Me miró con ojos muy tristes, pero se levantó lentamente e hizo lo que le había dicho yo.
—Pero qué irónico resulta, señorita —dijo, llevándose una mano al corazón y haciéndome gestos melancólicos por encima de la bandeja—, estar detrás de unos platos de comida en un momento así. El alma rechaza la idea de la comida en momentos así, señorita.
—Le ruego que concluya —repliqué—; me ha pedido usted que lo escuche, y le ruego que concluya.
—Desde luego, señorita —dijo el señor Guppy—. Igual que amo y honro, obedezco. ¡Ojalá pudiera hacer a usted el objeto de ese juramento, ante el altar!
—Eso es completamente imposible —contesté—, y no quiero ni oír hablar de ello.
—Ya sé —dijo el señor Guppy, inclinándose sobre la bandeja y contemplándome, según volví a tener una extraña sensación, aunque no estaba mirándolo a los ojos, con aquella mirada fija— ya sé que desde un punto de vista mundano, y conforme a todas las apariencias, mi proposición parece pobre. Pero, señorita Summerson, ¡ángel mío!… No, no llame… A mí me han educado en una escuela muy difícil, y estoy acostumbrado a procedimientos muy diversos. Aunque soy todavía joven, he sabido encontrar muchas pruebas, he preparado casos y he visto mucho en la vida. Si tuviera la dicha de que me concediera su mano, ¡cuántos medios podría encontrar de defender los intereses de usted, y de hallarle una fortuna! ¿Qué es lo que no podría averiguar de lo que a usted le concierne? Claro que todavía no sé nada, pero, ¿qué es lo que no podría averiguar yo, si contara con su confianza y su estímulo?
Le dije que su alusión a mis intereses, o a lo que él calificaba de mis intereses, tenía tan poco éxito como cuando se refería a mis sentimientos, y le rogué que comprendiese que le rogaba, por favor, que se fuera inmediatamente.
—¡Cruel señorita —dijo el señor Guppy—, escuche nada más que otra palabra! Creo que debe usted de haber advertido cuánto admiraba sus encantos el día en que la fui a esperar a la Hostería del Caballo Blanco. Creo que debe usted de haber observado que no pude por menos de rendir homenaje a esos encantos cuando le puse la escalerilla de la diligencia. Era un homenaje menor de lo que usted merecía, pero la intención era buena. Desde entonces llevo su imagen impresa en mi corazón. Me he paseado más de una vez ante la casa de Jellyby, sólo por contemplar las piedras que una vez la albergaron. Esta gira de hoy, totalmente innecesaria en cuanto a su pretendido objeto, fue algo que planeé yo solo y sólo por usted. Si hablo de intereses es sólo para que me considere aceptable, con mi respetuoso sufrimiento. El amor estaba por encima de eso, y seguirá estando por encima de eso.
—Lamentaría muchísimo, señor Guppy —observé, levantándome y llevando la mano al cordón del timbre—, el hacer a usted o a cualquier persona sincera la injusticia de despreciar un sentimiento honesto, por desagradablemente que se expresara. Si de verdad pretendía usted darme una prueba de su estima, por mal que haya elegido el momento y el lugar, creo que debo agradecérselo. Tengo pocos motivos para ser orgullosa, y no lo soy. Espero —añadí, sin saber muy bien lo que decía— que ahora se vaya como si nunca hubiera cometido usted esta enorme tontería y se ocupe de los asuntos de los señores Kenge y Carboy.
—¡Un instante, señorita! —exclamó el señor Guppy cuando yo iba a llamar—. ¿Todo ello sin perjuicio?
—No voy a mencionarlo nunca —contesté—, salvo que me dé usted motivo para ello en lo porvenir.
—¡Medio instante, señorita! Si cambia usted de idea, en cualquier momento, esté usted donde esté, eso no importa, pues mis sentimientos no pueden cambiar nunca, en cuanto a lo que le he dicho, y sobre todo en cuanto a lo que podría hacer: señor William Guppy, 87 Penton Place, o, en caso de ausencia o de muerte (por haber perdido toda esperanza o algo por el estilo), a la atención de la señora Guppy, 302 Old Street Road; con eso bastará.
Toqué el timbre; acudió la criada, y el señor Guppy, dejando su tarjeta de visita en la mesa y con una reverencia desganada, se marchó. Cuando levanté la vista al pasar él a mi lado, vi que se volvía a mirarme una vez más después de cruzar la puerta.
Me quedé allí sentada una hora o más, para terminar mis cuentas y mis pagos y una serie de cosas más. Después ordené mi escritorio y lo aparté todo, y me sentí tan compuesta y animada que creí haber olvidado del todo aquel incidente inesperado. Pero cuando subí a mi propia habitación, me sorprendí al echarme a reír de todo el asunto, y después me sorprendí todavía más al empezar a llorar en relación con él. En resumen, estuve muy agitada durante un rato, y me sentí como si hubiera tocado una vieja cuerda sensible con más aspereza que jamás desde la época de mi querida muñequita, que tanto tiempo llevaba enterrada en el jardín.
En los límites orientales de Chancery Lane, es decir, más concretamente en Cook’s Court, Cursitor Street, el señor Snagsby, Papelero de los Tribunales, se consagra a su legalísima ocupación. A la sombra de Cook’s Court, que casi siempre es un lugar sombrío, el señor Snagsby vende todo género de formularios de papel del Estado: piel y rollos de pergamino; papel de barba, satinado, a rayas, marrón, blanco, hueso y secante; sellos; plumas para oficina, plumas corrientes, tinta, gomas, arenilla, alfileres, lacres y sellos; cinta roja y cinta verde; agendas, almanaques, diarios y listas legales; rollos de cuerda, reglas, tinteros —de plomo y de vidrio—, navajas, tijeras, cortaplumas y otros artículos de oficina; en resumen, objetos demasiado numerosos para mencionarlos todos, y allí está desde que cumplió su aprendizaje y se hizo socio de Peffer. En aquella ocasión Cook’s Court pasó en cierto sentido por una revolución al aparecer una inscripción nueva y recién pintada, PEFFER Y SNAGSBY, que desplazó a la leyenda tradicional y no fácilmente legible de PEFFER, únicamente. Pues el humo, que es la hiedra de Londres, se había retorcido tanto en torno al nombre de Peffer, y de tal manera se aferraba a su residencia, que el afectuoso parásito había dominado totalmente al árbol padre.
Hoy día ya no se ve nunca a Peffer en Cook’s Court. Y tampoco lo espera nadie allí, pues lleva yaciendo desde hace un cuarto de siglo en el cementerio de la iglesia de San Andrés, Holborn, y en su derredor pasan rugientes las carretas y los coches, todo el día y la mitad de la noche, como un gran dragón. Si alguna vez se ausenta cuando descansa el dragón, para ir a tomar el aire en Cook’s Court, hasta que le advierte que regrese el canto bienhumorado del gallo de la bodega de la pequeña lechería de Cursitor Street, cuyas ideas acerca de lo que es la luz del sol resultaría curioso averiguar, pues por observación personal no puede conocer nada al respecto, si alguna vez, decimos, Peffer vuelve a visitar las pálidas luces de Cook’s Court, lo que no puede negar positivamente ningún honesto papelero de la especialidad, viene en forma invisible, y no afecta a nadie, ni nadie se entera.
Cuando todavía vivía, e incluso durante el período del aprendizaje de Snagsby, que duró siete largos años, vivía con Peffer en los mismos locales de la papelería de los tribunales una sobrina: una sobrina bajita y astuta, comprimida de forma un tanto violenta en la cintura, con una nariz afilada como una tarde fría de otoño, inclinada a helarse en la extremidad. Entre los residentes de Cook’s Court corría el rumor de que la madre de la sobrina, cuando ésta era una niña, llevada de una celosa solicitud de que la figura de aquélla llegara a la perfección, le ataba los cordones del corset apoyando el pie materno en la pata de la cama con objeto de hacer más presión, y además que absorbía por vía interna dosis de vinagre y jugo de limón, ácidos que según aquellos murmuradores habían subido a la nariz y el humor de la paciente. Fuera cual fuese una de las múltiples lenguas del Rumor en la que se originó aquella sabrosa leyenda, nunca llegó a los oídos del joven Snagsby, o no influyó en ellos, pues Snagsby, tras cortejar y conquistar a su hermoso objeto cuando cumplió la mayoría de edad, concertó dos contratos al mismo tiempo. Así que ahora, en Cook’s Court, Cursitor Street, el señor Snagsby y la sobrina son sólo uno, y la sobrina sigue cuidando de su figura, la cual, por mucho que los gustos difieran, sigue siendo preciosa, en el sentido de que es sumamente escasa.
El señor y la señora Snagsby no sólo son una sola sangre y una sola carne, sino que, a juicio de sus vecinos, son también una sola voz. Esa voz, que parece proceder únicamente de la señora Snagsby, se oye con mucha frecuencia en Cook’s Court. Al señor Snagsby, salvo en la medida en que halla expresión por conducto de esos melodiosos acentos, se lo oye raras veces. Es un hombre tranquilo, calvo, tímido, con el cráneo reluciente y un mechón de pelo negro que le brota en la nuca. Tiende a la mansedumbre y a la obesidad. Cuando se lo ve a su puerta en Cook’s Court, con su bata gris de trabajo y sus manguitos de percal negro, mirando a las nubes, o cuando está tras su escritorio en su tienda oscura, con una pesada regla plana, recortando y arreglando un pergamino, en compañía de sus dos aprendices, no cabe duda de que es un hombre tranquilo y sin pretensiones. De debajo de sus pies surgen a menudo en esas ocasiones, como un fantasma inquieto y vociferante en su tumba, quejas y lamentaciones en la voz ya mencionada, y felizmente, en esas ocasiones, cuando las voces alcanzan un tono más agudo de lo habitual, el señor Snagsby les dice a sus aprendices: «Creo que mi mujercita le está riñendo a Guster»
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Ese nombre propio, utilizado así por el señor Snagsby, ha llevado ya a los ingenios más agudos de Cook’s Court a señalar que así debería llamarse la señora Snagsby, dado que cabría con toda perfección y sentimiento llamarla Guster, como reflejo de su personalidad tormentosa. Sin embargo, es la posesión, y la única posesión, salvo 50 chelines al año y una cajita llena de ropa no muy buena, de una muchacha flaca procedente de un asilo (a la que, según algunos, bautizaron Augusta), que, pese a haber sido alquilada o contratada cuando estaba creciendo por un amable benefactor de la especie residente en Tooting
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, y a que no puede haber dejado de criarse en las circunstancias más favorables, tiene «ataques» que la parroquia no puede explicar.
Guster, que en realidad tiene veintitrés o veinticuatro años, pero aparenta diez más, sale barata debido a ese inexplicable problema de los ataques, y tiene tal terror de que la devuelvan a su santo patrón que, salvo cuando se la encuentra con la cabeza metida en el cubo, o en el fregadero, o en la olla, o en la comida, o en lo que tenga más a mano el momento del ataque, siempre está trabajando. Los padres y tutores de los aprendices la encuentran satisfactoria, pues consideran que no existe peligro de que inspire tiernas emociones en el pecho de los jóvenes; la señora Snagsby la encuentra satisfactoria, pues siempre puede encontrar algo que criticarle; el señor Snagsby la encuentra satisfactoria, pues cree que es un acto de caridad mantenerla. A ojos de Guster, el establecimiento del papelero es un Templo de abundancia y esplendor. Cree que el saloncito de arriba, siempre mantenido, cabría decir, con los rizadores y el delantal puestos, es el apartamento más elegante de la cristiandad. La vista que tiene de Cook’s Court por un lado (por no mencionar un poquito de Cursitor Street) y del patio trasero de Coavinses, el alguacil del sheriff del otro, es a su entender un panorama de una belleza inigualable. Los retratos al óleo —y en abundancia— del señor Snagsby mirando a la señora Snagsby, y de la señora Snagsby mirando al señor Snagsby, son a sus ojos dignos de Rafael o de Tiziano. Sus múltiples privaciones no dejan de tener alguna compensación.
El señor Snagsby remite a la señora Snagsby todo lo que no se refiere a los misterios prácticos del negocio. Ella es quien administra el dinero, quien se pelea con los recaudadores de contribuciones, designa el lugar y la hora de las devociones dominicales, autoriza las diversiones del señor Snagsby y no admite responsabilidades en cuanto a lo que considera adecuado servir de comida; tanto que se ha convertido en el ejemplo más alto de comparación entre las mujeres del vecindario, a todo lo largo de ambos lados de Chancery Lane, e incluso en Holborn, las cuales mujeres, en muchas disputas conyugales, suelen exhortar a sus maridos a que vean la diferencia que existe entre su posición (la de las mujeres) y la de la señora Snagsby, y su comportamiento (el de los maridos) y el del señor Snagsby. Los rumores, que siempre andan volando, como murciélagos, en torno a Cook’s Court, y que entran y salen por las ventanas de todos. Dicen que la señora Snagsby es celosa e inquisitiva y que el señor Snagsby se siente a veces tan hostigado que ha de irse de su casa, y que si fuera más hombre no lo aguantaría. Incluso se observa que las mujeres que lo mencionan a sus egoístas maridos como ejemplo y modelo, en realidad lo desprecian, y nadie con mayor desdén que una señora concreta de cuyo marido se sospecha y más que se sospecha que le mide las costillas con un paraguas. Pero es posible que esos vagos murmullos se deban a que el señor Snagsby es, a su aire, un hombre bastante meditabundo y poético, al que le gusta pasearse por Staple Inn en verano para ver el toque rural que le dan las golondrinas y los árboles, y recorrer Rolls Yard los domingos por la tarde y observar (si está de buen humor) que en el pasado ocurrieron muchas cosas, y que está seguro de que si se pusiera uno a cavar ahí mismo se encontraría más de un ataúd de piedra bajo aquella capilla. También solaza la imaginación imaginándose cuantos Cancilleres y Vicecancilleres y Maestres de Listas han muerto ya, y se siente tan hombre de campo cuando les cuenta a los dos aprendices que ha oído decir que antiguamente corría por el medio de Holborn un riachuelo «claro como el cristal», cuando Turnstile
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era verdaderamente un torno, que daba directamente a los prados; se siente tan hombre de campo, decimos, que nunca quiere ir al campo de verdad.
Está terminando el día y se ha encendido el gas, pero todavía no se aprecia del todo, porque no es noche cerrada. El señor Snagsby, asomado a la puerta de su tienda y contemplando las nubes, ve que un cuervo, que ha salido tarde, recorre hacia el oeste el pedazo de cielo que pertenece a Cook’s Court. El cuervo pasa directamente por encima de Chancery Lane, por Lincoln’s Inn Garden y va hacia Lincoln’s Inn Fields.
Allí, en una casa grande, que antes era una casa noble, vive el señor Tulkinghorn. Hoy día se alquila por pisos, y en esos fragmentos reducidos de su anterior grandeza están hacinados los abogados, igual que gusanos en las cáscaras de nuez. Pero quedan las amplias escalinatas, los anchos pasillos y las grandes antecámaras, e incluso los techos pintados, donde una Alegoría, con casco romano y un lienzo celestial, se desparrama entre balaustradas y pilastras, flores, nubes y efebos de piernas carnosas y provoca un dolor de cabeza, como parece ser siempre el objetivo de toda Alegoría, más o menos. Aquí, en medio de sus múltiples cajas etiquetadas con nombres trascendentales, vive el señor Tulkinghorn, cuando no se halla presente y en silencio en casas de campo en las que se mueren de aburrimiento los grandes de la tierra. Aquí está hoy, sentado en silencio a su mesa. Una Ostra de la vieja escuela, que nadie puede abrir.