Casa desolada (76 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿Cómo está usted, caballero? ¿Cómo está usted?

—¿Qué andarán haciendo por aquí el pollito y su familia a estas horas de la mañana? —se pregunta el señor Guppy, con un gesto dirigido a su otro amigo.

—Señor mío —inquiere el señor Smallweed—, ¿quiere hacerme usted un favor? ¿Tendrían usted y su amigo la amabilidad de llevarme a la taberna de la plazoleta, mientras Bart y su hermana llevan a su abuela? ¿Tendría usted la amabilidad de hacerle ese favor a un anciano, señor mío?

El señor Guppy mira a su amigo mientras repite en tono dubitativo: «¿A la taberna de la plazoleta?». Y se preparan a transportar la venerable carga a Las Armas del Sol.

—¡Ahí está el precio de la carrera! —dice el Patriarca al cochero con una mueca feroz y una amenaza de su puño atrofiado—. Como me pidas ni un penique más te echo encima a la policía. Mis jóvenes amigos, les ruego que me lleven con cuidado. Permítanme que los tome del cuello. Les aseguro que no apretaré más de lo necesario. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué cosas! ¡Pobres huesos míos!

Menos mal que Las Armas del Sol no está demasiado lejos, porque el señor Weevle parece estar a punto de sufrir una apoplejía antes de recorrer la mitad de la distancia. Pero sin que sus síntomas se agraven más allá de la emisión de gemidos diversos, expresivos de problemas respiratorios, desempeña la parte del transporte que le corresponde, y el benévolo anciano queda depositado, conforme a sus deseos, en la sala de Las Armas del Sol.

—¡Señor mío! —jadea el señor Smallweed mirando a su alrededor, acezante, desde su sillón—. ¡Ay, Dios mío! ¡Pobres huesos y espalda míos! ¡Me duele todo! ¡Siéntate, cacatúa siniestra, vagabunda, trepadora, inconstante, charlatana! ¡Siéntate!

Este pequeño apóstrofe a la señora Smallweed está causado por la propensión de la infortunada anciana, siempre que se encuentra de pie, a pasearse y hacer una reverencia a objetos inanimados, acompañándose con chasquidos de la lengua, como en un baile de brujas. Es probable que estas demostraciones tengan tanto que ver con una afección nerviosa como con alguna intención imbécil por parte de la pobre anciana, pero en esta ocasión son tan animadas en relación con la butaca Windsor, gemela de la que acomoda al señor Smallweed, que la mujer no desiste del todo hasta que sus nietos la obligan a sentarse en ella, mientras su amo y señor le atribuye con gran animación el epíteto de «corneja, cabeza de cerdo», que repite un número sorprendente de veces.

—Estimado señor mío —procede después a decir el Abuelo Smallweed, dirigiéndose al señor Guppy—, aquí ha ocurrido una calamidad. ¿Se ha enterado de ella alguno de ustedes?

—¡Qué si nos hemos enterado! ¡Pero si la descubrimos nosotros!

—La descubrieron ustedes. ¡La descubrieron ustedes dos! ¡Bart, las descubrieron ellos!

Los dos descubridores se quedan contemplando a los Smallweed, que les devuelven el cumplido.

—Mis queridos amigos —gime el Abuelo Smallweed, alargando ambas manos—, les debo mil gracias por haber tenido el melancólico deber de descubrir las cenizas del hermano de la señora Smallweed.

—¿Eh? —exclama el señor Guppy.

—El hermano de la señora Smallweed, querido amigo mío…, su único pariente. No nos tratábamos, lo cual es de lamentar ahora, pero es que él nunca quiso tratarse. No nos tenía afecto. Era excéntrico, muy excéntrico. Si no ha dejado testamento (caso nada probable), solicitaré que se me nombre administrador de sus bienes. He venido a ver en qué consisten; hay que sellarlos, hay que protegerlos. He venido —repite el Abuelo Smallweed, atrayendo hacia sí el aire de la sala con los diez dedos ganchudos a la vez— a cuidar de sus bienes.

—Creo, Smallweed —dice el desconsolado señor Guppy—, que podrías haber mencionado que el viejo era tío tuyo.

—Vosotros dos no hablabais nunca de él, así que creí preferible hacer yo lo mismo —replica el pajarraco, con una mirada que oculta un misterio—. Además, yo no estaba muy orgulloso de él.

—Y además, la verdad es que a ustedes no les importaba nada que fuera tío nuestro o no —dice Judy, en quien también se advierte una mirada de misterio.

—Nunca me vio en su vida, para conocerme —observa Small—, ¡así que no sé por qué iba yo a presentarlo a él!

—No, nunca se comunicaba con nosotros, lo que es de lamentar —interviene el anciano—, pero he venido a cuidar de sus bienes, a ver qué papeles hay y a cuidar de los bienes. Haremos valer nuestros derechos. Lo he puesto en manos de nuestro abogado. El señor Tulkinghorn, de Lincoln’s Inn Fields, justo aquí al lado, ha tenido la bondad de actuar como abogado mío, y les aseguro que no es hombre que se chupe el dedo. Krook era el único hermano de la señora Smallweed; ella no tenía más parientes que Krook, y Krook no tenía más familia que la señora Smallweed. Estoy hablando de tu hermano, escarabajo infernal, que tenía setenta y seis años.

La señora Smallweed empieza inmediatamente a menear la cabeza y a gritar:

—¡Setenta y seis libras y siete chelines y siete peniques! ¡Setenta y seis mil bolsas de dinero! ¡Siete mil seiscientos millones de fajos de billetes de banco!

—¿Quiere alguien darme un jarro? —exclama su exasperado marido, que mira impotente en su derredor y no encuentra ningún proyectil a su alcance—. ¿Quiere alguien pasarme una escupidera, por favor? ¿No hay nadie que me pase algo duro y picudo con que arrearla? ¡So bruja, so gata, so perra, so diabla! —Y el señor Smallweed, excitadísimo, por su propia elocuencia, tira a Judy encima de su abuela a falta de algo mejor, para lo cual empuja a la joven virgen hacia la anciana con todas sus escasas fuerzas, y después se derrumba en su silla.

—Que alguien tenga la bondad de darme una sacudida —dice la voz que sale del montoncillo de ropa en que se ha convertido, y que se agita débilmente—. He venido a cuidar de los bienes. Que me den una sacudida y que llamen a la policía que está de servicio en la casa de al lado, para que le explique lo de los bienes. Dentro de poco llegará mi abogado a proteger los bienes. ¡Al exilio o a galeras con quien se atreva a tocar los bienes!

Cuando sus dóciles nietos lo ayudan a incorporarse y le hacen pasar por el habitual proceso de restablecimiento a base de sacudidas y puñetazos, sigue repitiendo como un eco: «¡Los bienes! ¡Los bienes… bienes!».

El señor Weevle y el señor Guppy se miran el uno al otro; el primero como si hubiera renunciado a todo el asunto; el segundo, con gesto de inquietud, como si todavía le quedara alguna esperanza leve. Pero nada se puede oponer a los intereses del señor Smallweed. Llega el pasante del señor Tulkinghorn desde su reclinatorio oficial en el bufete, a mencionar a la policía que puede dirigirse al señor Tulkinghorn para recibir información acerca de los herederos, y que en su debido momento se tomará la debida posesión oficial de todos los documentos y efectos. Inmediatamente se permite al señor Smallweed afirmar su supremacía hasta el punto de llevarlo a hacer una visita sentimental a la casa de al lado, y después lo suben por las escaleras hasta la habitación de la señorita Flite, donde parece como si fuera un feo pájaro de presa recién añadido a la pajarera de la señorita Flite.

Como pronto se conoce en la plazoleta la llegada de este heredero inesperado, el Sol sigue haciendo negocio y los habitantes siguen animados. La señora Piper y la señora Perkins opinan que es una lástima por el joven si de verdad no hay testamento, y consideran que debería hacérsele un buen regalo con cargo al patrimonio. El joven Piper y el joven Perkins, como miembros del inquieto círculo juvenil que tiene aterrados a los peatones de Chancery Lane, se pasan el día reduciéndose a cenizas detrás de la bomba y bajo el arco, y sobre sus restos se exhalan grandes gritos y voces. Little Swills y la señorita M. Melvilleson inician una amable conversación con sus admiradores, pues consideran que acontecimientos tan desusados eliminan las barreras entre los profesionales y los no profesionales. El señor Bogsby anuncia «¡La popular canción de SU MAJESTAD LA MUERTE! con coros y por toda la compañía», como gran espectáculo armónico de la semana, y anuncia en el cartel que «Se ha inducido a J. G. B. a interpretarla a un costo considerable, como consecuencia de un deseo generalmente expresado en el bar por un grupo numeroso de personas respetables, y como homenaje a un reciente y triste acontecimiento que ha creado gran sensación». Hay algo relacionado con el fallecido que causa especial preocupación en la plazoleta: es decir, que debe mantenerse la ficción de un ataúd de tamaño normal, aunque haya tan poco que meter en él. Cuando el enterrador dice en el bar del Sol ese mismo día que ha recibido órdenes de construir uno «de seis pies», la preocupación general se ve muy aliviada, y se considera que la conducta del señor Smallweed le honra mucho.

Fuera de la plazoleta, y a gran distancia de ella, también se ha producido una conmoción considerable, pues vienen a estudiar el caso hombres de ciencia y filósofos, y en la esquina se detienen carruajes de los que se apean médicos que llegan con las mismas intenciones, y se producen más conversaciones eruditas acerca de gases inflamables y de hidrógeno fosforado de lo que jamás podría imaginarse la plazoleta. Algunas de esas autoridades (naturalmente, las más sabias) mantienen indignadas que el difunto no tenía por qué morir como dicen, y cuando otras autoridades les recuerdan las pruebas que hay de muertes así, reimpresas en el sexto volumen de
Philosophical Transactions
, así como en un libro no del todo desconocido de jurisprudencia Médica Inglesa, así como el caso ocurrido en Italia de la Condesa Cornelia Baudi, expuesto con todo detalle por un tal Blanchini, prebendario de Verona, que escribió alguna que otra obra erudita, así como el testimonio de los señores Foderé y Mere, dos franceses pestilentes que se empeñaron en investigar el tema, además del testimonio en corroboración de Monsieur Le Cat, cirujano francés que fue bastante célebre y que tuvo la terrible idea de vivir en una casa en la que ocurrió uno de esos casos, siguen considerando que la terquedad del difunto señor Krook al irse de este mundo de forma tan desusada, es algo totalmente injustificado y personalmente ofensivo. Cuanto menos entiende la plazoleta de todo esto, más le gusta, y más disfruta con el contenido de Las Armas del Sol. Entonces llega el artista de una revista ilustrada, con una plantilla de un primer plano y unas siluetas dibujada de antemano y lista para cualquier tema, desde un naufragio en la costa de Cornualles hasta un desfile en Hyde Park o un mitin en Manchester, y en la sala de la señora Perkins, que queda inmortalizada para siempre, introduce en la plantilla la casa del señor Krook de tamaño natural, a la que convierte en un auténtico Temple. Análogamente, cuando se le permite mirar por la puerta del aposento de autos, representa ese apartamento como si tuviera tres cuartos de milla de largo y 50 yardas de alto, lo cual encanta especialmente a la plazoleta. Durante todo este tiempo, los dos caballeros antes mencionados entran y salen de cada casa, ayudan en las disputas filosóficas, van a todas partes y escuchan a todo el mundo, y además se pasan el tiempo entrando en el salón del Sol y escriben con sus plumillas insaciables en su papel finísimo.

Por fin llega el Coroner a realizar su encuesta, igual que antes, salvo que al Coroner le gusta el caso porque se sale de lo ordinario, y dice a título privado a los señores del jurado, que «parece que la casa de al lado está gafada, señores, que es una casa malhadada, pero son cosas que vemos a veces, y se trata de misterios explicables». Después de lo cual entra en acción el ataúd de seis pies, que todos admiran.

En todos estos procedimientos el señor Guppy desempeña un papel tan pequeño, salvo cuando hace su declaración, que lo hacen circular como si fuera un cualquiera, y no puede contemplar la casa misteriosa sino desde fuera, desde donde sufre la humillación de ver cómo el señor Smallweed echa el candado a la puerta, y comprende con amargura que no le permiten la entrada. Pero antes de que terminen los procedimientos, es decir, la noche siguiente a la de la catástrofe, el señor Guppy tiene algo que decir, y ha de decírselo a Lady Dedlock.

Motivo por el cual, con el ánimo encogido y con un sentimiento deprimente de culpabilidad, producido por el miedo y la vigilia, más los efectos de Las Armas del Sol, el joven llamado Guppy se presenta en la mansión capitalina hacia las siete de la tarde y solicita ver a Milady. Mercurio replica que va a salir a cenar, ¿no ve el carruaje que hay a la puerta? Sí, sí que ve el carruaje que hay a la puerta, pero también quiere ver a Milady.

Mercurio está dispuesto, como dice poco después a un caballero de la casa que es colega suyo, a «darle una patada al jovencito», pero ha recibido unas instrucciones muy claras. En consecuencia, supone malhumorado que el joven puede subir a la biblioteca. Allí deja al joven en una sala amplia, no muy bien iluminada, mientras comunica su llegada.

El señor Guppy escudriña las sombras en todas direcciones, y por todas partes ve un montoncillo de carbón o de madera quemado y blanco. Al cabo de un rato oye un roce. ¿Es…? No, no es un fantasma, sino un hermoso cuerpo de sangre y hueso, brillantemente ataviado.

—Pido perdón a Milady —tartamudea el señor Guppy, muy afligido—. Es un mal momento…

—Le dije que podía venir en cualquier momento —le recuerda Milady, tomando una silla y mirándolo a los ojos igual que la última vez.

—Gracias, Milady. Milady es muy amable.

—Puede usted sentarse —su tono no es muy afable.

—No sé, Milady, si merece la pena que me siente y que Milady pierda el tiempo. Porque… porque no tengo las cartas que mencioné cuando tuve el honor de visitar a Milady.

—¿Y ha venido usted sólo para decirme eso?

—Sólo para decirle eso, Milady. —El señor Guppy, además de sentirse deprimido, desanimado e incómodo, se siente todavía más desconcertado por el esplendor y la belleza de Milady. Ella sabe perfectamente qué influencia tienen ambas cosas; lo ha estudiado demasiado bien como para perder ni un ápice de ese efecto en nadie. Cuando ella lo mira de manera tan fija y tan fría, él no sólo adquiere conciencia de que carece de toda orientación, del menor vislumbre de sus intenciones, sino también de que a cada momento, por así decirlo, se va distanciando más y más de ella.

Es evidente que ella no va a hablar, así que ha de hacerlo él.

—En resumen, Milady —dice el señor Guppy, como un ladronzuelo arrepentido—, la persona que me iba a proporcionar las cartas ha tenido un fin repentino, y… —Se detiene. Lady Dedlock termina lentamente la frase:

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