—Sí, sin duda. No estoy ciega. Usted se aseguró de mí porque lo sabía. ¡Y tenía razón! La de-tes-to —y Mademoiselle Hortense se cruza de brazos y le lanza esta observación por encima de un hombro.
—Una vez dicho esto, ¿tiene usted algo más que decir, Mademoiselle?
—Sigo sin empleo. Búsqueme uno bueno. Búsqueme un buen sitio. Si no puede, o no quiere, empléeme usted para seguirla, para perseguirla, para desgraciarla y deshonrarla. Le ayudaré a usted bien y de gana buena. Eso es lo que hace
usted
. ¿Es que no lo sé yo?
—Según parece, sabe usted muchas cosas —replica el señor Tulkinghorn.
—¿No es así? ¿Es que yo soy tonta bastante para creer que yo vengo aquí con ese vestido puesto a recibir a ese muchacho sólo para decidir una pequeña apuesta, una broma? ¡Eh, mi Dios! ¡Ah, sí! —En su réplica, hasta la palabra «broma» inclusive, Mademoiselle ha estado irónicamente cortés y blanda; después, de forma igualmente repentina, se ha lanzado a hablar con el tono más amargo y desafiante de desprecio, y sus ojos negros pasan en un instante de estar casi cerrados a abrirse del todo con una mirada intensa.
—Bueno, vamos a ver —dice el señor Tulkinghorn, dándose golpecitos en la barbilla con la llave y mirándola impasible— cuál es el estado de la cuestión.
—¡Ah! Vamos a ver —asiente Mademoiselle con muchos movimientos airados y tensos de la cabeza.
—Usted ha venido a hacer una petición notablemente modesta, que acaba usted de exponer, y si no se atiende a ella volverá otra vez.
—Y otra —dice Mademoiselle, con más gestos airados y tensos—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!
—Y no sólo aquí, sino que quizá también vaya a casa de Snagsby, ¿verdad? Si esa visita tampoco tiene éxito, ¿verdad que volverá otra vez allí?
—Y otra —repite Mademoiselle, con una determinación cataléptica—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!
—Muy bien. Ahora, Mademoiselle Hortense, permítame recomendarle que tome la vela y recoja su dinero. Creo que lo encontrará usted detrás de la mampara del pasante, en aquella esquina.
Ella se limita a reírse por encima del hombro y se queda inmóvil con los brazos cruzados.
—No quiere, ¿eh?
—¡No, no quiero!
—¡Eso que pierde usted y que gano yo! Mire, señorita, ésta es la llave de mi bodega. Es una llave grande, pero las llaves de las cárceles son más grandes. En esta ciudad hay cárceles (con regímenes de disciplina para determinadas mujeres) cuyas puertas son muy resistentes y pesadas, y sin duda las llaves también. Me temo mucho que una dama de su talante y su energía consideraría molesto que la encerrasen con una de esas llaves durante algún tiempo. ¿Qué opina usted?
—Opino —replica Mademoiselle sin moverse, y con voz claramente ablandada— que es usted un miserable.
—Probablemente —responde el señor Tulkinghorn, que se suena la nariz discretamente—. Pero no le he preguntado qué opina usted de mí, sino qué opina usted de la cárcel.
—Nada. ¿Qué me importa a mí?
—Pues le importa mucho, señorita —dice el abogado, que se guarda lentamente el pañuelo y se ajusta la pechera—; en este país la ley es tan despótica que impide que ninguno de nuestros buenos ciudadanos ingleses se vea molestado, ni siquiera por las visitas de una dama, si él no lo desea. Y cuando denuncia ser víctima de esas molestias, la ley se lleva a la molesta dama y la encierra en una cárcel con una disciplina muy dura. La encierra con llave, señorita —y hace un gesto con la llave de la bodega.
—¿Verdaderamente? —pregunta Mademoiselle con el mismo tono agradable—. ¡Qué divertido! Pero ¡mi fe! Vuelvo a preguntarle: ¿a mí qué me importa?
—Mi buena amiga —dice el señor Tulkinghorn—, vuelva usted aquí o a casa del señor Snagsby y se enterará.
—¿En ese caso me enviará usted a la cárcel quizá?
—Quizá.
Sería contradictorio que alguien en, el estado de agradable jocosidad en que se halla Mademoiselle echase espumarajos por la boca, pues si no bastaría con un gesto levemente más parecido al de una tigresa para que pareciese que le faltaba muy poco.
—En una palabra, señorita —continúa el señor Tulkinghorn—, lamento mucho ser descortés, pero si alguna vez se presenta usted aquí sin que la haya llamado, o donde sea, la entregaré a la policía. Son muy galantes, pero arrastran a la gente molesta por la calle de la forma más ignominiosa, atada a una tabla, jovencita.
—¡Le voy a enseñar! —susurra Mademoiselle alargando una mano—. ¡Voy a ver si osa usted!
—Y —continúa diciendo el abogado, sin hacerle caso— si la coloco a usted en la excelente posición de ir a la cárcel, verá usted que tarda algún tiempo en volver a salir.
—¡Le voy a enseñar! —repite Mademoiselle en el mismo susurro.
—Y ahora —continúa el abogado, que sigue sin hacerle caso— más le vale irse. Piénseselo dos veces antes de volver.
—Piénselo usted —responde ella—. ¡Piénselo dos veces doscientas veces!
—Usted sabe que su señora la despidió —observa el señor Tulkinghorn mientras la sigue por la escalera por ser la más implacable e intratable de las mujeres. Ahora cambie usted de actitud y tenga en cuenta lo que le he dicho. Porque cuando digo una cosa voy en serio, y hago lo que amenazo con hacer, señorita.
Ella baja sin responder ni mirar a su espalda. Cuando se marcha baja él también, y al volver con su botella cubierta de telas de araña se dedica a disfrutarla reposadamente; de vez en cuando, al apoyar la cabeza en el respaldo de la silla, ve al pertinaz romano que señala desde el techo.
Poco importa ya cuánto pensé yo en mi madre, que estaba viva y que me había pedido que en adelante la considerase muerta. No podía aventurarme a acercarme a ella, ni a comunicarme con ella por escrito, pues mi sentido del peligro en que transcurría su vida sólo era comparable con mi temor de aumentarlo. Al saber que mi mera existencia como ser vivo era un peligro imprevisto para ella, no siempre podía dominar aquel terror a mí misma que se había adueñado de mí cuando me enteré del secreto. No me atrevía a pronunciar su nombre en ningún momento. Me daba la sensación de que no me atrevía ni siquiera a oírlo. Si en cualquier lugar en que estuviera yo la conversación iba en ese sentido, como naturalmente ocurría a veces, trataba de no escuchar, me ponía a contar mentalmente, me repetía algo para mis adentros o me iba de la sala. Ahora tengo conciencia de que muchas veces hacía todo aquello cuando no podía haber ningún peligro de que se hablara de ella, pero lo hacía por el temor que me inspiraba la posibilidad de oír algo que pudiera llevar a que la descubrieran, y a que la descubrieran por conducto mío.
Poco importa ya la frecuencia con que recordaba yo los tonos de la voz de mi madre y me preguntaba si alguna vez la volvería a oír como tanto ansiaba, y pensaba en lo extraño y lo triste que era que aquella voz fuera tan nueva para mí. Poco importa que me quedara acechando toda mención en público del nombre de mi madre, que pasara y volviera a pasar ante la puerta de su casa de la ciudad y la amara, pero temiera mirarla; que una vez estuviera en el mismo teatro que mi madre y ella me viera, y que cuando estábamos tan separadas, en medio de numeroso público de todas las condiciones, todo vínculo o toda confianza entre nosotras pareciera un sueño. Todo, todo ha terminado. He sido tan afortunada que poco puedo decir de mí misma que no sea una historia de la bondad y la generosidad de otros. Más vale que deje atrás ese poco y siga adelante.
Cuando volvimos a estar asentadas en casa, Ada y yo tuvimos muchas conversaciones con mi Tutor en torno al tema de Richard. Mi ángel estaba muy dolida de que se portara tan mal con el amable primo de ambos, pero era tan leal a Richard que ni siquiera por eso podía soportar el hacerle un reproche. Mi Tutor lo sabía y jamás pronunciaba una palabra de reprobación en relación con el nombre de Richard. «Rick está equivocado, querida mía», le decía. «Bueno, bueno, todos nos hemos equivocado alguna vez. Hemos de confiar en que entre tú y el paso del tiempo le hagáis comprender su error».
Después supimos lo que entonces sospechábamos: que no había confiado en el paso del tiempo hasta después de haber intentado él mismo abrirle los ojos a Richard. Que le había escrito, ido a verlo, hablado con él, intentado por todos los medios de persuasión y amabilidad que podía idear su bondad. Nuestro pobre y cariñoso Richard estaba ciego y sordo a todo. Si se había equivocado, ya se corregiría cuando terminara el pleito en la Cancillería. Si andaba a tientas en la oscuridad, lo mejor que podía hacer era todo lo posible para disipar las nubes que tanto lo confundían y que le oscurecían todo. ¿Que las sospechas y los malentendidos eran por culpa del pleito? Entonces, que le dejaran a él resolver el pleito y así recuperar sus sentidos. Ésa era su respuesta siempre. Jarndyce y Jarndyce se había adueñado hasta tal punto de toda su naturaleza que era imposible hacerle ninguna consideración que no le bastara —con una especie de razonamiento retorcido— para darle un nuevo argumento favorable a lo que estaba haciendo. Una vez mi Tutor me dijo: «De forma que resulta todavía peor discutir con el pobre chico que dejarlo en paz».
Aproveché una de aquellas oportunidades para mencionar mis dudas de que el señor Skimpole fuera un buen consejero para Richard.
—¡Consejero! —exclamó mi Tutor, riéndose—. ¿Quién va a dejarse aconsejar por Skimpole?
—¿Sería mejor alentar? —pregunté.
—¡Alentar! —volvió a exclamar mi Tutor—. ¿Quién va a dejarse alentar por Skimpole?
—¿Richard no? —pregunté.
—No —me replicó—. Un ser tan poco mundano, tan incapaz de cálculo, tan transparente, le sirve de entretenimiento y de diversión. Pero en cuanto a dejarse aconsejar, alentar, o darle vara alta en relación con nada ni con nadie, sencillamente es inconcebible en un niño como Skimpole.
—Por favor, primo —dijo Ada, que acaba de sumarse a nosotros y que ahora miraba por encima de mi hombro—, ¿por qué es tan niño?
—¿Que por qué es tan niño? —repitió mi Tutor frotándose la cabeza, sin saber qué decir.
—Sí, primo John.
—Bueno —respondió lentamente, frotándose la cabeza cada vez con más fuerza—, es todo sentimiento y sensibilidad y susceptibilidad e… imaginación. Y no sé por qué, pero tiene esas cualidades sin dominar. Supongo que la gente que lo admiraba por ellas en su juventud les atribuían demasiada importancia, y demasiado poca a la formación que las hubiera ajustado y equilibrado, y así fue como ser convirtió en lo que es hoy día. ¿Qué? —dijo mi guardián deteniéndose y contemplándonos esperanzado—. ¿Qué pensáis vosotras dos?
Ada me echó una mirada y dijo que era una pena que le estuviera costando dinero a Richard.
—Así es, así es —dijo mi Tutor apresuradamente—. No podemos permitirlo. Tenemos que ponerle remedio. Tengo que impedirlo. Eso no está bien.
Y yo dije que me parecía lamentable que hubiera presentado a Richard al señor Vholes por una gratificación de cinco libras.
—¿Fue así? —comentó mi Tutor con un gesto pasajero de irritación—. Pero así es ese hombre. ¡Así es ese hombre! No es que sea nada mercenario. No tiene idea del valor del dinero. Presenta a Rick, se hace amigo del señor Vholes y le pide prestadas cinco libras. Para él, eso no significa nada, ni le parece nada importante. Seguro que te lo dijo él mismo, ¿verdad, querida mía?
—¡Sí, sí! —le respondí.
—Exactamente. ¡Así es ese hombre!
—Si hubiera querido hacer algún daño, o tuviera conciencia de que podía hacer daño, no lo diría. Dice las cosas según las hace, por mera simpleza. Pero ya lo veréis en su propia casa, y entonces lo comprenderéis mejor. Tenemos que hacer una visita a Harold Skimpole y advertirlo a esos respectos. ¡Por Dios, hijas mías, si es que es un niño, un niño!
Conforme a aquel plan, al cabo de pocos días fuimos a Londres y nos presentamos a la puerta del señor Skimpole.
Vivía en un sitio llamado el Polígono, en Somers Town, donde por aquella época había muchos refugiados españoles pobres que se paseaban envueltos en capas y fumando cigarros pequeños de papel
[85]
; no sé si él era mejor arrendatario de lo que cabría suponer porque su amigo Alguien acababa siempre por pagarle el alquiler o si su incapacidad para los negocios hacía que resultara especialmente difícil desahuciarlo, pero llevaba bastantes años en la misma casa. Ésta se hallaba en el estado de abandono que ya nos esperábamos. Habían desaparecido dos o tres barrotes de la barandilla de la entrada; la cisterna para el agua de lluvia estaba rota; el llamador estaba suelto, el timbre estaba desprendido desde hacía mucho tiempo, a juzgar por lo oxidado del cable, y los únicos indicios de que la casa estaba habitada eran unas huellas sucias de pisadas en el suelo.
Una muchacha regordeta y descuidada, que parecía a punto de salirse por los rotos de la bata y las grietas de los zapatos, como una fruta demasiado madura, respondió a nuestra llamada abriendo un poco la puerta y llenando el hueco con su cuerpo. Como ya conocía al señor Jarndyce (de hecho, tanto Ada como yo pensamos que, evidentemente, lo relacionaba con el pago de su salario), se aplacó inmediatamente y nos permitió entrar. Dado que la cerradura de la puerta estaba estropeada, se ocupó después de cerrar con la cadena, que tampoco se hallaba en muy buen estado, y nos preguntó si queríamos ir arriba.
Subimos al primer piso, sin ver más muebles que las pisadas sucias. El señor Jarndyce, sin más ceremonia, entró en una habitación, y nosotras lo seguimos. Estaba bastante destartalada y nada limpia, pero amueblaba con una especie de lujo gastado, con un gran taburete, un sofá y muchos cojines, una butaca y muchos almohadones, un piano, libros, material de dibujo, música, periódicos y unos cuantos esbozos y cuadros. Uno de los cristales de las ventanas estaba roto y tapado con un trozo de papel, pero en la mesa había un platito con mandarinas de invernadero, otro de uvas, otro de pasteles y una botella de vino claro. El señor Skimpole estaba recostado en el sofá, en bata, bebiendo un café aromático de una taza vieja de porcelana —era hacia el mediodía— y contemplando una mata de alhelíes que había en el balcón.
No se sintió en absoluto desconcertado por nuestra presencia, sino que se levantó y nos recibió con su animación acostumbrada.
—¡Aquí me ven! —dijo cuando nos sentamos, aunque no sin cierta dificultad, pues la mayor parte de las sillas estaban rotas—. ¡Aquí me ven! Éste es mi frugal desayuno. Hay hombres que quieren patas de vaca y de cordero para el desayuno; yo no. Que me den mi melocotón, mi taza de café y mi clarete, y estoy satisfecho. No es que me gusten por sí mismos, sino porque me recuerdan el sol. Las patas de vaca y de cordero no tienen nada de solar. ¡Mera satisfacción animal!