Casa desolada (44 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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El señor Snagsby, ataviado con sus galas de domingo, contempla todos los preparativos cuando han quedado terminados, y con su tosecilla tímida, tapándose la boca con una mano, pregunta a la señora Snagsby:

—¿A qué hora esperabas al señor y la señora Chadband, amor mío?

—A las seis —responde la señora Snagsby.

El señor Snagsby dice con tono suave y como de pasada que «ya son más».

—A lo mejor quieres empezar sin ellos —observa reprobadora la señora Snagsby.

Da la sensación de que eso sería precisamente lo que querría hacer el señor Snagsby, pero se limita a decir con otro carraspeo manso:

—No, cariño mío, no. Me limitaba sencillamente a señalar la hora que es.

—¿Y qué es el tiempo —dice la señora Snagsby— en comparación con la eternidad?

—Muy cierto, cariño —dice el señor Snagsby—. Sólo que cuando uno prepara las cosas del té lo suele hacer (quizá) pensando un poco en la hora. Y cuando se da una hora para el té, lo mejor es ser puntual.

—¡Ser puntual! —repite severamente la señora Snagsby—. ¡Ser puntual! ¡Como si el señor Chadband fuera una diligencia!

—En absoluto, cariño —dice el señor Snagsby.

Llega Guster, que estaba mirando por la ventana del dormitorio, deslizándose tambaleante por la escalerilla como si fuera un fantasma, y al arribar sofocada a la salita anuncia que el señor y la señora Chadband han aparecido en la plazoleta. Como inmediatamente después suena la campanilla de la puerta del pasaje, la señora Snagsby la conmina, so pena de devolución inmediata a su santo patrón, a que no omita la ceremonia de anunciar a los visitantes. Con los nervios (que antes estaban en la mejor de las formas) totalmente descompuestos por esta amenaza, mutila tan ferozmente sus nombres que anuncia al «señor y la señora Chatplan, o bueno, como sea, ¡eso!», y se retira compungida de su presencia.

El señor Chadband es un hombretón de tez amarillenta, que siempre está sonriente y tiene el aspecto general de llevar gran cantidad de grasa de ballena en el cuerpo
[59]
. La señora Chadband es una mujer severa, de aspecto grave, silenciosa. El señor Chadband se desplaza en silencio y lentamente, como si fuera un oso al que han enseñado a andar en dos patas. Parece que no sabe qué hacer con los brazos, como si le molestaran y prefiriese andar a cuatro patas; suda mucho por la cabeza, y nunca habla sin antes alzar una manaza, como si diera a sus oyentes una garantía de que va a edificarlos.

—Amigos míos —dice el señor Chadband—; ¡que sea la paz sobre esta casa! ¡Sobre su señor y su señora, sobre sus doncellas y sus donceles! Amigos míos, ¿por qué os deseo la paz? ¿Qué es la paz? ¿Es la guerra? No. ¿Es el enfrentamiento? No. ¿Es algo maravilloso, amable, hermoso, agradable, sereno y alegre? ¡Ah, sí! Por eso, amigos míos, les deseo la paz a ustedes y a los suyos.

Como la señora Snagsby parece profundamente edificada, el señor Snagsby considera que en general más vale decir amén, lo cual le procura el beneplácito de todos los presentes.

—Y ahora, amigos míos —continúa diciendo el señor Chadband—, dado que me he referido a este tema…

Aparece Guster. La señora Snagsby, con una espectral voz de bajo, y sin apartar la vista de Chadband, dice con una claridad ominosa:

—¡Largo de aquí!

—Y ahora, amigos míos —dice Chadband—, dado que me he referido a este tema, que menciono con la mayor humildad…

Inexplicablemente, se oye que Guster murmura: «Milsetecientosochentaydós».

La voz espectral repite con más solemnidad:

—¡Largo de aquí!

—Ahora, amigos míos —dice el señor Chadband—, vamos a preguntar, animados por un espíritu de amor…

Pero Guster reitera:

—Milsetecientosochentaydós.

El señor Chadband hace una pausa, con la resignación de quien está acostumbrado a ser objeto de todo género de ataques, y bajando lánguidamente la barbilla para lanzar una sonrisa exclama:

—¡Oigamos lo que dice la doncella! ¡Habla, doncella!

—Milsetecientosochentaydós, con su permiso, señor, que quiere saber por qué le ha
dao
un chelín
[60]
—dice Guster jadeante.

—¿Por qué? —replica la señora Chadband—. ¡Para pagarle!

Guster responde:

—Insiste en que son un chelín y ocho peniques, o que si no va a llamar a la
bofia
.

La señora Snagsby y la señora Chadband empiezan a dar gritos de indignación, cuando el señor Chadband silencia el tumulto levantando la mano:

—Amigos míos —dice—, recuerdo que ayer dejé sin cumplir una obligación. Es justo que por ello pague penitencia. No tengo por qué murmurar. ¡Rachael, paga los ocho peniques!

Mientras la señora Snagsby da un respingo y mira fijamente al señor Snagsby, como para decirle: «¡Escucha a este Apóstol!», y mientras el señor Chadband irradia humildad y grasa de ballena, la señora Chadband paga la suma. El señor Chadband tiene la costumbre (que de hecho constituye la más evidente de sus pretensiones) de llevar esta especie de libro de cuentas de las menores partidas, y de exhibirlo públicamente en las ocasiones más triviales.

—Amigos míos —se explaya el señor Chadband—, ocho peniques no es demasiado; igual hubiera podido ser un chelín con cuatro peniques; igual hubiera podido ser media corona. ¡Mostremos alegría, alegría! ¡Sí, mostremos alegría!

Y con esta observación, que tal como suena parecería ser una cita poética, el señor Chadband se acerca a la mesa y, antes de tomar asiento, levanta la mano en señal de admonición y entona:

—Amigos míos, ¿qué es lo que contemplamos expuesto aquí ante nosotros? Un refrigerio. Pero ¿es que necesitamos un refrigerio, amigos míos? Sí. Porque no somos sino seres mortales, porque no somos sino pecadores, porque no pertenecemos sino al polvo, porque no estamos hechos de aire. ¿Podemos volar, amigos míos? No podemos. ¿Por qué no podemos volar, amigos míos?

El señor Snagsby supone que puede acertar a este último respecto y se aventura a observar con tono animado, como de persona bien informada:

—Porque no tenemos alas. —Pero inmediatamente su esposa le frunce el ceño.

—Lo que pregunto, amigos míos —continúa diciendo el señor Chadband, que rechaza y aniquila totalmente la sugerencia del señor Snagsby—, es: ¿por qué no podemos volar? ¿Es porque estamos hechos para andar por tierra? Lo es. ¿Podríamos andar, amigos míos, si no tuviéramos fuerzas? No podríamos. ¿Qué podríamos hacer sin fuerzas, amigos míos? Nuestras piernas se negarían a soportarnos, se nos doblarían los tobillos, y caeríamos en tierra. Y entonces, amigos míos, —¿de dónde derivaríamos la fuerza que necesitan nuestras extremidades? ¿La extraemos —pregunta el señor Chadband, echando una ojeada a la mesa— del pan en sus diversas formas, de la mantequilla que se hace con la leche que nos da la vaca, de los huevos que ponen las aves, del jamón, de la lengua, de las salchichas y demás? Así es. ¡Entonces, degustemos las cosas tan agradables que tenemos ante nosotros!

Los detractores negaban que la forma en la que el señor Chadband amontonaba verborreicamente aquellas series escalonadas, una encima de la otra, de aquella manera, revelase ningún tipo de don. Pero no cabe admitir eso sino como una prueba de la determinación de aquéllos de perseguirlo, ya que debe ser evidente a todos que el estilo retórico de Chadband goza de gran predicamento y admiración.

Sin embargo, el señor Chadband, que ha concluido por el momento, se sienta a la mesa del señor Snagsby y se pone a engullir prodigiosamente. La conversión de los alimentos en una grasa de la calidad ya mencionada parece constituir un proceso tan inseparable de la constitución de este navío ejemplar que cuando comienza a comer y beber cabe decir de él que se convierte en una considerable refinería de productos grasos o en cualquier otro tipo de instalación para la producción de ese artículo al por mayor. En esta velada de las vacaciones de verano, en Cook’s Court, de Cursitor Street, funciona de manera tan voraz que cuando cesa su actividad es como si ya tuviera los depósitos a tope.

En aquel momento de la visita, Guster, que todavía no se ha recuperado de su primer tropiezo, pero que no ha desperdiciado ningún medio posible ni imposible de atraer las críticas sobre la casa y sobre su propia persona —entre cuyos medios cabe enumerar brevemente su interpretación de una música militar sobre la cabeza del señor Chadband con unos platos, y después el haber coronado al mismo caballero con una bandeja de bollos—, en ese momento de la visita, decimos, Guster susurra al señor Snagsby que ha venido alguien a verlo.

—Y como, por no andar con circunloquios, hago falta en la tienda —dice el señor Snagsby levantándose—, espero que nuestra distinguida compañía me excuse un momento.

El señor Snagsby baja y se encuentra a los dos aprendices contemplando fijamente a un agente de la policía, que lleva agarrado del brazo a un muchacho harapiento.

—¡Válgame Dios! —dice el señor Snagsby—. ¿Qué pasa?

—Este chico —responde el policía— se niega a circular, aunque se le ha dicho varias veces que…

—Yo siempre estoy circulando, caballero —exclama el muchacho, limpiándose con el brazo unas lágrimas sucias—. No hago más que circular y circular
dende
que nací. ¿Qué más puedo circular, señor, más de lo que me paso la vida circulando?

—No quiere circular —dice el policía pausadamente, con un leve movimiento profesional del cuello, para dejarlo mejor asentado en su corbatín almidonado—, aunque se le ha advertido varias veces, y por eso me veo obligado a detenerlo. Es el ratero más terco que he visto. Se
NIEGA
a circular.

—¡Qué caray! ¿A dónde voy a ir? —grita el muchacho, tirándose desesperado del pelo y pataleando en el suelo del pasillo del señor Snagsby.

—¡Nada de esos modales o me encargo de quitártelos yo! —dice el agente, dándole una sacudida, pero sin enfadarse—. Tengo instrucciones de que circules. Te lo he dicho mil veces.

—Pero ¿por dónde? —pregunta el muchacho.

—¡Bien! La verdad, agente, me parece —dice el señor Snagsby dubitativo, carraspeando bajo la mano con su tosecilla de gran perplejidad y titubeo— que la pregunta es acertada. ¿Por dónde?, ¿sabe usted?

—Mis órdenes no dicen nada de eso —replica el agente—. Mis órdenes son que este chico tiene que circular. ¿Te enteras, Jo? No te importa, ni a ti ni a nadie, que los grandes astros del firmamento parlamentario lleven varios años, a este respecto, sin dar el ejemplo de circular ni de efectuar ningún otro tipo de desplazamiento. Esa gran receta se queda para ti; esa profunda prescripción filosófica: el principio y el fin de tu existencia sobre la Tierra. ¡Circula! No basta con que te eches simplemente a andar, Jo, porque los grandes astros no se pueden poner de acuerdo a ese otro respecto. ¡Circula y basta!

El señor Snagsby no dice nada en este sentido; de hecho no dice nada en absoluto; pero emite su tosecilla más triste, la que expresa que no ve ninguna salida. Para ese momento el señor y la señora Chadband y la señora Snagsby, que han oído el altercado, han aparecido en las escaleras. Guster se ha quedado al final del corredor, de modo que está reunida toda la casa.

—Lo único que tengo que preguntarle, caballero —dice el agente—, es si conoce usted a este chico. Él dice que sí.

Desde sus alturas, la señora Snagsby exclama inmediatamente:

—¡No! ¡No lo conoce!

—¡Mujercita mía! —dice el señor Snagsby mirando hacia la escalera—. ¡Permíteme, corazón mío! Te ruego que tengas un momento de paciencia, cariño mío. Sí que conozco algo a este mozo, y por lo que sé de él no puedo decir que sea malo; quizá todo lo contrario, agente —y el papelero le cuenta toda su experiencia con Jo, pero omite el episodio de la media corona.

—¡Bien! —dice el agente—, hasta ahora parece que tenía motivos para decir lo que dijo. Cuando le detuve en Holborn dijo que le conocía a usted. Entonces un joven que estaba en la multitud dijo que le conocía a usted y que usted era un comerciante respetable, y que si venía yo a investigar vendría él también. No parece que ese joven se haya sentido inclinado a cumplir su palabra, pero… ¡Ah! ¡Aquí está ese joven!

Entra el señor Guppy, que hace un gesto al señor Snagsby y se lleva la mano al sombrero, con la buena educación característica de los pasantes, en deferencia a las damas que hay en las escaleras.

—Salía de la oficina hace un momento cuando presencié la discusión —dice el señor Guppy al papelero—, y como se mencionó su nombre, creí que lo correcto era ocuparme del asunto.

—Es muy de agradecer, caballero —dice el señor Snagsby—, y le estoy reconocido. —Y el señor Snagsby vuelve a relatar su experiencia, aunque vuelve a omitir el episodio de la media corona.

—Bueno, ya sé dónde vives —dice entonces el agente a Jo—. Vives en Tomsolo. Bonito sitio para vivir, bien inocente, ¿eh?

—No puedo irme a vivir a un sitio más bonito, señor —replica Jo—. Si yo tuviera una casa bien maja

vivir,
naide
me diría

. ¡A ver quién va alquilarle una casa bonita e inocente como dice
usté
a un tipo como yo!

—Eres pobre, ¿no?

—Sí, señor, en general soy muy pobre.

—¡Pues juzguen ustedes! Le he encontrado estas dos medias coronas —dice el agente, que se las enseña a la asamblea— en cuanto le puse la mano encima.

—Es lo que me queda, señor Snagsby —dice Jo—, de un soberano que me ha
dao
una señora con un velo que dijo que era una criada y que vino a mi cruce una noche y me dijo que la enseñara esta casa de
usté
y la casa de aquel al que le daba usted trabajo de pluma que se murió, y el cementerio donde está
enterrao
. Va y me dice: «¿Eres tú el chico que fue a la encuesta?», dice. Y yo digo «sí». Y ella va y me dice: «Pues enséñamelos». Y yo la llevé y ella va y me da un soberano y se larga —dice Jo con lágrimas churretosas—. Y la
verdá
es que tampoco me ha
durao
mucho el soberano, porque tuve que pagar cinco chelines en Tomsolo para que me lo cambiaran, y luego un chico me robó otros cinco cuando estaba dormido y otro randa me birló nueve peniques y el tabernero invitó a una ronda a todo el mundo con lo que quedaba.

—¿No pensarás que vamos a creerte esa historia de la señora y el soberano, verdad? —pregunta el agente, que lo contempla de reojo con un desdén inefable.

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