—Me siento obligado a confesar —dijo el señor Guppy— que se expresa
usté
, señorita, con los buenos sentimientos y el sentido de la justicia que le atribuía yo. Nada puede ser más satisfactorio que esos buenos sentimientos, y si hace un momento me equivoqué acerca de sus intenciones, estoy dispuesto a presentarla todas mis
escusas
. Quede constancia, señorita, de que por la presente le pido esas
escusas
… limitadas, como su propio buen sentido y sentido de la justicia le señalarán es necesario, al procedimiento en curso.
Debo decir en honor del señor Guppy que los modales evasivos de antes habían mejorado mucho. Parecía celebrar verdaderamente la posibilidad de hacer algo si yo se lo pedía, y parecía avergonzado de sí mismo.
—Si me permite usted terminar inmediatamente lo que tengo que decirle, para que no haya ocasión de volver sobre ello —continué al ver que se disponía a seguir hablando—, me hará usted un favor, caballero. He venido a ver a usted de la manera más discreta posible porque usted me anunció aquella impresión suya en una confidencia que he deseado auténticamente respetar, y que como recordará usted siempre he respetado. Ya le he mencionado mi enfermedad. No tengo ningún motivo para titubear en decir que sé muy bien que todo pequeño rebozo que pudiera sentir en hacerle una petición a usted ha desaparecido totalmente. De ahí el ruego que acabo de hacerle, y espero que me tenga usted en suficiente estima como para acceder a él.
Debo señalar otra vez en honor del señor Guppy que cada vez parecía más avergonzado de sí mismo, y que cuando más avergonzado y más serio pareció fue cuando me replicó todo sonrojado:
—Por mi palabra y por mi honor, por mi vida y por mi alma, señorita Summerson, que le prometo por mi hombría que actuaré conforme a sus deseos. Jamás daré un solo paso en oposición a ellos. Si le satisface, prestaré juramento. En todo lo que prometo en este momento, y en relación con los asuntos que se están tratando —continuó el señor Guppy rápidamente, como si estuviera repitiendo una fórmula conocida—, digo la verdad, toda la
verdá
y nada más que la
verdá
, con…
—Estoy convencida —dije levantándome—, y se lo agradezco mucho. ¡Caddy, hija mía, estoy lista!
Volvió la madre del señor Guppy con Caddy (y esta vez me hizo a mí la destinataria de sus risas silenciosas y de sus codazos) y nos despedimos. El señor Guppy nos acompañó a la puerta con un aire como de quien está medio dormido o sonámbulo, y allí lo dejamos contemplándonos.
Pero al cabo de un minuto vino detrás de nosotras sin haberse puesto el sombrero y con sus largos cabellos al viento y nos detuvo, diciendo fervientemente:
—Señorita Summerson, por mi honor y por mi alma que puede
usté
confiar en mí.
—Y confío —le dije—, confío totalmente.
—Perdóneme
usté
, señorita —dijo el señor Guppy, apoyándose primero en una pierna y luego en otra—, pero como está presente esta señora…, su propio testigo…, quizá se sintiera usté más satisfecha (pues deseo que quede
usté
tranquila), si repitiera
usté
lo que reconoció hace un rato.
—Bien, Caddy —dije volviéndome hacia ésta—, quizá no te sorprenda saber que nunca ha existido compromiso…
—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —sugirió el señor Guppy.
—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —dije— entre este caballero…
—William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex —murmuró él.
—Entre este caballero, William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex y yo.
—Gracias, señorita —dijo el señor Guppy—. Todo en orden… ¡Jem!… Perdón… ¿La señora se llama, nombre y apellido?
Se los dije.
—¿Casada, creo? —preguntó el señor Guppy—. Casada. Gracias. De soltera Caroline Jellyby, que vivía entonces en Thavies Inn, de la City de Londres, pero no de la parroquia; actualmente de Newman Street, Oxford Street. Muy agradecido.
Se fue corriendo a su casa y volvió corriendo otra vez.
—Acerca de ese asunto, ya sabe
usté
, de verdad que lamento muchísimo que la actual organización de mi vida, junto con circunstancias ajenas a mi voluntad impidan una reanudación de lo que quedó terminado enteramente hace algún tiempo —me dijo el señor Guppy, melancólico y desolado—, pero era imposible. ¡No me diga que no lo era! ¿Qué opina
usté
?
Le dije que evidentemente era imposible. El asunto no admitía duda. Me dio las gracias y volvió a marcharse corriendo, pero una vez más se dio la vuelta.
—Es algo que le honra mucho, señorita, desde luego —dijo el señor Guppy… Si pudiera erigirse un altar sobre los lazos de la amistad…, ¡pero por mi alma que puede
usté
contar conmigo en todos los respectos, salvo en los de una tierna pasión!
El combate que estaba en marcha en las profundidades del corazón del señor Guppy, y las repetidas oscilaciones que le impulsaba a hacer entre la puerta de su madre y nosotras, eran suficientemente conspicuos en aquella calle ventosa (dado especialmente que le hacía falta un corte de pelo) como para obligarnos a irnos a toda prisa. Lo hice con un peso menos en el alma, pero la última vez que nos volvimos a mirar, el señor Guppy seguía debatiéndose con la misma inquietud que antes.
El nombre del señor Vholes, precedido por la leyenda de Piso Bajo, figura inscrito en el montante de una puerta de Symond's Inn, Chancery Lane: un edificio pequeño, pálido, ciego, destartalado, como un gran cubo de la basura con dos compartimentos y un tabique. Parece que Symond fue hombre ahorrativo y construyó su edificio con materiales usados de construcción de segunda mano, que fueron rápidamente víctimas de la carcoma, la suciedad y todo lo que provoca la decadencia y la ruina, y perpetuó el nombre de Symond’s con una sordidez bienhumorada. En esta hura mezquina conmemorativa de Symond es donde el señor Vholes se consagra a la práctica del derecho.
El bufete del señor Vholes, por su origen poco cordial y en situación poco acogedora, está metido en un rincón, y contempla un muro ciego. Tres pies de pasillo oscuro y con el piso lleno de nudos llevan al cliente a la puerta negrísima del señor Vholes, en una esquina que resultaría tenebrosa incluso en la mañana veraniega más luminosa posible por encima de la cual sube la escalera del sótano, contra la que se dan golpes en la cabeza los profanos que llegan con prisas. El bufete del señor Vholes es tan reducido que un pasante puede abrir la puerta sin bajarse de su taburete, mientras que el otro, que comparte el mismo escritorio, puede hacer lo mismo para atizar el fuego. Hay un olor a oveja enferma, mezclado con el de polvo y humedad, que cabe atribuir al consumo nocturno (y muchas veces diurno) de velas de sebo de cordero y a la desintegración de formularios y pergamino en cajones grasientos. Por lo demás, el ambiente es rancio y cerrado. La última vez que se pintó o se encaló ese bufete es algo que no recuerda memoria humana, y las dos chimeneas tiran mal, y por todas partes hay una capa de hollín que lo recubre todo, y las ventanas opacas y agrietadas en sus pesados marcos no tienen nada que las haga notables, salvo su determinación de permanecer siempre sucias y siempre cerradas, salvo que se las fuerce. Ello explica el fenómeno de que la más débil de ellas suela tener metido entre sus mandíbulas un haz de leña cuando hace calor.
El señor Vholes es un hombre muy respetable. No tiene mucho trabajo, pero es un hombre muy respetable. Los abogados más importantes, que han hecho grandes fortunas o están a punto de hacerlas, reconocen que es un hombre respetabilísimo. En su trabajo nunca pierde una oportunidad, lo cual es seña de respetabilidad. Nunca se divierte, lo cual es otra seña de respetabilidad. Es reservado y serio, lo cual es otra seña de respetabilidad. Tiene problemas digestivos, lo cual es muy respetable. Y está almacenando la carne que es como hierba para sus tres hijas
[79]
. Y mantiene a su anciano padre en el Valle de Taunton.
El gran principio del derecho inglés es ser lucrativo. No existe, en todos sus meandros, ningún otro principio tan distinta, clara y consistentemente mantenido. Visto bajo esta luz se convierte en un plan coherente, y no en el laberinto monstruoso que suelen pensar los profanos. Bastaría con que percibieran claramente una sola vez que su gran principio es ser lucrativo a costa de ellos para que dejaran de gruñir de una vez, no cabe duda.
Pero como no lo perciben con claridad, sino que lo ven de forma fragmentaria y confusa, los profanos a veces sufren en su paz de ánimo y sus bolsillos y sí que gruñen demasiado. Entonces se les aplica todo el peso de la respetabilidad del señor Vholes: «¿Derogar tal artículo, señor mío?», dice el señor Kenge a un cliente irritado, «¿Derogarlo, señor mío? jamás lo consentiré. Cambie usted la ley, señor mío, y ¿cuál será el efecto de su temerario proceder para toda una clase de profesionales muy dignamente representada, permítaseme decirlo, por el abogado de la parte contraria a usted, el señor Vholes? Señor mío, esa clase de profesionales se vería barrida de la faz de la Tierra. Y usted no se puede permitir; diría yo que el sistema social no se puede permitir la pérdida de hombres como el señor Vholes. Diligentes, perseverantes, agudos en los negocios. Señor mío, comprendo lo que siente usted en estos momentos en contra del orden actual de cosas, y reconozco que en su caso es un tanto molesto, pero jamás levantaré mi voz en pro de la destrucción de toda una clase de hombres como el señor Vholes». La respetabilidad del señor Vholes se ha citado incluso con efecto aplastante ante comisiones parlamentarias, como ocurrió en el caso de las siguientes minutas oficiales de la declaración de un distinguido procurador. «Pregunta (número quinientos diecisiete mil ochocientos sesenta y nueve»: Si bien entiendo lo que declara usted, no cabe duda de que estas formas de ejercer la profesión causan retrasos. Respuesta: Sí. Algunos retrasos. Pregunta: ¿Y muchos gastos? Respuesta: Desde luego, no se pueden hacer gratis. Pregunta: ¿Y problemas indecibles? Respuesta: No estaría en condiciones de contestar a eso. A
mí
nunca me han causado problemas, sino todo lo contrario. Pregunta: Pero, ¿cree usted que su abolición perjudicaría a toda una clase de profesionales? Respuesta: No me cabe duda. Pregunta: ¿Puede usted dar un ejemplo de esa clase? Respuesta: Sí. Mencionaría sin titubear al señor Vholes. Se arruinaría. Pregunta: ¿En su profesión se considera que el señor Vholes es una persona respetable? Respuesta (que resultó fatal e hizo que la investigación durase diez años): En la profesión se considera que el señor Vholes es una persona
respetabilísima
».
Análogamente, en las conversaciones familiares hay autoridades privadas, pero no menos desinteresadas, que observan que no saben a donde vamos a llegar, que estamos cayendo en el caos, que ya han eliminado otra cosa más, que estos cambios significan la muerte de gente como Vholes, persona de indudable respetabilidad, con un padre en el Valle de Taunton y tres hijas en casa. Como sigamos por ese camino, dicen, ¿qué va a pasarle al padre de Vholes? ¿Tendrá que morirse? ¿Y a las hijas de Vholes? ¿Tendrán que hacerse costureras, o amas de llaves? Es como si el señor Vholes y sus parientes fueran jefezuelos caníbales y, ante la propuesta de abolir el canibalismo, surgieran indignados campeones suyos que plantearan las cosas como sigue: ¡Si prohiben ustedes la antropofagia, matarán ustedes de hambre a los Vholes!
En resumen, el señor Vholes, con sus tres hijas y su padre en el Valle de Taunton, sigue sirviendo de puntal, como si fuera, una viga de madera, para sustentar una pared en ruinas que se ha convertido en un peligro público y en una molestia. Y para muchísima gente, en muchísimos casos, nunca se trata de pasar de lo Injusto a lo Justo (consideración que desde luego no interviene para nada), sino que siempre se trata de perjudicar o beneficiar a esa legión, eminentemente respetable, de los Vholes de este mundo.
Hace diez minutos que el Lord Canciller ha salido para sus vacaciones de verano. El señor Vholes y su joven cliente, juntos con varias sacas azules rellenadas a toda prisa de forma que no se reconoce en absoluto su forma original, como ocurre con las grandes serpientes cuando están saciadas, han vuelto a la guarida oficial. El señor Vholes, tranquilo e imperturbable, como corresponde a persona tan respetable, se quita sus ajustados guantes negros como si se estuviera desollando las manos, se levanta el sombrero apretado como si se estuviera quitando el cuero cabelludo, y se sienta a su escritorio. El cliente tira al suelo el sombrero y los guantes, los tira donde caigan, sin ocuparse de ellos ni de dónde van a caer, se lanza a una silla, con algo que es entre un suspiro y un gruñido, descansa la cabeza dolorida en una mano y es como la imagen de la joven Desesperación.
—¡Nada, una vez más! —dice Richard—. ¡Nada!
—No diga usted que nada, caballero —replica plácidamente Vholes—. ¡Eso no es justo, señor mío, nada justo!
—Bueno, ¿y qué es lo que hemos conseguido? —pregunta Richard, que lo contempla sombrío.
—Es posible que no se trate sólo de eso —responde Vholes. Es posible que se trate qué es lo que se está consiguiendo, qué es lo que se está consiguiendo.
—Y, ¿qué es lo que se está consiguiendo? —pregunta su melancólico cliente.
Vholes se sienta con los brazos apoyados en el escritorio, y lleva en silencio las puntas de los cinco dedos de una mano a reunirse con las cinco puntas de la otra, y tras volver a repararlas en silencio otra vez, contempla fija y lentamente a su cliente y contesta:
—Se están consiguiendo muchas cosas, señor mío. Hemos arrimado el hombro a la rueda, señor Carstone, y la rueda empieza a girar.
—Sí, y a ella está atado Ixión
[80]
. ¿Cómo voy a pasar los cuatro o cinco meses infernales que vienen? —exclama el joven, que se levanta de su silla y se pone a pasear por el aposento.
—Sr. C. —replica Vholes, que lo sigue con la mirada mientras él se desplaza—, es usted muy impulsivo, y lo lamento por usted. Permítame que le recomiende que no se irrite usted tanto, que no sea tan impetuoso, que no gaste tantas energías. Debería usted tener más paciencia. Debería usted contenerse más.
—¿O sea, señor Vholes, que debería imitarlo a usted? —dice Richard, que vuelve a sentarse con una risa impaciente y golpea nervioso con un pie la alfombra descolorida.