Casa desolada (45 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Yo no sé lo que pienso, señor —replica Jo—. Yo no pienso

, señor, pero ésa es la
verdá
de la
güena
.

—¡Ya ven ustedes! —observa el agente a su público—. Bueno, señor Snagsby, si no le encierro esta vez, ¿responde usted de que va a circular?

—¡No! —exclama la señora Snagsby desde la escalera.

—¡Mujercita mía! —exhorta su marido—. Agente, no tengo la menor duda de que va a circular. Ya sabes que no te queda más remedio.

—Yo siempre estoy dispuesto, señor —dice el pobre Jo.

—Pues adelante —dice el agente—. Ya sabes lo que tienes que hacer. ¡Pues hazlo! Y recuerda que a la próxima no vas escapar de rositas. Ten tu dinero. Y ahora, cuanto más lejos te vayas de aquí, mejor para todos. Con esta sugerencia de que se marche, y con una indicación en general hacia el sol poniente como lugar más adecuado hacia el que circular, el agente se despide de su público y hace que los ecos de Cook’s Court actúen como música de acompañamiento cuando cruza hacia el lado de la sombra, con el casco de acero en la mano, para que le dé algo de aire en la cabeza.

Ahora bien, la extraña historia que ha contado Jo acerca de la señora y el soberano ha despertado un tanto la curiosidad de toda la compañía. El señor Guppy, que tiene mentalidad investigadora en todo lo que refiera a la presentación de pruebas, y que ha estado sufriendo intensamente con la lasitud de las vacaciones de verano, se interesa tanto por el caso que inicia la repregunta del testigo, y esto resulta tan interesante a las damas que la señora Snagsby lo invita cortésmente a subir con ellos y tomar una taza de té, si tiene la bondad de perdonar el desorden en que hallará la mesa, como consecuencia de los ataques a que ellos la sometieron anteriormente. Cuando el señor Guppy acepta esta propuesta, piden a Jo que los siga hasta la puerta de la salita, donde el señor Guppy se ocupa de él como testigo, y va moldeando sus respuestas primero de una forma, luego de otra y después de otra, como si fuera de mantequilla y le fuera dando forma conforme a sus mejores modelos. Y ese interrogatorio también se asemeja a muchos de esos modelos, tanto en lo que respecta a no elucidar nada nuevo como a su longitud, pues el señor Guppy tiene conciencia de su talento, y la señora Snagsby considera que todo ello no sólo satisface su propia predisposición a la curiosidad, sino que eleva la condición de su marido ante la ley. Mientras se realiza este agudo encuentro, el navío Chadband, que no se ocupa más que del comercio de grasa, queda varado y espera que lo saquen a flote.

—¡Bueno! —dice el señor Guppy—, o este chico es más terco que una mula o en lo que dice hay algo extraño, que supera todo lo que he visto en mi vida con Kenge y Carboy.

La señora Chadband susurra algo a la señora Snagsby, la cual exclama:

—¡No me diga!

—¡Años y años! —replica la señora Chadband.

—Conoce las oficinas de Kenge y Carboy desde hace años —explica la señora Snagsby en tono triunfal al señor Guppy—. Me refiero a la señora Chadband, la esposa de este señor, el reverendo señor Chadband.

—¿De verdad? —pregunta el señor Guppy—. Antes de casarme con mi actual marido.

—¿Fue usted parte en un pleito, señora? —pregunta el señor Guppy, cambiando de testigo.

—No.

—¿No fue parte en ningún pleito, señora? —pregunta el señor Guppy.

La señora Chadband niega con la cabeza.

—Quizá conociera usted a alguien que fue parte en un pleito, señora —pregunta el señor Guppy, a quien le encanta hacer que su conversación siga los principios forenses.

—Tampoco eso exactamente —replica la señora Chadband, que sigue la broma con una sonrisa difícil.

—¡Tampoco eso exactamente! —repite el señor Guppy—. Muy bien. Entonces, señora, ¿fue alguna señora conocida de usted la que tuvo algunas transacciones (dejemos aparte de momento qué género de transacciones) con el bufete de Kenge y Carboy o quizá fue algún señor conocido de usted? No se apresure, señora. Ya llegaremos a ello. ¿Hombre o mujer, señora?

—Ninguna de las dos cosas —dice la señora Chadband otra vez.

—¡Ah, un niño! —exclama el señor Guppy, lanzando a la admirada señora Snagsby la mirada que los profesionales agudos suelen lanzar a los jurados británicos—. Entonces, señora, quizá tenga usted la bondad de decirnos qué niño.

—Por fin ha dado usted en el clavo, señor —dice la señora Chadband con otra sonrisa difícil—. Pues bien, caballero, lo más probable es que fuese antes de sus tiempos, a juzgar por su aspecto. Hube de criar a una niña llamada Esther Summerson, que estaba a cargo legalmente de los señores Kenge y Carboy.

—¡La señorita Summerson, señora! —exclama el señor Guppy, nervioso.

—Yo la llamo Esther Summerson —dice la señora Chadband austera—. Entonces no era una señorita. Era Esther. «¡Esther, haz tal cosa! ¡Esther, haz tal otra!», y tenía que hacerlas.

—Mi estimada señora —responde el señor Guppy, que se pone a pasearse por la salita—, la humilde persona que se dirige en estos momentos a usted recibió a esa señorita en Londres cuando llegó del establecimiento al que acaba usted de aludir. Permítame el placer de estrechar su mano.

El señor Chadband ve que por fin ha llegado su oportunidad, hace su señal acostumbrada y se levanta con la cabeza humeante, que se seca con un pañuelo de bolsillo. La señora Snagsby susurra:

—¡Chist!

—Amigos míos —dice el señor Chadband—, nos hemos alimentado con moderación (lo cual, desde luego, no era cierto por lo que a él respectaba) con las viandas que se nos han ofrecido. Que esta casa viva de la grosura de la tierra; que en ella abunden los cereales y los vinos; que crezca, prospere, se expanda, que continúe, que avance. Pero, amigos míos, ¿no nos hemos alimentado de otra cosa? Sí. Amigos míos, ¿de qué más nos hemos alimentado? ¿De un alimento espiritual? Sí, ¿De dónde procede ese alimento espiritual? ¡Da un paso al frente, joven amigo mío!

Jo, que es el llamado, se balancea primero hacia adelante, luego hacia atrás, después hacia cada uno de los costados, y se enfrenta al elocuente Chadband con evidentes dudas de sus intenciones.

—Mi joven amigo —dice Chadband—, para nosotros eres una perla, para nosotros eres un diamante, para nosotros eres una gema, para nosotros eres una joya. ¿Y por qué, joven amigo mío?

—Yo no sé —replica Jo—. Yo no sé

.

—Mi joven amigo —dice Chadband—, precisamente porque no sabes nada es por lo que para nosotros eres una gema y una joya. Pues ¿qué eres tú, joven amigo mío? ¿Eres un animal del campo? No. ¿Un ave del cielo? No. ¿Un pez de mar o de río? No. Eres un ser humano, joven amigo mío. Un muchacho humano. ¡Qué gloria la de ser un muchacho humano! Y ¿por qué es eso una gloria, mi joven amigo? Porque eres capaz de recibir las lecciones de la sabiduría, porque eres capaz de beneficiarte de este discurso que ahora pronuncio por tu bien, porque no eres un palo, ni un leño, ni una piedra, ni un poste, ni una columna.

¡Cuán hermosa y brillante es una oda

Compuesta para un muchacho que leve se remonta!

Y, ¿te remontas ahora, joven amigo mío? No ¿Por qué no te remontas ahora? Porque te hallas en un estado de oscuridad, porque te hallas en un estado de sombras, porque te hallas en un estado de pecado, porque te hallas en un estado de servidumbre. Joven amigo mío, ¿qué es la servidumbre? Investiguemos, animados por el espíritu del amor.

En esta fase amenazadora del discurso, Jo, que parece haber ido perdiendo gradualmente el sentido, se frota el brazo por la cara y da un bostezo gigantesco. La señora Snagsby expresa, indignada, su opinión de que es un siervo del enemigo malo.

—Amigos míos —prosigue el señor Chadband, cuya gimnástica barbilla vuelve a plegarse en una sonrisa fatua cuando mira a su alrededor—, es justo que se me humille, es justo que se me someta a prueba, es justo que se me mortifique, es justo que se me corrija. El último Día del Señor erré cuando pensé con orgullo en mis tres horas de edificación moral. Ahora la cuenta queda saldada a mi favor: mi acreedor ha aceptado una avenencia. ¡Regocijémonos, regocijémonos! ¡Ah, sí, regocijémonos!

La señora Snagsby se siente muy impresionada. —Amigos míos —prosigue el señor Chadband mirando en su derredor para concluir—: Pasaré ahora a ocuparme de mi joven amigo. ¿Querrás venir mañana, joven amigo mío, a preguntar a esta amable señora dónde me puedes encontrar para que te imparta una lección, y volverás cual golondrina sedienta al día siguiente, y al día después, y después el otro, muchos días placenteros a escuchar mis lecciones? —Todo ello dicho con la sutileza de un rinoceronte.

Jo, cuyo objetivo inmediato parece ser el de escaparse como pueda, asiente mientras se balancea. Entonces el señor Guppy le tira un penique, y la señora Snagsby llama a Guster para que lo acompañe hasta la puerta. Pero, antes de que baje la escalera, el señor Snagsby le da unos fiambres de los que han sobrado de la mesa, que él se lleva muy bien agarrados.

Y así es cómo el señor Chadband —de quien sus detractores dicen que no es de extrañar que se pase tanto tiempo para expresar absurdos tan abominables, sino que lo extraño es que alguna vez termine de proferirlos tras tener la audacia de comenzar— se retira a la vida privada hasta invertir un pequeño capital de cena en el negocio de la grasa de ballena. Jo circula, a lo largo de las vacaciones de verano, por el puente de Blackfriars, donde encuentra un rincón ardiente en el que sentarse a comer.

Y allí se queda sentado, mascando y royendo, y contemplando la gran cruz de la cúpula de la Catedral de San Pablo, que brilla sobre una nube de humo teñida de rojo y violeta. Por el gesto del muchacho cabría suponer que ese emblema sagrado es, a sus ojos, lo que corona la confusión de la gran ciudad confusa: tan dorada, tan alta, tan lejos de su alcance. Allí se queda sentado mientras se pone el sol, el río corre rápido y la multitud fluye a su lado en dos corrientes paralelas —todo circula con algún objetivo y algún destino— hasta que le dan un empujón y le dice que también él «circule».

20. Un nuevo inquilino

Las vacaciones de verano van avanzando hacia la reapertura de los tribunales, como un río lento que va recorriendo lentamente un país llano hacia el mar. El señor Guppy avanza bienhumorado con ellas. Ha mellado la punta de su cortaplumas y la ha roto, a fuerza de clavar ese instrumento por todas las partes de su escritorio. No es que le tenga mala voluntad a su escritorio, sino que algo tiene que hacer, y tiene que ser algo tranquilo, que no someta a una contribución demasiado pesada su energía física ni intelectual. Ha llegado a la conclusión de que no hay nada que le siente tan bien como girar un poco sobre una de las patas de su taburete, dar de cuchilladas a su escritorio y bostezar.

Kenge y Carboy han salido de la ciudad, el pasante licenciado en Derecho ha sacado un permiso de caza y se ha ido a casa de su padre, y los dos pasantes colegas del señor Guppy están fuera de permiso. El señor Guppy y el señor Richard Carstone comparten los honores del bufete. Pero, de momento, el señor Carstone está establecido en el despacho de Kenge, lo cual indigna al señor Guppy. Tanto lo indigna que informa con sarcasmo mordaz a su madre, en los momentos de confidencias mientras cena con ella una langosta con lechuga, en Old Street Road, que se teme que las oficinas no estén lo bastante bien para los señoritos, y que de haber sabido él que iba a venir un señorito, las hubiera hecho pintar.

El señor Guppy sospecha de todos los que pasan a ocupar un taburete en el bufete de Kenge y Carboy que, automáticamente, abrigan designios siniestros en contra suya. Es evidente que todas esas personas aspiran a deponerlo. Si alguna vez le preguntan cómo, por qué, cuándo o para qué, guiña un ojo y mueve la cabeza. A partir de esas profundas opiniones, utiliza todo su ingenio para contrarrestar la conspiración minuciosamente, cuando no existe tal conspiración, y se enzarza en la más intrincada de las partidas de ajedrez contra un adversario inexistente.

Por eso le resulta tan agradable al señor Guppy ver que el recién llegado se pasa el tiempo examinando los documentos de Jarndyce y Jarndyce, pues sabe perfectamente que eso no puede llevar más que a la confusión y el fracaso. Su satisfacción se transmite al tercer paseante en Corte que pasa las vacacional de verano en el bufete de Kenge y Carboy, es decir, al joven Smallweed.

En Lincoln’s Inn se duda mucho de que el joven Smallweed (llamado metafóricamente Small
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o, si no, el Pollito, como para referirse jocosamente a un novato) haya sido jamás niño. Ahora tiene algo menos de quince años, y ya es un veterano del derecho. De él se dice en broma que está apasionadamente enamorado de una señora que trabaja en una cigarrería, cerca de Chancery Lane, y que por ella rompió su compromiso con otra dama con la que llevaba años prometido. Es un producto típico de la ciudad, de baja estatura y rasgos marchitos, pero se le puede ver desde mucha distancia gracias al enorme sombrero que lleva. Su máxima ambición es llegar a ser como Guppy. Se viste como ese caballero (que lo trata con paternalismo), habla como él, anda como él, se realiza totalmente en él. Guppy lo honra con su especial confianza, y de vez en cuando le da consejos (basados en su enorme experiencia) acerca de aspectos difíciles de la vida privada.

El señor Guppy se ha pasado la mañana mirando por la ventana, tras probar todos los taburetes uno tras otro y averiguar que ninguno de ellos es cómodo, y tras meter la cabeza varias veces en la caja fuerte de hierro con la idea de refrescársela. Dos veces ha enviado al señor Smallweed a buscar bebidas gaseosas, y dos veces las ha servido en los dos vasos oficiales y las ha agitado con una regla. El señor Guppy expone, para que el señor Smallweed se ilustre, la paradoja de que cuanto más se bebe, más sed se tiene, y reclina la cabeza en el alféizar de la ventana en un estado de languidez desesperanzada.

Mientras así contempla la sombra de Old Square, Lincoln’s Inn, y estudia los insoportables ladrillos y mortero, el señor Guppy percibe unas patillas varoniles que salen del paso aportalado de abajo y se vuelven en dirección a él. Al mismo tiempo, resuena por el Inn un silbido leve, y una voz ahogada exclama:

—¡Eh, Guppy!

—¡Pero qué sorpresa! —exclama el señor Guppy, que despierta—. ¡Small, ahí viene Jobling! —Small también asoma la cabeza por la ventana y hace un gesto en dirección a Jobling.

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