Casa desolada (100 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Cuando esté lista, hija mía —replicó.

—Creo que ya está lista —dije.

—¿Me la va a traer Charley? —preguntó amablemente.

—No, Tutor, la he traído yo misma —respondí.

Le eché los dos brazos al cuello y lo besé, y él me preguntó si ésta era la señora de Casa Desolada, y le dije que sí, y de momento aquello no cambió nada, y salimos juntos y no le dije nada de todo ello a mi niña.

45. Un asunto de confianza

Una mañana, cuando acababa de terminar mi trabajo con mis cestos de llaves, y cuando mi niña y yo estábamos dándonos vueltas por el jardín, volví la mirada por casualidad hacia la casa, y vi una sombra alargada que se parecía a la del señor Vholes. Ada acababa de decirme aquella mañana cuánto esperaba que a Richard se le pasaran sus ardores en la Cancillería, dado lo en serio que se lo tomaba, y, en consecuencia, y con objeto de no bajarle el ánimo a mi pequeña, no dije nada de la sombra del señor Vholes.

En seguida llegó Charley, corriendo ligera entre los arbustos, y tropezándose por los senderos, sonrosada y bonita como si fuera una de las doncellas de Flora, en lugar de ser mi criadita, y exclamando:

—¡Ay, señorita, con su permiso, vaya a hablar con el señor Jarndyce!

Una de las características de Charley era que siempre que se le daba un recado empezaba a transmitirlo en cuanto veía, a la distancia que fuese, a la persona a la que estaba destinado. Así fue cómo vi cómo me pedía Charley, con su forma habitual de expresarse, que «fuera a hablar» con el señor Jarndyce mucho antes de oírla. Y cuando la oí, llevaba gritándolo tanto tiempo que se había quedado sin aliento.

Dije a Ada que me iba corriendo, y pregunté a Charley, al entrar en casa, si el señor Jarndyce estaba con un señor. A lo cual Charley, cuya gramática, debo confesarlo, no decía mucho de mi capacidad pedagógica, respondió:

—Sí, señorita, el mismo que fue y vino al campo con el señor Richard.

Supongo que sería imposible hallar dos personas más distintas que mi Tutor y el señor Vholes. Los encontré sentados a lados opuestos de una mesa y mirándose: el uno tan abierto y el otro tan encerrado en sí mismo; el uno tan corpulento y erguido y el otro tan flaco y encorvado; el uno diciendo lo que tenía que decir en voz muy sonora, y el otro conteniendo sus palabras con unos modales tan fríos, tan jadeantes, como un pez, que me imaginé no haber visto jamás a dos personas tan opuestas.

—Ya conoces al señor Vholes, querida mía —dijo mi Tutor. Y debo señalar que en un tono no demasiado amable. El señor Vholes se levantó, tan abotonado y enguantado como de costumbre, y se volvió a sentar, igual que se había sentado al lado de Richard en el carricoche. Como no estaba Richard para mirarlo, se quedó mirando al frente—. El señor Vholes —dijo mi Tutor, contemplando aquella figura negra como si fuera un pájaro de mal agüero— nos trae malas noticias de nuestro pobre Rick —y subrayó mucho la palabra «pobre», como si fuera la mejor descripción de su relación con el señor Vholes.

Me senté en medio de ellos; el señor Vholes se mantuvo inmóvil, salvo que se llevó la mano furtivamente, con su guante negro, a uno de los granos enrojecidos que tenía en la cara.

—Y como, por fortuna, Rick y tú sois buenos amigos, desearía saber —continuó mi Tutor— qué opinas tú, hija mía. ¿Tendría usted la bondad de… hablar con toda claridad, señor Vholes?

El señor Vholes no hizo nada por el estilo, sino que observó:

—Estaba diciendo, señorita Summerson, que tengo motivos para saber, como asesor profesional del señor C., que en el momento actual las circunstancias del señor C. Son preocupantes. No por lo que respecta a la cantidad como debido al carácter peculiar y urgente de las responsabilidades en que ha incurrido el señor C., y a los medios que tiene de liquidar o satisfacer las mismas. He solucionado muchas cosas de poca monta en nombre del señor C., pero hay un límite a lo que se puede solucionar, y hemos llegado a él. Yo mismo he adelantado algunas cantidades de mi propio bolsillo para atender a estos desagradables asuntos, pero por fuerza he de esperar que se me reembolse, pues no pretendo ser persona con capital, y tengo un padre al que mantener en el Valle de Taunton, además de tratar de realizar una cierta independencia para mis tres queridas hijas. Lo que temo es que, dadas las circunstancias del señor C., acabe por obtener autorización para vender su despacho de oficial, lo cual en todo caso debe darse a conocer a sus parientes.

Y después el señor Vholes, que me había estado mirando mientras hablaba, volvió a caer en el silencio que apenas si cabía decir que hubiera roto, dado el tono tan sofocado en el que hablaba, y volvió a mirar frente a sí.

—Imagínate al pobre muchacho sin disponer siquiera de sus recursos actuales —me dijo mi Tutor—. Pero ¿qué le puedo hacer yo? Ya lo conoces, Esther. Hoy día no aceptaría ninguna ayuda que viniera de mí. El ofrecerla, e incluso el sugerirla, lo llevaría a una actitud más extrema que ninguna otra cosa imaginable.

Al oír lo cual el señor Vholes volvió a dirigirse a mí.

—Lo que dice el señor Jarndyce, señorita, es indudable, y ahí está la dificultad. No sé qué se puede hacer. Yo no digo que se deba hacer nada. Ni mucho menos. Meramente he venido en plan totalmente confidencial, y lo menciono, para que todo se pueda hacer abiertamente, y para que después no se pueda decir que las cosas no se han hecho abiertamente. Lo que yo deseo es que todo se haga abiertamente. Quiero dejar una buena reputación cuando desaparezca. Si me limitara a pensar en mis propios intereses acerca del señor C., no estaría aquí. Como bien sabe usted, sus objeciones serían insuperables. No estoy aquí profesionalmente. Por mi venida no le puedo cobrar a nadie. No tengo ningún interés más que el de miembro de la sociedad, y el de padre y el de hijo —dijo el señor Vholes, que casi había olvidado el último aspecto.

Nosotros consideramos que el señor Vholes no decía ni más ni menos que la verdad al sugerir que aspiraba a dividir la responsabilidad, si ésta existía, de estar al tanto de la situación de Richard. Yo no podía más que sugerir que podía ir a Deal, donde estaba ahora destinado Richard, para verlo y tratar de impedir lo peor, si era posible. Sin consultar al señor Vholes a este respecto, me llevé a mi Tutor a un lado para proponérselo, mientras el señor Vholes se iba, sombrío, a la chimenea y se calentaba sus fúnebres guantes.

Lo cansado que sería aquel viaje hizo que mi Tutor formulase una objeción inmediata, pero como vi que no tenía otras objeciones y yo iría muy contenta, obtuve su consentimiento. Ya no nos quedaba más que deshacernos del señor Vholes.

—Bien, señor mío —dijo el señor Jarndyce—, la señorita Summerson va a comunicarse con el señor Carstone, y no nos queda sino esperar que la situación no sea desesperada. Permítame que le haga servir algo de comer tras su viaje, caballero.

—Muchas gracias, señor Jarndyce —replicó el señor Vholes, alargando su manga negra para impedir que llamara a la campanilla—, pero no quiero nada. Gracias, pero ni un bocado. Soy de digestión difícil, y nunca he sido de buen apetito. Si tomara algo sólido a estas horas, no sé qué consecuencias podría tener. Como todo se ha hecho abiertamente, señor mío, me voy a despedir, con su permiso.

—Y ojalá se despidiera usted, y pudiéramos todos despedirnos, señor Vholes —replicó mi Tutor, en tono amargo—, de cierta Causa que usted conoce.

El señor Vholes, que estaba tan impregnado de tinte negro de la cabeza a los pies que se había puesto a echar vapor ante la chimenea, lo cual dejaba un olor muy desagradable, hizo una breve inclinación lateral de la cabeza y negó lentamente con ella.

—Quienes no tenemos más ambición que la de que se nos considere como profesionales respetables, señor mío, no podemos hacer más que arrimar el hombro. Es lo que hacemos, caballero. Por lo menos, es lo que hago yo, y prefiero pensar que todos y cada uno de mis colegas hacen lo mismo. ¿Comprende usted, señorita, la necesidad de no mencionarme cuando se comunique con el señor C.?

Le dije que lo tendría muy presente.

—Precisamente, señorita. Adiós, señor Jarndyce, buenos días, caballero. —Y el señor Vholes me puso en los dedos su guante muerto, que casi parecía no contener una mano dentro, después tocó con él los dedos de mi Tutor y se llevó lejos de allí su larga sombra flaca. Pensé que cuando aquella sombra saliera del coche y fuera cruzando el paisaje soleado que se hallaba entre nosotros y Londres, iría helando las semillas de la tierra al pasar sobre ellas.

Naturalmente, hubo que decir a Ada dónde iba a ir y por qué, y naturalmente ella se sintió preocupada y triste. Pero era demasiado fiel a Richard para decir nada que no fueran palabras de compasión y de excusa, y con ánimo todavía más amante —¡mi querida niña, tan leal!— le escribió una larga carta, que entregó a mi cuidado.

En mi viaje tendría a Charley como acompañante, aunque yo no quería compañía, y de buena gana la hubiera dejado en casa. Aquella tarde nos fuimos todos a Londres, y cuando vimos que quedaban dos plazas en la diligencia, las reservamos. A la hora en que normalmente nos acostábamos, Charley y yo estábamos rodando hacia el mar, con el correo de Kent.

En aquellos tiempos, el viaje llevaba toda la noche, pero como teníamos el coche para nosotras solas, no nos pareció tediosa la noche. Se me pasó igual que me imagino se le pasaría a la mayor parte de la gente en las mismas circunstancias. A veces, mi viaje me parecía esperanzador y otras desesperado. A ratos me parecía que podría servir de algo, y a ratos me preguntaba cómo podía haberme imaginado tal cosa. En ocasiones me parecía de lo más razonable del mundo el ir a verlo, y en otras de lo más irracional. Pensaba por turno en qué estado iba a encontrar a Richard, qué iba a decirle y qué me diría él a mí, según el estado de ánimo en que me encontrase en cada momento, y las ruedas parecían marcar un ritmo (que se acompasaba al de las frases de la carta de mi Tutor) que se repetía incesante durante toda la noche.

Por fin llegamos a las callejuelas de Deal, que estaban muy sombrías en la mañana desapacible y neblinosa. La playa larga y llana, con sus casitas irregulares de madera y de ladrillo, y su confusión de cabrestantes, barcas y hangares, y sus postes erguidos y desnudos con sus poleas y sus espacios vacíos, donde la arena pedregosa estaba invadida por las hierbas y los hierbajos, tenía uno de los aspectos más lóbregos que jamás haya visto yo. El mar ondulaba bajo una niebla densa y blanca, y era lo único que se movía en el entorno, salvo unos cuantos cordeleros que, con las fibras atadas al cuerpo, parecía ir girando hasta convertirse en cuerdas, de puro cansancio de su forma de existencia.

Pero cuando entramos en una habitación cálida en un excelente hotel y nos sentamos cómodamente, ya bien lavadas y vestidas; a consumir un desayuno tempranero (porque era demasiado tarde para pensar en irnos a la cama), Deal empezó a parecer más acogedor. Nuestra habitacioncita era como un camarote de barco, lo cual encantó a Charley. Después, la niebla empezó a levantarse como un telón, y aparecieron montones de barcos, que no teníamos ni idea de que estuvieran tan cerca. No sé cuántas velas nos dijo el camarero que estaban entonces fondeadas en los Downs de Kent. Algunos de aquellos navíos eran de gran tamaño; uno muy grande era del comercio de las Indias, que acababa de llegar, y cuando apareció el sol entre las nubes, proyectando zonas plateadas en el mar oscuro, la forma en que aquellos barcos se iluminaron, se llenaron de sombras y fueron cambiando, en medio de un gran zafarrancho de botes que iban y venían de la costa hacia ellos y de ellos hacia la costa, y la vitalidad y el movimiento generales en su derredor y en ellos mismos, constituían un espectáculo de lo más hermoso.

Lo que más nos atraía era el gran buque de las Indias, porque había llegado aquella misma noche a los Downs. Estaba rodeado de lanchas, y comentamos cómo se debía de alegrar la gente de a bordo de llegar a tierra. Charley también sentía curiosidad acerca del viaje y del calor de la India, y las serpientes y los tigres, y como absorbía toda la información al respecto mucho mejor que la gramática, le dije todo lo que sabía sobre aquellos temas. También le conté cómo a veces la gente que hacía esos viajes naufragaba y se quedaba en una isla, donde los salvaba la intrepidez y la humanidad de un hombre. Y cuando Charley me preguntó cómo podía ocurrir eso, le expliqué cómo habíamos sabido de un caso así en nuestra propia casa.

Había yo pensado en enviar a Richard una nota para decirle que había llegado, pero ahora parecía mejor ir a verlo sin ningún preparativo. Como él vivía en el cuartel, dudé un poco si sería viable, pero salimos de reconocimiento. Al atisbar por la puerta del cuartel, vimos que a aquella hora de la mañana todo estaba tranquilo, y pregunté dónde vivía Richard a un sargento que estaba en los escalones del cuerpo de guardia. Envió a uno de sus hombres a que me enseñara, y éste subió unas escaleras austeras, llamó a la puerta con los nudillos y se fue.

—¿Qué pasa? —gritó Richard desde dentro.

Entonces dejé a Charley en el pasillo, avancé hacia la puerta entreabierta y dije:

—¿Puedo entrar, Richard? No es más que la señora Durden.

Él estaba sentado a una mesa, escribiendo, en medio de una gran confusión de ropa, cajas de hojalata, libros, botas, cepillos y portamantas, todo tirado por el suelo. Estaba a medio vestir —y observé que de paisano, no de uniforme—, con el pelo despeinado, y tenía un aspecto tan desordenado como su alojamiento. Todo aquello lo vi después de que él me diera una bienvenida cariñosa y me hiciera sentarme a su lado, porque al oír mi voz levantó la cabeza y me dio un rápido abrazo. ¡Mi querido Richard! Conmigo era igual que siempre. Hasta el final —¡ay, pobre muchacho!— siempre me recibió con algo de su vieja actitud alegre y juvenil.

—Cielo santo, mujercita —exclamó—, ¿cómo es que has venido aquí? ¡Quién se iba a imaginar que ibas a venir! ¿No pasa nada? ¿Ada está bien?

—Perfectamente. ¡Más guapa que nunca, Richard!

—¡Ah! —dijo, reclinándose en la silla—. ¡Pobre primita mía! Te estaba escribiendo, Esther.

¡Qué fatigado y preocupado parecía, incluso en toda la plenitud de su juventud agraciada, reclinándose en la silla y arrugando en la mano aquella página escrita con líneas apretadas!

—Y después de haberte tomado la molestia de escribir todo eso, ¿no voy a leerlo después de todo? —pregunté.

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