—Bart, si tu padre hubiera vivido unos años más, podría haber tenido mucho dinero (¡charlatana infernal!), pero justo cuando estaba empezando a levantar la casa, después de haber puesto los cimientos hacía tanto tiempo (¡qué diablos quieres, so cacatúa, so loro, so arpía!), se puso malo y se murió de una fiebre baja, él que siempre había sido hombre ahorrativo y frugal, que no se ocupaba más que de los negocios (¡ya me gustaría poderte tirar un gato en vez de un cojín, y si sigues con ésas, te juro que lo hago!), y tu madre, que era una mujer prudente, más seca que una pasa, se fue consumiendo cuando nacísteis tú y Judy (¡cerda pecadora! ¡So cochina!).
Judy, a quien no le interesa escuchar la historia por enésima vez, empieza a recoger en un tazón varios riachuelos de té, que fluyen de los fondos de las tazas y de los platillos y de la tetera, para la comida vespertina de la criadita. También recoge en la panera de hierro todos los pedazos de cortezas y corruscos de pan que ha dejado sin consumir la rígida economía de la familia.
—Tú padre y yo éramos socios, Bart —dice el venerable anciano—, y cuando yo desaparezca todo será para ti y para Judy. Es una suerte que los dos os hayáis lanzado de jóvenes: Judy al negocio de las flores y tú al del derecho. Seguro que no os lo vais a gastar. Os ganaréis la vida sin necesidad de eso, y lo que haréis será aumentar el capital. Cuando yo desaparezca, Judy volverá al negocio de las flores y tú seguirás en el del derecho.
Cabría deducir por el aspecto de Judy que su negocio es más bien de espinas que de flores, pero es cierto que en su infancia fue aprendiza del arte y el misterio de la confección de flores artificiales. Un observador atento quizá podría detectar, tanto en su mirada como en la de su hermano, cuando su venerable abuelo prevé su propia desaparición, una cierta impaciencia por saber cuándo va a desaparecer, y una opinión un tanto agria de que ya es hora de que desaparezca.
—Y ahora, si todos hemos acabado —dice Judy, que ha terminado con sus preparativos—, voy a llamar a esa chica para que se tome el té. Si se lo toma sola en la cocina seguro que se eterniza.
En consecuencia, se llama a Charley, que, sometida a un bombardeo de miradas, se sienta ante su tazón y unas ruinas druídicas de pan con mantequilla. En su supervisión activa de esta joven, Judy Smallweed parece alcanzar una edad perfectamente geológica y datar de épocas remotísimas. La forma sistemática en que la censura y la critica, con pretexto o sin él, haga lo que haga, es maravillosa; revela un dominio del arte de tratar a las domésticas raras veces logrado por los más veteranos en el oficio.
—Vamos, no te quedes como un pasmarote toda la tarde —exclama Judy meneando la cabeza y dando patadas en el suelo cuando tropieza con la mirada que antes exploraba el tazón de té—, cómete lo que sea y vuelve al trabajo.
—Sí, señorita —dice Charley.
—No me digas que sí —responde la señorita Smallweed—, porque ya sé cómo sois todas las chicas. Si hicieras lo que tienes que hacer y no me dijeras nada, entonces a lo mejor empezaría a creerte.
Charley da un enorme trago de té en señal de sumisión, y dispersa de tal modo las ruinas druídicas que la señorita Smallweed le dice que no sea glotona, cosa repulsiva en «todas las chicas», observa. A Charley quizá le resultaría difícil satisfacer sus opiniones acerca del tema de las chicas en general, pero se ve salvada por una llamada a la puerta.
—¡Mira a ver quién es y no mastiques al abrir la puerta! —grita Judy.
Cuando el objeto de sus atenciones se retira a cumplir la orden, la señorita Smallweed aprovecha la oportunidad para reunir como puede los restos del pan y la mantequilla y lanzar al reflujo del cuenco del té dos o tres tazas sucias, como sugerencia de que considera pasado el momento de comer y beber.
—¡Bueno! ¿Quién es y qué quiere? —pregunta la irritable Judy.
Parece que se trata de un tal «señor George». El señor George entra sin más anuncio ni ceremonias.
—¡Caramba! —dice el señor George—. Vaya calor que hace aquí. Siempre tienen la chimenea encendida, ¿eh? ¡Bueno, quizá valga la pena que se vayan acostumbrando al fuego! —esta última frase termina diciéndola para sus adentros el señor George, mientras hace un gesto al señor Smallweed.
—¡Vaya, vaya! Es usted —exclama el venerable anciano—. ¿Cómo está? ¿Cómo está?
—Vamos tirando —replica el señor George, tomando una silla—. A su nieta ya he tenido el honor de conocerla; buenas tardes, señorita.
—Éste es mi nieto —dice el Abuelo Smallweed—. No le conoce usted. Trabaja en cosas de derecho y no pasa mucho tiempo en casa.
—¡Muy buenas tardes! Se parece a su hermana. Se parece mucho a su hermana. Se parece infernalmente a su hermana —dice el señor George, que subraya mucho el último adverbio, con un tono que no es del todo elogioso.
—Y ¿cómo le trata a usted el mundo, señor George? —pregunta el Abuelo Smallweed, frotándose lentamente las piernas.
—Como de costumbre, más o menos como si fuera un balón de fútbol.
Es un hombre cetrino de cincuenta años, de buen porte y buen aspecto; con el pelo oscuro y ondulado, ojos chispeantes y ancho pecho. Es evidente que esas manos, musculosas y fuertes, tan tostadas como su cara, están acostumbradas a una vida de asperezas. Lo que resulta curioso en él es que se sienta en la parte delantera de la silla como si, debido a una larga costumbre, dejara espacio para algo de ropa o de arreos a los que hubiera renunciado definitivamente. Además, tiene un paso medido y lento, que iría bien con el tintineo y el entrechocar de un par de espuelas. Lleva la cara completamente afeitada, pero el gesto de la boca es como si durante muchos años hubiera estado coronada por un gran bigote, y la forma en que se pasa por ella la palma de su manaza da la misma impresión. En total, cabría suponer que el señor George ha sido en sus tiempos soldado de caballería.
El señor George no tiene nada en común con la familia Smallweed. Nunca ha habido un soldado de caballería acantonado en una casa más distinta de él. Es como comparar un sable con un cuchillo para las ostras. Él tiene un cuerpo desarrollado, y ellos son canijos; él tiene gestos amplios que llenan mucho espacio, y ellos los tienen mezquinos; él tiene una voz sonora, y ellos un tono agudo y chillón; todo en ellos contrasta mucho y de forma extraña. Él, sentado en medio de la salita sombría, un poco inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en los muslos y los codos pegados al cuerpo, da la impresión de que, si se quedara allí mucho tiempo, absorbería en sí a toda la familia y a toda la casita de cuatro habitaciones, incluida la cocina adicionada a la trasera.
—¿Se frota usted las piernas para reanimarlas? —pregunta al Abuelo Smallweed tras echar un vistazo a la salita.
—Bueno, señor George, en parte es por costumbre y…, sí…, en parte es para facilitar la circulación.
—¡La cir-cu-la-ción! —repite el señor George, cruzando los brazos sobre el pecho, lo que parece duplicar su volumen—. No da la impresión de que circule usted mucho.
—La verdad es que soy muy viejo, señor George —dice el Abuelo Smallweed—, pero llevo muy bien los años. Soy más viejo que ésa —con un gesto hacia su mujer— y ya ve usted cómo está. ¡Charlatana infernal! —añade con su repentino resurgir de su reciente hostilidad.
—¡Pobrecilla! —dice el señor George, volviendo la cabeza hacia ella—. No le gruña a la vieja. Fíjese, con esa pobre gorra medio caída; y el pobre pelo medio despeinado. ¡Permítame, señora! Ya está mejor. ¡Perfecto! Piense en su madre, señor Smallweed, si no le basta con que sea su esposa —añade cuando vuelve a su silla después de ayudarla.
—Supongo que habrá sido usted un hijo excelente, señor George, ¿verdad? —sugiere el anciano con una risita.
El rostro del señor George enrojece cuando replica:
—Pues no, no lo he sido.
—Eso me extraña.
—A mí también. Hubiera debido ser un buen hijo, y creo que quise serlo. Pero no lo he sido. A decir verdad, he sido muy mal hijo, y nunca le he valido de nada a nadie.
—¡Qué raro! —exclama el anciano.
—Sin embargo —continúa diciendo el señor George—, cuanto menos se hable de ello mejor. ¡Vamos! Ya conoce usted nuestro acuerdo. ¡Siempre una pipa con los intereses de los dos meses! (¡Bah! Está todo en orden. No tema usted encargar la pipa. Tenga usted el último pagaré y el dinero de los dos meses de interés, aunque la verdad es que resulta bien difícil conseguir dinero con mi negocio.)
El señor George se queda sentado con los brazos cruzados, absorbiendo a la familia y la salita, mientras Judy ayuda al Abuelo Smallweed a sacar de un escritorio cerrado con llave dos estuches de cuero negro, en uno de los cuales guarda el Abuelo el documento que acaba de recibir, mientras del otro saca un documento idéntico que entrega al señor George, el cual lo retuerce y lo deja listo para encender la pipa. Como el anciano, con las gafas puestas, inspecciona hasta la última letra de ambos documentos, antes de sacarlos de su prisión de cuero, y como cuenta el dinero tres veces y obliga a Judy a repetir por lo menos dos veces cada palabra que pronuncia, y como sus movimientos y sus palabras son de lo más trémulo imaginable, todo el proceso lleva mucho tiempo. Cuando por fin termina, y no antes, aparta de los documentos sus dedos y sus ojos ansiosos y responde a la última observación del señor George diciendo:
—¿Que no tema encargar la pipa? No somos tan mercenarios, señor George. Judy, encárgate inmediatamente de la pipa y del brandy con agua fría para el señor George.
Los simpáticos mellizos, que han estado mirando al vacío todo este tiempo, salvo un momento de absorción con los estuches negros de cuero, se retiran juntos, con muestras de general desdén hacia el visitante, pero dejan a éste en manos del anciano, igual que podrían dejar dos oseznos a un viajero en manos de la osa madre.
—Y supongo que se pasa usted todo el día sentado ahí, ¿no? —dice el señor George con los brazos cruzados.
—Así es, así es —asiente el anciano.
—Y ¿no hace usted nada en absoluto?
—Vigilo el fuego, y lo que se pone a hervir y a asar…
—Cuando ponen algo —dice el señor George con tono muy expresivo.
—Así es. Cuando se pone algo.
—¿No lee usted ni hace que le lean?
El anciano niega con la cabeza, con expresión astuta de triunfo.
—No, no. En nuestra familia nunca hemos leído mucho. No rinde. Bobadas. Despilfarro. Tonterías. ¡No, no!
—Pues no hay mucho donde escoger entre ustedes dos —dice el visitante en tono demasiado bajo para el mal oído del anciano, mientras pasea la mirada entre él y la mujer, y añade en voz más alta:—. ¡Eh!
—Ya le oigo.
—Si alguna vez me retraso un solo día supongo que me hará usted desahuciar.
—¡Mi
querido amigo! —exclama el Abuelo Smallweed, alargando las manos para abrazarlo—. ¡Jamás! ¡Jamás, mi querido amigo! Pero quien sí podría hacerlo sería mi amigo de la City, al que persuadí para que le prestara a usted el dinero.
—¡Ah! ¿No responde usted de él? —pregunta el señor George, que termina la frase en voz más baja, con las palabras: «¡Viejo mentiroso, sinvergüenza!».
—Mi
querido amigo, es imposible contar con él. Yo no confiaría en él. Exige el pago de sus dineros.
—Al diablo con él —dice el señor George, y cuando aparece Charley con una bandeja en la que hay una pipa, un paquetito de tabaco y el brandy con agua le pregunta:— ¿Qué haces tú aquí? No tienes cara de ser de la familia.
—Vengo a trabajar, señor —responde Charley.
El soldado (si es que eso ha sido soldado) le quita el gorrito con gran delicadeza para una mano tan fuerte, y le da una palmadita en la cabeza.
—Casi le das un aire sano a esta casa. Le hace tanta falta alguien joven como que entre aire fresco. Después la despide, enciende la pipa y bebe a la salud del amigo de la City del señor Smallweed: el único capricho de la imaginación que el estimable anciano ha tenido en su vida.
—Así que usted cree que podría ponerse en plan exigente, ¿eh?
—Creo que sí… Me temo que sí. He visto lo que les ha hecho a otros —dice imprudentemente el Abuelo Smallweed— más de veinte veces.
Es imprudente porque su inválida media naranja, que lleva un rato sesteando junto a la chimenea, se despierta inmediatamente y empieza a canturrear: «Veinte mil libras, veinte billetes de veinte libras en una caja de caudales, veinte guineas, veinte millones al 20 por 100, veinte…», y se ve interrumpida por el lanzamiento del cojín, que el visitante, a quien este singular experimento se presenta como una novedad, le aparta de la cara cuando va a aplastarse contra ella como de costumbre.
—Eres una idiota infernal. Eres un escorpión… ¡Un escorpión infernal! Eres un sapo purulento. ¡Eres una bruja charlatana y gritona, habría que quemarte viva! —jadea el anciano, postrado en su silla—. Mi querido amigo, ¿querría usted sacudirme un poquito?
El señor George, que ha estado mirando como loco del uno a la otra, toma a su venerable conocido del cuello cuando oye su petición, lo pone tieso en la silla de un solo golpe, como si fuera un muñeco, y parece preguntarse si no debería darle tal sacudida que ya no pudiera lanzar más cojines, y seguirlo sacudiendo hasta matarlo. Resiste a la tentación, pero le da tales sacudidas que le hace balancear la cabeza como si fuera un arlequín, y después lo vuelve a sentar de un golpe en su silla y le ajusta el gorro retorciéndoselo con tal fuerza que el viejo se queda todo un minuto guiñando los ojos.
—¡Dios mío! —jadea el señor Smallweed—. Basta ya. ¡Gracias, mi querido amigo, basta ya! Dios mío, me ha dejado sin aliento. ¡Dios mío! —Y el señor Smallweed lo dice no sin un cierto miedo de su querido amigo, que ahora se yergue sobre él, más amenazador que nunca.
Sin embargo, esa alarmante presencia va hundiéndose gradualmente en su silla y se pone a fumar a grandes bocanadas, mientras se consuela con una reflexión filosófica:
—El nombre de su amigo de la City empieza por D, compañero, y tiene usted razón cuando dice que exigirá sin falta lo que se le debe.
—¿Dice usted algo, señor George? —pregunta el anciano.
El soldado niega con la cabeza, se inclina hacia adelante con el codo derecho apoyado en la rodilla derecha y, con la pipa en la misma mano, mientras el otro codo, apoyado en la pierna izquierda, traza un ángulo recto al estilo militar, sigue fumando. Entre tanto, contempla al señor Smallweed con expresión grave, y de vez en cuando disipa la nube de humo con una mano, para verlo con más claridad.