—Y aliviar mi carga tanto, Tutor —dije.
—… estaré atento a lo que ocurre en esa familia, en la medida en que pueda estarlo a tanta distancia. Y si llega el momento en que puedo alargar una mano para hacer el más mínimo favor a alguien que mejor es no nombrar ni siquiera aquí no dejaré de hacerlo por su querida hija.
Se lo agradecí de todo corazón. ¡Qué podía hacer yo más que estarle siempre agradecida! Iba a salir cuando me pidió que me quedara un momento. Me di la vuelta rápidamente y advertí que tenía aquella misma expresión, e inmediatamente, no sé cómo, se me ocurrió como una posibilidad nueva y remota, que yo comprendía.
—Mi querida Esther —dijo mi Tutor—, llevo mucho tiempo pensando en algo que deseaba decirte.
—¿Sí?
—Me ha costado algunas dificultades plantearlo, y me las sigue causando. Desearía expresarlo con toda calma y que se estudiara con toda calma. ¿Tienes alguna objeción a que te lo diga por escrito?
—Mi querido Tutor, ¿cómo iba yo a tener objeciones a que escribiera usted algo para que lo leyera yo?
—Entonces mira, amor mío —dijo con su sonrisa más animada—, ¿estoy en este momento tan lúcido y tan tranquilo, parezco tan abierto, tan honesto y tan anticuado como siempre?
Respondí muy seria:
—Totalmente —lo cual era la estricta verdad, pues su titubeo momentáneo había desaparecido (no había durado ni un minuto) y había recuperado su actitud fina, sensible, cordial y sincera.
—¿Te parece que he callado algo, que he querido decir algo distinto de lo que he dicho, que he actuado con reservas, sea en lo que sea? —me preguntó fijando su mirada brillante y clara en la mía.
Dije que, desde luego, no.
—¿Puedes confiar en mí plenamente, y fiarte totalmente de lo que te diga, Esther?
—Plenamente —respondí de todo corazón.
—Querida mía —contestó mi Tutor—, dame la mano.
La tomó en la suya, estrechándome levemente contra su brazo, y mirándome de nuevo a la cara con el mismo gesto sincero y leal, con aquel gesto antiguo de protección que había convertido a aquella casa en mi hogar en un momento, me dijo—: Me has cambiado mucho, mujercita, desde aquel día de invierno en la diligencia. Desde entonces hasta ahora me has hecho muchísimo bien.
—¡Ay, Tutor, cuánto no habrá hecho usted por mí desde entonces!
—Pero —continuó diciendo— no es el momento de recordarlo.
—Jamás podré olvidarlo.
—Sí, Esther —me dijo con amable seriedad—, tienes que olvidarlo ahora; que olvidarlo durante algún tiempo. Ahora sólo tienes que recordar que nada puede cambiar al hombre que conoces. ¿Puedes estar segura de ello, querida mía?
—Puedo estarlo y lo estoy —dije.
—Ya eso es mucho —respondió—. Eso es todo. Pero no debo aceptarlo con una sola palabra. Es algo que no voy a inscribir en mis pensamientos hasta que hayas resuelto perfectamente en tu fuero interno que no hay nada que pueda cambiarme de cómo me conoces. Si lo dudas en lo más mínimo, jamás escribiré. Si estás segura, tras haberlo reflexionado bien, envíame a Charley dentro de una semana «a buscar la carta». Pero si no estás segura, no me la envíes. Piensa que confío en tu veracidad, en esto como en todo. ¡Si no estás segura a ese respecto, no me la mandes!
—Tutor —le dije—, ya estoy segura. No puedo cambiar más en esa convicción que puede usted cambiar respecto de mí. Enviaré a Charley a buscar la carta.
Me estrechó la mano y no dijo más. Y, ni él ni yo dijimos más acerca de aquella conversación en toda la semana. Cuando llegó la noche designada, dije a Charley en cuanto estuve a solas: «Ve a llamar a la puerta del señor Jarndyce, Charley, y dile que vienes de mi parte «a buscar la carta»». Charley bajó escaleras y subió escaleras, y recorrió pasillos (aquella noche, los zigzags de la vieja casa parecieron muy largos a mis oídos atentos) y por fin volvió por los pasillos y las escaleras de subida y las escaleras de bajada y me trajo la carta.
—Ponla en la mesa, Charley —le dije. Y Charley la puso en la mesa y se fue a acostar, y yo me quedé sentada y mirando a la carta sin cogerla, pensando en muchas cosas.
Empecé por mi sombría infancia y pasé por aquellos días tímidos hasta llegar a los graves momentos en que murió mi tía, con su cara decidida tan fría y tan impasible, y por cuando estuve más solitaria con la señora Rachael que si no hubiera tenido nadie con quien hablar en el mundo ni a quien mirar. Pasé a aquellos otros días tan distintos en los que tuve la dicha de encontrar amigos por todas partes y de sentirme querida. Llegué al momento en que vi por primera vez a mi niña y fui acogida por ella con aquel afecto de hermana que constituía la bendición y la belleza de mi vida. Recordé el primer resplandor de bienvenida que había salido de aquellas mismas ventanas para brillar ante nuestras caras expectantes aquella noche fría y transparente, y que nunca se había apagado. Reviví una vez tras otra mi feliz vida allí. Pasé por mi enfermedad y mi convalecencia; me vi tan cambiada mientras que quienes me rodeaban no lo estaban; y toda aquella felicidad salía como una luz de una sola figura central, representada ante mí por la carta que había en la mesa.
La abrí y la leí. Era tan impresionante en su amor por mí, y en las advertencias altruistas que me hacía, y en la consideración que mostraba hacia mí en cada palabra, que a menudo se me nublaron los ojos y no pude seguir leyendo. Pero la leí entera tres veces antes de volverla a dejar. Ya había pensado antes que conocería su contenido, y así era. Me preguntaba si quería ser la dueña y señora de Casa Desolada.
No era una carta de amor, aunque expresaba tanto amor, sino que estaba escrita igual que me hubiera hablado él en cualquier momento. Yo podía verle la cara y oírle la voz, y sentir la influencia de su estilo amablemente protector, en cada línea. Se dirigía a mí como si se hubieran invertido los papeles, como si todas las bondades hubieran sido de mi parte, y todos los sentimientos que habían despertado fueran suyos. Comentaba que yo era una joven, mientras que él ya era más que maduro; que él ya había llegado a la madurez cuando yo no era más que una niña, que me escribía cuando él ya peinaba canas, y sabía todo eso tan bien que me lo expresaba para someterlo a mi reflexión detenida. Me decía que yo no tenía nada que ganar con un matrimonio así, ni nada que perder con negarme a él, pues ningún cambio en nuestra relación podía aumentar el cariño que me tenía, y cualquiera que fuese mi decisión, estaba seguro de que sería la acertada. Pero había vuelto a reflexionar sobre este paso desde nuestras últimas confidencias y había decidido darlo; aunque sólo sirviera para demostrarme, en muy pequeña escala, que el mundo entero se uniría para refutar la lúgubre predicción de mi infancia. Yo era la última en saber qué felicidad podía darle, pero no quería seguir hablando de eso, pues yo debía recordar siempre que no le debía nada y que era él mi deudor, y con mucho. Había pensado a menudo en nuestro futuro, y previendo que debía llegar el momento, que podría llegar pronto, en que Ada (ya casi mayor de edad) nos abandonara, y en que acabara nuestro régimen actual de vida, se había ido acostumbrando a reflexionar sobre esta proposición. Por eso la formulaba. Si yo consideraba que podía darle alguna vez el mejor derecho que podía tener a ser mi protector, y si pensaba que podía convertirme con felicidad y justicia en la bienamada compañera del resto de sus días, por encima de todos los cambios y todas las posibilidades, salvo la de la Muerte, ni siquiera entonces quería que me comprometiese con él irrevocablemente, en los días inmediatamente siguientes a su carta; incluso ahora quería que tuviera tiempo de sobra para pensármelo. Tanto en un caso como en el otro, no quería que cambiase en nada su antigua relación ni su antigua imagen, ni el nombre por el que siempre lo había llamado yo. En cuanto a su animada señora Durden y su pequeña ama de llaves, sabía que siempre sería la misma.
Ése era el fondo de al carta, escrita en todo momento con justicia y dignidad, como si verdaderamente actuase en calidad de Tutor responsable y expusiera imparcialmente la proposición de un amigo sin disimular ninguno de sus inconvenientes, como cuestión de integridad.
Pero no me sugería que cuando yo era más atractiva había tenido la misma idea en la cabeza y se había abstenido de exponerla. Que cuando yo perdí mi cara de siempre y me quedé sin atractivo me podía seguir amando igual que en mis días mejores. Que el descubrir las circunstancias de mi nacimiento no lo había conmovido. Que su generosidad se elevaba por encima de mi deformidad y de mi herencia de vergüenza. Que cuanto más necesitara yo tal lealtad, más firmemente podía confiar en él hasta el final.
Pero yo lo sabía. Ahora lo sabía perfectamente. Se me ocurrió que aquello era el final lógico de la historia de bondades de la que yo había sido objeto, y consideré que no podía hacer sino una cosa. El consagrar mi vida a hacerlo feliz era lo mínimo que podía hacer en señal de agradecimiento, ¿y qué era lo que había deseado yo la otra noche, más que hallar algún nuevo medio de mostrarle mi agradecimiento?
Sin embargo, lloré mucho; no sólo porque se me desbordaba el corazón después de leer su carta, no sólo por lo extraña que me resultaba la perspectiva (pues me resultaba extraña, pese a haber imaginado el contenido de la carta), sino porque era como si hubiera perdido para siempre algo a lo que no había dado un nombre y de lo cual no tenía una idea clara. Me sentía muy feliz, muy agradecida, muy esperanzada, pero lloré mucho.
Al cabo de un rato fui ante mi viejo espejo. Tenía los ojos rojos e hinchados, y me dije: «¡Ay, Esther, Esther, puedes ser tú ésa!» Me temo que la cara del espejo estuvo a punto de echarse a llorar ante aquel reproche, pero le levanté un dedo y se contuvo.
«¡Así te pareces más a la cara tan serena con la que me reconfortaste, hija mía, cuando se produjo tamaño cambio!», dije, empezando a soltarme el cabello. «Cuando seas la señora de Casa Desolada, podrás estar más alegre que un pájaro. De hecho, tienes que estar alegre siempre, de manera que empecemos de una vez por todas».
Seguí peinándome el cabello, sintiéndome ya más tranquila. Todavía seguía gimiendo un poco, pero eso era porque había estado llorando, no porque siguiera llorando todavía.
«De manera, Esther, hija mía, que vas a ser feliz toda tu vida. Feliz con tus mejores amigos, feliz en tu vieja casa, feliz porque podrás hacer mucho bien, y feliz porque vas a contar inmerecidamente con el amor del mejor de los hombres».
Inmediatamente pensé en lo que hubiera hecho yo si mi Tutor se hubiera casado con otra, ¡en lo que yo habría hecho! Aquello sí que hubiera sido un cambio. Aquello me sugirió una visión de mi vida tan huera y tan nueva que hice tintinear mi manojo de llaves y luego le di un beso antes de volver a ponerlo en su cesto.
Después, según me iba arreglando el pelo ante el espejo, seguí pensando en la frecuencia con que había considerado en mi fuero interno que las huellas visibles de mi enfermedad y las circunstancias de mi nacimiento no eran sino nuevos motivos para que yo me mantuviera ocupada, ocupada, ocupada… en ser útil, cordial, servicial, de todos los modos honestos y no pretenciosos imaginables. ¡Pues sí que era éste un momento para sentarme morbosamente a llorar! En cuanto a que me pareciera en absoluto extraño, al principio (suponiendo que aquello fuera una disculpa para llorar, que no lo era), el que algún día yo llegara a ser la dueña de Casa Desolada, ¿por qué iba a parecer raro eso? Aunque yo no hubiera pensado en ello, otra gente sí que lo había pensado. «¿No te acuerdas, feíta?», me pregunté a mí misma, mirando al espejo, «que la señora Woodcourt te dijo antes de que te quedaras con estas cicatrices que si te casabas…»
Es posible que el nombre me los hiciera recordar. Los restos secos de las flores. Más valdría dejar de guardarlas. No se habían guardado sino en recuerdo de algo que ya pertenecía totalmente al pasado y se había terminado, pero sería mejor dejar de conservarlas.
Estaban en un libro, y daba la casualidad de que éste se hallaba en nuestra salita, la que separaba la habitación de Ada de la mía. Tomé una vela y fui en silencio a sacarlas de su estante. Tras tenerlas en la mano, vi por la puerta abierta a mi hermoso angelito, que dormía, y me deslicé en su cuarto para darle un beso.
Sé que fue una debilidad por mi parte, y que no podía tener ningún motivo para echarme a llorar, pero derramé una lágrima sobre aquella faz bienamada, y después otra y otra. Lo que fue todavía más débil por mi parte, saqué las flores secas y se las llevé un momento a los labios. Pensé en cuánto quería ella a Richard, aunque, de hecho, las flores no tenían nada que ver con aquello. Después me las llevé a mi propia habitación, las quemé con una vela y se convirtieron en cenizas en un momento.
Cuando a la mañana siguiente fui al comedorcito del desayuno, me encontré con mi Tutor que estaba igual que siempre, igual de franco, de abierto y de bienhumorado. Como su actitud no revelaba la menor tensión, tampoco (o eso pensé) la mostraría la mía. Durante aquella mañana estuve varias veces en su compañía, tanto en casa como fuera de ella, cuando no había nadie más presente, y me pareció que no sería improbable que me hablara de la carta, pero no dijo ni una palabra.
Y así siguieron las cosas a la mañana siguiente, y a la siguiente, y por lo menos durante una semana, que fue el tiempo que se prolongó la estancia del señor Skimpole. Yo esperaba todos los días que mi Tutor me hablara de la carta, pero nunca lo hacía.
Entonces me empecé a inquietar y a pensar que debería escribir una respuesta. Lo intenté una vez tras otra en mi habitación por las noches, pero no podía ni empezar a escribir una respuesta que empezara verdaderamente bien, así que cada noche me decía que esperaría hasta el día siguiente. Y seguí esperando siete días más, sin que él dijera una sola palabra.
Por fin, cuando se marchó el señor Skimpole, salimos una tarde los tres juntos de paseo, y como yo me había vestido antes que Ada y ya había bajado, me encontré, con mi Tutor, que estaba de espaldas a mí, contemplando el paisaje por la ventana del salón.
Cuando entré yo, se dio la vuelta y dijo con una sonrisa:
—Ah, eres tú, mujercita, ¿eh? —y siguió mirando por la ventana.
Yo ya había decidido que tenía que hablar con él. En resumen, al bajar antes lo había hecho adrede, y dije, titubeante y temblorosa:
—Tutor, ¿cuándo querría usted tener la respuesta a la carta que le vino a buscar Charley?