Casa desolada (35 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—La Naturaleza se olvidó de suavizarlo un poco, ¿no? —observó el señor Skimpole a Ada y a mí—. ¿No es un poco exagerado, como el mar? Un poco demasiado vehemente, como un toro que ha decidido considerar que todo es de color rojo. Pero reconozco que tiene un cierto vigor, ¡como un martillo pilón!

Me hubiera sorprendido que aquellas dos personas se tuvieran en gran estima la una a la otra, dada la importancia que el señor Boythorn atribuía a tantas cosas, y la poca importancia que le atribuía el señor Skimpole a todo. Además de lo cual, más de una vez había visto yo al señor Boythorn a punto de expresar opiniones muy firmes cuando se mencionaba al señor Skimpole. Naturalmente, me limité a sumarme a Ada al decir que el señor Boythorn nos agradaba mucho.

—Me ha invitado —dijo el señor Skimpole—, y si un niño puede ponerse en tales manos, como se siente alentado a hacer este niño, cuando puede contar con la fuerza sumada de estos dos ángeles para que le protejan, lo aceptaré. Me ofrece pagarme el viaje de ida y vuelta. Supongo que debe de costar algún dinero. ¿Quizá unos chelines? ¿O unas libras? ¿O algo así? A propósito, Coavinses. ¿Recuerda usted a nuestro amigo Coavinses, señorita Summerson?

Me lo preguntó cuando le vino el tema a la cabeza, con aquel aire suyo, siempre cortés y animado, sin el menor rebozo.

—¡Ah, sí! —dije.

—A Coavinses se lo acaba de llevar el Supremo Alguacil —dijo el señor Skimpole—. Ya no podrá atentar contra la luz del sol.

Me impresionó mucho oír aquello, pues ya había recordado yo, sin atribuirle ninguna importancia, la imagen del hombre sentado en el sofá aquella noche, secándose la cabeza.

—Ayer me lo comunicó su sucesor —continuó diciendo el señor Skimpole—. Su sucesor está ahora en mi casa…; para proceder al embargo, según creo que se dice. Vino ayer, el día del cumpleaños de mi hija, la de los ojos azules. Y se lo dije: «Esto no es ni razonable ni agradable. Si tuviera usted una hija de ojos azules, no le gustaría que fuera yo, sin que me hubieran invitado, el día de su cumpleaños, ¿verdad?». Pero allí se quedó.

El señor Skimpole se echó a reír ante tamaño absurdo, y tocó levemente el piano, junto al que se había sentado.

—Y entonces me dijo —siguió diciendo, marcando breves acordes que yo expresaré aquí con puntos y seguido— que Coavinses había dejado. Tres hijos. Sin madre. Y que como la profesión de Coavinses. Es impopular. Los pequeños Coavinses. Estaban en muy mala situación.

El señor Jarndyce se levantó, se pasó la mano por la cabeza y empezó a pasearse por la habitación. El señor Skimpole tocó la melodía de una de las canciones favoritas de Ada. Ésta y yo miramos al señor Jarndyce y pensamos que sabíamos lo que le pasaba por la cabeza.

Tras varios paseos y paradas, tras frotarse la cabeza e interrumpirse varias veces, mi Tutor puso una mano en el teclado e interrumpió la interpretación del señor Skimpole.

—No me gusta esa situación, Skimpole —dijo, pensativo.

El señor Skimpole, que ya se había olvidado del tema, levantó la vista, sorprendido.

—Ese hombre era necesario —continuó diciendo mi Tutor, que seguía recorriendo la breve distancia entre el piano y el extremo de la habitación y se frotaba el pelo desde la nuca hacia adelante, como si el viento de Levante se lo estuviera agitando—. Si con nuestros errores o nuestras bobadas, o por falta de conocimiento del mundo, hacemos que sean necesarios hombres así, no debemos vengarnos de ellos. Su oficio no tenía nada de malo. Mantenía a sus hijos. Habría que saber más detalles de este asunto.

—¡Ah! ¿Coavinses? —exclamó el señor Skimpole, que por fin se daba cuenta de a qué se refería—. Nada más fácil. Un paseo hasta el cuartel general de Coavinses y puedes enterarte de todo lo que quieras.

El señor Jarndyce nos hizo un gesto, que era lo único que esperábamos nosotras.

—Vamos, hijas, vamos a llegarnos hasta allí. ¡Nos da igual ir en esa dirección que en otra cualquiera!

Nos arreglamos en seguida, y salimos. El señor Skimpole nos acompañó, y disfrutó mucho con la expedición. ¡Le resultaba tan nuevo y tan agradable, dijo, ir en busca de Coavinses, en lugar de que Coavinses fuera en busca de él! Primero nos llevó a Cursitor Street, Chancery Lane, donde había una casa de ventanas enrejadas, a la que calificó del Castillo de Coavinses. Cuando fuimos a la entrada y tocamos el timbre, salió de una especie de oficina un muchacho feísimo que nos miró por una ventanilla llena de clavos.

—¿A quién buscan? —dijo el muchacho, metiéndose dos de los clavos en la barbilla.

—¿Había aquí un guardia, o un alguacil, o algo así —preguntó el señor Jarndyce—, que acaba de morir?

—Sí —dijo el muchacho—. ¿Qué pasa?

—Dígame cómo se llamaba, por favor.

—Se llamaba Neckett —dijo el muchacho.

—¿Y dónde vivía?

—En Bell Yard —contestó el muchacho—. La tienda del provisionista a la izquierda se llama Blinder.

—¿Y era…? No sé como decirlo —murmuró mi Tutor—. ¿Era industrioso?

—¿Neckett? —replicó el muchacho—. Sí, mucho. Nunca se cansaba en la vigilancia. Si se comprometía a algo, era capaz de pasarse ocho o diez horas seguidas en una esquina.

—Hubiera podido ser peor —oí que decía para sí mi Tutor—. Hubiera podido comprometerse a hacerlo y no cumplir. Muchas gracias. Eso era lo que quería saber.

Dejamos al muchacho, con la cabeza ladeada y los brazos puestos en la puerta, acariciando y chupando los clavos, y volvimos a Lincoln’s Inn, donde nos esperaba el señor Skimpole, que no había querido acercarse más a casa de Coavinses. Después fuimos todos a Bell Yard, que era un callejón angosto y estaba muy cerca. En seguida vimos la tienda del provisionista. En ella había una anciana de aspecto amable que tenía hidropesía, o asma, o quizá ambas cosas.

—¿Los hijos de Neckett? —dijo en respuesta a mi pregunta—. Sí, claro, señorita. Tres tramos más arriba. La puerta frente a las escaleras —y me pasó la llave por encima del mostrador.

Miré la llave y la miré a ella, pero parecía dar por hecho que yo sabía lo que era necesario hacer. Como no podía ser más que la de la puerta de los niños, salí de allí sin hacer más preguntas y abrí la marcha hacia las escaleras. Subimos en el mayor silencio posible, pero cuatro personas hacíamos algún ruido en aquellos escalones gastados, y cuando llegamos al segundo piso, vimos que habíamos molestado a un hombre que estaba en la escalera y había abierto su puerta para mirar.

—¿Están buscando a Gridley? —preguntó, mirándome con gesto airado.

—No, señor —contesté—. Voy más arriba.

Miró sucesivamente a Ada, al señor Jarndyce y al señor Skimpole, con el mismo gesto airado, cuando siguieron pasando detrás de mí. El señor Jarndyce le dijo «Buenos días», y él le contestó: «¡Buenos días!» con voz abrupta y feroz. Era un hombre alto y cetrino, con gesto preocupado, poco pelo en la cabeza, muchas arrugas y los ojos saltones. Tenía aspecto combativo y unos modales bruscos e irritables, lo que, junto con su figura, todavía grande y fuerte, aunque, evidentemente, ya en decadencia, me pareció alarmante. Llevaba en la mano una pluma, y en el vistazo que eché a su cuarto al pasar vi que estaba lleno de papeles desordenados.

Lo dejamos allí y seguimos hasta la habitación de arriba. Golpeé en la puerta y de dentro salió una vocecita chillona que decía:

—Estamos encerrados. ¡La llave la tiene la señora Blinder!

Al oírlo, metí la llave y abrí la puerta. En un cuarto pobre, con el techo abuhardillado y muy pocos muebles, había un muchachillo, de cinco o seis años, que cuidaba y hacía callar a una niña regordeta de dieciocho meses. No había fuego en la chimenea, aunque hacía frío; para combatirlo, los dos estaban envueltos en unos chales y unas mantas pobres. Pero aquello no les debía de dar mucho calor, porque tenían las narices coloradas y contraídas, y los cuerpecillos encogidos, aunque el muchachillo se paseaba arriba y abajo, acariciando y silenciando a la niña, que le había puesto la cabeza en el hombro.

—¿Quién os ha encerrado aquí? —preguntamos, naturalmente.

—Charley —dijo el muchachillo, que se detuvo a contemplarnos.

—¿Charley es tu hermano?

—No. Es mi hermana Charlotte. Padre la llamaba Charley.

—¿Y sois más, además de Charley?

—Yo —dijo el niño—, Emma —con una palmadita en el gorro de la nenita que llevaba en brazos—. Y Charley.

—¿Dónde está Charley?

—Ha salido a lavar —dijo el niño, que volvió a ponerse a andar, acercando demasiado a la cabecera de la cama el gorro de la nenita, porque trataba de mirarnos al mismo tiempo que la paseaba.

Estábamos mirándonos los unos a los otros, y a aquellos dos niños, cuando entró en la habitación una chiquilla, de figura infantil, pero cara astuta y más madura —y muy bonita, por cierto—, que llevaba un sombrero de mujer adulta, demasiado grande para ella, y se secaba los brazos desnudos en un mandilón de mujer. Tenía los dedos blancos y arrugados de lavar, y todavía le humeaba el jabón que se estaba quitando de los brazos. De no ser por eso, podría haber sido una niña que jugaba a las lavanderas y qué imitaba a una pobre trabajadora con una gran capacidad de observación de la realidad.

Había llegado corriendo de alguna casa cercana, y se había apresurado mucho. En consecuencia, aunque era muy delgada, estaba sin aliento, y al principio no pudo hablar y se quedó jadeante y secándose los brazos mientras nos miraba en silencio.

—¡Ah! ¡Aquí está Charley! —dijo el niño.

La nena que llevaba en brazos alargó los suyos y gritó para que la cogiera Charley. La niña la tomó en brazos, con el aire de mujer que le daba el sombrero y el mandilón, y se quedó mirándonos por encima de la carga que tan afectuosamente la abrazaba.

—¿Será posible? —susurró mi Tutor cuando le acercamos una silla a la niña y la hicimos sentarse con su carga, mientras el niño se quedaba a su lado y la cogía del mandil—. ¿Será posible que esta niña trabaje por los otros dos? ¡Mirad! ¡Mirad, por el amor de Dios!

Era digno de mirar. Los tres niños juntos, y dos de ellos sin contar en la vida más que con la tercera, y ésta tan pequeña y, sin embargo, con un aire de madurez y de fortaleza que parecía tan extraño en su figura infantil.

—¡Charley! ¡Charley! —exclamó mi Tutor— ¿Cuántos años tienes?

—Más de trece, señor —respondió la niña.

—¡Ah! ¡Qué mayor! —dijo mi Tutor—. ¡Eres muy mayor, Charley!

Me resultaba imposible describir la ternura con la que se dirigía a ella, medio en broma, pero con gran compasión y tristeza al mismo tiempo.

—¿Y vives aquí con los niños, Charley? —siguió preguntando mí Tutor.

—Sí, señor —contestó la niña, mirándolo a la cara con total confianza—; desde que murió padre.

—¿Y cómo vives, Charley? ¡Sí, Charley! ¿Cómo vives? —preguntó mi Tutor, apartando la vista un momento—. ¿Cómo vives?

—Desde que murió padre, señor, voy a trabajar. Hoy me tocaba lavar.

—¡Que Dios te ampare, Charley! —exclamó mi Tutor—. ¡Pero si ni siquiera tienes la estatura para llegar a la artesa!

—Uso zuecos, señor —dijo ella, animada—. Tengo un par muy alto que era de madre.

—¿Y cuándo murió tu madre? ¡Pobre madre!

—Madre murió inmediatamente después de nacer Emma —dijo la niña, contemplando la carita refugiada en su seno—. Entonces padre dijo que yo tenía que hacer de madre. Y lo he intentado. Por eso empecé a trabajar en casa y a limpiar y a cuidar y a lavar mucho antes de empezar a salir a buscar trabajo afuera. Así he ido aprendiendo, ¿me explico, señor?

—¿Cuánto tiempo trabajas fuera de casa?

—Todo el que puedo —dijo Charley, abriendo los ojos con una sonrisa—. ¡Así es como se ganan los seis peniques y los chelines!

—¿Y siempre dejas a los niños encerrados cuando te marchas?

—Para que no les pase nada, ¿no lo entiende, señor? —dijo Charley—. La señora Blinder sube de vez en cuando, y a veces sube el señor Gridley, y hay veces en que puedo acercarme yo un rato, y siempre pueden jugar, y a Tom no le da miedo estar encerrado, ¿verdad, Tom?

—¡No! —dijo Tom muy firme.

—Cuando oscurece, encienden los faroles del patio, y aquí se ve muy bien, casi demasiado bien. ¿No es verdad, Tom?

—Sí, Charley —respondió Tom—. Casi hay demasiada luz.

—Y además él es muy bueno —dijo la muchachita, de una forma, ¡ay!, tan maternal, tan adulta—. Y cuando se cansa Emma, la mete en la cama. Y cuando se cansa él, se mete en la cama él solito. Y cuando vengo yo a casa y enciendo la vela y ceno algo, él vuelve a levantarse y cena conmigo. ¿No es verdad, Tom?

—¡Sí, Charley! —exclamó Tom—. ¡Eso es! —Y fuera por el recuerdo de ese gran placer, el mayor de su vida, o por gratitud y amor a Charley, que lo era todo para él, metió la cara entre los magros pliegues de la falda de ella y pasó de las risas a las lágrimas.

Era la primera vez desde que habíamos llegado nosotros que veíamos derramar una lágrima a aquellos niños. La huerfanita había hablado de su padre y de su madre como si toda su pena hubiera desaparecido ante la necesidad de actuar con valor, y ante la importancia que tenía el ser una niña que podía trabajar, y ante tantas ocupaciones como tenía. Pero ahora, cuando Tom se echó a llorar, aunque siguió sentado tranquilamente, contemplándonos en silencio, sin mover ni con un gesto un solo pelo de la cabeza de ninguno de sus hermanitos, vi que dos lágrimas le resbalaban silenciosamente por la cara.

Me quedé con Ada ante la ventana, haciendo como que contemplaba los tejados y los tubos ennegrecidos de las chimeneas, las plantitas raquíticas y los pájaros de los vecinos en sus jaulitas, cuando vi que la señora Blinder había subido desde la tienda de abajo (quizá le hubiera llevado todo aquel tiempo subir las escaleras) y estaba hablando con mi Tutor.

—¡Lo del pago del alquiler no tiene importancia, señor! —decía—. ¿Quién va a cobrárselo?

—¡Bueno, bueno! —nos dijo a nosotras mi Tutor— Seguro que llegará el momento en que esta buena señora verá que sí tiene importancia, ¡y que todo lo que haya hecho por estos hermanos pequeños…! ¿Puede esta niña —añadió al cabo de un momento— continuar mucho tiempo así?

—La verdad, señor, es que creo que sí —dijo la señora Blinder, que iba recuperando lenta y dificultosamente el aliento—. Es de lo más capaz que cabe imaginar. De verdad, señor, en todo el barrio se ha comentado la forma en que ha cuidado de los dos niños desde que murió la madre. ¡Y le aseguro que era una maravilla ver cómo se portó con el padre cuando se puso enfermo, de verdad! La última vez que habló conmigo (estaba tendido ahí), me dijo: «Señora Blinder, aparte de lo que haya sido mi oficio, anoche vi que aquí, al lado de mi hija, estaba sentado un Ángel, y se la confié a Nuestro Señor!»

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