Está esperando la señora Rouncewell, que recibe el apretón de manos acostumbrado de Sir Leicester con una gran reverencia.
—¿Cómo está usted, señora Rouncewell? Me alegro de verla.
—Espero tener el honor de recibir a usted con buena salud, Sir Leicester.
—Excelente salud, señora Rouncewell.
—Milady tiene un aspecto encantador —dice la señora Rouncewell con otra reverencia.
Milady expresa, sin malgastar demasiadas palabras, que está tan fatigadamente bien como cabe esperar, dadas las circunstancias.
Pero a lo lejos se ve a Rosa, detrás del ama de llaves, y Milady, que quizá haya perdido muchas cosas, pero no su capacidad de observación, pregunta:
—¿Quién es esa chica?
—Una joven discípula mía, Milady. Rosa.
—¡Ven aquí, Rosa! —llama Lady Dedlock, que se digna incluso adoptar un gesto de interés—. Vaya, ¿sabes que eres muy guapa? —pregunta, tocándola en el hombro con dos dedos.
Rosa, muy tímida, dice:
—¡No, Milady, con perdón! —y mira arriba y abajo, y no sabe dónde mirar, pero está cada vez más guapa.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve, Milady.
—Diecinueve —repite Milady, pensativa—. Ten cuidado; no dejes que los halagos te lo hagan creer demasiado. —Sí, Milady.
Milady le toca en los hoyuelos de las mejillas con los mismos dedos delicados y enguantados, y va al pie de la escalera de roble, donde Sir Leicester la espera para escoltarla como un caballero. Los contempla un viejo Dedlock de tamaño y aburrimiento naturales, como si no supiera qué pensar, lo cual sería probablemente su estado de ánimo general en la época de la Reina Isabel.
Ese atardecer, en la habitación del ama de llaves, Rosa no hace más que murmurar sus elogios de Lady Dedlock. ¡Es tan afable, tan cortés, tan bella, tan elegante, tiene una voz tan dulce y un tacto tan maravilloso, que Rosa todavía lo siente! La señora Rouncewell lo confirma todo, no sin un cierto orgullo personal, y sólo manifiesta una reserva en cuanto a la afabilidad. La señora Rouncewell no está tan segura de eso. Dios no permita que vaya ella a decir jamás una sílaba en contra de cualquier miembro de esa excelente familia; y sobre todo de Milady, a quien todo el mundo admira; pero si Milady no fuera más que «un poquitín más flexible», no tan fría y tan distante, la señora Rouncewell cree que sería más afable.
—Casi es una pena —añade la señora Rouncewell; sólo «casi», porque sería casi blasfemo suponer que algo pudiera ser mejor de lo que es; tomarse una libertad tan explícita con las cosas de los Dedlock— que Milady no tenga familia. Si tuviera una hija, una señorita ya crecida, en la que interesarse, creo que llegaría al único aspecto de la excelencia que le falta.
—Pero ¿no haría eso que fuera todavía más orgullosa, abuela? —pregunta Watt, que se ha ido a su casa y ha vuelto, de buen nieto que es.
—Eso de más o muy, hijo mío —replica dignamente el ama de llaves—, son palabras que no me corresponde a mí usar, y ni siquiera escuchar, en relación con los problemas que pueda tener Milady.
—Perdone, abuela. Pero
es verdad
que es orgullosa, ¿no?
—Si lo es, tiene sus motivos. La familia Dedlock siempre tiene motivos para serlo.
—¡Bueno! —dice Watt—. Es de esperar que tengan marcados en sus libros de oraciones un cierto pasaje destinado a la gente común, que habla del orgullo y la vanagloria
[41]
¡Perdóneme, abuela! ¡No era más que una broma!
—Hijo mío, Sir Leicester y Lady Dedlock no pueden ser tema de bromas.
—Desde luego, Sir Leicester no es tema de bromas —dice Watt—, y le pido humildemente perdón. Supongo, abuela, que aunque abajo estén la, familia y sus invitados, no hay nada que objetar a que prolongue mi estancia un día o dos en las Armas de Dedlock, como cualquier viajero.
—Pues claro que no, hijo mío.
—Me alegro —responde Watt—, porque tengo unos deseos inexpresables de ampliar mis conocimientos de este vecindario tan maravilloso.
Mira por casualidad a Rosa, que baja la mirada y se siente verdaderamente tímida. Pero, según la vieja superstición, a Rosa deberían zumbarle las orejas, en lugar de arder le las frescas mejillas, porque en esos momentos la doncella de Milady está hablando de ella, y con gran energía.
La doncella de Milady es una francesa de treinta y dos años, procedente de algún punto del sur, entre Avignon y Marsella, una mujer morena de ojos grandes y pelo negro, que podría ser guapa de no ser por una boca felina y una cierta tensión facial, que hace que sus mandíbulas resulten demasiado ansiosas y su cráneo demasiado prominente. Su anatomía tiene algo indefiniblemente ansioso y ausente, y tiene una forma de mirar atentamente por el rabillo del ojo, sin volver la cabeza, que resulta bastante desagradable, sobre todo cuando está de mal humor y tiene cerca algún cuchillo. Esas objeciones se expresan de tal modo, pese a su buen gusto en el vestir y a su ausencia de adornos, que parece desplazarse como una loba hermosa, pero no domesticada del todo. Además de estar muy bien preparada para todo lo que tiene que ver con su trabajo, habla el inglés casi como una nativa, y, en consecuencia, no le faltan palabras que pronunciar contra Rosa por haber atraído la atención de Milady, y las profiere con tal ironía cuando se sienta a comer con su compañero, el afectuoso ayuda de cámara, que éste se siente bastante aliviado cuando la comida llega a la fase de la cuchara.
¡Ja, ja, ja! Ella, Hortense, llevaba cinco años al servicio de Milady, y ésta siempre la había mantenido a distancia, y ahora esta muñeca, esta marioneta, recibe caricias, eso es, caricias, de Milady en el momento de llegar a la casa. ¡Ja, ja, ja! «¿Y sabes que eres muy guapa, niña?»… «No, Milady». ¡Ahí no te equivocas! «¿Y cuántos años tienes, hija? Y ten cuidado, no dejes que los halagos te lo hagan creer demasiado». ¡Qué divertido. Eso es lo
mejor
de todo!
En resumen, se trata de algo tan admirable que Mademoiselle Hortense no sólo no puede olvidarlo, sino que en las comidas de los días siguientes, incluso entre sus conciudadanas y otras personas de condición afín llegadas con la multitud de visitantes, vuelve a disfrutar silenciosamente de la gracia, un disfrute expresado, a su propio estilo bienhumorado, con una tensión facial mayor, un alargamiento comprimido de la boca y una mirada lateral, con una apreciación intensa del humor que se refleja con frecuencia en los espejos de Milady cuando no está Milady allí.
Ahora entran en acción todos los espejos de la casa: muchos de ellos, al cabo de una larga inactividad. Reflejan caras hermosas, caras quejumbrosas, caras juveniles, caras de ancianos de setenta años que no aceptan la vejez y que vienen a pasar una o dos semanas de enero en Chesney Wold y que los rumores del gran mundo, vigoroso cazador delante de Jehová
[42]
persiguen con olfato agudo, desde que salen de sus madrigueras en la Corte de St. James hasta que por fin les llega la Muerte. La casa de Lincolnshire está animadísima. De día se oyen armas de fuego y voces que resuenan en el bosque, los jinetes y los carruajes adornan los caminos del parque, los sirvientes y los parásitos llenan el pueblo y las Armas de Dedlock. Vista de noche, desde lejanos claros entre los árboles, la hilera de ventanas del salón largo, donde está colgado el retrato de Milady sobre la gran chimenea, es como una hilera de joyas montadas en un marco negro. El domingo, la iglesita fría casi se calienta con tanta y tan buena compañía, y el aroma generalmente ceniciento de Dedlock queda sofocado por perfumes delicados.
El brillante y distinguido círculo comprende en su seno una cantidad ilimitada de educación, buen sentido, valor, honor, belleza y virtud. Pero hay algo que está mal, pese a sus inmensas ventajas. ¿Qué podrá ser?
¿El dandysmo? Ya no hay un Rey Jorge IV
[43]
(¡y es de lamentar!) que establezca la moda de los dandies; ya no hay corbatines de felpa almidonados, ni chaquetas ajustadas, ni pantorrillas falsas, ni ballenas. Ya no hay caricaturas de Exquisitos afeminados así ataviados, desmayándose de delicia en los palcos de la ópera, cuando los reciben otros seres delicados que se llevan frasquitos de perfume de largos cuellos a las narices. Ya no hay elegantes que necesiten de cuatro hombres para ayudarlos a embutirse en sus ropas de ante, ni que vayan a presenciar todas las ejecuciones, ni que se sientan perturbados por el remordimiento de haber consumido un guisante una vez. Pero ¿existe un dandysmo en el brillante y distinguido círculo, pese a todo, un dandysmo de tipo más maligno que ha salido de debajo de la superficie y que hace cosas menos inofensivas que el ponerse corbatines de felpa e interrumpir su propia digestión, cosas a las que ningún ser racional puede objetar nada en especial?
Pues sí. No cabe disimularlo. Esta semana de enero hay en Chesney Wold algunas damas y caballeros a la última moda que han creado un nuevo dandysmo, por ejemplo en materia de Religión. Que, por una mera falta caprichosa de emociones, han convenido en conversaciones dandies que la gente Vulgar carece de fe en las cosas en general, es decir, en las cosas que se han intentado y se ha visto que estaban en falta, ¡como si un plebeyo perdiera inexplicablemente la fe en una moneda falsa de chelín después de comprobar su falsedad! Que querrían dar a la gente Vulgar más pintoresquismo y fidelidad, y para ello retrasar las agujas del reloj del Tiempo y borrar cien años de historia.
También hay damas y caballeros que siguen otro tipo de moda, no tan nueva, pero muy elegantes, que han convenido en dar un barniz suave al mundo y tener a raya todas las realidades. Para quienes todo ha de ser lánguido y bonito. Que han descubierto la inmovilidad continua. Que no se alegran con nada y no se entristecen con nada. Que no se dejan molestar por las Ideas. Para quienes incluso las Bellas Artes que esperan empolvadas y caminan de espaldas igual que el Lord Chambelán, deben ataviarse con los modelos de los sombrereros y los sastres de las generaciones pasadas, y tener especial cuidado de no actuar con seriedad, ni dejarse afectar en absoluto por la marcha de los tiempos en movimiento.
Y está Lord Boodle
[44]
de gran consideración en su partido, que sabe lo que es ocupar altos cargos, y que dice a Sir Leicester Dedlock con enorme gravedad, después de la comida, que verdaderamente no sabe dónde van a llegar los tiempos. Los debates no son lo que eran; la Cámara no es lo que era; ni siquiera el Gabinete es lo que era. Percibe con asombro que, de suponer que cayera el actual Gobierno, la opción de la Corona para formar un ministerio se limitaría a Lord Coodle y Sir Thomas Doodle, de suponer que el Duque de Foodle no pudiera coaligarse con Doodle, lo que cabe suponer ocurriría como consecuencia de la ruptura debida al asunto de Hoodle. Después, si se da el Departamento del Interior y la Jefatura de la Cámara de los Comunes a Joodle, el Exchequer a Koodle, las Colonias a Loodle y el. Foreign Office a Moodle, ¿qué hace con Noodle? No se le puede ofrecer la Presidencia del Consejo Privado, que está reservada para Poodle. No se le puede poner en Campos y Bosques, porque eso apenas si vale para Quoodle. ¿Qué hacer? ¿Qué deducir? ¡Que el país naufraga, se hunde, está perdido y se deshace (como debe ser manifiesto para un patriota como Sir Leicester Dedlock), porque no hay un puesto que dar a Noodle!
Por otra parte, el Honorable William Buffy, miembro del Parlamento, debate con su vecino de mesa que el naufragio del país —del que no cabe duda; lo único dudoso es cómo se producirá— es atribuible a Cuffy. Si se hubiera hecho con Cuffy lo que se debía cuando ingresó en el Parlamento, y se le hubiera impedido aliarse con Duffy, entonces se habría aliado con Fuffy, con lo que se hubiera contado con el peso de un gran polemista como Guffy, y al llevar a las elecciones las riquezas de Huffy, se habría conseguido que tres condados estuvieran representados por Juffy, Kuffy y Luffy, y se hubiera reforzado la administración con los conocimientos oficiales y el sentido de los negocios de Muffy. ¡Todo eso, en lugar de depender, como ahora, del mero capricho de Puffy!
A este respecto, así como en torno a temas de menor importancia, hay diferencias de opinión, pero está perfectamente claro para el brillante y distinguido círculo, unánimemente, que en el fondo lo único que importa son Boodle y su séquito y Buffy y su séquito. Ésos son los grandes actores a los que está reservado el escenario. Sin duda que hay un Pueblo: un cierto número de supernumerarios a los que hablar de vez en cuando y a los que recurrir para que griten y hagan coro, igual que en el escenario del teatro, pero Boodle y Buffy, sus seguidores y sus familias, sus herederos, albaceas, administradores y derechohabientes, son los primeros actores natos, los administradores y los líderes, y nadie más que ellos podrá aparecer en escena jamás de los jamases.
También es posible que en esto haya más dandysmo en Chesney Wold de lo que le convendría a la larga al brillante y distinguido círculo. Pues parece que, incluso en los círculos más discretos y corteses, al igual que en el círculo que dibuja alrededor de sí mismo el nigromante, fuera de él se advierten en movimiento seres muy extraños. Con esta diferencia: que al tratarse de realidades y no de fantasmas, sea mayor el peligro de que irrumpan en ese círculo.
En todo caso, Chesney Wold está completamente lleno; tan lleno, que en los pechos de las doncellas de las grandes damas que están mal alojadas surge una sensación ardiente de furia, que no se puede apagar. No hay vacío más que un aposento. Es una habitación de tercera categoría en una torreta, amueblada con sencillez, pero cómodamente, y con un aire serio y anticuado. Es el aposento del señor Tulkinghorn, y nunca se le asigna a nadie más, pues puede presentarse en cualquier momento. Todavía no ha llegado. Tiene la discreta costumbre de llegar desde el pueblo al parque cuando hace buen tiempo, aposentarse en su cuarto como si nunca hubiera salido de él desde la última vez que lo ocupó, pedir a alguien del servicio que comunique a Sir Leicester que ha llegado, por si quiere verlo, y aparecer diez minutos antes de la cena, a la sombra de la puerta de la biblioteca. Duerme en la torreta, y encima de su cabeza hay un mástil de bandera que chirría toda la noche, y fuera tiene un pequeño camino de ronda por el que se le puede ver paseándose cuando está allí y hace buen tiempo, antes del desayuno, como una especie de grajo gigante.
Todos los días, antes de la cena, Milady mira a ver si está entre las sombras de la biblioteca, pero no está. Todos los días, a la hora de la cena, Milady mira hacia el otro extremo de la mesa en busca del lugar vacío, que estaría esperándolo si acabara de llegar, pero no hay ningún lugar vacío. Todas las noches, Milady pregunta a su doncella, sin darle importancia: