El señor Bagnet hace un gesto de la cabeza dirigido hacia su viejita, en sentido de que acaban de conocer a una verdadera joya.
—Supongamos que vengo a verle a usted, digamos, a las diez y media mañana por la mañana. ¿Podría usted indicarme unos cuantos violonchelos buenos? —pregunta el señor Bucket.
Nada más fácil. Tanto el señor como la señora Bagnet se comprometen a tener la información pedida, e incluso se sugieren entre sí la posibilidad de tener unos cuantos en casa para someterlos a su aprobación.
—Gracias —dice el señor Bucket—, gracias. Buenas noches, señora. Buenas noches, jefe. Buenas noches, guapas. Les agradezco mucho que me hayan brindado una de las veladas más agradables que he pasado en mi vida.
Al contrario, son ellos quienes le están agradecidos por el placer que les ha causado su compañía, y así se separan con muchas expresiones de buena voluntad por ambas partes.
—Y ahora, George, muchacho —dice el señor Bucket, tomándolo del brazo a la puerta de la tienda—, ¡vamos! —Mientras avanzan por la callejuela y los Bagnet se paran un momento a mirarlos, la señora Bagnet observa al buen Lignum que el señor Bucket «va casi pegado a George, y parece tenerle mucho cariño».
Como las calles del vecindario son estrechas y están mal pavimentadas, resulta algo incómodo andar por ellas de a dos en fondo y del brazo. En consecuencia, el señor George propone ir de uno en uno. Pero el señor Bucket, que no puede decidirse a abandonar ese gesto de amistad, replica:
—Espera medio minuto, George. Primero quiero hablar contigo —e inmediatamente lo mete de un tirón en una taberna, en cuya salita se coloca frente a él y se queda con la espalda contra la puerta.
—Bueno, George —dice el señor Bucket—. Como tú sabes muy bien, una cosa es el deber y otra cosa es la amistad. A mí no me gusta que lo uno esté en conflicto con lo otro, si puedo evitarlo. He tratado de que no pasara nada desagradable esta tarde, y estarás de acuerdo en que lo he conseguido. Ahora considérate detenido, George.
—¿Detenido? ¿Por qué? —pregunta el soldado, estupefacto.
—Vamos, George —dice el señor Bucket, exhortándolo con un gesto del índice a que adopte una actitud razonable—, como sabes muy bien, el deber es una cosa y la conversación otra. Tengo la obligación de informarte de que todo lo que digas podrá utilizarse en contra tuya. O sea, George, que ten cuidado con lo que dices. ¿No has oído hablar de un asesinato?
—¡Un asesinato!
—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que mantiene el índice impresionantemente activo—, recuerda lo que te he dicho. No te pregunto nada. Esta tarde estabas mal de ánimo. Insisto: ¿has oído hablar de un asesinato?
—No. ¿Dónde ha habido un asesinato?
—Vamos, George —continúa el señor Bucket—, no vayas a comprometerte. Voy a decirte por qué te detengo. Ha habido un asesinato en Lincoln’s Inn Fields: un señor llamado Tulkinghorn. Murió anoche; de un tiro. Por eso te detengo.
El soldado se deja caer en una silla, le empiezan a brotar grandes gotas en la frente y por su faz se difunde una palidez mortal.
—¡Bucket! Será posible que hayan matado al señor Tulkinghorn y que sospeche usted
de mí
!
—George —replica el señor Bucket, que sigue moviendo el dedo—, es tan posible, que eso es lo que pasa. El crimen se cometió anoche a las diez. Tú sabrás dónde estabas anoche a las diez y sin duda podrás probarlo.
—¡Anoche! ¡Anoche! —repite el soldado pensativo. Y de pronto se acuerda— ¡Dios mío, anoche estuve allí!
—Eso tenía entendido, George —replica el señor Bucket con mucha calma—. Eso tenía entendido. Igual que has estado muchas veces allí. Te han visto rondando por allí, y te han oído pelearte con él más de una vez, y es posible… Atención, no digo seguro, pero sí posible que alguien le haya oído a él decir que eras un tipo amenazador, asesino y peligroso.
El soldado se queda con la boca abierta, como dispuesto a reconocerlo todo, pero no puede hablar.
—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que deja el sombrero en una mesa, como si lo único que le interesara en este mundo fuera el estudio de la tapicería—, lo único que yo deseo, igual ahora que a lo largo de toda la tarde, es que no pase nada desagradable. Te digo sinceramente que Sir Leicester Dedlock, Baronet, ha ofrecido una recompensa de cien guineas. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, pero tengo un deber que cumplir, y si alguien se va a ganar esas cien guineas más vale que sea yo, y no otro. Por todo lo cual espero que comprendas que he de detenerte, y que me ahorquen si no te detengo. ¿Tengo que pedir ayuda o están las cosas claras?
El señor George se ha recuperado y se yergue como un soldado.
—¡Vamos! —
dice
—. Estoy dispuesto.
—George —continúa diciendo el señor Bucket—, ¡espera un momento! —con sus gestos de tapicero, como si el soldado fuera una ventana a la que poner burletes, se saca del bolsillo un par de esposas—, se trata de una acusación grave, George, y tengo un deber que cumplir.
Al soldado se le suben los colores de ira, y titubea un momento, pero alarga las dos manos juntas y dice:
—¡Ahí… están! ¡Póngamelas!
El señor Bucket se las pone en un momento.
—¿Cómo las encuentras? ¿Te aprietan? Si te aprietan, me lo dices, porque no quiero que las cosas sean más desagradables de lo necesario, dentro de los límites que me impone el deber, y tengo otro par en el bolsillo. —Y hace esta observación como si fuera un comerciante respetable, deseoso de hacer bien lo que le han encargado, a plena satisfacción del cliente—. ¿Están bien así? ¡Perfecto! Y ahora, mira, George —y saca una capa de un rincón y empieza a ponérsela al cuello al soldado—, cuando salí a buscarte comprendí cuáles serían tus sentimientos y por eso he traído esto. ¡Mira! ¿Quién se va a enterar?
—Sólo yo —responde el soldado—, pero ya que lo sé yo, hágame un favor y bájeme el sombrero hasta las cejas.
—¡Vamos! ¿De verdad? Es una pena. No parece bien.
—No puedo mirar a la gente con que nos crucemos con estas cosas puestas —replica rápidamente el señor George—. Por el amor de Dios, bájeme el sombrero hasta las cejas.
Ante esta exhortación, el señor Bucket obedece, se pone él también el sombrero y lleva a su presa a la calle; el soldado marcha con su decisión de siempre, aun que lleva la cabeza menos erguida, y el señor Bucket lo guía por el codo en los cruces y las esquinas.
Ocurrió que cuando volví de Deal a casa encontré una nota de Caddy Jellyby (como seguíamos llamándola nosotros) en la cual me comunicaba que su salud, que era delicada desde hacía algún tiempo, había empeorado, y que no podía saber yo la alegría que le daría si podía ir a verla. Era una nota de pocas líneas, escrita desde su lecho de enferma, y que contenía otra de su marido, el cual éste secundaba la petición de ella con gran solicitud. Caddy era ya madre, y yo madrina, de un pobrecito bebé: una nenita de carita arrugada con un rostro que parecía hundirse bajo los bordes del gorrito, y unas manitas flacas de dedos largos que siempre tenía apretadas bajo la barbilla. Se pasaba el día acostada en esa postura, con los ojitos brillantes muy abiertos y preguntándose (solía imaginarme yo) por qué era tan pequeña y tan débil. Siempre que la cambiaban de postura se echaba a llorar, pero el resto del tiempo era tan buena que parecía como si no deseara en la vida nada más que estarse quietecita y pensar. Tenía unas extrañas venillas oscuras en la cara, y unas curiosas marcas oscuras bajo los ojos, como débiles recuerdos de los días entintados de Caddy, y, en general, para quienes no estaban acostumbrados a verla, era un espectáculo que daba pena.
Pero a Caddy le bastaba con estar ella acostumbrada a verla. Los proyectos con los que iba pasando los días de su enfermedad, para la educación de la pequeña Esther, la boda de la pequeña Esther, e incluso para su propia vejez, como abuela de las pequeñas Estheres de la pequeña Esther expresaban de manera tan bonita su cariño a aquel orgullo de su vida que me siento tentada de recordar algunos de ellos, si no fuera porque me doy cuenta de que me estoy apartando de mi narración.
Volvamos a la carta. Caddy tenía una superstición relacionada conmigo, que se le había ido haciendo más fuerte desde aquella noche, hacía mucho tiempo, en que se había quedado dormida con la cabeza en mi regazo. Estaba casi convencida (creo que debo decir totalmente convencida) de que siempre que yo estaba a su lado le pasaban cosas buenas. Aunque aquello era una fantasía de aquella chica tan cariñosa que casi me da vergüenza recordar, quizá tuviera toda la fuerza de la realidad cuando estaba verdaderamente enferma. En consecuencia, y con el permiso de mi Tutor, me puse inmediatamente en marcha para ver a Caddy; y ella y Prince se alegraron tanto de verme que nunca había visto yo nada igual. Al día siguiente volví a sentarme a su lado, y lo mismo al otro. Era un viaje muy fácil, pues bastaba con que me levantara un poco más temprano por la mañana, hiciera mis cuentas y atendiera a los asuntos de la casa antes de marcharme.
Pero una vez hechas aquellas tres visitas, mi Tutor me dijo una noche, a mi regreso:
—Bueno, mujercita, mujercita, esto no puede continuar. La gota de agua acaba por horadar la piedra, y los constantes viajes acaban incluso con la señora Durden. Vamos a pasar una temporada en Londres en nuestro antiguo alojamiento.
—No lo haga usted por mí, mi querido Tutor —dije—, porque nunca me siento cansada —lo cual era verdad. Incluso me alegraba el que quisieran mi compañía.
—Pero sí por mí —respondió mi Tutor—, o por Ada, o por los dos. Creo que mañana es el cumpleaños de alguien.
—Es verdad, yo también —dije, dándole un beso a mi niña, que al día siguiente cumplía los veintiuno.
—Bueno —observó mi Tutor, medio en broma, medio en serio—, es un gran día que dará a mi querida prima unas cuantas cosas que hacer en relación con la afirmación de su independencia, y para eso es mejor estar en Londres. De manera que nos vamos a Londres. Una vez resuelto esto, queda otra cosa: ¿cómo has dejado a Caddy?
—Nada bien, Tutor. Me temo que va a tardar algún tiempo en recuperar la salud y las fuerzas.
—¿A qué llamas tú algún tiempo? —preguntó mi Tutor, pensativo.
—Unas semanas, me temo.
—¡Ah! —y empezó a pasearse por la habitación con las manos en los bolsillos, lo cual mostraba que eso era lo que había pensado él—. ¿Y qué te parece su médico? ¿Es un buen médico, amor mío?
Me sentí obligada a confesar que no sabía que no lo fuera, pero que Prince y yo habíamos convenido aquella misma tarde en que nos gustaría ver su opinión confirmada por algún otro.
—Bueno, ya sabes —replicó rápidamente mi Tutor— que contamos con Woodcourt.
Yo no había querido referirme a él, y me sentí tomada por sorpresa. Durante un momento pareció como si todo lo que ya pensaba en relación con el señor Woodcourt volviera sobre mí para confundirme.
—¿No tendrás nada que objetar, mujercita?
—¿Objetarle a él, tutor? ¡Ah, no!
—¿Y no crees que la paciente tenga nada en contra de él?
Por el contrario, a mí no me cabía duda de que ella estaría dispuesta a confiar mucho en él y a llevarse muy bien con él. Dije que para ella no era ningún desconocido, pues lo había visto muchas veces cuando él había tenido la amabilidad de atender a la señorita Flite.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Hoy ha venido a vernos, hija mía, y mañana hablaré con él del asunto.
En aquella breve conversación tuve la idea (aunque no sé cómo, porque ella se mantuvo en silencio y no nos miramos) de que mi niña recordaba muy bien con qué risas me había tomado por la cintura cuando nada menos que la propia Caddy me había traído el regalito de despedida de él. Aquello me hizo pensar que debería ponerla al tanto, y también a Caddy, de que yo iba a pasar a ser la señora de Casa Desolada, y que si aguardaba más tiempo a hacer esa revelación, me haría menos digna a sus propios ojos del amor del señor de la casa. En consecuencia, cuando subimos a nuestras habitaciones y esperamos hasta que el reloj diera las 12, únicamente con el objeto de que pudiera ser yo la primera en felicitar de todo corazón a mi cariñito por su cumpleaños y en darle un abrazo, le expuse, igual que me había expuesto a mí misma, la bondad y la honorabilidad de su primo John y la vida tan feliz que me esperaba. Si alguna vez mi bienamada me mostró más cariño que de costumbre en toda nuestra relación, desde luego fue aquella noche. Y yo me sentí tan alegre al verlo, y tan reconfortada por la sensación de haber hecho bien al eliminar aquella última reserva absurda, que me sentí diez veces más feliz que antes. Hacía apenas unas horas que no había considerado que aquello fuera una reserva por mi parte, pero ahora que había desaparecido, me pareció comprender mejor su índole.
Al día siguiente nos fuimos a Londres. Hallamos libre nuestro antiguo alojamiento, y en media hora quedamos cómodamente instalados, como si nunca nos hubiéramos ido. El señor Woodcourt comió con nosotros, para celebrar el cumpleaños de mi niña, y fue un acontecimiento tan agradable como era posible con el gran vacío que naturalmente creaba la ausencia de Richard. A partir de aquel día pasé unas semanas (ocho o nueve, según recuerdo) acompañando mucho a Caddy, y así ocurrió que vi mucho menos a Ada en aquella época que en ninguna desde que nos habíamos conocido, salvo cuando yo misma estuve enferma. También ella venía a menudo a casa de Caddy, pero allí nuestra función consistía en entretenerla y animarla, y no hablábamos para intercambiar nuestras confidencias habituales. Cuando me iba a, casa por la noche, nos íbamos juntas, pero era frecuente que el reposo de Caddy se viera interrumpido por sus dolores, y muchas veces me quedaba con ella para atenderla.
Con su marido y su nenita chiquitita a la que amar, y su casa por la que luchar, ¡qué gran persona era Caddy! Era altruista, no se quejaba, quería ponerse bien por ellos, no quería causar problemas, pensaba siempre en que su marido tenía que trabajar sin la ayuda de nadie, y jamás se olvidaba de las comodidades del señor Turveydrop padre. Hasta entonces nunca le había visto yo tal como era de verdad. Y parecía muy curioso que su pálida cara y su cuerpo sin fuerza estuvieran yaciendo allí, mientras lo que importaba en la vida era el baile, mientras el violín y los aprendices empezaban de madrugada en el salón de baile, y mientras el muchacho sucio bailaba el vals solo en la cocina durante toda la tarde.