La amiga había ido allá y acullá, de un lado para otro, y había vuelto igual que se fue. Al principio era demasiado temprano para dar alojamiento al chico, y al final era demasiado tarde. Un funcionario la había enviado a ver a otro, que la había enviado de vuelta al primero, y así constantemente, hasta que me dio la impresión de que los habían designado a ambos por su competencia para eludir sus obligaciones, en lugar de para cumplirlas. Y ahora, al cabo de todo, dijo jadeante, porque había venido corriendo y además tenía miedo: «Jenny, tu marido ya está en camino, y el mío también, ¡y que el Señor se apiade del chico, porque no podemos hacer más por él!». Reunieron unas cuantas monedas de medio penique que le pusieron en la mano, y así, con un aire ausente, medio agradecido medio inconsciente, salió de la casa arrastrando los pies.
—Dame la niña, guapa —dijo la madre a Charley—, y muchas gracias. Jenny, hija, buenas noches. Señorita, si mi hombre no se enfada conmigo, dentro de un rato iré al horno, que es donde probablemente se habrá ido el chico, y por la mañana volveré—. Se fue corriendo, y poco después, cuando pasamos junto a su puerta, le estaba cantando a su hija para que no llorase, y miraba preocupada al camino a ver si llegaba su marido borracho.
Me daba miedo quedarme hablando con ninguna de las dos mujeres, por si les creaba problemas. Pero le dije a Charley que no podíamos dejar que se muriese el muchacho. Charley, que sabía mucho mejor que yo lo que se había de hacer, y cuya agilidad mental era tan grande como su presencia de ánimo, se deslizó delante de mí y poco después alcanzamos a Jo, justo antes de llegar al horno de los ladrillos.
Supongo que debía de haber iniciado su viaje con un hatillo bajo el brazo, y que se lo habían robado o lo había perdido. Porque todavía llevaba su pobre trozo de gorro de piel como si fuera un hatillo, aunque tenía la cabeza descubierta bajo la lluvia, que ahora había arreciado. Cuando lo llamamos, se paró, y volvió a asustarse de mí cuando llegué a su lado: se quedó inmóvil, contemplándome con los ojos brillantes, e incluso dejó de tiritar.
Le pedí que se viniera con nosotras, que nos encargaríamos de que pasara la noche bajo techo.
—No quiero un techo —dijo—, puedo acostarme entre los ladrillos, que están calientes.
—Pero ¿no sabes que así es como se muere la gente? —le preguntó Charley.
—La gente se muere de todos modos —contestó el chico—. Se mueren en sus cuartos, y ella lo sabe; ya se lo he enseñado, y allá, en Tomsolo, se mueren a docenas. Que yo haya visto, se mueren más de los que viven —y le añadió a Charley, con voz ronca—: Si no es la otra, ni tampoco la
astrajera
, ¿es que hay
tres
de ellas?
Charley me miró algo asustada. Yo misma me sentía medio asustada cuando el muchacho me miraba así.
Pero cuando le hice un gesto, se dio la vuelta y nos siguió, y al ver que reconocía mi influencia, lo llevé derecho a casa. No estaba muy lejos: al final de la cuesta. No nos cruzamos más que con un hombre. Yo dudaba que pudiéramos llegar a casa sin ayuda, por lo titubeantes e inseguros que eran los pasos del chico. Pero no se quejaba, y parecía curiosamente indiferente a su destino, si es que se me permite decir algo tan raro.
Lo dejé un momento en el vestíbulo, hundido en un rincón del asiento de la ventana, contemplando con una indiferencia que no se podía tomar por asombro las comodidades y las luces que lo rodeaban, y pasé a la sala a hablar con mi Tutor. Allí estaba el señor Skimpole, que había llegado en la diligencia, como tenía por costumbre sin aviso previo y sin traer ninguna ropa, pues siempre tomaba prestado todo lo que le hacía falta.
Vinieron inmediatamente conmigo a ver al chico. En el vestíbulo también se habían congregado los criados, y él tiritaba en el asiento de la ventana, con Charley de pie a su lado, como si fuera un animal herido y encontrado en una cuneta.
—Es un caso lamentable —dijo mi Tutor, tras hacerle una o dos preguntas, tocarlo y examinarle los ojos—. ¿Qué dices, Harold?
—Más vale que lo eches —dijo el señor Skimpole.
—¿Qué dices? —preguntó mi Tutor, en tono casi severo.
—Mi querido Jarndyce —dijo el señor Skimpole—, ya sabes lo que soy yo: soy un niño. Enfádate conmigo si me lo merezco. Pero tengo una objeción de principio a este género de cosas. Siempre la tuve cuando trabajaba de médico. Es peligroso, ¿sabes? Tiene unas fiebres muy graves.
El señor Skimpole había vuelto del vestíbulo a la sala, y decía estas palabras con toda tranquilidad, sentado en el taburete del piano, mientras todos lo rodeábamos.
—Me dirás que es una niñería —observó el señor Skimpole, contemplándonos alegre—. Bueno, es posible, pero yo soy un niño, y jamás he dicho ser más que eso. Si lo echas a la calle, no haces más que dejarlo igual que antes. Su situación no va a empeorar, ya lo sabes. Si quieres, puedes incluso hacer que mejore. Dale seis peniques, o cinco chelines, o cinco libras y diez chelines, yo no sé de aritmética y tú sí, ¡pero déshazte de él!
—¿Y qué será de él entonces? —preguntó mi Tutor.
—Te juro —dijo el señor Skimpole, encogiéndose de hombros con aquella sonrisa suya tan atractiva— que no tengo ni la menor idea de lo que va a ser de él. Pero no tengo la menor duda de que algo será.
—¿Y no es posible imaginarse, no es horrible imaginarse —dijo mi Tutor, a quien yo había explicado a toda prisa lo que habían intentado en vano las dos mujeres, y que se paseaba arriba y abajo mientras se pasaba las manos por los cabellos— que si este pobre chico fuera un preso convicto tendría un hospital a su disposición, y estaría tan bien cuidado como cualquier niño enfermo de este reino?
—Mi querido Jarndyce —respondió el señor Skimpole—, perdóname la ingenuidad de la pregunta, dado que procede de alguien que es perfectamente ingenuo en las cuestiones mundanas, pero, entonces, ¿por qué no
está
preso ya?
Mi Tutor dejó de pasearse y lo contempló con una curiosa expresión, mezcla de extrañeza e indignación.
—Imagino que no cabe sospechar que nuestro joven amigo sea demasiado delicado —continuó diciendo el señor Skimpole, con toda tranquilidad y candidez—. Creo que lo más prudente, y en cierto sentido lo más respetable, sería que diera muestras de una energía mal orientada que lo llevara a la cárcel. Eso revelaría más espíritu de aventura y, en consecuencia, un tanto más de espíritu poético.
—Creo —replicó mi Tutor, que reanudó su agitado paseo— que no hay en el mundo otro niño como tú.
—¿De verdad? —preguntó el señor Skimpole—. ¡Vaya, vaya! Pero confieso que no entiendo por qué nuestro joven amigo, dada su situación, no trata de dotarse de toda la poesía que esté a su alcance. No cabe duda de que nació con apetito, y es probable que cuando se halle en mejor estado de salud gozará de excelente apetito. Muy bien. A la hora natural de comer de nuestro joven amigo, que probablemente será el mediodía, nuestro joven amigo dice de hecho a la sociedad: «Tengo hambre; ¿tienen ustedes la bondad de sacar su cuchara y darme de comer?». La sociedad, que ha aceptado organizar todo el sistema general de las cucharas y dice tener una cuchara para nuestro joven amigo, no le acerca esa cuchara, y, en consecuencia, nuestro joven amigo dice: «Ustedes perdonen si me apodero de ella». Pues a mí eso me parece un caso de energía mal orientada, aunque contiene una cierta razón y un cierto grado de romanticismo, y no puedo negar que nuestro joven amigo me parecería más interesante cómo ejemplo de un caso de esa índole que meramente como un pobre vagabundo…, que es algo al alcance de cualquiera.
—Entre tanto —me aventuré a observar yo—, está poniéndose peor.
—Entre tanto —observó el señor Skimpole, en tono animado—, como observa la señorita Summerson, con su habitual sentido práctico, está poniéndose peor. Por eso te recomiendo que lo eches antes de que se ponga peor todavía. Creo que jamás olvidaré el gesto risueño con el que pronunció aquellas palabras.
—Claro está, mujercita —observó mi Tutor, volviéndose a mí— que puedo conseguir que lo ingresen en alguna institución adecuada, simplemente con exigírselo a ésta, aunque muy mal están las cosas cuando hay que hacer esa gestión por alguien en su estado. Pero se está haciendo tarde, la noche está pésima, y el chico ya está agotado. En el cuartito abrigado que está junto al establo hay una cama; creo que lo procedente es que duerma allí hasta mañana por la mañana; entonces podemos abrigarlo bien y sacarlo de aquí. Y eso es lo que vamos a hacer.
—¡Ah! —dijo el señor Skimpole, poniendo las manos en las teclas del piano al ir saliendo nosotros—. ¿Volvéis con nuestro joven amigo?
—Sí —contestó mi Tutor.
—¡Cómo envidio tu carácter, Jarndyce! —replicó el señor Skimpole, con una admiración burlona—. A ti no te importan estas cosas, y a la señorita Summerson, tampoco. Siempre estáis listos para ir a cualquier parte y para hacer cualquier cosa. ¡Eso es Voluntad! Yo no tengo ni voluntad, ninguna Voluntad… Es que, sencillamente, soy incapaz.
—¿Supongo que no podrás recomendar nada para el muchacho? —preguntó mi Tutor, mirando por encima del hombro, medio enfadado; sólo medio enfadado, pues parecía que no pudiera considerar nunca al señor Skimpole como un ser responsable.
—Mi querido Jarndyce, he observado que el chico lleva en el bolsillo un frasco de solución antipirética; lo mejor es hacer que se la tome. Puedes decirles que rocíen con un poco de vinagre el sitio donde vaya a dormir, que éste mantenga una temperatura moderadamente fresca y que él se mantenga moderadamente abrigado. Pero es una impertinencia por mi parte hacer estas recomendaciones. La señorita Summerson conoce tan bien todos los detalles, y tiene tal capacidad para administrar las cosas de detalle, que sabe todo lo que es preciso hacer.
Volvimos a salir al vestíbulo, explicamos a Jo lo que proponíamos hacer, y después Charley se lo volvió a explicar, todo lo cual oyó él con aquella despreocupación lánguida que ya había advertido yo, mientras contemplaba cansado lo que íbamos haciendo, como si todo se refiriera a otra persona distinta de él. Los criados observaban compasivos su mal estado, y como estaban muy dispuestos a ayudar, pronto le tuvimos preparado el cuartito, y algunos de los hombres de la casa lo llevaron en volandas por el patio, en medio de la lluvia, pero bien abrigado. Resultaba agradable ver con qué amabilidad lo trataban, y que, según parecía, creían que con llamarlo «compañero» iban a lograr que se animara algo. Las operaciones las dirigía Charley, que iba y volvía entre el cuartito y la casa con los pequeños estimulantes y comodidades que consideramos prudente darle. Mi Tutor volvió a verlo antes de que lo dejáramos dormir, y cuando volvió al Gruñidero a escribir una carta en pro del chico, que un mensajero habría de entregar al amanecer del día siguiente, me comunicó que parecía estar mejor y a punto de quedarse dormido. Dijo que le habían cerrado la puerta por fuera, por si le daba un delirio, pero que había tomado precauciones para que si hacía algún ruido hubiera alguien que lo oyera.
Como Ada estaba resfriada en nuestra habitación, el señor Skimpole se quedó solo todo aquel rato, y se entretuvo tocando fragmentos de melodías patéticas, cuya letra entonaba a veces (según podíamos oír a lo lejos) con gran expresión y sentimiento. Cuando nos reunimos con él en el salón, dijo que nos iba a cantar una pequeña balada, que se le había ocurrido «a propósito de nuestro joven amigo», y entonó una canción relativa a un muchacho del campo:
Arrojado al ancho mundo,
condenado a siempre errar,
ya no tiene ni una tierra,
ni unos padres, ni un hogar
La cantó con una voz exquisita. Nos dijo que era una canción que siempre le hacía llorar.
Estuvo muy alegre todo el resto de la velada, porque «le encantaba gorjear», dijo encantado, «al pensar que estaba rodeado de gente tan maravillosamente dotada para organizar las cosas». Levantó su vaso de vino caliente para brindar: «¡Porque se mejore nuestro joven amigo!», e imaginó detalladamente que el chico estuviera destinado, como Whittington, a llegar a ser el Lord Mayor de Londres. En tal caso, no cabía duda de que fundaría la Institución Jarndyce y el Asilo Summerson, y establecería una pequeña Peregrinación de la Corporación Municipal a Saint Albans. Dijo estar convencido de que nuestro joven amigo era un excelente muchacho en su género, aunque ese género no era el de Harold Skimpole; lo que era Harold Skimpole lo había descubierto el propio Harold Skimpole, con gran sorpresa, cuando por fin se conoció a sí mismo con todos sus defectos, y le parecía filosóficamente correcto sacar el mejor partido de su descubrimiento, y esperaba que nosotros hiciéramos lo mismo.
Lo último que nos había dicho Charley era que el chico estaba tranquilo. Desde mi ventana, yo podía ver cómo seguía ardiendo en silencio la luz que le habían dejado, y me fui a la cama muy contenta, pensando que estaba a salvo. Poco antes de amanecer, se oyeron más ruidos y más voces que de costumbre, y me desperté. Al vestirme, miré por la ventana, y pregunté a uno de los criados, que la noche pasada había mostrado su solidaridad activa con el muchacho, si pasaba algo. En la ventana del cuartito seguía ardiendo el quinqué.
—Es el chico, señorita —me respondió.
—¿Está peor? —pregunté.
—Se nos ha ido, señorita.
—¡Ha muerto!
—¿Muerto, señorita? No. Se ha marchado.
Parecía imposible adivinar a qué hora de la noche se había ido, ni cómo, ni por qué. Como la puerta seguía estando cerrada y el quinqué seguía en la ventana, sólo cabía suponer que se hubiera marchado por una trampa que había en el suelo y que comunicaba con la cuadra de los carros, abajo. Pero, de ser así, la había vuelto a cerrar, y no se notaba que la hubiera abierto. No faltaba nada. Una vez aclarado eso, todos aceptamos la penosa idea de que por la noche había delirado y que, atraído por algún objeto imaginario, o perseguido por algún horror imaginario, se había marchado en un estado peor que el de la debilidad; es decir, todos menos el señor Skimpole, quien sugirió reiteradamente, con su habitual aire de jovialidad, que a nuestro joven amigo se le había ocurrido que si se quedaba podía ponernos en peligro, y con gran cortesía natural había decidido marcharse.
Se hicieron todas las investigaciones posibles, y se le buscó por todas partes. Se examinaron los hornos de hacer ladrillos, se visitaron las casitas, se interrogó, en particular, a las dos mujeres, pero no sabían nada de él, y era imposible dudar de la sinceridad de su sorpresa. Hacía demasiado tiempo que estaba lloviendo, y aquella misma noche había llovido demasiado para que se pudieran seguir sus huellas. Nuestros criados examinaron setos y zanjas, cercas y pajares en varias millas a la redonda, por si el chico estaba inconsciente o muerto en alguna parte, pero no había dejado ni un indicio de que jamás hubiera estado por los alrededores. Después de quedarse solo en el cuartito, había desaparecido.