que tengo está delante de vosotros. No es mío; es vuestro. Decídmelo, y vendo hasta la última silla. Si hubiera tenido esperanzas de conseguir la suma que me falta, lo habría vendido todo hace tiempo. No te vayas a creer, Mat, que os voy a dejar a ti y a los tuyos en la estacada. Antes me vendería yo. Ojalá supiera de alguien que quisiera comprar una impedimenta tan gastada —dice el soldado, dándose un golpe autodespectivo en el pecho.
—Viejita —murmura el señor Bagnet—, dile otra vez lo que opino yo.
—George —dice su mujer—, bien pensado, no tienes tú toda la culpa, salvo en haber tomado este negocio sin tener los medios.
—¡Típico de mí! —observa el compungido soldado, meneando la cabeza—. Ya sé que es típico de mí.
—¡Silencio! La viejita tiene razón en la forma de expresar lo que opino —exclama el señor Bagnet—. ¡Escúchame!