—Lo que más necesita Richard es un amigo. Usted siempre le ha agradado. Le ruego que cuando llegue vaya a verlo. Le ruego que lo ayude a veces con su compañía, si puede. No sabe usted el favor que le haría. No sabe usted cómo se lo agradeceríamos Ada, el señor Jarndyce e…, ¡incluso yo, señor Woodcourt!
—Señorita Summerson —me dijo, más conmovido ahora que al principio—, le juro en nombre del Cielo que seré buen amigo suyo. ¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!
—¡Que Dios lo bendiga a usted! —exclamé, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, pero me pareció que no importaba, porque no era por mí misma—. Ada lo quiere… Todos lo queremos, pero Ada lo quiere como no podemos quererlo los demás. Ya le contaré lo que ha dicho usted. ¡Gracias, y que Dios lo bendiga, en nombre de ella!
Richard volvió cuando acabábamos de intercambiar aquellas palabras apresuradas, y me dio el brazo para llevarme al coche.
—Woodcourt —dijo, sin darse cuenta de cuán a propósito venían sus palabras—, tenemos que vernos en Londres.
—¿Vernos? —replicó el otro—. Hoy día apenas si me queda algún amigo allí, salvo usted. ¿Dónde podemos vernos?
—Bueno, ahora tengo que buscar alojamiento —dijo Richard, pensativo—. Digamos en el bufete de Vholes, Symond's Inn.
—¡Muy bien! Sin falta.
Se dieron un apretón de manos. Cuando me senté en el coche, mientras Richard seguía en pie en la calle, el señor Woodcourt puso una mano, en gesto amistoso, en el hombro de Richard y miró hacia mí. Lo comprendí, e hice un gesto de agradecimiento con la mano.
Y en su última mirada, cuando nos marchamos, vi que estaba muy triste por mí. Celebré verlo. Tuve por mi antiguo yo los mismos sentimientos que tendrían los muertos si jamás volvieran a este mundo. Celebré que se me recordara amablemente y se me tuviera una compasión bondadosa, que no se me olvidara del todo.
La oscuridad se cierne sobre Tomsolo. Se ha ido dilatando cada vez más desde que cayó el sol anoche, y se ha ido extendiendo gradualmente hasta llenar todos los espacios del lugar. Durante algún tiempo brillaron algunas luces en buhardillas, tal como arde también esa lámpara de la Vida en Tomsolo, pesada, muy pesadamente en el aire nauseabundo y haciendo guiños, también esa otra lámpara en Tomsolo ante tantas cosas horribles. Pero se han ido apagando. La Luna ha contemplado a Tomsolo con una mirada torva y fría, como si advirtiera una pobre imitación de sí misma en esa región desierta, incapaz de vida y asolada por fuegos volcánicos, y después se ha ido. La yegua de la pesadilla más negra
[87]
de los establos infernales pasta en Tomsolo, y Tom está profundamente dormido.
Son muchos los grandes discursos que se han pronunciado, tanto en el Parlamento como fuera de él, acerca de Tom, y muchos han sido los graves debates acerca de cómo solucionar lo de Tom. Si habrá que ponerlo en el buen camino por medio de agentes de policía, o de bedeles, o de campanadas, o por la fuerza de las estadísticas, o por los principios correctos del buen gusto, o por la jerarquía eclesiástica, o por la base eclesiástica, o por nada eclesiástico; si habrá que ponerlo a partir en el aire los pelos de tan elevadas polémicas con el cuchillo retorcido de su mente, o si, por el contrario, habría que ponerlo a partir piedras. En medio de tanta barahúnda, no hay más que una cosa perfectamente clara, y es que Tom no puede, ni quiere, ni debe recuperarse más que conforme a la teoría de alguien, y no conforme a la práctica de nadie. Y en el intervalo esperanzado, Tom va de cabeza a la perdición conforme a su ánimo determinado de siempre.
Pero obtiene su venganza. Incluso los vientos son sus mensajeros, y están a su servicio en estas horas de oscuridad. No hay ni una gota de la sangre corrompida de Tom que no propague la enfermedad y el contagio por algún lado. Esta misma noche contaminará la noble corriente (en la cual si algún químico hiciera un análisis, encontraría la genuina nobleza) de una casa normanda, y el Señor Duque no podrá decir que No a la infame alianza. No hay ni un átomo de cieno de Tom, ni una pulgada cúbica de gas pestilente en el que vive Tom, ni una obscenidad o una degradación suya, ni una ignorancia ni una maldad, ni una brutalidad cometida por él que no vaya a vengarse de todos los órdenes de la sociedad, hasta los más orgullosos de los orgullosos y los más altos de los altos. En verdad que al manchar, saquear y despojar, Tom obtiene venganza.
Sería debatible si Tomsolo es más feo de día o de noche. Pero conforme al criterio de que cuanto más se ve de él, más repulsivo resulta, y que nada de él que se deje a la imaginación es probable que sea tan feo como la realidad, el día se lleva la palma. Ahora está empezando a romper, y verdaderamente mejor sería para la gloria nacional que el sol se pusiera alguna vez en los dominios británicos, y no que siempre saliera sobre un punto tan vil como Tom.
Un caballero moreno y quemado por el sol, que por alguna incapacidad para el sueño parece andar dando vueltas en lugar de contar las horas sobre una almohada inquieta, se pasea a esta hora silenciosa. Atraído por la curiosidad, se para con frecuencia a lanzar miradas a su alrededor, arriba y abajo de las callejuelas miserables. Y no es sólo la curiosidad, pues en su mirada brillante y oscura se percibe un interés compasivo, y mientras mira acá y allá, parece comprender tanta desgracia y haberla estudiado antes.
En las riberas del canal lleno de lodo estancado que constituye la calle mayor de Tomsolo no se ve nada más que las casas desvencijadas, cerradas y silenciosas. No aparece ningún ser despierto más que él mismo, salvo en una dirección, donde ve la figura solitaria de una mujer sentada en un portal. Va en esa dirección. Al acercarse, observa que ella ha hecho un largo viaje, que tiene los pies cansados y el vestido sucio. Está sentada en el portal con aire de esperar, con un codo apoyado en una rodilla y la cabeza apoyada en la mano. Al lado tiene un saco, o un hatillo, de lona que ha traído consigo. Probablemente está dormitando, pues no se mueve al oír los pasos que se acercan.
La acerca desconchada es tan estrecha que cuando Allan Woodcourt llega a donde está la mujer, tiene que salir a la calzada para no pisarla. Le mira a la cara, sus miradas se cruzan y él se detiene.
—¿Qué le pasa?
—Nada, caballero.
—¿No la oyen? ¿Quiere usted entrar?
—Estoy esperando a que se levanten en otra casa, en una pensión, no aquí —responde la mujer con paciencia—. Espero aquí porque dentro de poco saldrá el sol y podré calentarme aquí mismo.
—Me temo que esté usted muy cansada. Lamento verla a usted en la calle.
—Gracias, caballero. No me importa.
La costumbre que tiene él de hablar con los pobres, y de evitar el paternalismo o la condescendencia, o el infantilismo (que es el truco favorito de mucha gente que considera rasgo de gran sutileza el hablar con los pobres como si fueran niños de primaria) ha hecho que la mujer lo mire bien desde el primer momento.
—Permítame que le mire la frente —dice él, inclinándose—. Soy médico. No tenga miedo. No le haría daño por nada del mundo.
Sabe que si la toca con su mano hábil y experimentada podrá tranquilizarla con más rapidez todavía. Ella hace una leve objeción, y dice que no es nada, pero apenas le pone él los dedos en la parte herida cuando ella la levanta hacia la luz.
—¡Sí! Un buen golpe y una herida fea. Debe de dolerle mucho.
—Sí que me duele un poco, caballero —responde la mujer, con una lágrima repentina en la mejilla.
—Permítame que la ayude. Este pañuelo no va a hacerle daño.
—¡Seguro que no, caballero, estoy segura!
Le limpia la parte herida y se la seca, y tras examinarla atentamente y apretársela suavemente con la palma de la mano, se saca un estuche del bolsillo, le aplica una cura y se la venda. Entre tanto, mientras ríe por estar pasando consulta en la calle, dice:
—¿De manera que su marido es ladrillero?
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunta la mujer, asombrada.
—Pues lo he supuesto por el color de arcilla que tienen su bolsa y su vestido. Además, sé que los ladrilleros van de un lado para otro en su trabajo. Y lamento decir que he conocido a muchos que son crueles con sus mujeres. La mujer levanta la vista apresuradamente como para negar que su herida se deba a esa causa. Pero, al sentir la mano en la frente y ver el gesto preocupado y al mismo tiempo sereno de él, vuelve a bajarla.
—¿Dónde está ahora? —pregunta el médico.
—Tuvo un problema anoche, pero irá a buscarme a la pensión.
—Más problemas va a tener si abusa mucho de esa mano dura como ha abusado con usted. Pero usted lo perdona, pese a sus brutalidades, y no voy a decir nada más de él, salvo que ojalá se la mereciera a usted. ¿No tiene usted hijos?
La mujer niega con la cabeza:
—Hay uno al que digo hijo, señor, pero es de Liz.
—¡Ya entiendo! Se murió uno suyo. ¡Pobrecito!
Ya ha terminado su labor, y está arreglando las cosas del estuche, y pregunta a la mujer:
—Supongo que tendrá usted una casa. ¿Está lejos de aquí? —como quitando importancia a lo que acaba de hacer cuando ella se levanta y le hace una reverencia.
—A más de veintitrés millas de aquí, caballero. En Saint Albans. ¿Conoce usted Saint Albans, caballero? Me ha parecido que hacía usted un gesto como si lo conociera.
—Sí, he estado alguna vez. Y ahora le voy a hacer yo una pregunta: ¿Tiene usted dinero para la pensión?
—Sí, señor —dice ella—, de verdad que sí.
—Y se lo enseña. Él le dice, en respuesta a sus múltiples expresiones de agradecimiento, que no merece la pena, y sigue su camino. Tomsolo sigue dormido y no se ve a nadie.
¡Sí, alguien hay! Cuando él deshace su camino hacia el punto desde el que vio a la mujer sentada a lo lejos en el portal, ve una figura harapienta que se acerca cautelosa, pegándose a las sucias paredes —que incluso el más andrajoso haría bien en eludir cuidadosamente—, con una mano extendida ante sí. Es la figura de un muchacho de cara demacrada y mirada opaca. Está tan ocupado en avanzar sin que lo vea nadie, que incluso la presencia de un desconocido bien vestido no le hace mirar a sus espaldas. Se tapa la cara con un codo rugoso al pasar al otro lado de la calzada, y sigue adelante, encogido y lento, con la mano ansiosa ante sí y la ropa informe caída en jirones. Una ropa de la que sería imposible decir a qué uso estaba destinada, ni de qué material se hizo. Por su color y su forma, parece como si estuviera hecha de un montón de hojas de alguna planta de pantano que se hubiera podrido hace mucho tiempo.
Allan Woodcourt se detiene a contemplarlo y lo observa, con una vaga idea de haber visto antes al muchacho. No recuerda dónde ni cuándo, pero tiene un vago recuerdo de esa figura. Imagina que debe de haberla visto en algún hospital o asilo; pero no puede imaginar por qué le viene al recuerdo con tanta fuerza.
Va saliendo gradualmente de Tomsolo a la luz matutina, pensando en eso, cuando oye unos pasos que corren tras él, y al volverse ve al chico que avanza hacia él a gran velocidad, seguido por la mujer.
—¡Deténgalo, deténgalo! —grita la mujer, casi sin aliento—. ¡Deténgalo, caballero!
Corre al otro lado de la calzada hacia el muchacho, pero éste es más rápido que él, hace una finta, se agacha, pasa bajo sus manos, sale a media docena de yardas detrás de él y vuelve a salir corriendo. La mujer sigue corriendo y gritando: «¡Deténgalo, caballero, por favor!». Allan se imagina que acaba de robarle su dinero, y corre a tal velocidad que intercepta al muchacho una docena de veces, pero a cada una de ellas el otro repite la finta, se agacha y le pasa entre las manos, y se le vuelve a escapar. Si en cualquiera de esas ocasiones le diese un golpe, podría hacerlo caer y atraparlo, pero el perseguidor no puede resolverse a dárselo, y así continúa la persecución determinada y ridícula. Por fin, el fugitivo, apurado, se mete en un callejón hacia un patio sin salida. Ahí queda acorralado frente a un montón de madera en putrefacción, y cae jadeante ante su perseguidor, que se queda jadeante ante él hasta que llega la mujer.
—¡Eres tú, Jo! —exclama la mujer—. ¡Vaya, por fin te he encontrado!
—Jo —repite Allan, contemplándolo atento—. ¡Jo! Quédate quieto. ¡Claro! Recuerdo que hace algún tiempo vino este chico a declarar ante el Coroner.
—Sí, ya le vi a
usté
en la
cuesta
—gime Jo—. ¿Y qué? ¿No puede
usté
dejar en paz a un
probe
como yo? ¿Qué quiere
usté
? ¿Que sea más
probe entoavía
? Me persiguen y me persiguen, primero uno de ustedes y luego otro de ustedes hasta que me he
quedao
en los
güesos
. Lo de la
cuesta
no fue culpa mía. Yo no he hecho
ná
. Fue
mu güeno
conmigo, de
verdá
. Era el único que me hablaba siempre. No iba a ser yo el que le llevara a lo de la
cuesta
. Ojalá me hubiera
pasao
a mí. No sé por qué no me voy a ahogar en el mar, de
verdá
que no.
Lo dice con un aire tan triste, y sus lágrimas sucias parecen tan auténticas, y está apoyado en el montón de leña de tal forma, que parece un hongo, o alguna excrecencia producida en él por el descuido y las impurezas que Allan Woodcourt se ablanda con él. Dice a la mujer:
—Pobre chiquillo, ¿qué ha hecho?
Y ella no responde más que con un gesto de la cabeza hacia la figura postrada, mientras dice, más sorprendida que indignada:
—Ay, Jo, Jo. ¡Por fin te he encontrado!
—¿Que ha hecho? —repite Allan—. ¿Le ha robado a usted?
—No, señor; no. ¿Robado? No me ha hecho nada más que ser amable conmigo, y eso es lo que me sorprendió.
Allan mira de Jo a la mujer y de la mujer a Jo, esperando a que uno de ellos le aclare el enigma.
—Pero estuvo conmigo, caballero… —dice la mujer—. ¡Ay. Jo! Estuvo conmigo, caballero, allá en Saint Albans, cuando estaba enfermo, y una señorita que Dios la bendiga por lo buena que es se apiadó de él cuando yo tuve miedo y se lo llevó a casa.
Allan se aparta de él con un horror repentino.
—Sí, señor, sí. Se lo llevó a su casa y cuidó de él y luego él, como un monstruo desagradecido, se escapó una noche, y desde entonces nadie le ha vuelto a ver hasta ahora. Y aquella señorita, que era tan guapa, se contagió de él y dejó de ser tan guapa y ahora nadie diría que es la misma, pero sí se nota por lo buena que es, que es como un ángel, y por su buena figura y por la voz tan dulce que tiene. ¿Te enteras? Eres un malo desagradecido, ¿te enteras de que todo ha sido por ti y por lo buena que fue contigo? —pregunta la mujer, que empieza a enfurecerse con él y rompe en un llanto apasionado.