—¿Se llamaba Gridley?
—Efectivamente, señor.
El señor George me dirigió otra serie de miradas vivaces, mientras mi Tutor y yo cambiábamos unas palabras de sorpresa ante la coincidencia, en vista de lo cual le expliqué cómo era que conocíamos el nombre. Me hizo otra de sus inclinaciones militares, en reconocimiento de lo que él calificó de mi condescendencia.
—No entiendo —dijo al mirarme— qué es lo que me pasa otra vez, pero… ¡bueno! ¡Debo de tener algo en la cabeza!
Se pasó una manaza por el pelo negro y rizado, como para barrerse de la cabeza aquellas ideas absurdas y se sentó un poco hacia adelante, con un brazo en la cadera y el otro apoyado en la pierna, contemplando pensativo el piso.
—Lamento saber que ese mismo estado de ánimo ha puesto a Gridley en nuevas dificultades y que está escondido —comentó mi Tutor.
—Es lo que me han dicho, señor —replicó el señor George, que seguía pensativo y mirando al suelo—. Es lo que me han dicho.
—¿No sabe usted dónde?
—No, señor —contestó el soldado, levantando la mirada y saliendo de sus pensamientos—. No sé nada de él. Supongo que pronto se cansará. Se puede atacar a un hombre durante años y años, pero al final acabará por rebelarse.
La entrada de Richard interrumpió la conversación. El señor George se levantó, me hizo una de sus reverencias militares, deseó los buenos días a mi Tutor y salió de la sala a grandes pasos.
Aquello fue en la mañana del día designado para la marcha de Richard. Ya no teníamos más compras que hacer, yo le había terminado las maletas a primera hora de la tarde, y estábamos libres hasta la noche, cuando él tenía que irse a Liverpool camino de Holyhead. Como estaba previsto que aquel día se reanudara la vista de Jarndyce y Jarndyce, Richard me propuso que fuéramos al Tribunal a oír lo que pasaba. Dado que era su último día y él tenía tantas ganas de ir y yo nunca había ido allí, di mi consentimiento y fuimos andando hasta Westminster, donde celebraba entonces sus sesiones el tribunal. Pasamos el tiempo hablando de las cartas que Richard había de escribirme, y de las que yo había de escribirle a él, y de muchos proyectos esperanzadores. Mi Tutor sabía a dónde íbamos y, por tanto, no nos acompañó.
Cuando llegábamos al Tribunal, allí estaba el Lord Canciller (el mismo al que había visto yo en su despacho privado de Lincoln’s Inn) sentado con gran pompa y gravedad en el banco, con la maza y los sellos en una mesa roja que había debajo de su puesto, y un inmenso ramo de flores, como un pequeño jardín que perfumaba toda la Sala. Debajo de aquella mesa había una larga fila de procuradores, con montones de papeles en las esterillas que tenían a sus pies, y después estaban los abogados con sus pelucas y togas, algunos despiertos y otros dormidos, y uno que hablaba sin que nadie prestara atención a lo que estaba diciendo. El Lord Canciller estaba reclinado en su butacón, con un codo en el brazo acolchado y la cabeza apoyada en una mano; algunos de los presentes estaban adormilados, otros leían periódicos, otros se paseaban o murmuraban en grupos; todos parecían hallarse como en su casa, sin ninguna prisa, muy despreocupados y comodísimos.
Al ver que todo procedía con tal calma y pensar en las asperezas de las vidas y las muertes de los pleiteantes; al ver tanta pompa y ceremonia y pensar en el despilfarro, y en la necesidad y la miseria mendicante en que se sustentaba aquello; al considerar que, mientras tantos corazones se veían desgarrados por la desilusión de las esperanzas desvanecidas, este cortés espectáculo continuaba de día en día y de año en año con tanto orden y compostura; al contemplar al Lord Canciller y a toda la tropa de profesionales sentados por debajo de él, contemplándose los unos a los otros y a los espectadores, como si nadie se hubiera enterado jamás de que en toda Inglaterra aquello en cuyo nombre se hallaban reunidos constituía una burla sangrienta, era motivo de horror, desprecio e indignación universales; era conocido como algo tan flagrante y tan maligno que nada, salvo un milagro, podía hacer que de ello saliera nada bueno para nadie, todo aquello me pareció tan contradictorio y tan curioso que, para mí, que lo veía por primera vez, al principio resultaba increíble y no pude comprenderlo. Me quedé sentada donde me había colocado Richard y traté de escuchar y miré a mi alrededor, pero toda aquella escena no parecía contener ninguna realidad, salvo la pobre señorita Flite, la loca, que estaba de pie en un banco y la contemplaba con gestos de asentimiento.
Pronto nos vio la señorita Flite y vino a donde estábamos nosotros. Me dio gentilmente la bienvenida a sus dominios e indicó con gran agrado y orgullo sus principales atracciones. También vino a hablar con nosotros el señor Kenge, que hizo los honores del lugar de forma muy parecida, con la modestia complaciente del que se siente propietario de un lugar. No era un buen día para venir de visita, nos dijo; él hubiera preferido el primer día del período de sesiones, pero era imponente, era imponente.
Cuando llevábamos allí una media hora, el caso en estudio (si se me permite utilizar una frase tan ridícula en aquellas circunstancias) pareció morir de su propia vacuidad, sin que hubiera llegado, ni nadie pareciese esperar que llegara, a ningún resultado. Después el Lord Canciller pasó un montón de papeles de su mesa a la de los caballeros que estaban debajo y alguien dijo: «JARNDYCE Y JARNDYCE». Esto provocó un murmullo, una risa y una retirada general de los espectadores, y la llegada de grandes montones y pilas de sacas y más sacas llenas de papeles.
Creo que se trataba de «nuevas instrucciones» en relación a una cuenta de las costas, en la medida en que lo pude comprender yo, que me sentía muy confusa. Pero conté 23 caballeros empelucados, que dijeron que participaban «en el caso», y ninguno de ellos pareció comprenderlo mucho mejor que yo. Charlaron del asunto con el Lord Canciller, y se contradijeron y se dieron explicaciones mutuamente, mientras unos de ellos decían que era así y otros decían que era asá, y algunos proponían jocosamente leer enormes volúmenes de declaraciones juradas, y hubo más rumores y más risas, y todos los interesados se hallaban en tal estado de diversión desocupada que nadie pudo comprender nada. Al cabo de una hora aproximadamente de esta actividad, y de que se comenzaran e interrumpieran muchos discursos, quedó «aplazado por el momento», según dijo el señor Kenge, y se volvieron a meter los papeles en dos sacas antes de que los pasantes hubieran terminado de introducirlas todas en la sala.
Cuando terminaron estas actividades desesperantes miré a Richard y me sentí impresionada al ver el aspecto fatigado de su hermoso rostro. No dijo más que:
—No puede durar siempre, señora Durden. ¡A ver si hay más suerte la próxima vez!
Yo había visto al señor Guppy traer unos papeles y ordenarlos ante el señor Kenge, y él me había visto y me había hecho una reverencia melancólica, que me hizo sentir deseos de irme del tribunal. Richard me había dado el brazo, y ya nos íbamos cuando apareció el señor Guppy.
—Perdóneme usted, señor Carstone —dijo en un susurro—, y también usted, señorita Summerson, pero hay aquí una señora, amiga mía, que conoce a la señorita y querría tener placer de estrechar su mano.
Mientras hablaba él vi aparecer ante mí, como si mis recuerdos se hubieran materializado en forma corpórea, a la señora Rachael, de la casa de mi madrina.
—¿Qué tal Esther? —dijo—. ¿Me recuerdas?
Le di la mano, le dije que sí y que había cambiado muy poco.
—Me pregunto si recuerdas aquellos tiempos, Esther —contestó con la misma aspereza de entonces—. Todo ha cambiado mucho. ¡Bueno! Me alegro de verte y me alegro de ver que no eres demasiado orgullosa para reconocerme—. Pero la verdad era que parecía desencantada de que no lo fuera.
—¡Orgullosa, señora Rachael! —protesté.
—Ahora estoy casada, Esther —replicó fríamente para corregirme—, y soy la señora de Chadband. ¡Bueno! Te deseo buenos días y espero que te vaya bien.
El señor Guppy, que había escuchado atentamente aquel breve diálogo, me exhaló un suspiro al oído y se fue abriendo paso con la señora Rachael entre el pequeño grupito de gente que salía y entraba, en medio del cual nos encontrábamos, y que se había congregado al terminar los procedimientos. Richard y yo también nos íbamos, y yo estaba todavía bajo la primera impresión de aquel reencuentro tan imprevisto cuando vi que se acercaba a nosotros, aunque sin vernos, nada menos que el señor George. No hacía caso de la gente que lo rodeaba y avanzaba a zancadas mirando por encima de las cabezas de todos hacia el grupo del Tribunal.
—¡George! —exclamó Richard cuando se lo señalé.
—Me alegro de verlo, señor —respondió—, y también a usted, señorita. ¿Podrían señalarme quién es una persona a la que busco? En estos sitios me armo un lío.
Mientras hablaba se dio la vuelta y abriéndonos camino se detuvo cuando nos salimos del grupo, en un rincón tras un cortinaje rojo.
—Hay una vieja chiflada —empezó a decir— que…
Levanté un dedo, pues la señorita Flite estaba cerca de mí, ya que se había mantenido a mis espaldas todo el tiempo y había llamado la atención sobre mí a varios de sus conocidos legales (según pude oír para mi gran turbación), al murmurarles al oído: «¡Chitón! ¡Fitz-Jarndyce a mi izquierda!»
—¡Ejem! —dijo el señor George—. ¿Recuerda usted, señorita, que esta mañana estuvimos hablando de una cierta persona?…, ¿de Gridley? —susurró tapándose la boca con la mano.
—Sí —contesté.
—Está escondido en mi casa. No podía decírselo. No tenía permiso de él. Está agotado haciendo su última marcha, señorita, y quiere verla a ella. Dice que se conocen bien, y que ella ha sido casi una buena amiga para él aquí. He venido a buscarla, porque cuando vi a Gridley esta tarde me pareció oír el redoblar de los tambores de últimas.
—¿Quiere que se lo diga? —pregunté.
—¿Tendría usted esa amabilidad? —me replicó con una mirada un tanto aprensiva a la señorita Flite—. Es la Providencia la que me ha guiado hacia usted, señorita; no creo que hubiera sabido entendérmelas con esa señora. —Y se llevó una mano al pecho y se irguió con una actitud marcial mientras yo le decía al oído a la señorita Flite cuál era el objetivo de la misión caritativa del señor George.
—¡Mi airado amigo de Shropshire! ¡Casi tan célebre como yo misma! —exclamó ella—. ¡Hay que ver! Hija mía, acudiré a visitarlo con el mayor placer.
—Está escondido en casa del señor George —dije—. ¡Chitón! Éste es el señor George.
—¡Hay que ver! —repitió la señorita Flite—. ¡Es un honor para mí! Es militar, hija mía. ¡Ya sabe usted, todo un general! —me susurró.
La pobre señorita Flite consideró necesario ser tan cortés y amable, y hacer tantas reverencias, en señal de respeto al ejército, que no resultó fácil sacarla del Tribunal. Cuando por fin lo logramos, mientras seguía llamando «mi general» a George, le dio el brazo, para gran diversión de algunos ociosos que nos contemplaban, y él se sintió tan desasosegado, y me pidió con tanto respeto que «no lo abandonara», que no pude decidirme a hacerlo; dado especialmente que la señorita Flite siempre era amable conmigo, y que añadió además: «Fitz-Jarndyce, hija mía, claro que nos acompañará usted». Como Richard parecía perfectamente dispuesto a acompañarlo a su destino, e incluso deseoso de hacerlo, convinimos en ir con ellos. Y como el señor George nos comunicó que Gridley se había pasado la tarde hablando del señor Jarndyce, cuando se enteró de que se habían visto aquella mañana, escribí apresuradamente una nota a lápiz para mi Tutor a fin de comunicarle a dónde habíamos ido y por qué. El señor George la lacró en un café con objeto de proteger el secreto, y la enviamos por un porteador licenciado.
Después tomamos un simón y fuimos a la zona de Leicester Square. Recorrimos algunos callejones oscuros, por los que se excusó el señor George, y pronto llegamos a la Galería de Tiro, que tenía la puerta cerrada. Cuando tiró de un cordón de llamada que colgaba de una cadena junto a la puerta, se dirigió a él un señor anciano muy respetable, de pelo gris, con gafas y vestido con un tabardo negro, polainas y un sombrero de ala ancha, y que llevaba un gran bastón con empuñadura de oro.
—Perdóneme, amigo mío —dijo—, pero ¿es ésta la Galería de Tiro de George?
—Así es, señor —replicó el señor George, mirando hacia el gran letrero en el que estaba pintada esa inscripción en la pared enjalbegada.
—¡Ah! ¡Claro! —dijo el anciano, siguiendo su mirada—. Gracias. ¿Ha llamado usted a la puerta?
—Yo soy George, señor, y sí, he llamado a la puerta.
—¿Ah, sí? —exclamó el anciano—. ¿Es usted George? Entonces, ya ve que he corrido tanto como usted. Me fue usted a buscar, ¿no?
—No, señor. No sé quién es usted.
—¿De verdad? —contestó el anciano—. Entonces debió de ser su criado quien vino a buscarme. Soy médico, y hace cinco minutos alguien me ha pedido que viniera a visitar a un enfermo en la Galería de Tiro de George.
—Los últimos tambores —dijo el señor George, volviéndose hacia Richard y hacia mí y moviendo gravemente la cabeza—. Tiene usted razón, señor. Haga el favor de pasar.
En aquel momento abrió la puerta un hombrecillo de aspecto muy singular, vestido con una gorra y un mandilón de fieltro verde, con la cara, las manos y la ropa totalmente ennegrecidas, y pasamos por un corredor lúgubre a un edificio grande con paredes de ladrillo visto, donde había blancos, armas de fuego y espadas, y todo género de cosas de ese tipo. Cuando llegamos todos, el médico se detuvo, y quitándose el sombrero pareció desaparecer por arte de magia y dejar su lugar a otro hombre completamente distinto.
—Vamos a ver, George —dijo el hombre, volviéndose rápido hacia él y dándole en el pecho con un índice gigantesco—. Tú me conoces y yo te conozco. Tú eres hombre de mundo y yo soy hombre de mundo. Como sabes, me llamo Bucket, y tengo orden de detención contra Gridley. Lo tienes escondido desde hace tiempo.
El señor George se lo quedó mirando, se mordió los labios y negó con la cabeza.
—Vamos a ver, George —dijo el otro que seguía a su lado—, tú eres persona sensata y de buena conducta;
eso
es lo que eres, sin lugar a duda. Y fíjate que no te considero una persona vulgar, porque has servido a tu patria, y sabes que cuando llama el deber, todos debemos obedecer. De manera que tú no eres de los que causan problemas. Si yo necesitara ayuda, me la darías;
eso
es lo que harías. Phil Squod, no vayas deslizándote así por la galería —el hombrecillo sucio se estaba deslizando con un hombro arrimado a la pared, con la vista puesta en el intruso y un gesto que parecía de amenaza—, porque te conozco y no te lo permito.