Sir Leicester considera que estas observaciones lo invocan para salir del santuario:
—Señor Rouncewell —replica—, no tiene importancia. Espero que no hagan falta explicaciones por ninguna de las partes.
—Celebro saberlo, Sir Leicester, y si se me permite a modo de despedida, repetiré lo que ya he dicho acerca de la larga relación de mi madre con la familia, y de todo lo bueno que ello dice de ambas partes. Al respecto, basta con señalar a esta damisela que llevo del brazo, y que muestra tanto afecto y lealtad al marcharse, y en la cual oso decir mi madre ha hecho algo para inspirar esos sentimientos, aunque desde luego Lady Dedlock, con su cariñoso interés y su amable condescendencia, ha hecho mucho más.
Si lo dice con ironía, es posible que haya acertado mucho más de lo que piensa. Sin embargo, él lo señala sin desviarse en absoluto de su manera franca de hablar, aunque al decirlo se vuelve hacia la parte sombría de la biblioteca en que está sentada Milady. Sir Leicester se pone en pie para devolver su saludo de despedida. El señor Tulkinghorn vuelve a llamar. Mercurio sube otra vez las escaleras y el señor Rouncewell y Rosa salen de la casa.
Entonces traen luces y se descubre que el señor Tulkinghorn sigue al lado de la ventana, con las manos a la espalda, y Milady sigue sentada mientras él, en frente, le tapa la visión de la noche, igual que hizo con la del día. Ella está muy pálida. El señor Tulkinghorn la observa cuando se levanta para marcharse y piensa: «¡Y bien puede estarlo! Es increíble la capacidad de esta mujer. Ha estado representando un papel todo el tiempo». Pero también él puede representar un papel (su personaje de siempre), y cuando abre la puerta para esta mujer, si lo contemplaran cincuenta pares de ojos, cada uno de ellos cincuenta veces más penetrantes que los de Sir Leicester, no le verían ni una fisura.
Lady Dedlock cenará sola en sus aposentos esta noche. Han llamado a Sir Leicester al rescate del partido de Doodle, para gran desasosiego de la Facción Coodle. Lady Dedlock pregunta, todavía mortalmente pálida (y es un reflejo perfecto del primo debilitado) si ha salido; le dicen que sí. ¿Se ha ido ya el señor Tulkinghorn? No. Al cabo de poco rato vuelve a preguntar si se ha ido ya. No. ¿Qué está haciendo? El Mercurio cree que está escribiendo unas cartas en la biblioteca. ¿Desea Milady verlo? Cualquier cosa antes que eso.
Pero él sí desea ver a Milady. Al cabo de unos minutos comunican a ésta que le envía sus saludos y desearía saber si Milady tendría la bondad de intercambiar una palabra con él después de cenar. Milady lo recibirá inmediatamente. Y entra, con excusas por la intrusión, aunque sea con permiso de ella, cuando todavía no ha terminado de cenar. Cuando se quedan a solas, Milady hace un gesto de la mano para que termine toda la farsa.
—¿Qué desea usted, señor mío?
—Pues, la verdad, Lady Dedlock —dice el abogado, tomando una silla un poco apartada de ella y frotándose lentamente los descoloridos pantalones, una vez tras otra, una vez tras otra—, es que me sorprende el rumbo que ha tomado usted.
—Ah, ¿sí?
—Sí, desde luego. No estaba preparado para ello. Lo considero como una ruptura de nuestro acuerdo y de su promesa. Nos coloca en una nueva posición, Lady Dedlock. Me considero obligado a decirte que no lo apruebo. Deja de frotarse y se queda contemplándola, con las manos apoyadas en las rodillas. Pese a lo imperturbable y lo inmutable que es, hay en su actitud una libertad indefinible que es nueva y que no escapa a la observación de esta mujer.
—No acabo de entender lo que dice.
—Ah, sí, creo que sí me entiende. Vamos, vamos, Lady Dedlock, no nos dediquemos ahora a hacer fintas. Usted sabe que la chica le agrada.
—¿Y qué, señor mío?
—Y usted sabe (y yo sé) que no se ha deshecho usted de ella por los motivos que ha dicho, sino con objeto de alejarla todo lo posible (y perdóneme si me adentro en una cuestión de negocios) de todo reproche y todo vilipendio que puedan caer sobre usted.
—¿Y qué, señor mío?
—Bueno, Lady Dedlock —responde el abogado, cruzando las piernas y frotándose la rodilla que le queda arriba—, eso no me parece bien. Considero que se trata de un procedimiento peligroso. Sé que es innecesario y que su objetivo es causar especulaciones, dudas, rumores, no sé qué más en la casa. Además, constituye una infracción de nuestro acuerdo. Había usted de mantenerse exactamente igual que antes. Por el contrario, debe de ser evidente para usted, como lo es para mí, que esta tarde ha sido usted muy diferente de lo que era antes. ¡Pero, por Dios, Lady Dedlock, ha sido usted transparente!
—Señor mío —comienza ella—, si en mi conocimiento de mi secreto…
Pero él la interrumpe:
—Vamos, Lady Dedlock, ésta es una cuestión de negocios, y en las cuestiones de negocios es imposible exagerar la necesidad de ser claros. Ya no es su secreto. Perdone usted. Ahí está el error. Es mi secreto, que mantengo en depósito por Sir Leicester y su familia. Si fuera su secreto, Lady Dedlock, no estaríamos aquí, conversando.
—Muy cierto. Si, en mi conocimiento del secreto, hago lo que pueda por salvar a una muchacha inocente (especialmente al recordar la referencia que hizo usted a ella cuando contó mi propia historia a los invitados a Chesney Wold) de quedar manchada por mi vergüenza inminente, lo hago actuando conforme a la resolución que he adoptado. No hay nada en el mundo ni nadie en el mundo que me pueda conmover ni cambiar al respecto —y dice todo esto con gran calma y claridad, sin más emoción visible que la que muestra el abogado. En cuanto a éste, trata metódicamente de su cuestión de negocios, como si ella fuera un instrumento insensible utilizado en el negocio.
—¿De verdad? Entonces, mire usted, Lady Dedlock —responde—, no me puedo fiar de usted. Ha expuesto usted el caso de forma perfectamente clara, y en estas circunstancias, y literalmente, no me puedo fiar de usted.
—Quizá recuerde usted que ya expresé una cierta preocupación al respecto cuando hablamos aquella noche en Chesney Wold.
—Sí —dice el señor Tulkinghorn, que se levanta pausadamente y se va junto a la chimenea—. Sí, recuerdo, Lady Dedlock, que mencionó usted claramente a la muchacha, pero aquello fue antes de que llegáramos a nuestro acuerdo, y tanto la letra como el espíritu de nuestro acuerdo prohibían totalmente todo acto por su parte que se debiera a mi descubrimiento. De eso no puede caber duda. En cuanto a ahorrarle sufrimientos a la chica, ¿qué importancia tiene eso? ¡Ahorrarle sufrimientos! Lady Dedlock, lo que está en peligro es el nombre de una familia. Cabría haber supuesto que el camino estaba claro: recto, ni a la derecha ni a la izquierda, independientemente de cualesquiera consideraciones durante su transcurso, sin ahorrar nada a nadie, pisando donde hiciera falta.
Ella ha estado contemplando la mesa. Levanta la vista y lo mira a él. Tiene en el rostro una expresión grave, y se muerde con los dientes parte del labio inferior. «Esta mujer me comprende», piensa el señor Tulkinghorn, cuando ella vuelve a apartar la mirada. «A
ella
no se le puede ahorrar ningún sufrimiento. ¿Por qué ahorrárselos a otros?».
Se quedan un momento en silencio. Lady Dedlock no ha comido nada de la cena, pero se ha servido agua una o dos veces con mano firme, y la ha bebido. Se levanta de la mesa, se dirige a un butacón y se hunde en él, tapándose la cara. En sus gestos no hay nada que exprese debilidad ni que incite a la compasión. Son gestos reflexivos, sombríos, concentrados. «Esta mujer», piensa el señor Tulkinghorn, de pie junto a la chimenea, convertido otra vez en un objeto negro que le corta la visión, «es todo un personaje».
La estudia con calma, sin hablar durante un rato. También ella estudia algo con calma. No es la primera en hablar, y de hecho parece improbable que lo haga, aunque el otro se quedara allí hasta la medianoche, de modo que él se ve incluso obligado a romper el silencio:
—Lady Dedlock, todavía queda la parte más desagradable de esta entrevista, pero es cuestión de negocios. Se ha infringido nuestro acuerdo. Una dama de su fuerza de carácter y su criterio aceptará que yo lo declare anulado a partir de ahora y siga mi propio rumbo.
—Estoy perfectamente dispuesta a aceptarlo. El señor Tulkinghorn inclina la cabeza.
—Entonces ya no tengo que molestarla más, Lady Dedlock.
Cuando va a salir del aposento ella lo detiene al preguntar:
—¿Es ésta la advertencia que me iba a hacer usted? No quiero que haya un malentendido.
—No es exactamente la advertencia que quería hacer a usted, Lady Dedlock, porque la conversación prevista partía de la hipótesis de que el acuerdo se había observado. Pero prácticamente es lo mismo, es lo mismo. La diferencia es meramente de índole jurídica.
—¿No se propone usted hacerme otra advertencia?
—Exactamente. No.
—¿Prevé usted revelárselo a Sir Leicester esta noche?
—¡Pregunta directa! —exclama el señor Tulkinghorn, con una leve sonrisa y un gesto negativo y cauteloso de la cabeza hacia la cara sombría—. No, esta noche no.
—¿Mañana?
—Habida cuenta de todo, más vale que me niegue a responder a esa pregunta, Lady Dedlock. Si dijera que no sé exactamente cuándo, no me creería usted, y no serviría de nada. Quizá sea mañana. Prefiero no decir más. Usted está preparada y yo no quiero dar esperanzas que quizá no pueda satisfacer. Le deseo buenas noches.
Ella aparta la mano, vuelve hacia el abogado la cara pálida cuando él va en silencio hacia la puerta y vuelve a detenerlo cuando está a punto de abrirla.
—¿Piensa usted quedarse algún tiempo en la casa? Me han dicho que estaba usted escribiendo en la biblioteca. ¿Vuelve ahora allí?
—Únicamente por mi sombrero. Me voy a mi casa.
Milady baja los ojos, y no la cabeza, con un movimiento muy leve y curioso, y él se retira. Al salir del aposento consulta el reloj, pero se siente inclinado a dudar si no irá un minuto adelantado o retrasado. En la escalera hay un espléndido reloj, famoso, cosa que no suele ocurrir con todos los relojes tan espléndidos, por su precisión. «Y ¿qué dices tu?», pregunta el señor Tulkinghorn, dirigiéndose a él. «¿Qué dices tu?».
Si ahora le dijese: «¡No te vayas a casa!», qué reloj más famoso sería entonces. Si hablara precisamente esta noche, al cabo de todas las que ha ido contando, a este anciano precisamente, tras todos los ancianos y los jóvenes que han estado frente a él: «¡No te vayas a casa!». Con su campanilla penetrante y cristalina da las ocho menos cuarto y sigue contando. «Pues eres peor de lo que yo pensaba», dice el señor Tulkinghorn para reprobar a su propio reloj. «¿Nada menos que dos minutos? A este paso no me vas a durar toda la vida». ¡Qué reloj para devolver bien por mal si dijera en respuesta: «¡No te vayas a casa!»!
Sale a la calle y sigue adelante, con las manos a la espalda, bajo la sombra de los caserones, muchos de cuyos misterios, dificultades, hipotecas, asuntos delicados de todo tipo están guardados en el interior de su viejo chaleco de raso. Cuenta con la confianza hasta de los ladrillos y el mortero. Las altas chimeneas le telegrafían los secretos de las familias. Pero no hay voz de ellas una vez que le diga en una milla: «¡No te vayas a casa!».
En medio de la agitación y la conmoción de las calles más vulgares, de los ruidos y los traqueteos de muchos vehículos, muchos pies, muchas voces; iluminado por los escaparates brillantes, impulsado por el viento de Poniente y arrastrado por la multitud, avanza implacablemente en su camino, y nada le sale al paso para decirle: «¡No te vayas a casa!». Llega por fin a sus grises aposentos, enciende sus velas y mira en torno a sí y hacia arriba, donde ve al romano que señala desde el techo, pero esta noche la mano del romano no tiene ningún significado especial, ni tampoco los grupos que le rodean le dicen: «¡No te vengas aquí!».
Es noche de luna, pero como ya no es luna llena, apenas si empieza a levantarse sobre el gran amasijo de Londres. Las estrellas brillan igual que brillaban por encima de las torretas de Chesney Wold. «Esta mujer», como se ha ido acostumbrando él a llamarla en los últimos tiempos, las contempla. Tiene el alma agitada, el corazón inquieto y se siente angustiada. Los grandes aposentos están demasiado llenos de cosas y la asfixian. No puede soportar sus limitaciones y prefiere irse sola a dar un paseo por uno de los jardines del vecindario.
Como es demasiado caprichosa e imperiosa en todo lo que hace para causar gran sorpresa en quienes la rodean, haga lo que haga, esa mujer, con algo puesto sobre los hombros, sale a la luz de la luna. Mercurio espera con la llave. Tras abrir la puerta del jardín, pone la llave en manos de Milady por orden de ésta y vuelve obediente a entrar en la casa. Ella va a darse un paseo por allí para despejarse la cabeza, que le duele. Quizá tarde una hora y quizá más. No necesita más compañía. La puerta se cierra sobre sus muelles con un golpetazo, y el Mercurio la deja sola, bajo la sombra de unos árboles.
La noche es buena, la luna grande y brillante y hay multitud de estrellas. Cuando el señor Tulkinghorn va camino de su bodega y abre y cierra sus puertas resonantes, tiene que cruzar un patinillo que parece digno de una cárcel. Mira hacia arriba despreocupado, pensando qué buena noche hace, cómo brilla la luna y cuántas estrellas hay. Y además, la noche está tranquila.
Es una noche muy tranquila. Cuando la luna brilla mucho, parece irradiar una soledad y una calma que influyen incluso en los lugares más hacinados del mundo. No sólo es una noche tranquila en los caminos polvorientos y las cimas de los montes desde las que cabe percibir una gran extensión campestre en pleno reposo, cada vez más tranquila a medida que se va ampliando hacia la franja de árboles recortados contra el cielo, con el fantasma gris de la floración en sus copas; no sólo es una noche tranquila en los jardines y en los bosques y en el río, cuyas praderas están frescas y verdes, y cuyas corrientes fluyen entre islas placenteras, presas rumorosas y juncos susurrantes; no sólo transmite tranquilidad al llegar a los sitios donde las casas se amontonan, donde se reflejan muchos puentes, donde los muelles y los barcos la hacen negra y terrible, donde se desliza para salir de esos horrores entre pantanos cuyos faros sombríos se yerguen como esqueletos lanzados por el mar a la costa, donde se extiende por la región más escarpada de terrenos ondulados, llenos de trigales, molinos e iglesias, y donde se mezcla con el mar en su eterna ondulación; no sólo es una noche tranquila en las profundidades y en las costas donde el espectador está viendo cómo el barco con sus alas desplegadas cruza el surco de luz que parece existir sólo para él, sino que incluso en este laberinto que es Londres para el forastero también hay algo de paz. Sus campanarios y sus torres, y su única gran cúpula, se hacen más etéreos; sus tejados ahumados pierden su aspereza a la pálida luz; los ruidos que llegan de las calles son menos en número, y más apagados, y las pisadas en las aceras se alejan con más tranquilidad. En estos campos que habita el señor Tulkinghorn, donde los pastores tocan unas flautas de Cancillería que no tienen clave, y mantienen a sus ovejas en el reato por las buenas o por las malas, hasta haberlas esquilado a fondo, todos los ruidos se funden, en esta noche de luna, en un rumor distante y cristalino, como si la ciudad fuera un gran vaso que vibra.