Casa desolada (29 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿No les dejarías una semana? —preguntó el señor. Jarndyce.

—¡No! —exclamó decididamente el señor Boythorn—. ¡Por nada del mundo! ¡Cuarenta y ocho horas! Y en cuanto a las Corporaciones, Parroquias, Feligresías y demás reuniones de necios que se reúnen a intercambiar discursos tales que, ¡por el Cielo!, habría que enviarlos a las minas de azogue por el breve resto de sus miserables vidas, aunque sólo fuera para evitar que el detestable inglés que hablan contaminara un idioma que se pronuncia en presencia del Sol; en cuanto a esos individuos que se aprovechan mezquinamente del ardor de los caballeros que van en búsqueda del conocimiento, y recompensan los servicios inestimables de los mejores años de sus vidas, sus largos estudios y su cara educación, con unas pitanzas tan reducidas que no las aceptarían unos auxiliares de oficina, yo haría que les retorcieran el pescuezo a cada uno de ellos y que expusieran sus calaveras en la Sala del Colegio de Médicos para que las pudiera contemplar toda la profesión ¡a fin de que los miembros más jóvenes de ésta comprendieran a partir de mediciones reales, y cuanto antes, lo
impenetrables
que son algunos cráneos!

Terminó aquella declaración vehemente con una mirada sonriente a todos nosotros, muy agradable, y terminó con un atronador «¡Ja, ja, ja!», repetido una y otra vez, a tal punto que en cualquier otro se hubiera podido temer que quedara agotado del esfuerzo.

Como Richard seguía diciendo que su elección era irrevocable, después de que el señor Jarndyce le recomendara varios plazos de reflexión, y como seguía asegurándonos a Ada y a mí que «estaba bien», con el mismo aire definitivo, se hizo aconsejable solicitar el consejo del señor Kenge. En consecuencia, un día vino a comer el señor Kenge, que, echándose atrás en la silla y dando vueltas a las gafas constantemente, habló con voz sonora e hizo exactamente lo mismo que le había visto hacer cuando era yo una muchachita.

—¡Ah! —dijo el señor Kenge—. Sí. ¡Bien! Una profesión muy buena, señor Jarndyce, muy buena.

—Cuyos estudios y preparación requieren una gran diligencia —observó mi Tutor con una mirada a Richard.

—Sin duda —dijo el señor Kenge—. Diligencia.

—Pero como lo mismo ocurre —continuó diciendo el señor Jarndyce—, más o menos, con todas las ocupaciones que merecen la pena, no es una consideración especial que pudiera eludirse en el caso de que la elección fuese otra.

—Es cierto —dijo el señor Kenge—, y el señor Carstone, que tan meritoriamente ha realizados los, ¿digamos estudios clásicos?, en los que ha pasado su juventud, aplicará sin duda los hábitos, aunque no los principios y la práctica, de la versificación en ese idioma en el cual (si no me equivoco) se decía que un poeta nacía, no se hacía, a la esfera de acción considerablemente más práctica en la que entra.

—Pueden estar seguros de ello —dijo Richard con su aire despreocupado—; de que me pondré a ello con todas mis fuerzas.

—¡Muy bien, señor Jarndyce! —exclamó el señor Kenge con una leve inclinación de cabeza—. Verdaderamente, cuando el señor Richard nos asegura que se propone dedicarse a ello con todas sus fuerzas —siguió diciendo con gestos expresivos y armoniosos mientras manifestaba todo aquello—, yo sugeriría que no tenemos sino que averiguar cuál es el mejor modo de alcanzar el objeto de su ambición. Veamos ahora la posibilidad de poner al señor Richard a estudiar con algún médico eminente. ¿Se les ocurre a ustedes alguien?

—Nadie, ¿no, Rick? —preguntó mi Tutor.

—Nadie, señor —contestó Richard.

—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge—. Pasemos a ver la especialidad. ¿Existe alguna opinión concreta al respecto?

—No… no —dijo Richard.

—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge otra vez.

—Me gustaría que hubiera un poco de variedad —observó Richard— … Es decir, una gama amplia de experiencia.

—Muy necesario, sin duda —replicó el señor Kenge—. Creo que será muy fácil organizarlo, ¿verdad, señor Jarndyce? Tenemos, en primer lugar, que descubrir a un médico bien situado, y en cuanto demos a conocer lo que necesitamos, ¿debo añadirlo?, y establezcamos además nuestra capacidad para pagar una prima por estudios, nuestro único problema será el seleccionar a uno entre muchos. En segundo lugar, no tenemos más que respetar los pequeños trámites que requieren estos tiempos, y recordar que estamos bajo la tutela del Tribunal. Pronto estaremos, si se me permite emplear el término que tan gráficamente utiliza el señor Richard, puestos a ello. Es una casualidad —añadió el señor Kenge con una huella de melancolía en su sonrisa—, una de esas casualidades que pueden o no requerir una explicación más allá de nuestras actuales y limitadas facultades, que yo tengo un primo en la profesión médica. Quizá lo consideren ustedes idóneo, y quizá esté él dispuesto a responder a esta propuesta. No puedo responder en su nombre ni en el de ustedes, pero, ¡es posible!

Como aquello abría una perspectiva, se dispuso que el señor Kenge fuera a ver a su primo. Y como el señor Jarndyce nos había propuesto anteriormente llevarnos unas semanas a Londres, al día siguiente se decidió que hiciéramos aquella visita inmediatamente, y aprovecharla para ocuparnos de los asuntos de Richard.

Cuando el señor Boythorn se marchó de nuestra casa al cabo de una semana, fuimos a alojarnos en un lugar muy bonito en Oxford Street, encima de la tienda de un tapicero. Londres nos pareció maravilloso, y nos pasábamos fuera horas y horas, viendo todo lo que había que ver, de modo que parecía más fácil que nos agotáramos nosotros que no todo aquello. También recorrimos los principales teatros, para gran delicia nuestra, y vimos todas las obras que merecían la pena. Lo menciono porque fue en el teatro donde el señor Guppy empezó a causarme molestias otra vez.

Estaba yo una noche sentada con Ada en la delantera del palco, y Richard estaba donde más le gustaba, detrás de Ada, cuando miré por casualidad al patio de butacas y vi al señor Guppy, con el pelo aplastado y el pesar pintado en la cara, que miraba hacia mí. Creo que durante toda la representación no miró para nada a los actores, sino que me estuvo mirando a mí constantemente, y siempre con una expresión, cuidadosamente preparada, del mayor dolor y el pesar más profundo.

Destruyó totalmente el placer que me causaba la velada, porque resultaba muy embarazoso y de lo más ridículo. Pero a partir de aquel momento nunca íbamos al teatro sin que yo viera al señor Guppy, siempre con el pelo peinado bien aplastado, con el cuello de la camisa vuelto hacia abajo y un aspecto general de debilidad. Si no estaba cuando llegábamos nosotros, y yo empezaba a esperar que no llegara, y me dejaba llevar durante un rato por el interés de la escena, estaba segura de encontrarme con su mirada lánguida cuando menos lo esperaba, y a partir de aquel momento estaba segura de que la tendría fija en mí durante toda la velada.

Verdaderamente, no sé expresar lo incómoda que me ponía todo aquello. Si se hubiera cepillado el pelo, o hubiera levantado el cuello de la camisa, aquello seguiría siendo desagradable, pero el saber que aquella figura absurda me estaba siempre contemplando, y siempre en aquel estado ostensible de desazón, me sometía a tal tensión que no me gustaba reírme con la obra, ni llorar con ella, ni moverme, ni hablar. Me parecía imposible hacer nada con naturalidad. En cuanto a huir del señor Guppy mediante una retirada a la trasera del palco, no podía soportar la idea, pues sabía que Richard y Ada contaban con tenerme a su lado, y que nunca hubieran podido hablar entre sí de manera tan alegre si otra persona hubiera ocupado mi lugar. De manera que aquí me quedaba, sin saber a dónde mirar, pues dondequiera que mirase, sabía que me seguía la mirada del señor Guppy, y pensaba en el enorme gasto que estaba realizando aquel joven sólo por mí.

A veces pensaba en decírselo al señor Jarndyce. Pero entonces temía que el joven perdiera su empleo, y que cayera en la ruina. A veces pensaba en confiárselo a Richard, pero me disuadía la posibilidad de que se peleara con el señor Guppy y le hinchara un ojo. A veces pensaba que debía fruncirle el ceño, o hacer un gesto negativo de la cabeza. Después pensaba que no podía hacer eso. A veces pensaba que debía escribir a su madre, pero aquello acababa conmigo convencida de que el iniciar una correspondencia sería empeorar las cosas. Al final siempre llegaba a la conclusión de que no podía hacer nada. Durante todo aquel tiempo la perseverancia del señor Guppy no sólo le hacía estar presente en todos los teatros a los que íbamos, sino que lo hacía aparecer entre la multitud cuando salíamos, e incluso subirse a la trasera de nuestro coche, donde estoy segura de haberlo visto, debatiéndose entre los pinchos terribles que había puestos allí. Cuando llegábamos a casa, se quedaba apoyado en una parte iluminada que había frente a ella. Como la casa del tapicero en la que estábamos alojados se hallaba en la esquina de dos calles, y la ventana de mi dormitorio estaba frente a aquel poste, cuando yo subía las escaleras sentía miedo de acercarme a la ventana, no fuera a verlo (como me ocurrió una noche de luna) apoyado en el poste, y evidentemente enfriándose. Si, afortunadamente para mí, el señor Guppy no hubiera tenido sus ocupaciones durante el día, verdaderamente no hubiera podido escapar a él en ningún momento.

Mientras nos dedicábamos a aquella serie de diversiones, en las que participaba de manera tan extraordinaria el señor Guppy, no descuidábamos el asunto que había servido para traernos a la ciudad. El primo del señor Kenge era un tal señor Bayham Badger, que tenía una buena consulta en Chelsea, y además prestaba sus servicios en una gran institución pública. Estaba perfectamente dispuesto a recibir a Richard en su casa y a supervisar sus estudios, y como parecía que éstos se podían seguir provechosamente bajo el techo del señor Badger, y al señor Badger le agradó Richard, y Richard dijo que a él le «parecía aceptable» el señor Badger, se llegó a un acuerdo, se obtuvo el consentimiento del Lord Canciller y quedó todo convenido.

El día en que quedaron concertados los asuntos entre Richard y el señor Badger estábamos todos invitados a cenar en casa de este último. Sería «una comida puramente en familia», según decía la nota de la señora Badger, y vimos que la única dama era la propia señora Badger. Se hallaba en su salón rodeada de objetos que indicaban que pintaba algo, tocaba algo el piano, tocaba algo la guitarra, tocaba algo el arpa, cantaba algo, trabajaba algo, leía algo, escribía algo de poesía y se dedicaba algo a la botánica. Era una dama de unos cincuenta años, según me pareció, vestida con estilo juvenil y con un cutis muy fino. Si añado a la lista de sus virtudes que se maquillaba un poco, no quiero con ello criticarle en absoluto.

El propio señor Bayham Badger era un caballero sonrosado, de cara jovial, vivaz, de voz débil, dientes blancos, pelo claro y la mirada sorprendida, algo más joven, me pareció, que la señora Badger. Admiraba mucho a su esposa, y sobre todo y para empezar, por el curioso motivo (según nos pareció) de que se había casado tres veces. Acabábamos de sentarnos cuando dijo al señor Jarndyce con tono triunfal:

—¡Seguro que no sería usted capaz de suponer que soy el tercer marido de la señora Badger!

—¿Es cierto? —replicó el señor Jarndyce.

—¡El tercero! —exclamó el señor Badger—. ¿Verdad, señorita Summerson, que la señora Badger no tiene el aspecto de una dama que ha estado casada dos veces antes?

—¡En absoluto! —repliqué.

—¡Y con hombres notabilísimos! —continuó diciendo el señor Badger en tono confidencial—. El Capitán Swosser de la Marina Real, que fue el primer marido de la señora Badger, era un oficial de gran distinción. El nombre del Profesor Dingo
[46]
, mi predecesor inmediato, goza de reputación europea.

La señora Badger oyó lo que decía y sonrió.

—¡Sí, cariño mío! —replicó el señor Badger a aquella sonrisa—. Observaba al señor Jarndyce y a la señorita Summerson que ya habías estado casada dos veces, y ambas con personas muy distinguidas. Y a ellos, como suele ocurrir, les resulta difícil creerlo.

—Yo tenía apenas veinte años —dijo la señora Badger— cuando me casé con el Capitán Swosser, de la Marina Real. Estuve con él en el Mediterráneo; soy muy marinera. El día del duodécimo aniversario de mi boda me casé con el Profesor Dingo.

—De reputación europea —añadió el señor Badger en voz baja.

«Y cuando nos casamos el señor Badger y yo», siguió relatando la señora Badger, «lo hicimos el mismo día del año. Yo le había tomado cariño a esa fecha».

—De modo que la señora Badger ha tenido tres maridos, dos de ellos personas muy distinguidas —dijo el señor Badger, resumiendo los datos—, ¡y cada una de las bodas se ha celebrado el veintiuno de marzo a las once de la mañana!

Todos nosotros manifestamos nuestra admiración.

—De no ser por la modestia del Señor Badger —dijo el señor Jarndyce—, me permitiría corregirle y decir que ha tenido tres maridos de gran distinción.

—¡Gracias, señor Jarndyce! ¡Eso es lo que le digo yo siempre! —observó la señora Badger.

—Pero, cariño mío —interpuso el señor Badger—, ¿qué es lo que te digo siempre yo? Que sin afectación alguna, ni menospreciar la distinción profesional que pueda haber alcanzado yo (y que nuestro amigo Carstone tendrá muchas oportunidades de juzgar), no tendré yo la debilidad… No, de verdad —nos dijo a todos en general el señor Badger—, ni seré tan poco razonable como para atribuirme una reputación comparable a la de personas de la categoría del Capitán Swosser y el Profesor Dingo. Quizá le interese a usted, señor Jarndyce —continuó el señor Bayham Badger, llevándonos al salón de al lado—, este retrato del Capitán Swosser. Se lo hicieron cuando volvió de la flota de África, donde había padecido las fiebres propias de la región. La señora Badger considera que está demasiado amarillo. Pero es una cabeza magnífica. ¡Magnífica!

—¡Magnífica cabeza! —asentimos todos.

—Cuando la contemplo —prosiguió el señor Badger—, pienso que se trata de un hombre al que hubiera deseado conocer. Revela notablemente la clase de hombre que era sin duda el Capitán Swosser. Al otro lado está el Profesor Dingo. Lo conocí bien: lo cuidé en su última enfermedad. ¡Sólo le falta hablar! Encima del piano está la señora Swosser. Encima del sofá, la señora Badger cuando era la señora Dingo. De la señora Badger
in esse
, ya poseo el original, y no tengo copia.

Anunciaron la cena y bajamos al primer piso. Fue una cena muy agradable y bien servida. Pero el señor Badger seguía pensando en el Capitán y el Profesor, y como Ada y yo estábamos confiadas a sus cuidados personales, no nos dejó olvidarlos.

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