—Le conozco de vista.
—Le conoces de vista. Muy bien. ¿Y conoces a la pequeña Flite?
—Todo el mundo la conoce —dice el señor Jobling.
—Todo el mundo la conoce. Muy bien. Y da la casualidad que últimamente es parte de mis funciones pagar a Flite una cierta suma semanal, de la que se descuenta el importe de su alojamiento, importe que he pagado (en cumplimiento de órdenes recibidas) al propio Krook, regularmente y en presencia de ella. Ello me ha puesto en comunicación con Krook, y me ha hecho conocer su casa y sus costumbres. Sé que tiene un cuarto para alquilar. Puedes tomarlo muy barato, con el nombre que quieras, y pasar tan inadvertido como si estuvieras a cien millas de distancia. No te va a hacer ninguna pregunta, y te aceptará como inquilino si yo le digo algo, y antes de una hora si quieres. Y te voy a decir otra cosa, Jobling —añade el señor Guppy, que de pronto ha bajado la voz y abandonado el tono oratorio—, y es que se trata de un viejo muy raro: se pasa la vida hurgando en un montón de papeles y rezongando que va a aprender a leer y escribir él solo, aunque a mí me parece que no avanza nada. Es un viejo de lo más raro, te lo aseguro. No me extrañaría que a alguien le mereciese la pena estudiarlo atentamente.
—¿No querrás decir…? —empieza a preguntar el señor Jobling.
—Quiero decir —contesta el señor Guppy, encogiéndose de hombros con agradable modestia— que yo no le entiendo. Exhorto a nuestro común amigo Smallweed a que diga si no me ha oído decir que no le entiendo.
El señor Smallweed aporta su conciso testimonio:
—¡Más de una vez!.
—Yo entiendo algo de la profesión y algo de la vida, Tony —dice el señor Guppy—, y raro es que no logre entender a alguien, mejor o peor. Pero nunca me había encontrado con un viejo tan astuto, tan misterioso, tan agudo (aunque creo que nunca está sereno del todo). Ya sabes que debe de tener un montón de años, y que no vive con nadie, y que dicen que es inmensamente rico, y tanto si se trata de un contrabandista como de un perista, o un prestamista sin licencia, o un usurero (cosas todas que me han parecido probables en momentos diferentes), quizá te resultara rentable irle conociendo. Creo que te convendría hacerlo, dado que todo lo demás te va de perilla.
El señor Jobling, el señor Guppy y el señor Smallweed ponen los codos en la mesa y se apoyan la barbilla en las manos y miran al techo. Al cabo de un rato, todos ellos beben, se repantigan con calma, se meten las manos en los bolsillos y se contemplan mutuamente.
—¡Si tuviera yo la energía de antes, Tony! —exclama el señor Guppy con un suspiro—. Pero hay acordes en el corazón de los hombres…
El señor Guppy sofoca el resto de su sentimiento desolado con ron con agua, y concluye confiando la aventura a Tony Jobling e informando a éste de que durante las vacaciones, y mientras las cosas sigan en calma, puede disponer de su bolsa, «hasta un límite de tres, o cuatro, o incluso cinco libras». Y el señor Guppy añade enfáticamente:
—¡Que no se diga jamás que William Guppy le volvió las espaldas a su amigo!
Esta última parte de la propuesta llega tan exactamente a tiempo que el señor Jobling exclama, emocionado:
—¡Guppy, camarada, venga esa mano!
El señor Guppy se la da, y dice:
—Ahí la tienes, Jobling, compañero!
A lo cual el señor Jobling replica:
—¡Si es que somos amigos desde hace muchos años!
Y el señor Guppy responde:
—¡Es verdad, Jobling!
Se dar un apretón de manos, y el señor Jobling añade con gran sentimiento:
—Gracias, Guppy. No seré yo el que no esté dispuesto a aceptar otra copita por nuestra vieja amistad.
—Allí fue donde murió el último pensionista del viejo Krook —observa de pasada el señor Guppy.
—¡No me digas! —exclama el señor Jobling.
—Hubo encuesta. Veredicto: muerte por causas accidentales. No te importa, ¿verdad?
—No —dice el señor Jobling—. No me importa, pero preferiría que se hubiera ido a morir a otra parte. ¡Es de lo más extraño que tuviera que irse a morir a mi alojamiento! —Al señor Jobling le parece muy mal tamaña indiscreción, y vuelve a referirse a ella varias veces con frases como: «¡Yo diría que hay montones de sitio en los que irse a morir!», o «¡Estoy seguro de que a él no le gustaría que yo me fuera a morir a su alojamiento!».
Sin embargo, una vez cerrado prácticamente el trato, el señor Guppy propone enviar al fiel Smallweed a averiguar si el señor Krook está en casa, pues, de ser así, pueden terminar rápidamente las negociaciones. Como el señor Jobling está de acuerdo, Smallweed se pone su enorme chistera y sale con ella de los comedores imitando los modales de Guppy. Vuelve poco después con la información de que el señor Krook está en casa y lo ha visto por la puerta de su establecimiento, sentado en la trastienda y «dormido como un lirón».
—Entonces, voy a pagar —dice el señor Guppy—, y vamos a verlo. Small, ¿qué tenemos?
El señor Smallweed llama a la camarera con un mero parpadeo y replica de inmediato lo siguiente:
—Cuatro terneras con jamón son tres, y cuatro de patatas, tres con cuatro, y una de col verde, tres con seis, y tres de tuétano, cuatro con seis, y seis de pan, cinco, y tres de Cheshire, cinco con tres, y cuatro medias pintas de rubia y negra, seis con tres, y cuatro cortos de ron, ocho con tres, y cuatro cortos de ron, ocho con tres, y tres pollies, ocho con seis. ¡Ocho chelines con seis peniques a cobrar de medio soberano, Polly, y quedan dieciocho peniques!
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Smallweed, impasible tras hacer tan asombroso cálculo, se despide de sus amigos con un gesto calmoso y se queda atrás para contemplar con admiración a Polly, si se presenta la oportunidad, y leer los diarios, cuyo formato es tan grande en proporción a él cuando se quita el sombrero, que cuando despliega el
Times
para echar un vistazo a sus columnas, parece que se hubiera ido a la cama y hubiera desaparecido bajo las sábanas.
El señor Guppy y el señor Jobling se dirigen a la trapería y tienda del viejo, donde se encuentran con que el señor Krook sigue durmiendo como un lirón; es decir, respirando estertorosamente con la barbilla hundida en el pecho, y totalmente insensible a todos los ruidos externos a él, e incluso a unas suaves sacudidas. En la mesa que hay a su lado, en medio del desorden habitual, se hallan una botella de ginebra vacía y un vaso. El aire viciado apesta tanto a alcohol que incluso los ojos verdes de la gata aposentada en el estante parecen estar vidriosos cuando se abren y se cierran para contemplar a los visitantes.
—¡Eh, levántese! —dice el señor Guppy, dando otra sacudida al cuerpo relajado del viejo—. ¡Señor Krook! ¡Vamos, señor mío!
Pero igual le valdría tratar de despertar a un montón de andrajos en el que estuviera hirviendo lentamente una llama de alcohol.
—¿Has visto alguna vez un estupor así, entre la bebida y el sueño? —pregunta el señor Guppy.
—Si siempre duerme así —responde Jobling, bastan te alarmado—, me da la impresión de que un día de estos va a tener un sueño demasiado largo.
—Siempre parece más bien un ataque que una siesta —observa el señor Guppy, volviendo a dar una sacudida al viejo—. ¡Eh, señoría! ¡Pero si podrían robarle cincuenta veces! ¡Abra los ojos!
Tras muchos trabajos, los abre, pero no parece que vea a sus visitantes, ni nada en absoluto. Aunque se cruza de piernas y se cruza de brazos, y abre y cierra varias veces los labios resecos, a todos los efectos prácticos parece estar tan insensible como antes.
—Por lo menos, está vivo —comenta el señor Guppy—. ¿Cómo está usted, Lord Canciller? He traído a un amigo para una cuestión de negocios, señoría.
El viejo sigue sentado, chasqueando los labios una vez tras otra, sin enterarse de nada. Al cabo de un rato, intenta levantarse. Lo ayuda, y él se tambalea contra la pared y se queda mirándolos.
—¿Cómo está usted, señor Krook? —pregunta el señor Guppy, un tanto inquieto—. ¿Cómo está usted, señor mío? Tiene usted muy buen aspecto, señor Krook. Confío en que se sienta usted bien.
El viejo trata en vano de darle un golpe al señor Guppy, o al aire; se da la vuelta torpemente y vuelve a encontrarse cara a la pared. Se queda así un momento, apelotonado contra ella, y después avanza a trompicones hacia la puerta de su establecimiento. El aire, el vaivén de la plazoleta, el paso del tiempo o una combinación de todos esos factores, lo reaniman. Vuelve con paso bastante firme, se ajusta en la cabeza el gorro de piel y los observa atentamente.
—A su servicio, señores. Estaba echándome una siestecita. ¡Je! A veces me cuesta trabajo despertarme.
—Se diría que más bien, señor mío —responde el señor Guppy.
—¿Qué? Lo han estado intentando ustedes, ¿eh? —pregunta el suspicaz Krook.
—Un poco, nada más —explica el señor Guppy.
La mirada del viejo se posa en la botella vacía; después la agarra, la examina y la vuelve lentamente boca abajo.
—¡Mirad! —exclama como el osito del cuento—. ¡Alguien ha bebido aquí!
—Le aseguro que cuando llegamos nosotros ya estaba vacía —señala el señor Guppy—. ¿Me permite que se la vaya a llenar?
—¡Pues claro que sí! —exclama el señor Krook, muy contento—. ¡Desde luego que sí! ¡No hay más que hablar! Vaya a llenarla aquí al lado, en las Armas del Sol, y pida la de catorce peniques del Lord Canciller. ¡Gracias a Dios, ahí me conocen!
Da la botella vacía al señor Guppy con tantas prisas, que este caballero, con un gesto dirigido a su amigo, acepta el encargo, sale corriendo y vuelve corriendo otra vez con la botella llena. El viejo la recibe en brazos como si fuera un nieto bienamado, y le da unas palmaditas cariñosas.
—Pero escuche —susurra con los ojos entornados, después de echar un trago—: ésta no es la de catorce peniques del Lord Canciller. ¡Ésta es de a dieciocho peniques!
—He pensado que le gustaría más —dice el señor Guppy.
—Es usted un caballero, señor mío —responde el señor Krook tras echar otro trago, y su aliento tórrido parece dirigirse hacia ellos como una llama—. Es usted un auténtico caballero.
El señor Guppy aprovecha el auspicioso momento, presenta a su amigo con el seudónimo de señor Weevle<<
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y expone el objeto de su visita. Krook, con su botella bajo el brazo (nunca sobrepasa un punto determinado de embriaguez ni de sobriedad), tarda algún tiempo en examinar a su futuro inquilino y parece aprobarlo.
—¿Quiere usted ver la habitación, joven? —pregunta—. ¡Ah! ¡Es una buena habitación! Recién encalada. Recién fregada con jabón de olor y sosa. ¡Je! Vale el doble de su precio, por no mencionar mi compañía cuando la desee usted, y una gata estupenda para ahuyentar los ratones.
Con estos elogios de su habitación, el viejo los lleva escaleras arriba, donde, efectivamente, encuentran la habitación más limpia que antes, y además con algunos muebles que ha extraído de sus inagotables reservas. Las negociaciones terminan en seguida, pues el Lord Canciller no puede ser demasiado exigente con el señor Guppy, dada la relación de éste con Kenge y Carboy, con Jarndyce y Jarndyce y con otras causas célebres que lo hacen digno de gran estima profesional, y se llega al acuerdo de que el señor Weevle vendrá al día siguiente a tomar posesión. Después, el señor Weevle y el señor Guppy se van a Cook’s Court, Cursitor Street, donde se efectúa la presentación oficial del primero de ellos al señor Snagsby, y (lo que es más importante) se obtienen el voto y el interés de la señora Snagsby. Después comunican cómo han ido las cosas al eminente Smallweed, que con la chistera puesta espera en la oficina sólo para oírlos, y se separan, mientras el señor Guppy explica que de buena gana terminaría el festejo invitándolos al teatro, pero hay acordes del corazón de los hombres que convertirían la velada en una burla huera.
Al día siguiente, al atardecer, el señor Weevle se presenta modestamente en casa de Krook, no precisamente cargado de equipaje, y se establece en su nuevo alojamiento, donde los dos ojos de las contraventanas lo contemplan, como extrañadísimos, mientras duerme. Al otro día, el señor Weevle, que es un joven mañoso para tratarse de un pillo como él, pide en préstamo a la señorita Flite una aguja e hilo, y a su casero un martillo, y se pone a trabajar en la confección de unos simulacros de cortinas para sus ventanas y unos remedos de cajones, tras lo cual cuelga de unos ganchos sus dos tazas de té, su jarra de leche y la poca vajilla que tiene, como un marinero que acaba de naufragar y se las arregla lo mejor que puede.
Pero lo que más aprecia el señor Weevle de sus escasas posesiones (después de sus patillas rubias, a las que tiene un cariño como el que sólo unas patillas pueden despertar en el corazón de un hombre) es una magnífica colección de grabados al cobre de esa obra verdaderamente nacional que son las Divinidades de Albión, o Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas, que representa a damas con título y a la moda luciendo toda la diversidad de sonrisas que puede producir el arte, sumado al capital. Con esos magníficos retratos, indignamente confinados en una sombrerera mientras él anduvo oculto en los huertos, decora su apartamento, y como la Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas está ataviada con todo género de vestidos de gala, toca todo género de instrumento musical, acaricia a todo género de perros, contempla todo género de panoramas y se apoya en todo género de macetas y balaustradas, el resultado es imponente.
Pero el Gran Mundo es la debilidad del señor Weevle, como lo era de Tony Jobling. Para él es de un consuelo inefable tomar prestado por las tardes el periódico de ayer en las Armas del Sol y leer lo que ocurre entre los brillantes y distinguidos meteoros que corren disparados en todas las direcciones por el cielo del Gran Mundo. El enterarse de qué miembro de qué brillante y distinguido círculo realizó la brillante y distinguida hazaña de ingresar en él ayer, o contempla la no menos brillante y distinguida hazaña de salir de él mañana, le hace tiritar de gozo. El estar informado de lo que pasa en la Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas, o de lo que va a pasar, o de qué matrimonios se comentan en la Galaxia, y de los rumores que circulan en la Galaxia, es familiarizarse con los destinos más gloriosos de la Humanidad. El señor Weevle regresa dé esta información a los retratos de la Galería a los que la información se refiere, y parece conocer a los originales, y ser conocido de éstos.