Casa desolada (54 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Muy bien, guapa —dije—. Encantada.

De manera que Caddy, tras darme un pellizco en la carita, como decía ella, cerró la puerta, me tomó del brazo y empezamos a darnos unas vueltas por el jardincillo.

—Ya sabes, Esther —dijo Caddy, a quien le gustaba mucho hablar en confianza—, que cuando me dijiste que estaría mal casarme sin decírselo a Mamá, o incluso mantener en secreto nuestro compromiso mucho tiempo (aunque he de decir que no creo que yo le importe mucho a Mamá), me pareció que debía mencionar tus opiniones a Prince. En primer lugar, porque creo que debo aprovechar todo lo que me dices tú, y en segundo lugar, porque no tengo secretos para Prince.

—¿Y estuvo de acuerdo, Caddy?

—¡Ah, querida mía! Te aseguro que estaría de acuerdo con cualquier cosa que tú dijeras. ¡No tienes idea de la opinión que tiene de ti!

—¿De verdad?

—Esther, pondría celosa a cualquiera que no fuera yo —dijo Caddy, riéndose y meneando la cabeza—, pero a mí me hace muy feliz, porque eres la primera amiga que he tenido en mi vida, y la mejor que puedo tener, y nadie puede respetarte y quererte demasiado para mi gusto.

—Te aseguro, Caddy —respondí—, que participas en la conspiración general para que yo esté siempre de buen humor. Pero ¿qué me ibas a contar?

—¡Bueno! Lo que te iba a contar —replicó Caddy, cruzando las manos sobre mi brazo, en gesto de confianza era que hablamos mucho del asunto, y le dije a Prince: «Prince, como la señorita Summerson…»

—¡Espero que no dijeras «la señorita Summerson»!

—¡No, claro! —exclamó Caddy, muy complacida y con la cara más radiante del mundo—. Dije «Esther». Le dije a Prince: «Como Esther está muy convencida de eso, Prince, y así me lo ha expresado, y es lo que repite cuando me envía esas notas tan amables, que tanto te gusta que te lea, estoy dispuesta a revelar la verdad a Mamá en cuanto te parezca bien. Y creo, Prince (añadí), que Esther piensa que yo estaría en mejor posición, más fiel y más honorable en todo, si tú hicieras lo mismo con tu Papá.»

—Si, guapita —dije—. Desde luego, eso es lo que piensa Esther.

—¡Ya ves que tenía razón yo! —exclamó Caddy—. Bueno, aquello dejó a Prince de lo más preocupado, no porque sintiera la menor duda al respecto, sino porque tiene tan en consideración los sentimientos del señor Turveydrop padre, y temía que el anciano caballero tuviera un ataque, o se desmayara, o le ocurriera algo si se lo comunicaba. Temía que el señor Turveydrop pensara que era un desagradecido, y que el golpe fuera demasiado para él. Porque ya sabes, Esther —continuó Caddy—, que el señor Turveydrop es persona de magnífico porte, y es sumamente sensible.

—¿De verdad, hija?

—Sí, sumamente sensible. Es lo que dice Prince. Y por eso mi hijito querido… No quería utilizar ese término delante de ti, Esther —se excusó Caddy, toda sonrojada—, pero, en general, llamo a Prince mi hijito querido.

Me reí, y también se rió Caddy, ruborizada, y continuó diciendo:

—Eso lo ha dejado, Esther…

—¿Dejado a quién, hija?

—¡Qué mala eres! —dijo Caddy, con la carita encendida y riéndose—. ¡A mi hijito querido, si es que insistes! Eso lo ha dejado inquietísimo desde hace semanas, y no hace más que retrasarlo de un día para otro, precisamente por esa inquietud. Por fin me ha dicho: «Caddy, si pudiéramos convencer a la señorita Summerson, a quien tanto admira mi padre, para que estuviera presente cuando yo hablara del tema, creo que podría decírselo». Y yo le prometí que te lo pediría. Y además decidí —añadió Caddy, mirándome con una mezcla de esperanza y timidez— que si consentías, después te pediría que vinieras conmigo a ver a Mamá. A eso me refería cuando te decía en mi esquela que tenía que pedirte un gran favor y una gran ayuda. Y si pudieras hacérmelo, Esther, te estaríamos los dos muy agradecidos.

—Vamos a ver, Caddy —dije, haciendo como que reflexionaba—. La verdad es que creo que podría hacer algo más que eso, en caso de necesidad muy urgente. Hija mía, estoy a tu servicio y al de tu hijito querido, en cuanto me lo digáis.

Caddy quedó transportada por aquella respuesta mía, pues creo que era tan susceptible a la menor amabilidad o el menor aliento como el corazón más tierno que jamás haya latido en el mundo, y tras dar otra vuelta o dos por el jardín, momentos durante los cuales sacó un par de guantes totalmente nuevos, y se puso lo más resplandeciente posible para no desagradar en lo más mínimo al Maestro del Porte, fuimos directamente a Newman Street.

Naturalmente, Prince estaba dando una clase. Lo encontramos ocupado con una alumna no demasiado brillante —una muchachita terca con la frente ceñuda, de voz profunda y con una mamá descontenta y sombría—, cuyo problema, desde luego, no se resolvió con la confusión en la que sumimos a su preceptor. Por fin terminó la lección, tras avanzar de la forma más discordante posible, y cuando la niña se cambió de zapatos y sumergió bajo varios chales su vestido de muselina blanca, se la llevaron. Tras unas palabras de preparativo, fuimos en busca del señor Turveydrop, a quien encontramos, junto con su sombrero y sus guantes, como modelo de buen Porte, en sus apartamentos privados, que eran la única parte cómoda de la casa. Parecía haberse ataviado con toda calma, en los intervalos de una ligera colación, y en torno a él yacían su estuche de tocador, sus cepillos y demás, todo ello de lo más elegante.

—Padre, la señorita Summerson y la señorita Jellyby.

—¡Encantado! ¡Sumo gusto! —dijo el señor Turveydrop, levantándose con su reverencia habitual con los hombros levantados—. ¡Permítanme! —mientras nos acercaba unas sillas—. ¡Siéntense! —mientras se besaba las puntas de los dedos de la mano izquierda—. ¡Qué alegría! —mientras cerraba los ojos y se mecía de costado—. Mi pequeño retiro se convierte en un paraíso —mientras se recomponía en el sofá, como segundo caballero de Europa
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. Ya ve usted, señorita Summerson —dijo—, que seguimos utilizando nuestras humildes artes para afinar, afinar. Y el sexo vuelve a estimularnos, y a recompensarnos con la condescensión de su encantadora presencia. Es una gran cosa, en estos tiempos que corren (y la verdad es que han degenerado mucho desde los tiempos de Su Alteza Real el Príncipe Regente, mi protector, si se me permite decirlo) advertir que el buen porte no es objeto del total desprecio de la chusma. Que todavía puede gozar con la sonrisa de la Belleza, señorita mía.

No dije nada, lo que me pareció una respuesta adecuada, y él aspiró un poco de rapé.

—Hijo mío —continuó diciendo el señor Turveydrop—, esta tarde tienes cuatro clases. Te recomendaría un bocadillo rápido.

—Gracias, padre —replicó Prince—. No dejaré de ser puntual. Padre querido, ¿puedo pedirle que se prepare para que le dé una importante noticia?

—¡Cielo Santo! —exclamó el modelo, pálido y demudado, cuando se inclinaron ante él Prince y Caddy, tomados de la mano—. ¿Qué es esto? ¿Estás loco? ¿Qué es esto?

—Padre —respondió Prince con gran sumisión—, amo a esta señorita, y estamos comprometidos.

—¡Comprometidos! —gritó el señor Turveydrop, reclinándose en el sofá y tapándose los ojos con la mano—. ¡Mi propio hijo me clava una flecha en el corazón!

—Somos novios desde hace tiempo, padre —tartamudeó Prince—, y cuando la señorita Summerson lo supo, nos aconsejó que se lo dijéramos a usted, y ha tenido la amabilidad de acompañarnos en esta ocasión. La señorita Jellyby es una dama que lo respeta mucho a usted, padre.

El señor Turveydrop exhaló un gemido.

—¡No, padre, por favor! Se lo ruego, padre —exhortó el hijo—. La señorita Jellyby es una dama que lo respeta mucho a usted, y nuestro primer deseo es considerar el bienestar de usted.

El señor Turveydrop sollozó.

—¡No, padre, se lo ruego! —exclamó el hijo.

—Muchacho —dijo el señor Turveydrop—, menos mal que tu santa madre no tiene que experimentar este sufrimiento. Apuñálame sin compasión. ¡En el corazón, hijo mío, en el corazón!

—¡Por favor, no diga eso, padre! —imploró Prince, bañado en lágrimas—. Me hiere profundamente. Le aseguro, padre, que nuestro primer deseo y nuestra primera intención es atender a su bienestar. Caroline y yo no olvidamos nuestra obligación (pues mis obligaciones son las de Caroline, como nos hemos dicho el uno al otro muchas veces), y con su aprobación y su permiso, padre, nos consagraremos a hacerle agradable a usted la vida.

—¡No tengas compasión! —murmuró el señor Turveydrop—. ¡No tengas compasión!

Pero me pareció que estaba escuchando.

—Mi querido padre —contestó Prince—, sabemos muy bien las comodidades a las que está usted acostumbrado y a las que tiene usted derecho, y siempre nos ocuparemos, y nos orgulleceremos, de atender a eso antes que nada. Si nos da usted su bendición, padre, con su aprobación y su consentimiento, no pensaremos en casarnos hasta que a usted le parezca bien, y cuando nos casemos, siempre tendremos a usted, naturalmente, en el primer lugar de nuestras consideraciones. Usted siempre será aquí Amo y Señor, padre, y creemos que sería antinatural por nuestra parte no reconocerlo, ni esforzarnos en todo lo posible por complacerle.

El señor Turveydrop se sometió a un duro combate interno, y volvió a erguirse en el sofá, con los carrillos inflados sobre su corbatín almidonado: un modelo perfecto de Porte paterno.

—¡Hijo mío! —dijo el señor Turveydrop—. ¡Hijos míos! No puedo resistir a vuestra súplica. ¡Que seáis muy felices!

Su benignidad al hacer levantarse a su futura nuera y alargar la mano a su hijo (que se la besó con un respeto y una gratitud llenos de afecto) fue el espectáculo más extraño que jamás hubiera presenciado yo.

—Hijos míos —dijo el señor Turveydrop, abrazando paternalmente a Caddy con el brazo izquierdo cuando se sentó ella a su lado, y colocando elegantemente la mano derecha en la cadera—, hijo mío e hija mía, yo me encargaré de que seáis felices. Cuidaré de vosotros. Viviréis siempre conmigo (lo cual significaba, naturalmente: «viviré siempre con vosotros»); en adelante, esta casa es tan vuestra como mía; consideradla vuestro hogar. ¡Que viváis muchos años para compartirla conmigo!

Tal era la fuerza de su Porte, que verdaderamente ellos se sintieron abrumados de gratitud, como si en lugar de imponerles su presencia para el resto de sus vidas, estuviera haciendo un sacrificio grandioso en favor de ellos.

—En cuanto a mí, hijos míos —dijo el señor Turveydrop—, estoy empezando a marchitarme cual las hojas del, otoño, y es imposible decir cuánto tiempo de Porte caballeresco les queda a estos viejos huesos, a esta trama débil y gastada. Pero, entre tanto, seguiré cumpliendo con mi deber para con la sociedad y apareciendo en público como de costumbre. Mis necesidades son pocas y sencillas. Este pequeño apartamento, los elementos indispensables para mi aseo, mi frugal comida de la mañana y mi parca cena me bastan. Encomiendo a vuestro afecto filial el atender a esas necesidades, y del resto me encargo yo.

Volvieron a quedar abrumados ante tamaña generosidad.

—Hijo mío —continuó diciendo el señor Turveydrop—, en cuanto a esas cuestiones menores en las que adoleces de algún defecto, cuestiones de buen Porte que son innatas en el hombre, que se pueden mejorar con aplicación, pero que nunca se pueden crear, puedes seguir contando conmigo. He sido fiel a mi deber desde la época de Su Alteza Real el Príncipe Regente, y no voy a abandonarlo ahora. No, hijo mío. Si alguna vez has considerado con orgullo la humilde posición de tu padre, puedes tener la seguridad de que éste nunca hará nada que la empañe. Por tu parte, Prince, como tienes un carácter diferente (no podemos ser todos iguales, ni siquiera sería aconsejable que lo fuéramos), trabaja, sé industrioso, gana dinero y amplía tu círculo en todo lo posible.

—Puede usted contar con que así lo haré, padre, con todo mi corazón —replicó Prince.

—No me cabe duda —dijo el señor Turveydrop—. No tienes cualidades brillantes, hijo mío, pero sí son constantes y meritorias. Y a ambos, hijos míos, no deseo sino declarar, animado por el espíritu de aquella santa Mujer en cuya vida tuve la fortuna de arrojar, creo, algún rayo de luz: ¡cuidad del establecimiento, atended a mis frugales necesidades y recibid mi bendición!

Después, el señor Turveydrop se puso tan galante, para celebrar la ocasión, que hube de decir a Caddy que si queríamos ir aquel mismo día a Thavies Inn, teníamos que marcharnos inmediatamente. Y así nos fuimos, tras una despedida cariñosísima entre Caddy y su prometido, y durante nuestro paseo estaba ella tan feliz, y tan llena de elogios para el señor Turveydrop padre, que yo no hubiera dicho nada en contra de éste por ningún motivo.

La casa de Thavies Inn tenía letreros en las ventanas en los que se anunciaba que se alquilaba, y parecía más sucia, más sombría y más fea que nunca. El nombre del pobre señor Jellyby había aparecido en la Lista de Quiebras hacía sólo un día o dos, y él estaba encerrado en el comedor con dos señores y un montón de sacas azules, libros de contabilidad y documentos, tratando desesperadamente de comprender sus propios negocios. A mí me pareció que estaban totalmente fuera del ámbito de su comprensión, pues cuando Caddy me hizo entrar en el comedor, por equivocación, y vimos al señor Jellyby con sus gafas puestas, arrinconado tristemente entre la gran mesa y aquellos dos señores, parecía haber renunciado a todo y haberse quedado mudo e insensible.

Al subir a la habitación de la señora Jellyby (todos los niños estaban gritando en la cocina, y no se veía a ninguna criada), vimos a aquella dama sumida en una voluminosa correspondencia, abriendo, leyendo y clasificando cartas, con un gran montón de sobre rotos en el suelo. Estaba tan ocupada, que al principio no me reconoció, aunque se quedó mirándome con aquella mirada curiosa, brillante y distante que el era característica.

—¡Ah! ¡Señorita Summerson! —dijo por fin—. ¡Estaba pensando en algo completamente distinto! Espero que esté usted bien. Me alegro de verla. ¿Están bien el señor Jarndyce y la señorita Clare?

Expresé a mi vez el deseo de que el señor Jellyby estuviera bien.

—No del todo, hija mía —dijo la señora Jellyby con toda calma—. Ha tenido mala suerte en los negocios, y está un poco desanimado. Afortunadamente para mí, estoy tan ocupada que no tengo tiempo para pensar en ello. Ya tenemos a ciento setenta familias, señorita Summerson, con una media de cinco personas cada una, que se han ido o están a punto de irse a la ribera izquierda del Níger.

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