Ocurrió un incidente, poco antes de que nos fuéramos de la casa del señor Boythorn, que debo mencionar ahora.
Estaba yo paseándome por el jardín, con Ada, cuando me dijeron que tenía una visita. Al entrar en la salita donde me esperaba aquella persona, vi que era la doncella francesa que se había quitado los zapatos para andar por la hierba mojada, aquel día de los truenos y los relámpagos.
—Mademoiselle —comenzó a decir, mirándome fijamente con aquellos ojos tan intensos, aunque, por lo demás, tenía un aspecto agradable, y hablaba sin insolencia ni servilismo—, me he tomado una gran libertad al venir aquí, pero como es usted tan amable, Mademoiselle, sabrá perdonarme:
—No hay nada que perdonar —repliqué— si lo que desea usted es hablar conmigo.
—Eso es lo que deseo, Mademoiselle. Mil gracias por darme permiso. Me autoriza usted a hablar con usted,
¿n'est ce pas
? —preguntó rápida y espontáneamente.
—Desde luego —respondí.
—¡Es usted tan amable, Mademoiselle! Entonces, escuche, por favor. He dejado a Milady. No lográbamos ponernos de acuerdo. Milady es tan altiva, ¡tan altanera! ¡Perdón, Mademoiselle! ¡Tiene usted razón! —Con su agilidad mental, se había adelantado a lo que iba yo a decir inmediatamente, pero no había hecho más que pensar—. No me corresponde a mí venir a quejarme de Milady. Pero digo que es altanera, muy altanera. No diré ni una palabra más. Eso lo sabe todo el mundo.
—Continúe, por favor —insté.
—Desde luego; Mademoiselle, le agradezco su cortesía. Mademoiselle, tengo un deseo inexpresable de hallar empleo con una señorita que sea buena, educada y bella como un ángel. ¡Ah, si pudiera tener el honor de ser su doncella!
—Lo siento, pero… —comencé.
—¡No me rechace tan pronto, Mademoiselle! —dijo, con una contracción involuntaria de sus finas cejas negras— ¡Déjeme un momento de esperanza! Mademoiselle, sé que este servicio sería menos brillante que el que acabo de abandonar. Bueno, eso es lo que deseo. Sé que este servicio sería menos distinguido que el que acabo de abandonar. ¡Bueno! Eso es lo que deseo. Sé que aquí cobraría menos. Bien. No me importa.
—Le aseguro —dije, muy inquieta ante la mera idea de tener una doncella así— que yo no tengo doncella…
—Ah, Mademoiselle, pero ¿por qué no? ¡Por qué no, cuando puede usted tener a alguien que le sea totalmente leal! ¡Alguien que estaría encantada de servirla, que le sería tan fiel, tan celosa de sus cosas, tan leal día tras día! Mademoiselle, deseo con todo mi corazón entrar a su servicio. No hablemos de dinero por ahora. Tómeme tal como vengo. ¡Por nada!
Hablaba con tal fervor que di un paso atrás, casi asustada de ella. Como sin darse cuenta, en su andar seguía avanzando hacia mí, y hablaba rápidamente y en voz baja, aunque siempre con cierta elegancia y corrección.
—Mademoiselle, yo soy del
Midi
, donde somos de temperamento vivo, y donde queremos o no queremos con todas nuestras fuerzas. Milady era demasiado altanera para mí, yo era demasiado altanera para ella. Eso ya pasó, se acabó, ¡se terminó! Recíbame a su servicio, y seré una buena doncella. Haré por usted más cosas de las que se pueda usted figurar. ¡Chist!, Mademoiselle, estoy dispuesta a…, da igual. Haré todo lo que me sea posible en todo. Si me acepta usted a su servicio, no se arrepentirá. Mademoiselle, usted no se arrepentirá, y yo seré una buena doncella. ¡No lo puede usted ni imaginar!
En la cara se le reflejaba una temible energía, mientras me contemplaba al explicarle yo que me era imposible contratarla (sin considerar necesario explicarle lo poco que deseaba hacerlo), lo cual pareció provocar la aparición ante mí de una mujer de las calles de París durante el Terror. Me escuchó sin interrumpirme, y después dijo, con su atractivo acento y con voz muy pausada:
—Bien, Mademoiselle, ya he recibido mi respuesta. Lo siento. Pero ahora tengo que ir a otra parte, a buscar lo que no he podido encontrar aquí. ¿Tendrá usted la bondad de permitirme que le bese la mano?
Me miró con más intensidad al tomármela, y durante aquel contacto momentáneo pareció tomar nota de cada una de las venas que la recorrían.
—Me temo haberla sorprendido, Mademoiselle, el día de la tormenta, ¿no? —preguntó, con una reverencia de despedida.
Confesé que nos había sorprendido a todos.
—Hice un juramento, Mademoiselle —dijo, con una sonrisa, y quería dejármelo grabado en la cabeza, para cumplirlo fielmente—. ¡Y es lo que voy a hacer!
¡Adieu
, Mademoiselle!
Así terminó nuestra conferencia, lo cual celebré mucho. Supuse que se iría del pueblo, pues no la volví a ver, y no ocurrió nada que perturbara nuestras apacibles diversiones veraniegas hasta que pasaron las seis semanas y volvimos a casa, como acababa de decir.
En aquella época, y durante muchas semanas después, las visitas de Richard fueron constantes. Además de venir todos los sábados y domingos, y quedarse con nosotros hasta el lunes por la mañana, a veces venía a caballo, inesperadamente, pasaba la velada con nosotros y volvía a marcharse a la mañana siguiente. Estaba tan animado como siempre, y nos decía que trabajaba mucho, pero yo no estaba tranquila a su respecto. Me parecía que todo su trabajo estaba mal orientado. No podía ver que lo llevara a ninguna parte, más que a la formación de esperanzas ilusorias relativas del pleito, que ya había sido la causa perniciosa de tanto dolor y tanta ruina. Nos decía que había llegado a la clave del misterio, y estaba perfectamente al tanto de que el testamento en virtud del cual corresponderían a Ada y a él no sé cuántos miles de libras, tenía que aclararse definitivamente,
de suponer que
en el Tribunal de Cancillería existía el más mínimo sentido de la Justicia (¡pero qué grande sonaba aquel
«de suponer que
» a mis oídos!), y que ya no podía faltar mucho para aquella feliz conclusión. Se lo demostraba a sí mismo con todos los argumentos gastados que había leído en ese sentido, y cada uno de ellos le hacía sumirse más en su ilusión. Incluso había empezado a frecuentar el Tribunal. Nos dijo que allí veía a diario a la señorita Flite, que hablaban y que, al mismo tiempo que se reía de ella, en el fondo de su alma la compadecía. Pero nunca se imaginó —¡nunca, mi pobre, mi querido, mi optimista Richard!— el vínculo fatal que se iba forjando entre su propia y lozana juventud y la ajada ancianidad de ella; entre sus esperanzas de libertad y los pájaros enjaulados de ella, metida en su buhardilla famélica y víctima de sus desvaríos.
Ada lo amaba demasiado para desconfiar de él en nada de lo que hiciera o dijera, y aunque mi Tutor se quejaba a menudo del viento de Levante y pasaba más tiempo que de costumbre leyendo en el Gruñidero, mantenía un silencio estricto en relación con el tema. Por eso, un día en que fui a Londres a ver a Caddy Jellyby, que me había llamado, pensé en pedir a Richard que me esperase en la estación de las diligencias, con objeto de charlar un rato con él. Allí lo encontré a mi llegada, y nos fuimos del brazo.
—Bueno, Richard —dije en cuanto me pareció que podíamos hablar en serio—, ¿empiezas a sentirte más asentado?
—¡Desde luego, amiga mía! —replicó Richard—. Estoy bastante bien.
—Ya lo has dicho antes, mi querido Richard.
—Y no te parece respuesta, ¿verdad? ¡Bueno! Quizá no lo sea. ¿Asentado? ¿Quieres decir si tengo la sensación de que me voy asentando?
—Sí.
—Pues no, no podría afirmar que me voy asentando —dijo Richard, acentuando la última palabra, como para subrayar su dificultad—, porque es imposible asentarse mientras siga sin asentarse todo este asunto. Cuando digo «asunto», me refiero, naturalmente, a… al tema prohibido. —¿Crees que llegará a asentarse alguna vez? —pregunté.
—No me cabe la menor duda —afirmó Richard.
Seguimos paseando un rato en silencio, y poco después Richard volvió a hablarme con su voz más franca y emocionada:
—Mi querida Esther, te comprendo, y te aseguro que me gustaría ser más constante. No me refiero a mi constancia para con Ada, pues la quiero mucho, cada día más, sino constante conmigo mismo (no logro expresar bien lo que quiero decir, no sé por qué, pero estoy seguro de que me comprendes). Si fuera más constante, me habría aferrado como una lapa a Badger, o Kenge y Carboy, y estaría ya trabajando de manera metódica y sistemática, y no tendría deudas, y…
—¿Tienes
deudas, Richard?
—Sí —dijo Richard—, tengo algunas deudas, mi querida Esther. Y además paso demasiado tiempo en los billares y sitios por el estilo. Ahora que te he confesado mis crímenes, seguro que me desprecias, ¿verdad, Esther?
—Sabes perfectamente que no —dije.
—Eres más generosa conmigo de lo que lo soy yo muchas veces —me replicó—. Querida Esther, soy un pobre diablo, por no estar más asentado; pero ¿cómo
puedo
estar más asentado? Si tú vivieras en una casa sin terminar, no podrías asentarte en ella; si estuvieras condenada a dejar sin terminar todo lo que emprendieras, te parecería difícil aplicarte a nada, y, sin embargo, ése es mi caso, por desgracia. Yo nací en medio de este litigio inacabado, con todas sus fluctuaciones y todas sus posibilidades, y empezó a desasentarme antes de que yo pudiera comprender la diferencia que hay entre un pleito y un crédito, y ha seguido teniéndome desasentado toda mi vida; y aquí me tienes ahora: consciente a veces de que soy un inútil, e indigno de amar a mi confiada prima Ada.
Estábamos en un lugar solitario, y al decir aquellas palabras se llevó las manos a los ojos y exhaló un gemido.
—¡Ay, Richard —le dije—, no sufras tanto! Eres de carácter noble, y es posible que el amor de Ada te haga cada día más digno de ella.
—Ya lo sé, amiga mía —replicó, apretándome el brazo—, lo sé perfectamente. No te preocupes por verme un poco débil en estos momentos, porque llevo mucho tiempo pensando en todo el asunto, y a veces me he propuesto hablar contigo, y unas veces me ha faltado la oportunidad y otras el valor. Sé lo que debería inspirarme el pensar en Ada, pero no me vale de nada. Estoy demasiado desasentado incluso para eso. La quiero con toda mi alma, y, sin embargo, no actúo bien con ella al no actuar bien conmigo mismo todos los días y a todas horas. Pero esto no va a durar eternamente. Hemos de llegar a una última audiencia, y el fallo nos será favorable, ¡y entonces veréis tú y Ada de lo que soy verdaderamente capaz yo!
Me había angustiado al oírlo sollozar y ver que se llevaba las manos a los ojos para contener las lágrimas, pero aquello me afectó infinitamente menos que la animación y la esperanza con que pronunció las últimas palabras.
—He estudiado bien los documentos, Esther; llevo meses estudiándolos —continuó diciendo, recuperando de golpe su tono alegre—, y puedes creerme si te digo que vamos a ganar. ¡Sabe el Cielo que llevamos años de retraso, y eso no puede sino aumentar la probabilidad de que el caso termine rápidamente! De hecho, ya está inscrito en el calendario de los Tribunales. ¡Todo va a arreglarse, y entonces verás!
Recordé que acababa de colocar a los señores Kenge y Carboy en la misma categoría que al señor Badger, y le pregunté cuándo se proponía firmar su pasantía en Lincoln’s Inn.
—¡Vuelta a lo mismo! Creo que nunca, Esther —respondió con un esfuerzo—. Creo que ya me basta de eso. Después de trabajar en Jarndyce y Jarndyce como un forzado, se ha saciado mi sed de Derecho, y me he convencido de que no me gusta. Además, me da la sensación de que cada vez me desasienta más el estar constantemente en el lugar de la acción. De manera que, naturalmente, ¿en qué puedo pensar? —terminó Richard, que había recuperado su confianza.
—No puedo imaginármelo —dije.
—No te pongas tan seria —replicó Richard—, porque, mi querida Esther, es lo mejor que puedo hacer, estoy seguro. No es como si quisiera una profesión para toda la vida. El proceso tiene que llegar a su fin, y entonces tendré una buena posición. No. Para mí se trata de una actividad que es, por su propia índole, más o menos desasentada, y, por lo tanto, adecuada para mi condición actual… Debería decir la más adecuada. ¿Qué es, entonces, lo que estoy pensando?
Lo miré, y negué con la cabeza.
—¡Qué va a ser, sino el ejército! —dijo Richard, con tono de total convencimiento.
—¡El ejército! —exclamé.
—Pues claro que el ejército. Lo que pasa es que tengo que conseguir un despacho, y después ¡estoy colocado! —dijo Richard.
Y después me demostró, me probó con cálculos complicados en su cuaderno de bolsillo, que de suponer que hubiera contraído, por ejemplo, deudas por valor de 200 libras en seis meses, antes de entrar en el ejército, y que en el mismo período de tiempo no contrajera ninguna, dentro del ejército, acerca de lo cual estaba perfectamente decidido, esa medida debía implicar un ahorro de 400 libras al año, que era una suma considerable. Y después habló de forma tan ingenua y sincera del sacrificio que había hecho al alejarse durante un cierto tiempo de Ada, y de la seriedad con la que aspiraba —como verdaderamente pensaba que aspiraba, lo sé— a devolverle su amor y garantizar su felicidad, y a vencer sus propias debilidades, y a convertirse en el alma misma de la decisión, que me dio gran dolor de corazón. Porque yo pensaba: «¿cómo acabaría esto, cómo podría acabar todo esto, cuando tan pronto y de forma tan segura todas sus cualidades viriles estaban afectadas por la feroz plaga que destrozaba todas las cosas sobre las cuales caía?»
Hablé a Richard con todo mi sentimiento y con toda la esperanza que entonces no podía sentir, y le imploré que, por amor de Ada, no depositara ninguna confianza en la Cancillería (en la que nadie confiaba y que todo el mundo contemplaba con temor, desprecio y horror; le supliqué que la viera como algo tan flagrante y tan perverso que, salvo un milagro, jamás podría producir nada bueno para nadie).
Richard asintió complaciente a todo lo que le dije; con un fácil menosprecio del Tribunal y de todo lo demás, y trazó una imagen brillantísima de la vida que iba a llevar, ¡ay!, cuando aquel terrible proceso se resolviera. Nuestra conversación fue muy larga, pero en el fondo siempre volvía al mismo tema.
Por fin llegamos a Soho Square, donde me había dado cita Caddy Jellyby, por tratarse de un lugar tranquilo y cercano a Newman Street. Caddy estaba en el jardincillo del centro, y vino corriendo en cuanto me vio. Tras unas palabras alegres, Richard nos dejó a solas.
—Prince tiene un alumno enfrente de aquí, Esther —dijo Caddy—, y nos ha dejado la llave. Así que, si quieres venir conmigo, nos podemos ir allí y te puedo decir con tranquilidad por qué quería verte, amiga mía.