—¿De dónde sales? —pregunta el señor Guppy.
—De las huertas de Deptford. No lo aguanto más. Estoy pensando en engancharme en el ejército. ¡Te lo juro! ¿Puedes prestarme media corona? Te juro que me estoy muriendo de hambre.
Jobling tiene cara de hambre, y también tiene aspecto de haberse quedado agotado tras su trabajo en las huertas de Deptford.
—¡De verdad! Tírame media corona, si tienes una que te sobre. Necesito comer algo.
—¿Quieres venir a comer conmigo? —pregunta el señor Guppy, tirándole la moneda, que el señor Jobling atrapa con destreza.
—¿Cuánto tiempo tengo que esperar? —pregunta Jobling.
—Ni media hora. No hago más que esperar hasta que se vaya el enemigo.
—¿Qué enemigo…?
—Uno nuevo. Quiere ser pasante licenciado. ¿Me esperas?
—¿Puedes darme algo que leer entre tanto? —pregunta el señor Jobling.
Smallweed sugiere la
Guía del Colegio de Abogados
, pero el señor Jobling declara con gran sinceridad que «no podría soportarla».
—Puedes leer el periódico —dice el señor Guppy—. Te lo baja éste. Pero más vale que no te vean por aquí. Siéntate a leer en nuestra escalera. Es un sitio muy tranquilo.
Jobling señala con la cabeza que comprende, y está de acuerdo. El sagaz Smallweed le lleva el periódico y de vez en cuando le echa un vistazo desde el descansillo, como precaución por si se cansa de esperar y se marcha antes de tiempo. Por fin se retira el enemigo, y entonces Smallweed lleva al señor Jobling al bufete.
—Bueno, ¿y cómo estás?
—Por ahí andamos, ¿y tú?
Cuando el señor Guppy contesta que no demasiado bien, el señor Jobling se aventura a preguntar:
—¿Cómo está ella?
Lo cual interpreta el señor Guppy como una libertad excesiva, y replica:
—Jobling, existen acordes en el corazón de los hombres que…
Jobling pide excusas.
—Háblame de cualquier tema, menos de ése —implora el señor Guppy, que disfruta morbosamente con su propio dolor—. Porque existen acordes, Jobling…
El señor Jobling vuelve a pedir excusas.
Durante este breve coloquio, el activo Smallweed, que va a ir a comer con ellos, ha estado escribiendo con letra cancilleresca: «Volvemos en seguida» en un trozo de papel. Esta nota, dirigida a todo posible interesado, la inserta en el buzón, y después, poniéndose el sombrero exactamente con el mismo ángulo de inclinación con el que se pone el señor Guppy el suyo, comunica a su protector que pueden marcharse cuando quieran.
En consecuencia, se dirigen a una casa de comidas que hay cerca, de esa clase que los clientes habituales califican de «económica», cuya camarera, una mocita retozante de unos cuarenta años, es conocida por haber impresionado al joven Smallweed, del cual cabe decir que es un picaflor al que la edad no le importa nada. Aunque resulte precoz, tiene una sabiduría secular, como la de un búho. De suponer que alguna vez haya estado en una cuna, debe de haber estado vestido de levita. Tiene la mirada de siglos, de siglos, nuestro Smallweed, y bebe y fuma como un mono, y se pone el cuello rígido dentro del corbatín; nadie va a tomarle el pelo, y está enterado de todo, trátese de lo que se trate. En resumen, en su educación está tan conformado por el Derecho y la Equidad, que se ha convertido en una especie de pícaro fósil, para explicar cuya existencia en la tierra se dice en las oficinas públicas que su padre fue Juan Nadie, y su madre la única hembra conocida de la familia Nadie, así como que el primer mantón que le hicieron fue con unos restos de arpillera de saca azul de documentos.
El señor Smallweed abre el camino en la casa de comidas, sin dejarse afectar por el espectáculo seductor del escaparate, de coliflores y aves blanqueadas artificialmente, de cestos verdeantes de guisantes, de pepinos que florecen al sol y de patas de cordero listas para el asador. Allí lo conocen y le rinden homenaje. Tiene su reservado favorito, le guardan todos los periódicos, ataca a los viejos calvos que tardan más de diez minutos en leerlos. No se le puede ofrecer un pan que no esté recién cortado, ni proponerle una carne que no esté también recién trinchada, salvo que sea de lo mejorcito. Y en cuanto a salsas, es de lo más exigente.
El señor Guppy, consciente de sus mágicos poderes, y cediendo a su imponente experiencia, lo consulta acerca de lo que se debe escoger para el banquete de hoy, y se vuelve a mirarlo implorante cuando la camarera repite el catálogo de viandas y le pregunta: «¿Tú qué quieres hoy, Pollito?». El Pollito, desde lo más hondo de su astucia, prefiere «Ternera con jamón y judías verdes; sin olvidarse del relleno, Polly» (con un guiño extraordinario de su ojo venerable); el señor Guppy y el señor Jobling piden lo mismo, a lo que se añaden tres pintas de cerveza, mitad rubia, mitad negra. La camarera vuelve en seguida, portadora en apariencia de un modelo de la torre de Babel, pero que en realidad no es sino una pila de cazuelas con tapas lisas de estaño. El señor Smallweed, al aprobar lo que le ponen delante, imprime un aire de benevolencia a su mirada de anciano, y vuelve a hacer un guiño. Después, entre constantes idas y venidas, carreras, entrechocar de platos y el zumbido de la máquina que trae las mejores carnes de la cocina, y pedidos a gritos de más de esas excelentes carnes, que se lanzan por el tubo de comunicación interna, y cálculos a voces del precio de las excelentes carnes que ya se han engullido, en medio del vapor y el color generales de los asados calientes, cortados o no, y de un ambiente generalmente recalentado, en el cual los cuchillos y los manteles sucios parecen estallar espontáneamente en erupciones espontáneas de grasa y torrentes de cerveza, el triunvirato jurídico va saciando su apetito.
El señor Jobling lleva el traje abotonado hasta más arriba de lo que requiere la mera elegancia. Las alas de su sombrero relucen con brillo especial, como si hubieran sido el lugar favorito de paseo de una multitud de caracoles. El mismo fenómeno cabe advertir en algunas partes de su chaqueta, y sobre todo en las costuras. Tiene el aspecto ajado de quien se halla en dificultades financieras; incluso las patillas rubias le caen con un aire un tanto descuidado.
Su apetito es tan vigoroso, que sugiere que lleva algún tiempo viviendo frugalmente. Termina a tal velocidad su plato de ternera con jamón, que liquida cuando sus compañeros se hallan todavía a mitad de los suyos, que el señor Guppy le propone otro.
—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—; no seré yo el que te diga que no.
Y cuando se lo traen, ataca de buena gana.
El señor Guppy lo contempla en silencio a intervalos, hasta que ha dado cuenta de la mitad de su segundo plato y se detiene a saborear un trago de su pinta de rubia y negra (también la segunda), estira las piernas y se frota las manos. Al observar su aire de satisfacción, el señor Guppy dice:
—¡Ya estás hecho un hombre otra vez, Tony!
—Bueno, todavía no del todo —dice el señor Jobling—. Digamos que he vuelto a nacer.
—¿Quieres más verduras? ¿Párragos, guisantes, col verde?
—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—. No seré yo el que diga que no a la col verde.
Se hace el pedido, con la añadidura sarcástica (procedente del señor Smallweed) de: «¡Sin babosas, Polly!» y aparece la col.
—Me voy haciendo mayor, Guppy —dice el señor Jobling, que utiliza tenedor y cuchillo con constancia y delectación.
—Me alegro de saberlo.
—De hecho, ya soy un adolescente —dice el señor Jobling.
No dice nada más hasta que ha terminado su tarea, lo cual logra al mismo tiempo que los señores Guppy y Smallweed terminan la suya, lo cual significa que ha realizado un tiempo excelente y ha batido a los dos caballeros mencionados con toda facilidad, al sacarles una distancia de una ternera con jamón y una col.
—Y ahora, Small —pregunta el señor Guppy—, ¿qué nos recomiendas de postre?
—Unos puddings de tuétano —replica instantáneamente el señor Smallweed.
—¡Muy bien! —exclama el señor Jobling con aire perceptivo—. ¡Se ve que es usted un entendido! Gracias, señor Guppy, no seré yo el que diga que no a un pudding de tuétano.
Una vez llegados los tres puddings de tuétano, el señor Jobling añade, bienhumorado, que dentro de poco va a cumplir la mayoría de edad. Después llegan «Tres Cheshires»
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a los que siguen «Tres copitas de ron». Llegada felizmente la culminación del banquete, el señor Jobling pone los pies en la banqueta tapizada (pues a él le ha tocado una entera para él solo), y dice:
—Ya soy mayor, Guppy. He llegado a la madurez.
—Y ahora —pregunta el señor Guppy—, ¿sigues pensando…, por cierto, no te importa que hablemos delante de Smallweed…?
—Ni lo más mínimo. Tengo el placer de brindar a su salud.
—¡A la suya, caballero! —responde el señor Smallweed.
—Te quería preguntar si todavía sigues pensando en engancharte —continúa diciendo el señor Guppy.
—Lo que yo opine después de comer —responde el señor Jobling— es una cosa, mi querido Guppy, y lo que opine antes de comer es otra. Pero incluso después de comer me pregunto: ¿Qué voy a hacer? ¿De qué voy a vivir?
Il fó manyér
, ya sabes —dice el señor Jobling, que lo pronuncia como si se refiriese a ese artículo tan necesario en los establos ingleses
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—.
Il fó manyér
, como dicen los franceses, y yo necesito
manyér
tanto como los franceses. O más. El señor Smallweed opina decididamente que «mucho más».
—Si alguien me hubiera dicho —sigue comentando Jobling—, ni siquiera cuando tú y yo nos dimos aquella vuelta por Lincolnshire, Guppy, hace poco tiempo, y fuimos a ver aquella casa de Castle Wold…
—Chesney Wold —corrige el señor Smallweed—. Chesney Wold (agradezco esa voz de ánimo a mi honorable amigo). Si alguien me hubiera dicho entonces que iba a encontrarme hoy día en tamañas dificultades, le habría…, le habría dado un golpe —dice el señor Jobling, tomando un trago de ron con agua y con un aire de desesperación resignada—. Le habría dado una tunda.
—De todos modos, Tony, ya entonces tenías problemas —protesta el señor Guppy—. En el coche no hablabas de otra cosa.
—Guppy —dice el señor Jobling—, no voy a negarlo. Ya tenía problemas. Pero esperaba que las cosas se arreglaran.
¡Cuán extendida se halla esa confianza en que se arreglen solas las cosas! No en arreglarlas uno, ni en trabajar en ellas, sino en que «se arreglen»! ¡Es como si un lunático confiara en que la Luna «se arregle»!
—Tenía grandes esperanzas de que se arreglaran, una cosa mala —continúa diciendo el señor Jobling con una expresión un tanto vaga, quizá tanto como su significado Pero me vi desengañado. No se arreglaron. Y cuando empezaron a llegar los acreedores a armarla en la oficina, y los clientes de la empresa empezaron a quejarse por unas miserias de dinero que yo había tomado prestado, pues se acabó el empleo. Y cualquier empleo en la profesión, porque si me piden referencias, se volvería a hablar del asunto, y adiós. Entonces, ¿qué va uno a hacer? Me he mantenido apartado, gastando poco allá en los huertos, pero ¿de qué vale gastar poco cuando no se tiene dinero? Daría igual gastar mucho.
—Sería mejor —opina el señor Smallweed.
—Desde luego. Eso es lo que se hace en el gran mundo, y el gran mundo y las patillas han sido siempre mis debilidades, y no las disimulo —añade el señor Jobling—. Son grandes debilidades. ¡Diablo si son grandes! ¡Bueno! —sigue diciendo el señor Jobling, tras un tiento desafiante a su ron con agua—. ¿Qué puede uno hacer más que engancharse en el ejército?
El señor Guppy interviene más a fondo en la conversación, a fin de exponer lo que, a su juicio, puede uno hacer. Su tono es el tono gravemente impresionante de quien no tiene compromisos definitivos en la vida, salvó en el sentido de haber sucumbido a un dulce mal de amores.
—Jobling —dice el señor Guppy—, yo y nuestro común amigo Smallweed…
El señor Smallweed observa modestamente: «¡A su salud, caballeros!», y bebe.
—… hemos hablado algo de este asunto más de una vez desde el día en que…
—¡Dilo, en que me echaron! —exclama el señor Jobling con amargura— Dilo, Guppy. A eso te refieres.
—¡No, no, no! En que cesaron tus servicios en Lincoln’s Inn, Jobling —dice el señor Guppy—, y he mencionado a nuestro común amigo Smallweed un plan que proyectaba últimamente proponer. ¿Conoces a Snagsby, el papelero?
—Sé quién es —responde el señor Jobling—. No trabajábamos con él, y no lo conozco personalmente.
—Nosotros sí que trabajamos con él, Jobling, y yo sí que le conozco —replica el señor Guppy—. ¡Muy bien! Últimamente le he llegado a conocer mejor, debido a una serie de circunstancias que me han llevado a visitarlo en su casa. Huelga exponer esas circunstancias en la presente argumentación. Es posible que guarden relación, y también es posible que no la guarden, con una persona que quizá haya ensombrecido mi existencia, o quizá no.
Como el señor Guppy tiene la extraña costumbre de tentar a sus amigos personales con unas escasas migajas de este tema, y, en cuanto ellos lo mencionan, de cortarlos con una serenidad tajante mediante la cita relativa a los acordes del corazón de los hombres, el señor Jobling y el señor Smallweed se mantienen en silencio para no caer en la trampa.
—Es posible que sea así —repite el señor Guppy—, y es posible que no lo sea. No forma parte del caso. Baste mencionar que tanto el señor como la señora Snagsby están muy dispuestos a hacerme un favor, y que durante el período de sesiones el señor Snagsby tiene mucho trabajo de copia que repartir. Distribuye todo el de Tulkinghorn, y tiene muchos más clientes. Creo que si hubiéramos de llamar a declarar a nuestro común amigo Smallweed, éste corroboraría lo que he dicho.
El señor Smallweed asiente, y parece ansioso de prestar juramento.
—Pues bien, señores del jurado —dice el señor Guppy—, quiero decir, Jobling, quizá me digas que no es mucho para ganarse la vida. De acuerdo, pero es mejor que nada, y mejor que engancharse. Te hace falta tiempo. Hay que dejar que pase algo de tiempo para que se olviden esos problemillas que has tenido. Y hay muchas formas peores de dejar que pase el tiempo que hacer copias para Snagsby.
El señor Jobling está a punto de interrumpir cuando el señor Smallweed lo frena con una tos seca y las palabras:
—¡Ejem! ¡Shakespeare!
—El tema tiene dos aspectos, Jobling —prosigue el señor Guppy—. Ése es el primero. Paso ahora al segundo. Ya conoces a Krook, el Canciller, el del otro lado del callejón. Vamos, Jobling —dice el señor Guppy, con tono de quien alienta a su testigo—, creo que conoces a Krook, el Canciller, el del otro lado del callejón, ¿verdad?