Milady Dedlock está inquieta, muy inquieta. Los rumores del gran mundo, asombrados, no saben qué pensar de ella. Hoy está en Chesney Wold; ayer estaba en su casa de Londres; mañana puede irse al extranjero, por lo que saben o pueden predecir con una cierta confianza los rumores del gran mundo. Incluso a Sir Leicester, con toda su galantería, le cuesta trabajo seguir ese ritmo. Lo desearía, pero es que su otro fiel aliado (la gota), para bien o para mal, se le mete en su antiguo dormitorio de roble de Chesney Wold y lo deja inmovilizado de ambas piernas.
Sir Leicester considera que la gota es un demonio molesto, pero sigue siendo un demonio propio del orden de los patricios. Todos los Dedlock varones y de la línea directa han sufrido la gota, sin que en memoria humana se diga nada en sentido contrario
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. Es algo demostrable, señor mío. Es posible que los padres de otros hayan muerto de reumatismo, o hayan recibido el vil contagio de la sangre impura de los plebeyos enfermos, pero la familia Dedlock siempre ha comunicado algo de exclusivo, incluso al proceso nivelador de la muerte, al morir siempre de la gota familiar. Ha ido heredándose de padres a hijos, igual que las vajillas, o los cuadros, o la casa de Lincolnshire. Forma parte de sus blasones. Es posible que Sir Leicester tenga la impresión de que, aunque no lo haya dicho nunca con esas palabras, de que el ángel de la muerte diga ante los fantasmas de la aristocracia al cumplir las funciones de su incumbencia: «Milores y caballeros, tengo el honor de presentar a vuestras Señorías a un Dedlock más, con la garantía de que ha llegado aquí gracias a la gota familiar».
En consecuencia, Sir Leicester abandona sus piernas de la familia a la gota de la familia, como si su nombre y su fortuna dependieran de esa herencia feudal. Cree que si un Dedlock ha de yacer de espaldas y ha de sufrir punzadas y calambres espasmódicos en las extremidades es que alguien se está tomando libertades por alguna parte, pero piensa: «Nos hemos condenado a esto; desde hace siglos se considera que no debemos dar más interés a las tumbas del parque si cedemos en términos más innobles, y yo me someto a esa consideración».
Y lo hace con gran dignidad, recostado bajo colchas de color púrpura y oro, en medio del gran salón, ante su retrato favorito de Milady, mientras entran grandes franjas de luz a lo largo de la gran perspectiva, a lo largo de la fila de ventanas, que se alternan con blandos relieves de sombra. Fuera, los viejos robles, que llevan siglos arraigados en esa tierra verde que jamás ha conocido el arado, sino que sólo ha conocido las cacerías desde la época en que los reyes se iban a combatir armados de espada y escudo e iban a cazar con arcos y flechas, son testigos de su grandeza. En el interior, sus antepasados, que lo contemplan desde las paredes, dicen: «Cada uno de nosotros fue aquí una realidad pasajera, y dejó esta sombra coloreada de sí mismo, y se fundió en un recuerdo tan borroso como las voces remotas de los grajos que ahora te arrullan», y también son testigos de su grandeza. Porque ese día Sir Leicester es muy grande. Y, ¡ay de Boythorn o de cualquier otro liberal que se atreva presuntuoso a disputarle ni una pulgada!
En estos momentos, Milady está representada ante Sir Leicester por su retrato. Se ha ido a Londres, sin ninguna intención de seguir allí, y dentro de poco volverá rauda aquí, para gran estupefacción de los rumores del gran mundo. La casa de Londres no está lista para recibirla. Está apagada y silenciosa. Un solo Mercurio empolvado bosteza desolado ante la ventana del vestíbulo, y la otra noche mencionó a otro Mercurio conocido suyo, también acostumbrado a la buena sociedad, que si seguían así las cosas (cosa que no podía ser, porque un hombre de su categoría no lo podía soportar), ni cabía esperar de alguien como él que lo soportara, ¡de verdad que no le quedaría otro recurso que cortarse el pescuezo!
¿Qué relación puede haber entre la casa de Lincolnshire, la casa de Londres, el Mercurio empolvado y el paradero de Jo, el proscrito de la escoba, sobre quién brillaba aquel distante rayo de sol cuando barría la escalera del cementerio? ¿Qué relación puede haber entre tanta gente de las innumerables historias del mundo que, sin embargo, se han visto reunidas desde los lados opuestos de hondos precipicios?
Jo se pasa el día barriendo su cruce, inconsciente del vínculo, si es que existe tal vínculo. Cuando alguien le pregunta algo resume su situación mental diciendo que él «no sabe
ná
de
ná
». Sabe que resulta difícil dejar el cruce sin barro cuando hace mal tiempo, y que más difícil todavía le resulta vivir de eso. Nadie le ha enseñado ni siquiera eso; lo ha averiguado por sí solo.
Jo vive (es decir, Jo todavía no ha muerto) en un edificio en ruinas que él y sus semejantes llaman Tomsolo. Es una calle negra y horrible, de la que huyen todas las personas decentes, de cuyas casas destartaladas se apoderaron algunos vagabundos atrevidos cuando ya estaban en plena decadencia; los cuales, tras establecer allí sus propias posesiones, pasaron después a alquilarlas por cuartos. Ahora esas zahurdas sórdidas albergan durante la noche a una multitud de miserables. Al igual que en los restos humanos aparecen parásitos siniestros, también en estos albergues ruinosos se han ido criando una multitud de existencias horribles que salen o entran a rastras por sus paredes y sus zócalos, que apelotonan a dormir como gusanos innumerables, mientras entran las goteras de la lluvia; que salen y entran portando fiebres y que dejan en sus huellas más horrores de los que jamás puedan corregir Lord Coodle y Sir Thomas Doodle y el Duque de Foodle y todos los caballeros del Gobierno, incluido Zoodle, en quinientos años, aunque hayan nacido precisamente para corregirlos.
Últimamente, en Tomsolo ha habido dos veces un gran ruido, con caída de mucho polvo, como si hubiera estallado una mina, y cada una de esas veces se ha caído una casa. Esos accidentes han merecido un párrafo en la prensa, y han ocupado una cama o dos en el hospital más próximo. Ahí siguen los huecos, y entre las ruinas ya ha habido quien considera que ese alojamiento no está mal. Como parece que hay varias casas más a punto de caerse, cabe esperar que el próximo derrumbamiento que se produzca en Tomsolo va a ser de los buenos.
Naturalmente, esa estupenda finca está en poder de la Cancillería. Sería un insulto a cualquier persona de mediana inteligencia tener que decírselo. Quizá no sepa nadie si «Tom» era el representante popular del demandante o del demandado en Jarndyce y Jarndyce, o si ahí era donde vivía completamente solo Tom cuando el pleito redujo a la calle a la ruina hasta que vinieron a reunirse con él otros ocupantes, ni si se trata de un nombre que se da en general a todo retiro aislado de la sociedad honrada y en el que ya se ha perdido toda esperanza. Desde luego Jo no lo sabe.
—Si es que no lo sé —dice Jo—. Yo no sé
ná
de
ná
.
¡Qué extraño debe de ser el encontrarse en una situación como la de Jo! ¡Vagabundear por las calles, sin conocer sus formas, y sumido en la más total oscuridad acerca del significado de esos misteriosos símbolos que tanto abundan en las tiendas, y en las esquinas de las calles, y en las puertas y en las ventanas! ¡Ver que la gente lee, y ver que el cartero entrega el correo, y no tener la menor idea de todo ese lenguaje, ser ciego y mudo a todo eso! Debe de ser muy raro eso de ver cómo la gente de bien va a las iglesias el domingo, con sus misales en mano, y pensar (porque a lo mejor Jo
sabe
pensar de vez en cuando) lo que significa todo eso, y si es que significa algo a alguien, ¿cómo es que a mí no me dice nada? ¡Sentirse empujado, y atropellado y obligado a circular, y sentir verdaderamente que parece ser verdad que uno no tiene nada que hacer ahí, ni allá, ni en ninguna parte, y, sin embargo, sentirse perplejo ante la idea de que uno
está
ahí sin saber por qué, y nadie se ha interesado por mí hasta que me ha convertido en el ser que es uno! ¡Debe de resultar muy extraño que no sólo le digan a uno que apenas si es humano (como cuando se presentó uno a testificar), sino sentir uno eso mismo para sus adentros y en todo momento. Ver cómo pasan al lado de uno caballos, perros y ganado y saber que por mi ignorancia uno es como ellos, y no parte de esos seres superiores de la misma forma de uno, pero cuyo buen gusto ofende uno! ¡Las ideas de Jo acerca de un juicio por lo penal, o de un Magistrado, o de un Obispo, o un Gobierno, o esa joya inapreciable para él (si lo supiera) que es la Constitución deben de ser muy raras! Toda su vida material e inmaterial es muy rara, y su muerte es lo más raro de todo.
Jo se marcha de Tomsolo y se encuentra con que la mañana ya está avanzada, porque siempre llega tarde allí, y va mascando su trozo sucio de pan mientras camina. Como su camino pasa por entre muchas calles, y las casas todavía no están abiertas, se sienta a desayunar en el escalón de la Sociedad para la Propagación del Evangelio en el Ultramar, y cuando termina le quita el polvo, en agradecimiento por haberle dado reposo. Admira el tamaño del edificio y se pregunta para qué será. No tiene idea, el pobrecillo, del vacío espiritual que existe en los arrecifes de coral del Pacífico, ni de lo que cuesta andar en busca de almas perdidas entre los cocoteros y los árboles del pan.
Va a su cruce y empieza a arreglarlo para el día. La ciudad se despierta. La gran peonza de la suerte está dispuesta para sus giros y sus giros diarios; se reanudan las incontables e inexplicables lecturas y escrituras que han quedado en suspenso durante unas horas. Jo y los demás animales inferiores se las arreglan como pueden en medio de esa confusión ininteligible. Es día de mercado. Los bueyes cegados, constantemente empujados y aguijoneados, nunca guiados, se meten donde no deben y los echan a palos, y se lanzan, con los ojos inyectados en sangre y echando espumarajos por la boca, contra muros de piedra, y muchas veces hieren a los inocentes, y otras muchas se hieren ellos solos. Igual que Jo y sus congéneres, ¡exactamente igual!
Llega a tocar una banda de música. Jo la escucha, igual que hace el perro de uno de los pastores, que espera a su amo junto a una carnicería y evidentemente piensa en todas esas ovejas que ha tenido que dar durante unas horas y de las que está muy contento de despedirse. Parece estar perplejo respecto de tres o cuatro de ellas: no recuerda dónde las ha dejado; contempla la calle, arriba y abajo, como si medio esperase verlas perdidas por allí; de pronto aguza las orejas y se acuerda de todo. Es un perro totalmente vagabundo, acostumbrado a las malas compañías y a las tabernas; un perro que asusta a las ovejas; que al primer silbido está dispuesto a tirárseles al lomo y a arrancarles mechones de lana a mordiscos; pero un perro educado, instruido, desarrollado, que ha aprendido cuáles son sus obligaciones y sabe cumplir con ellas. Probablemente él y Jo escuchan la música con la misma satisfacción animal, y probablemente también están a la par en cuanto a las asociaciones que despierta en ellos, en cuanto a las aspiraciones o los pesares, la melancolía o la referencia gozosa a cosas que están más allá de los sentidos. Pero en lo demás ¡cuán por encima está el animal del ser humano que escucha a su lado!
Dejad a los descendientes de ese perro abandonado, como Jo, y en muy pocos años se habrán degenerado tanto que habrán perdido hasta la manera de ladrar, pero no la de morder.
El día va cambiando al avanzar y se hace oscuro y lluvioso. Jo sigue en su lucha, en su cruce, entre el barro y las ruedas, los caballos, los látigos y los paraguas, y apenas si obtiene una magra suma con la que pagar el escaso abrigo que le brinda Tomsolo. Llega el atardecer, se empieza a encender el gas en las tiendas; el farolero, con su escalera, va corriendo por el borde de las aceras. Empieza a caer una tarde mala.
En su despacho, el señor Tulkinghorn está sentado meditando una petición de mandamiento para presentársela mañana al juez más cercano. Hoy ha estado allí Gridley, un pleiteante decepcionado, y ha sido alarmante. No estamos dispuestos a que se nos someta a amenazas físicas y habrá que imponer una fianza una vez más a ese maleducado. Desde el techo, la Alegoría achatada, personificada en un romano imposible pintado del revés, señala con el brazo de Sansón (descoyuntado y un tanto raro) ostensiblemente hacia la ventana. ¿Por qué va el señor Tulkinghorn, sin ningún motivo, a mirar por la ventana? ¿No es ahí donde señala siempre la mano? Así que no mira por la ventana.
Y, si mirase, ¿qué más le iba a dar el ver a una mujer que pasaba por allí abajo? En el mundo hay muchas mujeres (demasiadas, piensa el señor Tulkinghorn); en el fondo de todo lo que anda mal en él están ellas, aunque pese a todo son las que les dan trabajo a los abogados. ¿Qué más daría ver pasar a una mujer, aunque pasara en secreto? Siempre andan con secretos. Eso es algo que el señor Tulkinghorn sabe perfectamente.
Pero no todas son como la mujer que ahora se aleja de él y de su casa; existe una cierta incoherencia entre ese vestido sencillo y sus modales refinados; existe una incoherencia muy grande. Por su atavío debería ser una sirvienta de alto nivel, pero por su aire y su paso, aunque ambos son apresurados y afectados —en la medida en que se pueda afectar algo en las calles embarradas que pisa con pies poco acostumbrados a ello—, es una señora. Lleva la cara velada, y, sin embargo, se traiciona lo suficiente como para hacer que más de uno de los que pasan a su lado se dé la vuelta a mirarla.
Ella nunca vuelve la cabeza. Sea señora o sirvienta, va a hacer algo concreto y está dispuesta a hacerlo. No vuelve la cabeza hasta que llega al cruce en el que trabaja Jo con su escoba. Él cruza con ella y le pide algo. Ella sigue sin volver la cabeza hasta que ha llegado a la otra acera. Entonces le hace una señal y dice:
—¡Ven aquí!
Jo la sigue un paso o dos hasta que entran en un callejón.
—¿Eres tú el chico del que hablan los periódicos? —le pregunta ella tras el velo.
—No sé —dice Jo, que contempla intranquilo el velo—. Yo no sé
ná
de los papeles. Yo no sé
ná
de
ná
.
—¿No te interrogaron en una Encuesta?
—Yo no sé
ná
de… ¿Dice
usté
donde me llevó el alguacil? —pregunta Jo—. ¿Se llamaba Jo ese de la
cuesta
?
—Sí.
—¡Soy yo! —dice Jo.
—Sigue andando.
—
Usté
me quiere hablar de aquél —dice Jo mientras la sigue—. ¿Del que se mató?