Casa desolada (23 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Igual que aparece él a la vista aparece su apartamento en la oscuridad de esta tarde. Mohoso, anticuado, sin ganas de llamar la atención, dotado de los medios para conseguirlo. Lo rodean sillas grandes de ancho respaldo de caoba vieja y de crin de caballo, que no sería fácil levantar, mesas antiguas de patas torneadas y tableros de fieltro polvoriento, litografías regaladas por grandes títulos de la última generación, o de la anteúltima. Una alfombra turca gruesa y sucia tapa el suelo en la parte en que está sentado él, junto a dos velas metidas en candelabros anticuados de plata, que dan una luz muy insuficiente a su gran aposento. Los títulos de los lomos de sus libros se han confundido con la encuadernación; todo lo que es susceptible de tener cerradura la tiene; no se ve ni una llave. Hay muy pocos papeles a la vista. Tiene a su lado un manuscrito, pero no lo consulta. Con la tapa redonda de su tintero y con dos pedazos rotos de lacre está resolviendo silenciosa y lentamente alguna indecisión. Ahora estaba en el medio la tapa del tintero; después, el trozo de lacre negro, y después el trozo rojo. No es eso. El señor Tulkinghorn tiene que volver a recogerlos y a empezar.

Aquí, bajo el techo pintado con una Alegoría reducida por el ángulo de visión, que contempla su intrusión como si quisiera lanzarse sobre él, y él no le hiciera ni caso, tiene el señor Tulkinghorn al mismo tiempo casa y oficina. No tiene sirvientes, salvo un hombre de mediana edad, generalmente un poco desaliñado, que se sienta en un alto reclinatorio en el vestíbulo y que raras veces está muy ocupado. El señor Tulkinghorn no es un cualquiera. No necesita pasantes. Es un gran depositario de confidencias, al que no hay acceso. Sus clientes lo quieren a él; es él quien importa. Cuando hay que preparar un escrito se lo preparan abogados especializados del Temple conforme a instrucciones misteriosas; cuando necesita copias en limpio las encarga a la papelería, sin reparar en gastos. El hombre de mediana edad del reclinatorio apenas si sabe más de los asuntos de la Nobleza que un barrendero de Holborn.

El lacre rojo, el lacre negro, la tapa del tintero, la tapa del otro tintero, el estuche de la arenilla. ¡Eso es! Tú al medio, tú a la derecha, tú a la izquierda. Es evidente que esta serie de indecisiones ha de resolverse ahora o nunca… ¡Ahora! El señor Tulkinghorn se pone en pie, se ajusta las gafas, se pone el sombrero, se mete el manuscrito en el bolsillo, sale y le dice al hombre desaliñado de mediana edad: «Vuelvo en seguida». Raras veces le dice nada más explícito.

El señor Tulkinghorn hace el camino que hizo el cuervo —no tan recto, pero casi— a Cook’s Court, Cursitor Street. A la tienda de Snagsby, Papelería de los Tribunales, se copian escrituras, letra cancilleresca en todas sus formas, etc.

Son las cinco o las seis de la tarde, y sobre Cook’s Court se cierne una fragancia aromática de té caliente. Se cierne en torno a la puerta de casa Snagsby. El horario de ésta es tempranero: la comida a la una y media y la cena a las nueve y media. El señor Snagsby estaba a punto de descender a las regiones subterráneas para tomar el té, cuando miró frente a su puerta y vio al cuervo que había salido tarde.

—¿Está el amo?

Guster está al cuidado de la tienda, pues los aprendices toman el té en la cocina, con el señor y la señora Snagsby; por eso las dos hijas de la costurera, que se peinan los rizos ante los cristales de las dos ventanas del segundo piso de la casa de enfrente, no están acaparando toda la atención de los dos aprendices, como les gusta a ellas suponer, sino que se limitan a provocar la admiración inútil de Guster, a la que no le crece el pelo, ni, según están seguros todos los demás, le va a crecer jamás.

—¿Está el amo en casa? —pregunta el señor Tulkinghorn.

El amo está en casa, y Guster va a buscarlo. Guster desaparece, feliz de salir de la tienda, que considera con una mezcla de temor y veneración como un almacén de instrumentos terribles de las grandes torturas de la ley: un lugar en el que no entrar cuando se apaga la luz de gas.

Aparece el señor Snagsby: grasiento, caliente, herbal y masticando. Traga un pedazo de pan con mantequilla. Dice:

—¡Bendito sea Dios! ¡El señor Tulkinghorn!

—Quiero decirle algo, Snagsby.

—¡Desde luego, señor! Pero, señor mío, ¿por qué no ha enviado a su empleado a buscarme? Por favor, señor, pase a la trastienda. —Snagsby se ha puesto radiante en un momento.

La trastienda, que huele a grasa de pergamino, es al mismo tiempo almacén, oficina de contabilidad y sala de copias. El señor Tulkinghorn se sienta frente a la puerta, en un taburete del escritorio.

—Jarndyce y Jarndyce, Snagsby.

—¡Sí, señor! —El señor Snagsby abre la espita del gas y tose llevándose una mano a la boca, con modestas expectativas de lucro. Como el señor Snagsby es tímido, está acostumbrado a toser con diversas expresiones, con lo cual ahorra palabras.

—Hace poco me copió usted algunas declaraciones juradas de esa causa.

—Sí, señor; así es.

—Había una de ellas —dice el señor Tulkinghorn metiendo la mano como distraídamente (¡Ostra cerrada imposible de abrir de la vieja escuela!) en el bolsillo equivocado de la levita— con una escritura desusada y que me gusta bastante. Como pasaba por aquí y creí que la llevaba encima, he entrado a preguntarle a usted…, pero no la tengo. No importa, da igual otra vez. ¡Ah, aquí está! Quería preguntarle quién hizo esta copia.

—¿Que quién hizo esta copia, señor? —exclama el señor Snagsby tomándola en la mano y separando todas las hojas de un golpe, con un giro de la mano derecha característico de los papeleros—. Ésta la mandamos afuera, señor. En aquellas fechas estábamos dando mucho trabajo afuera. En un momento se lo digo, en cuanto consulte mi Libro.

El señor Snagsby saca su Libro de la caja fuerte, traga otra vez el pedazo de pan con mantequilla, que parece haberse quedado a medio camino, y recorre con el índice derecho una página del Libro: «Jewby… Packer… Jarndyce…»

—¡Jarndyce! Aquí lo tiene, señor mío —dice el señor Snagsby—. ¡Claro! Tendría que haberlo recordado. Esto se le dio a un Copista que vive justo al otro lado de la calleja.

El señor Tulkinghorn ha visto la entrada, la ha encontrado antes que el papelero, la ha leído antes de que el dedo terminara de recorrer la lista.

—¿Cómo se llama? ¿Nemo? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—Sí, señor; Nemo. Aquí lo tiene. Cuarenta y dos folios de a 90 palabras. Entregado el miércoles por la noche, a las ocho; devuelto el jueves por la mañana, a las nueve y media.

—¡Nemo! —exclama el señor Tulkinghorn—. Nemo significa Nadie en latín.

—Debe de significar alguien en inglés, señor, según creo —aventura el señor Snagsby con una tosecilla de deferencia—. Es el nombre de alguien. ¡Mire aquí, señor! 42 folios. Entregado el miércoles noche a las ocho; devuelto el jueves mañana, a las nueve y media.

El rabillo del ojo del señor Snagsby percibe la cabeza de la señora Snagsby que se aventura por la puerta de la tienda a ver qué significa el que él haya renunciado al té. El señor Snagsby dirige una tosecilla explicativa a la señora Snagsby, como para decirle: «¡Un cliente, querida mía!».

—A las nueve y media, señor —repite el señor Snagsby—. Nuestros copistas, que viven del trabajo a destajo, son gente rara; es posible que éste no se llame así, pero es el nombre que utiliza. Ahora recuerdo, señor mío, que es el que utiliza en un anuncio escrito que pone en la Oficina de Normas y en la Oficina de los Magistrados de la Corona y en las Cámaras de los Magistrados, etc. Ya sabe usted el documento que digo, señor… pidiendo trabajo.

El señor Tulkinghorn echa un vistazo por la ventanita a la trasera de Coavinses, el alguacil del sheriff, donde brillan luces en las ventanas de Coavinses. La sala de café de Coavinses está en la trasera, y en las persianas se perciben vagamente las sombras de varios individuos. El señor Snagsby aprovecha la oportunidad para girar algo la cabeza, mirar por encima del hombro a su mujercita y hacer gestos de excusa con la boca, que significan: «Tulking-horn-ri-co-in-flu-yen-te».

—¿Le ha dado trabajo antes a ese hombre? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—¡Sí, señor, sí! Trabajo de usted.

—Estaba pensando en cosas más importantes y he olvidado dónde dijo usted que vivía.

—Al otro lado de la calle, señor. De hecho se aloja en una… —El señor Snagsby traga otra vez, como si no pudiera pasar el pan con mantequilla—, … en una trapería y tienda de cosas de segunda mano.

—¿Me puede usted enseñar dónde está, en el camino de vuelta a mi casa?

—¡Con sumo gusto, señor!

El señor Snagsby se quita los manguitos y la bata gris, se pone su levita negra y toma el sombrero del perchero.

—¡Ah! ¡Aquí está mi mujercita! —dice en voz alta—. Querida mía, ¿tendrás la bondad de decir a uno de los chicos que se encargue de la tienda mientras yo voy enfrente con el señor Tulkinghorn? Le presento a la señora Snagsby, caballero. ¡No tardo ni un minuto, amor mío!

La señora Snagsby se inclina ante el abogado, se retira tras el mostrador, los mira por la persiana, vuelve en silencio a la trastienda, consulta las entradas del libro que sigue abierto. Evidentemente, siente curiosidad.

—Ya verá usted que es un sitio vulgar, señor —dice el señor Snagsby, que por deferencia anda por la calzada y deja la estrecha acera al abogado—, y que esta persona es muy vulgar. Pero es que en general por aquí son todos muy ordinarios, señor. La ventaja de este tipo concretamente es que nunca duerme. Si se le pide, puede trabajar sin interrupción todo el tiempo que se quiera.

Ya es de noche, y los faroles de gas hacen bien su trabajo. El abogado y el papelero, en medio de una corriente de pasantes que van a echar las cartas del día, y de procuradores y abogados que se van a cenar a casa, y de demandantes y demandados, y de pleiteantes de todo tipo, y de la multitud en general, a la cual la sabiduría jurídica de siglos ha opuesto un millón de obstáculos para la transacción de los asuntos más vulgares de la vida —pues han de luchar contra el derecho y la equidad, y ese misterio afín que es el barro callejero, que está hecho nadie sabe con qué ni dónde, pues sólo sabemos en general que cuando lo hay en exceso hay que quitarlo con pala—, llegan a una trapería y emporio general de gran cantidad de mercancías de desecho, que yace a la sombra de la muralla de Lincoln’s Inn, y que pertenece, como se anuncia en pintura a todos los interesados, a un tal Krook.

—Aquí vive, señor mío —dice el papelero.

—¿Así que vive aquí? —dice el abogado en tono indiferente—. Muchas gracias.

—¿No va usted a entrar, caballero?

—No, gracias, no; ahora voy a los Fields. Buenas noches. ¡Gracias!

El señor Snagsby se quita el sombrero y vuelve con su mujercita y su té.

Pero ahora el señor Tulkinghorn no va a los Fields. Hace un poco de camino, se da la vuelta, regresa a la tienda del señor Krook y entra directamente. Está bastante oscura, con alguna que otra vela parpadeante en las ventanas, y hay un anciano en la trastienda sentado junto a una gata, al lado de una chimenea. El anciano se levanta y se adelanta, con otra vela parpadeante en la mano.

—Dígame, ¿está su huésped?

—¿El hombre o la mujer, señor? —pregunta el señor Krook.

—El hombre. La persona que hace las copias.

El señor Krook ha mirado atentamente a este hombre. Lo conoce de vista. Tiene una vaga impresión de su fama de aristócrata.

—¿Desea usted verle, señor?

—Sí.

—Yo le veo muy poco —dice Krook con una sonrisa—. ¿Quiere que le llame? Pero no es muy probable que baje, señor.

—Entonces subiré yo a verlo —dice el señor Tulkinghorn.

—Segundo piso, señor. Tome la vela. ¡Ahí arriba! —El señor Krook, con su gato al lado, se queda al pie de la escalera, mirando al señor Tulkinghorn, y dice: «¡Je, je!» cuando el señor Tulkinghorn casi ha desaparecido. El abogado mira hacia abajo por el hueco de la escalera. La gata abre la boca cruel y le gruñe.

—¡Orden, Lady Jane! ¡Hay que comportarse con los visitantes, señora mía! ¿Sabe usted lo que dicen de mi huésped? —susurra Krook, subiendo uno o dos escalones.

—¿Qué dicen de él?

—Dicen que se ha vendido al Enemigo Malo, pero usted y yo sabemos que no… Ése no compra. Pero le voy a decir una cosa: mi huésped es tan malhumorado y tan triste que creo que igual le daría hacer ese tipo de negocio que otro cualquiera. No le ponga nervioso, señor. ¡No se lo aconsejo!

El señor Tulkinghorn sigue su camino con un gesto de la cabeza. Llega a la puerta oscura del segundo piso. Golpea, no recibe respuesta, la abre, y sin darse cuenta al hacerlo apaga su vela.

El aire de la habitación está casi lo bastante viciado para tener el mismo efecto, aunque no la hubiera apagado él. Es una habitación pequeña, casi negra de hollín, grasa y polvo. En una esquelética parrilla, encogida en el medio, como si le hubiera dado un pellizco la Pobreza, arden unas brasas de carbón. En el rincón junto a la chimenea hay una mesita y un escritorio roto, un páramo inundado por una lluvia de tinta. En otro rincón un portamantas viejo puesto encima de una de las dos sillas hace de armario o guardarropa, y no hace falta nada más grande, pues está tan vacío como la boca de un hambriento. El piso está desnudo, salvo una estera vieja y reducida a una serie de tiras deshilachadas que yace moribunda ante el hogar. No hay ninguna cortina que vele la oscuridad de la noche, pero las contraventanas descoloridas están cerradas, y por dos agujeritos taladrados en ellas podría estar mirando el hambre, o el espíritu fantasmal que ha perseguido el hombre que yace en la cama.

Pues en un camastro frente al fuego, en medio de una confusión de remiendos sucios, en un somier esquelético cubierto de arpilleras, el abogado que mira titubeante desde el umbral ve a un hombre. Está echado ahí, vestido con una camisa y unos pantalones, con los pies descalzos. Tiene aspecto amarillento a la luz espectral de una vela que está agonizando, hasta el punto de que toda la mecha (todavía ardiente) se ha dado la vuelta y tiene por encima de sí una torre de cera. Tiene el pelo despeinado, enredado con las patillas y la barba, también despeinados y largos, efecto del descuido, como la suciedad y la niebla que lo rodean. Pese a lo sucio y maloliente que es el cuarto, a lo sucio y maloliente que está el aire, no resulta fácil percibir cuáles son los vapores que más oprimen los sentidos allí, pero en medio del mal olor y la peste generales, y del olor a tabaco rancio, llega a la boca del abogado el aroma acre y dulzón del opio.

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