Casa desolada (43 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿Está ya colocado el joven caballero acerca del cual escribió usted a Sir Leicester y cuyos deseos tanto lamentó Sir Leicester no poder satisfacer por su parte? —preguntó a mi Tutor por encima del hombro.

—Eso espero —le respondió.

Ella parecía respetarlo, e incluso desear agradarlo. Dentro de la altivez de su estilo, había algo en ella que cautivaba, e iba adquiriendo aires de más confianza (iba a decir de más sosiego, pero eso no podía ser) a medida que le seguía hablando por encima del hombro.

—¿Supongo que ésta es su otra pupila, la señorita Clare?

El señor Jarndyce presentó debidamente a Ada.

—Va usted a perder el aspecto desinteresado de su carácter quijotesco —dijo Lady Dedlock al señor Jarndyce— si no deshace usted más que los entuertos de unas bellezas así. Pero presénteme también a esta señorita —dijo volviéndose hacia mí.

—Quien de verdad es pupila mía es la señorita Summerson —dijo el señor Jarndyce—. En su caso no soy responsable ante el Lord Canciller.

—¿Ha perdido la señorita Summerson a ambos padres? —preguntó Milady.

—Sí.

—Pues ha tenido suerte en cuanto a su Tutor—.

Lady Dedlock me contempló, y yo a ella, y le dije que, efectivamente, había tenido mucha suerte. Inmediatamente me volvió la espalda, casi con una expresión de desprecio o de desagrado, y volvió a hablar con el señor Jarndyce por encima del hombro:

—Hace siglos que no nos vemos, señor Jarndyce.

—Mucho tiempo. Al menos me parecía que hacía mucho tiempo hasta que la vi a usted el domingo pasado.

—¡Vaya, también usted actúa como un cortesano, al menos ante mí! —dijo ella con un cierto desdén— Supongo que me merezco esa reputación.

—Se ha elevado usted tanto, Lady Dedlock —dijo mi Tutor—, que oso decir que eso también comporta cierta carga. Pero no ante mí.

—¡Tanto! —repitió ella con una risita—. ¡Sí!

Con aquel aire suyo de superioridad, de poder y de fascinación y de yo no sé qué, parecía considerarnos a Ada y a mí como si no fuéramos más que unas niñas. De manera que al reírse levemente y sentarse después mirando la lluvia estaba en control tan completo de sí misma, y tan libre de dedicarse a sus propios pensamientos, como si hubiera estado sola.

—Creo que conoció usted a mi hermana, cuando coincidimos en el extranjero, mejor que a mí —dijo volviendo a mirarlo.

—Sí, es que nos veíamos más a menudo —replicó él.

—Seguíamos cada una nuestro camino —dijo Lady Dedlock—, y teníamos pocas cosas en común incluso antes de que nos pusiéramos de acuerdo en seguir cada una por el suyo. Supongo que es de lamentar, pero era inevitable. ¿La volvió usted a ver después de entonces?

El señor Jarndyce negó con la cabeza.

—¿Nunca volvió a verla?

—Nunca.

—Pero, ¿sabrá usted, sin duda, que ha muerto?

—Sí —respondió él—. Lo sé desde hace algún tiempo. Vivía tan alejada de todo que me enteré por pura casualidad.

Lady Dedlock volvió a quedarse contemplando la lluvia. Pronto empezó a amainar la tormenta. Escampó mucho la lluvia, cesaron los relámpagos, el trueno se fue alejando entre los cerros más distantes, y empezó a brillar el sol sobre las hojas húmedas y en medio de la lluvia. Mientras estábamos allí sentados, en silencio, vimos llegar un faetón tirado por ponies a buen paso.

—Vuelve el mensajero, Milady —dijo el guardabosques—, con el carruaje.

Cuando se acercó éste vimos que en su interior había dos personas. Quien primero descendió, con capas y chales, fue la francesa a la que ya había visto yo en la iglesia, y después aquella chica tan guapa; la francesa con aire desafiante, la chica guapa confusa y titubeante.

—¿Qué pasa? —preguntó Milady—. ¿Venís dos?

—Por ahora, Milady, yo soy su doncella —dijo la francesa—. El mensaje decía que viniera su doncella.

—Yo temí que se refiriese usted a mí, Milady —dijo la muchacha guapa.

—Me refería a ti, hija —replicó pausadamente su señora—. Ponme ese chal.

Agachó ligeramente los hombros para recibirlo, y la muchachita se lo colocó cuidadosamente. La señora no hizo caso de la francesa, que se quedó mirando y apretando los labios.

—Lamento —dijo Lady Dedlock al señor Jarndyce— que probablemente no podamos reanudar nuestra antigua amistad. Permítame usted que vuelva a enviar el carruaje a buscar a sus dos pupilas. Regresará inmediatamente.

Pero como él no quiso en absoluto aceptar el ofrecimiento, Milady se despidió cortésmente de Ada —no de mí— y, apoyando una mano en el brazo que él le ofreció, se metió en el carruaje, que era pequeño y con toldo.

—Ven, hija —dijo a la muchacha guapa—. Voy a necesitarte. ¡Vamos!

El carruaje se fue alejando, y la francesa, con los chales que había traído todavía en el brazo, se quedó de pie en el mismo sitio en el que se había apeado.

Supongo que no hay nada tan insoportable para el Orgullo como el Orgullo mismo, y que se vio castigada por su actitud imperiosa. Su represalia fue la más singular que hubiera podido imaginarme yo. Se quedó perfectamente inmóvil hasta que el carruaje se metió en el camino y después, sin descomponer en absoluto el gesto, se quitó los zapatos, los tiró al suelo y se fue andando lentamente en la misma dirección, por la parte más húmeda de la mojada hierba.

—¿Está loca esa muchacha? —preguntó mi Tutor.

—¡Ah, no, señor! —replicó el guardabosques, que la miraba junto con su mujer—. Hortense no está nada loca. Tiene la chola tan cuerda como el que más. Pero es mortalmente orgullosa y apasionada, terriblemente orgullosa y apasionada, y como ya la han despedido y han puesto a otra por encima de ella no está nada contenta.

—Pero ¿por qué echarse a andar descalza por todos esos charcos? —preguntó mi Tutor.

—Verdaderamente, señor; ¡cómo no sea para que se le pase el acaloramiento…! —dijo el hombre.

—O que se crea que en lugar de agua es sangre —apostilló la mujer—. Yo creo que le gustaría mojarse los pies de sangre, cuando a ella se le sube a la cabeza.

Poco después pasábamos nosotros a poca distancia de la Mansión. Con lo pacífica que nos pareció cuando la habíamos visto por primera vez, ahora lo parecía todavía más, con un halo de diamantes en todo su derredor, el soplo de una leve brisa, los pájaros que ya habían abandonado su silencio y ahora cantaban con todas sus fuerzas, todo ello refrescado por la lluvia reciente, y el pequeño carruaje brillante a la puerta, como el coche de un hada hecho de plata. Entre tanto, Mademoiselle Hortense, descalza, avanzaba por entre la hierba húmeda, tiesa y en silencio, hacia la Mansión, ella también como una figura pacífica en aquel paisaje.

19. Hay que circular

Son vacaciones de verano en las regiones de Chancery Lane. Las buenas naves del Derecho y la Equidad, esos clippers de teca con quilla de cobre, remaches de hierro y superficies de bronce, que no son los más rápidos del mundo precisamente, están fondeados en conserva. El Ho
landés Errante
, con una tripulación de clientes fantasmales que imploran a todo el que encuentran que mire sus papeles, está de momento a la deriva. El cielo sabe dónde. Todos los tribunales están cerrados; las oficinas públicas yacen sumidas en un sueño caliente; el propio Westminster Hall se halla sumido en una soledad sombría, en la que podrían cantar los ruiseñores y por la que se pasean unos pretendientes más solícitos de los que se suelen hallar en los pleitos.

El Temple, Chancery Lane, Serjeant's Inn y Lincoln’s Inn hasta los Campos son como los puertos durante la marea baja, donde los procedimientos embarrancados, las oficinas ancladas, los pasantes inactivos que descansan en taburetes alabeados que no recuperarán la perpendicular hasta que penetre la corriente del nuevo curso, están en el dique seco mientras duren las vacaciones de verano. Hay veintenas de puertas de las salas de los juzgados que están cerradas, los mensajes y los paquetes se han de dejar en portería, donde se amontonan los cestos de papeles. Entre las grietas de la acera de piedra de Lincoln’s Inn Hall podrían crecer praderas enteras de hierba, si no fuera porque los mozos de cuerda, que no tienen que hacer más que matar el tiempo mientras se sientan allí a tomar la sombra, con los delantales blancos subidos por encima de la cabeza para que no los ataquen las moscas, la arrancan y la mascan pensativos.

En toda la ciudad no queda más que un Magistrado, e incluso éste no viene a las salas de los tribunales más que dos veces por semana. ¡Si lo pudiera ver la gente de las pequeñas ciudades que recorre en su circuito judicial! Ahora no lleva peluca blanca, ni túnica roja, ni pieles, ni va rodeado de maceros, ni de portadores de la vara de la justicia. No se trata más que de un caballero bien rasurado, con pantalones blancos y un sombrero blanco, cuyo judicial rostro está bronceado de la playa, cuya judicial nariz está pelada por los rayos del sol, que visita la marisquería camino de su trabajo y se bebe una cerveza de jengibre bien fría.

Los abogados de Inglaterra están repartidos por toda la faz de la Tierra. La cuestión no es cómo se puede pasar Inglaterra durante cuatro largos meses de verano sin su Colegio de Abogados, que, según todos reconocen, es su refugio en la adversidad y su triunfo definitivo en la prosperidad; el hecho es que en estos momentos el escudo y la coraza de Britannia se hallan ausentes. El docto caballero que siempre se indigna tanto ante la ofensa sin precedentes cometida contra su cliente por la parte contraria, de modo que no parece probable que pueda jamás recuperarse de la ofensa, lo está pasando mucho mejor en Suiza de lo que cabría esperar. El docto caballero que tanto se indigna y que abruma a todos sus adversarios con su sarcasmo sombrío lo está pasando magníficamente en un balneario francés. El docto caballero que derrama litros de lágrimas a la menor provocación lleva seis semanas sin derramar una lágrima. El doctísimo caballero que acaba de refrescar el calor natural de su tez rubicunda en las fuentes y los manantiales del derecho, hasta convertirse en un especialista de las argumentaciones más intrincadas durante los períodos de sesiones de los tribunales, cuando plantea a los magistrados adormilados tecnicismos jurídicos ininteligibles para los no iniciados y también para la mayor parte de los sí iniciados, vagabundea por Constantinopla, lógicamente encantado con la aridez y el polvo. Otros fragmentos dispersos del mismo gran paladión se pueden encontrar en los canales de Venecia, en la segunda catarata del Nilo, en los balnearios de Alemania, y repartidos por las playas de toda la costa inglesa. Apenas si se puede encontrar a uno de ellos en la región desierta de Chancery Lane. Si hoy alguno de esos miembros solitarios del Colegio de Abogados vagabundea por ese desierto y cae sobre un pleiteante que merodea por allí, que no puede abandonar el escenario de su ansiedad, el uno se asusta del otro, y cada uno se retira a un punto distinto a tomar la sombra.

Son las vacaciones de verano más calurosas que se han visto desde hace años. Todos los jóvenes pasantes están locamente enamorados y, según las categorías que les corresponden, aspiran a la felicidad con el objetó de su amor en Margate, Ramsgate o Gravesend. Todos los pasantes de mediana edad piensan que sus familias son demasiado numerosas. Todos los perros sin dueño que vagabundean por los Inns of Court y jadean por las escaleras y otros lugares secos; en busca de agua, dan breves ladridos de desesperación. En las calles, los perros de todos los ciegos llevan a sus amos hacia las bombas de agua, o los hacen tropezar con los cubos que hay al lado de éstas. Las tiendas que tienen un toldo y han regado la acera y tienen una pecera con pececillos de colores constituyen santuarios. En Temple Bar hace tanto calor que, al estar al lado del Strand y de Fleet, actúa como la llama piloto de un calentador, y los mantiene hirviendo toda la noche.

Hay oficinas en torno a los Inns of Court en las que podría uno refrescarse, si mereciera la pena comprar el fresco a costa de un precio tan elevado en aburrimiento, pero las callejuelas que están inmediatamente al lado de esos retiros parecen arder. En la plazoleta del señor Krook hace tanto calor que las gentes vacían sus casas y sacan las sillas a la calle, entre ellas el señor Krook, que prosigue allí sus estudios, con su gata (que nunca tiene demasiado calor) al lado. En las Armas del Sol se han suspendido las reuniones filarmónicas por lo que resta de temporada, y Little Swills está ocupado en los Jardines Pastorales, río abajo, donde actúa con números muy inocentes y canta cuplés cómicos de talante juvenil, ideados (como dice el prospecto) para no herir ni los sentimientos más delicados. Sobre todo el barrio jurídico se ciernen, como un gran velo de herrumbre, o una tela de araña gigantesca, el ocio y la melancolía de las vacaciones de verano. El señor Snagsby, papelero de los tribunales de Cook’s Court, Cursitor Street, padece bajo esta influencia; no sólo mentalmente, como persona sensible y contemplativa, sino también en su empresa de papelería ya mencionada. Durante las vacaciones de verano tiene más tiempo para reflexionar en Staple Inn y en Rolls Yard que en ninguna otra temporada, y dice a los dos aprendices lo raro que resulta cuando hace tanto calor recordar que vive uno en una isla, con el mar ondulante y caprichoso por todas partes.

Guster está ocupada en la salita, porque esta tarde de las vacaciones de verano el señor y la señora Snagsby esperan visitas. Los invitados a los que se espera son más selectos que numerosos, pues se trata de los señores de Chadband, y nadie más. Por la tendencia del señor Chadband a calificarse a sí mismo de navío
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tanto verbalmente como por escrito, hay desconocidos que a veces lo toman por alguien relacionado con la navegación, pero en realidad, como él mismo dice, trabaja «en la cura de almas». El señor Chadband no pertenece a ninguna confesión religiosa determinada, y sus detractores consideran que no tiene nada tan notable que decir acerca de tan importantísimo tema como para sentirse constantemente obligado a decirlo, pero él tiene sus seguidores, y entre ellos figura la señora Snagsby. Ésta ha tomado hace poco un billete en el navío Chadband, y su atención se vio atraída hacia ese bergantín de tres palos cuando se sentía un poco acalorada por la canícula.

—A mi mujercita —dice el señor Snagsby a los gorriones de Staple Inn— le gusta tener las cosas de la religión bien claras.

De manera que Guster, muy impresionada por considerarse momentáneamente doncella de Chadband, del cual sabe que tiene el don de explayarse cuatro horas seguidas, prepara la salita para el té. Sacude y desempolva todos los muebles, retoca los retratos del señor y la señora Snagsby con un paño húmedo, pone el mejor servicio de té en la mesa, y hay grandes provisiones de pan reciente y bien cortado, roscas frágiles, mantequilla nueva y fresca, lonchas finas de jamón, lengua y salchichas alemanas, así como filas delicadas de anchoas yacentes en un lecho de perejil, por no mencionar huevos recién puestos, que llegarán envueltos en una servilleta caliente, y tostadas calientes con mantequilla. Porque Chadband es un navío que consume mucho: sus detractores afirman que se traga el combustible, y maneja con notable destreza armas carnales como el cuchillo y el tenedor.

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