—¿Ha llegado el señor Tulkinghorn?
Todas las noches la respuesta es:
—No, Milady, todavía no.
Una noche, mientras le están deshaciendo el peinado, Milady se hunde en profundos pensamientos tras esta respuesta, hasta que se ve su propia faz melancólica en el espejo frente a ella, y un par de ojos negros que la estudian atentamente.
—Te ruego —dice Milady entonces, dirigiéndose a Hortense— que te ocupes de tus cosas. Ya podrás contemplar tu belleza en otro momento.
—¡Perdón! Era la belleza de Milady.
—Eso —dice Milady— es algo que no necesitas contemplar en absoluto.
Por fin, una tarde, poco antes del anochecer, cuando se han dispersado todos los grupos de figuras que desde hace una o dos horas vienen animando el Paseo del Fantasma, y sólo quedan en la terraza Sir Leicester y Milady, aparece el señor Tulkinghorn. Se les acerca con su habitual paso metódico, que nunca es más ni menos rápido. Lleva su habitual máscara inexpresiva (de suponer que se trate de una máscara) y porta secretos de familia en cada uno de los miembros de su cuerpo, en cada una de las arrugas de su atavío. Si toda su alma está consagrada a los grandes o si no rinde a éstos más que los servicios que vende, ése es su secreto personal. Lo mantiene igual que mantiene los secretos de sus clientes; a ese respecto es su propio cliente, y jamás se traicionará.
—¿Cómo está usted, señor Tulkinghorn? —dice Sir Leicester al darle la mano.
El señor Tulkinghorn está muy bien. Sir Leicester está muy bien. Milady está muy bien. Todo resulta muy satisfactorio. El abogado, con las manos a la espalda, pasea al lado de Sir Leicester por la terraza. Milady va del otro lado.
—Lo esperábamos antes —dice Sir Leicester. Es una observación muy atenta. Es como si hubiera dicho: «Señor Tulkinghorn, recordamos que usted existe incluso cuando no está usted aquí para recordárnoslo con su presencia. ¡Ya ve usted, caballero, que le dedicamos una parte de nuestros pensamientos!».
El señor Tulkinghorn lo comprende, inclina la cabeza y dice que lo agradece mucho.
—Debería haber llegado antes —explica—, de no haber sido por estar ocupadísimo con los temas de esos diversos pleitos entre usted y Boythorn.
—Hombre de mentalidad muy desordenada —observa Sir Leicester severamente—. Persona peligrosísima para cualquier comunidad. Un hombre de carácter muy vil.
—Es terco —dice el señor Tulkinghorn.
—Como es lógico que lo sea una persona así —dice Sir Leicester, que tiene todo el aspecto de ser terquísimo él también—. No me sorprende nada lo que usted dice.
—Lo único que queda en duda —continúa el abogado— es si está usted dispuesto a ceder en algo.
—No, señor —replica Sir Leicester—. En nada. ¿Ceder yo?
—No me refiero a nada de importancia. Ya sé que en eso no querrá usted abandonar nada. Me refiero a algo intranscendente.
—Señor Tulkinghorn —replicó Sir Leicester—, no puede haber cosas intranscendentes entre yo y el señor Boythorn. Si voy más allá, si observo que no me resulta fácil concebir cómo cabe calificar de intranscendente a
cualquier
derecho mío, no me refiero tanto a mí mismo, individualmente, sino a la posición de mi familia, que me incumbe a mí mantener.
El señor Tulkinghorn vuelve a bajar la cabeza y dice:
—Ya tengo mis instrucciones. El señor Boythorn va a crearnos muchos problemas…
—Señor Tulkinghorn, es típico de ese género de personas —interrumpe Sir Leicester— el
crear
problemas. Es un personaje que probablemente, hace cincuenta años, se hubiera visto juzgado en el Old Bailey por algún acto demagógico, y bien castigado… por no decir —añade Sir Leicester tras detenerse un momento—, por no decir colgado, descuartizado y despedazado.
Sir Leicester parece descargar su alma de estadista de un gran peso al pronunciar esta sentencia capital, como si fuera lo más satisfactorio del mundo, con la excepción de la ejecución efectiva de la sentencia.
—Pero se acerca la noche —continúa— y Milady va a enfriarse. Entremos, querida mía.
Al volverse hacia la puerta del vestíbulo, Lady Dedlock se dirige al señor Tulkinghorn por primera vez.
—Me ha enviado usted un mensaje acerca de la persona por cuya letra le pregunté. Ha sido muy propio de usted recordar esa circunstancia; yo ya la había olvidado. Su mensaje me la ha vuelto a recordar. No logro imaginar qué relación tenía yo con esa letra, pero sin duda que era con algo.
—¿Con algo? —repite el señor Tulkinghorn.
—¡Sin duda! —repite despreocupadamente Milady—. Tiene que haber sido algo. Y, ¿de verdad que se molestó usted en buscar a quien escribió aquella… como se llame… declaración jurada?
—Sí.
—¡Qué extraño!
Pasan a un sombrío cuarto del desayuno en el piso bajo, iluminado durante el día por dos ventanas abiertas en un grueso muro. Es el atardecer. El fuego se refleja brillante en las paredes de madera, y pálido en los cristales de las ventanas, donde, por en medio del reflejo frío de la hoguera, el paisaje más frío tiembla en el viento, y se desliza una niebla gris: única viajera aparte de la masa de nubes.
—Sí —dice—. Pregunté por él y lo encontré. Y lo que es más extraño, lo encontr…
—¡Que no era nada extraordinario, me temo! —se le adelanta láguidamente Lady Dedlock.
—Lo encontré ya muerto.
—¡Dios mío! —exclama Sir Leicester, no tan escandalizado por el hecho en sí sino por el hecho de que se mencione el hecho.
—Me indicaron dónde se alojaba, un lugar pobre, miserable, y lo encontré muerto.
—Perdone usted, señor Tulkinghorn —observa Sir Leicester—, pero creo que cuanto menos se hable…
—Por favor, Sir Leicester, desearía saber toda la historia —dice Milady—. Es toda una historia para el atardecer. ¡Qué horrible! ¿Muerto?
El señor Tulkinghorn vuelve a afirmarlo con un gesto de la cabeza:
—Que fuera por su propia mano…
—¡Por mi honor! —exclama Sir Leicester—. ¡Realmente!
—¡Deseo oír la historia! —exclama Milady.
—Como quieras, querida mía. Pero he de decir…
—¡No tienes nada que decir! Continúe, señor Tulkinghorn.
Sir Leicester cede galantemente, aunque sigue opinando que el hablar de sordideces así a las clases altas es verdaderamente… verdaderamente…
—Estaba a punto de decir —continúa el abogado con una calma imperturbable— que si se había dado la muerte por su propia mano o no es algo que no puedo decirles. Sin embargo, debo modificar esa frase al decir que sin duda había muerto por su propia mano; después, que ello fuera por intención propia y deliberada o por casualidad, es algo que nunca se podrá saber. El jurado del Coroner concluyó que había él tomado el veneno accidentalmente.
—Y, ¿qué género de persona —pregunta Milady— era ese ser deplorable?
—Resulta difícil decirlo —replica el abogado con una sacudida de la cabeza—. Había vivido tan pobremente, y estaba tan desaseado, con su tez de gitano y aquel pelo y aquella barba tan desordenados, que yo hubiera juzgado que se trataba de alguien lo más vulgar posible. El médico tenía la idea de que en otros tiempos había pertenecido a una clase mejor, tanto en aspecto como en condición.
—¿Cómo se llamaba el pobre individuo?
—Le daban el nombre que él mismo se daba, pero nadie sabía cómo se llamaba.
—¿Ni siquiera quiénes lo trataban?
—Nadie lo trataba. Lo encontraron muerto. De hecho, yo lo encontré muerto.
—¿Sin ninguna pista acerca de nada más?
—Ninguna; aunque había —añade pensativo el abogado— un viejo portamantas, pero… No, no había documentos.
Mientras se han ido pronunciando las palabras de este breve diálogo Lady Dedlock y el señor Tulkinghorn, sin otra modificación de su porte habitual, se han estado mirando fijamente, como quizá sea natural en una conversación acerca de tema tan desusado. Sir Leicester ha estado contemplando la chimenea, con la misma expresión general de los Dedlock de la escalera. Una vez contada la historia, renueva su protesta solemne y comenta que es evidente que la relación establecida mentalmente por Milady no puede en absoluto referirse a ese miserable (salvo que se tratara de un pedigüeño que pidiera limosna por carta); espera no oír más acerca de un tema tan impropio de la condición de Milady.
—Desde luego, es una serie de horrores —dice Milady recogiendo sus mantos y sus pieles—, pero para pasar un rato resulta interesante. Señor Tulkinghorn, tenga la bondad de abrirme la puerta.
El señor Tulkinghorn se la abre con deferencia y se la mantiene abierta mientras sale ella. Pasa a su lado, con su aire fatigado de costumbre y su elegancia insolente. Vuelven a verse a la hora de comer, y otra vez al día siguiente, y así durante muchos días seguidos. Lady Dedlock es siempre la misma deidad agotada, rodeada de sus adoradores, se siente terriblemente inclinada a morirse de aburrimiento, al mismo tiempo que preside su propio culto. El señor Tulkinghorn es siempre el mismo depósito mudo de nobles confidencias, tan extrañamente fuera de lugar y sin embargo tan perfectamente en casa. Parece que se dieran tan poca cuenta el uno de la existencia del otro como pueda ser posible entre dos personas encerradas entre las mismas paredes. Pero cada uno de ellos está cada vez más en guardia contra el otro y sospecha de él que se reserva algo importante; el que cada uno de ellos esté cada vez más dispuesto en todos los respectos en contra del otro, para que nunca lo pesque descuidado; lo que daría cada uno de ellos por saber cuánto sabe el otro: todo eso yace escondido, por el momento, en los corazones de ambos.
Celebramos muchas consultas acerca de lo que iba a hacer Richard; primero sin el señor Jarndyce, tal como había pedido éste, y después con él, pero pasó mucho tiempo antes de que pareciésemos avanzar algo. Richard decía que estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Cuando el señor Jarndyce dudó si no sería ya demasiado mayor para entrar en la Marina, Richard dijo que ya había pensado en eso y que quizá lo fuera. Cuando el señor Jarndyce le preguntó qué le parecía el Ejército, Richard dijo que también había pensado en eso y que no era mala idea. Cuando el señor Jarndyce le aconsejó que tratara de decidir por sí mismo si su antigua preferencia por el mar no sería un entusiasmo normal en los niños, o si sería un impulso decidido, Richard respondió que, bueno, de verdad que lo
había
intentado muchas veces y no podía decidirse.
—No pretendo decir —me comentó el señor Jarndyce— qué proporción de esta indecisión de carácter se puede atribuir a ese marasmo incomprensible de incertidumbre y de circunloquios en que se ha visto sumido desde que nació, pero lo que es evidente es que éste es uno más de los pecados de los que se puede acusar a la Cancillería. Ha engendrado o confirmado en él el hábito de dejar las cosas y de confiar en tal o cual coincidencia, sin saber cuál, y de desechar todo lo demás como incierto, indeciso y confuso. Es posible que incluso el carácter de personas mucho más viejas y estables se vea modificado por las circunstancias que las rodean. Sería demasiado esperar que el de un muchacho, en su fase de formación, estuviera sometido a esas influencias y escapara a ellas.
Me pareció que lo que decía era cierto, aunque, si se me permite aventurar lo que pensaba yo además, me parecía muy de lamentar que la educación de Richard no hubiera contrarrestado esas influencias, ni guiado su carácter. Había pasado ocho años en una escuela pública
[45]
y según entendía yo, había aprendido a hacer diversos tipos de versos en latín de la forma más admirable. Pero, que yo supiera, nadie se había molestado en averiguar cuál era su verdadera vocación, ni cuáles eran sus puntos débiles, ni de adaptarle a él ningún tipo de conocimiento. Lo había adaptado a él a esos versos, y él había aprendido el arte de hacerlos con tal perfección que de haberse quedado en la escuela hasta cumplir la mayoría de edad, supongo que hubiera podido seguir haciéndolos una vez tras otra, salvo que hubiera ampliado su educación olvidando cómo se hacían. Pero, aunque me parecía que sin duda eran muy hermosos, y muy educativos, y muy suficientes para montones de cosas en la vida, y algo que recordar a todo lo largo de la vida, sí que dudaba de que a Richard no le hubiera convenido también que alguien lo estudiara a él un poco, en lugar de que él estudiara tanto aquellos versos en latín.
Claro que yo no sabía nada del tema, y ni siquiera ahora sé si los jóvenes caballeros de la Roma o la Grecia clásicas tenían que hacer tantos versos, ni si los jóvenes caballeros de cualquier otro país jamás hacían tantos versos así.
—No tengo la menor idea —decía Richard, pensativo— de lo que voy a hacer. Salvo que estoy seguro de que no quiero dedicarme a la Iglesia, en el resto estoy indeciso.
—¿No se te ocurre la misma carrera que a Kenge? —sugirió el señor Jarndyce.
—¡No sé, señor! —replicó Richard—. Me gusta navegar. Y no cabe duda de que los abogados se meten en aguas muy turbias. ¡Es una profesión interesantísima!
—La medicina… —sugirió el señor Jarndyce.
—¡Exactamente, señor! —exclamó Richard.
Yo creo que hasta aquel momento ni siquiera había pensado en eso.
—¡Exactamente, señor! —repitió Richard con el mayor entusiasmo—. ¡Ya lo tenemos, miembro del Real Colegio de Médicos!
Aunque rompimos a reír, no lo disuadimos, pese a que él mismo se reía con toda su alma. Dijo que había escogido su profesión, y cuanto más pensaba en ella, más consideraba que su destino era evidente: el arte de la curación era, a su juicio, la más noble de las artes. Yo me preguntaba si no habría llegado a esa conclusión porque, como nunca había tenido muchas ocasiones de averiguar por sí mismo para qué estaba dotado, y como nunca le había orientado nadie para que lo descubriera, se sentía fascinado por la nueva idea, y celebraba terminar con la angustia de la decisión. Me preguntaba si tantos versos en latín no solían terminar en esto o si el caso de Richard era excepcional.
El señor Jarndyce se preocupó mucho de hablar con él en serio, y de apelar a su sentido común para que no se engañara en algo tan importante. Tras aquellas entrevistas Richard se ponía algo más serio, pero indefectiblemente nos decía a Ada y a mí que «todo iba bien» y después se ponía a hablar de otra cosa.
—¡Santo cielo! —exclamaba el señor Boythorn, que tomaba un interés muy grande por el tema (claro que huelga decir que nunca se interesaba sólo un poco por nada)— ¡Cuánto me alegra ver a un joven caballero inteligente y valeroso que se dedica a tan noble profesión! Cuantas más personas inteligentes se dediquen a ella, mejor para la humanidad, y peor para esos mercenarios vendidos y viles tramposos que disfrutan al utilizar tan ilustre arte en contra de la humanidad. ¡Juro por todas las maldades y los engaños —exclamaba el señor Boythorn— que el trato que se da a los médicos de la Marina cuando se embarcan es tan infame que yo estaría dispuesto a someter a las piernas (ambas piernas) de todos los miembros del Almirantazgo a una fractura triple, y convertiría en delito punible con deportación el que un médico colegiado que se la curase si no se cambiara todo el sistema en cuarenta y ocho horas!