Casi la Luna (2 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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Arrastré a mi madre mientras ella se esforzaba por colaborar y la acerqué a las escaleras que conducían a su baño. Entonces me cuestioné si había perdido el juicio. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que sería capaz de hacer algo así? Pesaría por lo menos cuarenta y cinco kilos, y aunque yo seguía un programa de ejercicios para mantenerme en forma, jamás había sido capaz de levantar más de veinticinco. No iba a salir bien. Me desplomé sobre las escaleras, el cuerpo húmedo y sucio de mi madre encima del mío.

Resollé tumbada sobre las escaleras enmoquetadas pero no me di por vencida. Estaba decidida a lavar a mi madre y vestirla con ropa limpia antes de llamar a la ambulancia. Aún en el suelo, mientras el cuerpo de mi madre se convertía en una especie de peso familiar, algo como la extraña sensación de estar atrapada debajo de un amante adormilado, pensé en las alternativas. Podía llevarla al baño que había en la parte de atrás y lavarla en el fregadero. También estaba la cocina. Pero ¿cómo lograría sostenerla en pie? ¿Cómo iba a sujetarla y lavarla a la vez, por no mencionar el charco de agua que se formaría y el riesgo de resbalar y terminar ambas con la cabeza abierta?

Mi madre comenzó a roncar. Tenía la cabeza recostada sobre mi hombro, por lo que pude verle la cara y el cuello, avejentados y llenos de manchas. Me fijé en sus pómulos, tan afilados como siempre los había tenido, una visión casi dolorosa debajo de aquella piel cadavérica. «¿Quién me querrá?», pensé, pero no tardé en olvidar la pregunta y concentrarme en las hojas de los abedules bañados por el sol crepuscular. Llevaba allí todo el día. Ni siquiera había llamado a Westmore para cancelar la clase. Imaginé el espacio vacío en la tarima de la clase de Dibujo al Natural 101 y a los estudiantes frente a los caballetes, los carboncillos detenidos entre sus dedos.

Sabía que si no me movía mi madre seguiría durmiendo durante horas y se haría de noche. Imaginé a mi amiga Natalie buscándome por los pasillos del edificio de arte, interrogando en vano a los estudiantes. Natalie llamaría a mi casa, tal vez incluso se acercara hasta allí con Hamish, su hijo. Sonaría el timbre en la casa vacía y Natalie pensaría que tal vez me había sucedido algo, a mí, a Sarah o a Emily.

Levanté los brazos por debajo de los de mi madre y logré separarlos de las escaleras. Primero uno y después otro, como si estuviera manipulando una muñeca de tamaño real. Haberla controlado siempre con tanta facilidad, imposible. Tenía que arreglármelas sin llamar a mis hijas. Era algo que tenía que conseguir yo sola. Me revolví debajo de su cuerpo y ella gimió como un globo pinchado. Me senté en las escaleras junto a su cuerpo. La casa tenía un peso y una fuerza que sabía capaces de aplastarme. Tenía que salir de allí y entonces, de repente, recordé la bañera rodeada de caballitos de balancín en el cobertizo.

Dejé que mi madre siguiera durmiendo y subí a toda prisa por las escaleras; entré en su habitación a por mantas y en el cuarto del tocador a por toallas. Me detuve frente al espejo que había encima del lavabo y comprobé mi aspecto. Me vi los ojos más pequeños y azules de lo habitual, como si la intensidad de la situación afectara al color y la percepción. Hacía años que llevaba el pelo tan corto que se me veía la piel. Recuerdo que entré en casa de mi madre y ella me echó un vistazo y comentó: «No me digas que tú también tienes cáncer. Todo el mundo tiene cáncer hoy día». Le conté que aquel peinado era más cómodo, para hacer ejercicio, trabajar y hacer las tareas del jardín. Fue la ambigüedad de la pregunta lo que me llamó la atención. ¿Se habría preocupado si hubiera tenido cáncer, o habría creído que le hacía la competencia? El tono de su voz apuntaba hacia lo segundo, pero era difícil creer algo así de una madre.

Me detuve en lo alto de las escaleras con las mantas y las toallas. Traté de no pensar en el hecho de que mi madre no volvería a ver aquellas habitaciones, que a partir de ese momento se convertirían, para mí, en dependencias vacías atestadas de posesiones.

Percibí el silencio de aquel pasillo del piso superior y me fijé en las fotografías que colgaban de las paredes, fotografías que pronto desaparecerían. Imaginé los cuadrados oscuros que quedarían en aquellos lugares a los que el sol no había llegado en muchos años y los ecos que resonarían a través de las contraventanas sin cortina y las gruesas paredes de ladrillo enlucido. Comencé a cantar. Canté tonterías. Melodías de anuncios de comida para gato y canciones infantiles, estas últimas por influencia de mi madre como método para mantener a raya los nervios. La necesidad de ruido me superaba pero mientras bajaba por las escaleras volví a guardar silencio. Me fijé en que mi madre había resbalado y había quedado tendida en el suelo, encima de la alfombra persa de color vino tinto.

—No, madre, no —dije, consciente mientras lo hacía de que hablar con ella era más inútil que hacerlo con un perro.

Los perros ladeaban la cabeza. Los perros te miraban con ternura. Mi madre era un saco de huesos inconsciente que apestaba a mierda.

— ¿Por qué me haces esto? —pregunté.

Me quedé de pie junto a su cuerpo, cargada de mantas y toallas, y rompí a llorar. Recé en silencio para que nadie llamara a la puerta, para que a la señora Castle no se le ocurriera venir a comprobar cómo estábamos, aunque lo cierto es que en aquel momento no me habría venido mal que Manny el manitas me ayudara a tirar de ella y a moverla.

Dejé las toallas sobre el primer escalón, agarré la manta Hudson Bay roja y negra de mi abuelo y la extendí en el suelo a su lado.

Llegaba hasta el salón. Entonces, para que la lana no se estropeara, coloqué encima una manta blanca mexicana del ajuar. No estaba en mis cabales. Estaba envolviendo pescado o haciendo rollitos de primavera. Pensé: «Burrito Súper Gigante de Carne Materna».

Me incliné al tiempo que tomaba aire y relajaba la espalda —gracias, Stella, de World Gym—, y agarré a mi madre por las axilas.

Abrió los ojos de par en par.

— ¿Qué diablos haces?

Parpadeé. Contemplé desde arriba su rostro invertido y sentí que era capaz de sorberme los ojos con la boca. El resto de mi cuerpo, como el rabo de una lagartija o la punta de un fideo, sería igualmente arrastrado y desaparecería en cuestión de segundos. Seguí haciendo fuerza con los brazos. ¿Llegaría el día en que se mostrara indefensa?

—¡Daniel! —bramó—. ¡Daniel!

—Papá no está, mamá.

Me miró, en un primer momento con expresión apagada, pero que se encendió enseguida como una cerilla en mitad de la oscuridad.

—Quiero ese tazón —gritó—. ¡Ahora!

Permanecer cerca de ella. Sujetarla y ver estallar su mente de ese modo, su contenido caótico, era lo único que podía hacer para continuar con mi tarea. Mientras ella hablaba de distintos temas —Emily, el «hermoso bebé» (Emily acababa de cumplir los treinta y tenía sus propios bebés), el kudzu cercano a la cabaña de su padre que tenía que podarse con guadaña (la cabaña estaba al pie de las Smoky Mountains y hacía años que nos habíamos librado de ella) y los ladrones maquinadores de sus vecinos, en quienes no se podía confiar—, coloqué su cuerpo sobre las mantas y fabriqué un fardo abierto por los extremos del que solo sobresalía su cabeza parlante. A continuación dejé las toallas sobre su pecho y respiré hondo, contando hasta diez antes de hablar.

—Vamos a dar un paseo en trineo —anuncié. Agarré con fuerza las mantas por las puntas que sobresalían y conseguí levantarla un poco del suelo. La arrastré por encima de la alfombra del salón, de allí a la cocina y por fin la saqué al exterior por la puerta lateral.

—¡Pip pip! —gritó—. ¡Pip pip!

Entonces enmudeció y se quedó mirando la calle como miraría un niño una hilera de luces de Navidad parpadeantes. Sentí ganas de preguntarle: «¿Cuándo fue la última vez que saliste al jardín? ¿Cuándo fue la última vez que oliste una flor, podaste un arbusto o tan solo te sentaste en la oxidada silla blanca de tijera?».

El dolor comenzó a manifestarse con fuerza. Tenía que ver con estar allí afuera, al aire libre, alejada del aroma acre que despedía su cuerpo y del olor a naftalina de la casa cerrada. Mi madre descansaba en el interior de su envoltorio de mantas, tumbada sobre el pequeño porche elevado en el que, por fortuna, una celosía cubierta de enredaderas nos protegía parcialmente de la vista de los vecinos.

Bajé los tres escalones, tomé el camino de hormigón y me dirigí a la parte trasera del porche, donde de pequeña solía sentarme con las piernas colgando y donde ahora yacía mi madre como en una estantería de envío y recepción de mercancías. Sudaba, pero sabía por la inclinación de los rayos de sol en mi espalda que en menos de una hora la luz comenzaría a debilitarse tras las casas que rodeaban la de mi madre y nos dejaría a solas aquella última noche que íbamos a pasar juntas.

Volví a acariciar su preciada trenza. Hacía algunos años que su cabello había superado la fase de aspereza y se había vuelto suave. Siempre había sido su mayor orgullo. Su corta experiencia como modelo de lencería antes de que conociera a mi padre era algo que yo había envidiado de ella cuando era niña. Al margen de todo lo que fuera, había sido la madre más hermosa de todo el vecindario, y observándola había aprendido cuanto sabía sobre la belleza exterior. Sin embargo, no tardé en descubrir con amargura que las hijas no estaban cortadas únicamente por el patrón que imponían los genes de la madre. Un error aleatorio en los antepasados podía achatar una nariz o inclinar una frente hasta desviar los delicados trazos de la belleza y dar como resultado una chica del montón.

Allí afuera, con el aire fresco que disipó el hedor fecal, fui capaz de pensar de nuevo con claridad. No llegaría al cobertizo. ¿En qué estaba pensando? Estaba el problema de arrastrarla por los tres escalones, de intentar levantarla del porche. Además, ¿con qué iba a rellenar la vieja bañera? ¿Con agua fría de la manguera del jardín? La bañera estaría sucia y llena de trozos de madera e incrustaciones que tendría que eliminar. La última vez que había estado en el cobertizo había visto que la estantería en la que mi padre guardaba las herramientas se había desplomado y había caído en la bañera. ¿En qué estaba pensando?

—Ya está, mamá —dije—. Hasta aquí hemos llegado.

No sonrió, ni me llamó puta, ni dejó escapar un lamento final. Me gusta pensar, cuando lo recuerdo, que en ese momento estaba demasiado concentrada en aspirar los aromas de su jardín, en sentir el sol del atardecer en la cara, y que, por alguna razón, en los minutos que llevaba sin hablar se había olvidado de que alguna vez hubiera tenido una hija a la que, desde hacía ya tantos años, había tenido que fingir que quería.

Ojalá pudiera decir que, mientras permanecía tendida en el porche lateral, mientras el viento comenzaba a levantarse con tal fuerza que los cuervos posados en las copas de los árboles tuvieron que emprender el vuelo, mi madre me lo puso fácil. Que decidió repasar la lista de pecados cometidos durante su larga vida.

Tenía ochenta y ocho años. Las arrugas de su cara eran como resquebrajaduras de vieja porcelana fina. Tenía los ojos cerrados. Respiraba con dificultad. Dirigí la vista a las copas vacías de los árboles. No hay excusa que valga, lo sé, así que esto es lo que hice: agarré las toallas con las que pretendía lavarla y, sin pararme a pensar que junto a la celosía o en la valla trasera pudiera haber algún testigo, empujé aquellas toallas aterciopeladas contra su rostro. Una vez que hube empezado ya no paré. Ella forcejeó, las manos de venas azules, cargadas de anillos que no se quitaba por miedo a que se los robaran, aferradas a mis brazos. Primero los diamantes y después los rubíes centellearon bajo el sol. Empujé con más fuerza. Las toallas se desplazaron y le vi los ojos. Mantuve las toallas sobre su cara durante un rato, mirándola en todo momento, hasta que noté que le había roto la punta de la nariz y todos sus músculos se relajaron y supe que había muerto.

2

Las pistas que tenía sobre la vida de mi madre antes de que yo naciera no eran muchas. Me llevó un buen tiempo darme cuenta de que casi todas ellas —los pisapapeles de cristal Steuben, los marcos de fotografía de plata de ley, los sonajeros de Tiffany que llegaron a capazos antes de que sufriera el primer aborto, y después el segundo— estaban desportilladas o abolladas, resquebrajadas o ennegrecidas en distinto grado. Casi todas ellas habían sido o serían lanzadas bien contra la pared, bien contra mi padre, que las esquivaba con tal habilidad y reflejos que siempre me recordó a Gene Kelly subiendo y bajando aceras encharcadas en
Cantando bajo la lluvia.
La elegancia de mi padre se había desarrollado de manera proporcional a la violencia de mi madre, y yo sabía que aceptándola y disculpándola como lo hacía, evitaba que ella descubriera en qué se había convertido. Así, cuanto ella veía eran las mismas imágenes de sí misma que yo examinaba detenidamente cada vez que me escabullía al piso de abajo por la noche. Su preciosa imagen congelada.

Cuando mi padre la conoció, mi madre acababa de llegar de Knoxville, Tennessee, y se ganaba la vida como modelo de ropa interior y lencería. Ella prefería decir que «era modelo de enaguas». Y aquellas eran las fotografías que estaban por todas partes. Fotografías en blanco y negro de mi madre en tiempos mejores, luciendo enaguas blancas o enaguas negras. «Esa era amarillo pálido», podía decir desde el rincón del salón, tras toda una tarde en la que no había dirigido la palabra a nadie. Yo sabía que se refería a una enagua en concreto y en consecuencia me disponía a encontrar la enagua blanca que pudiera haber sido amarillo pálido. Si me equivocaba de enagua, el momento —frágil como una pompa de jabón suspendida sobre el jardín— se echaba a perder y mi madre volvía a derrumbarse en su sillón. Pero si elegía bien, y con el tiempo llegué a distinguirlas —estaban la de color hueso, la ocre, la marrón claro y, mi favorita, la de color pétalo de rosa—, cogía la fotografía enmarcada y se la acercaba. Aferrada al tenue hilo de su sonrisa, me dejaba arrastrar al pasado con ella, volviéndome pequeña, sentada en silencio en el diván mientras ella me comentaba la historia de la sesión fotográfica, del hombre que la hizo o de los regalos que había recibido como parte del pago.

La de color pétalo de rosa hablaba de mi padre.

«Ni siquiera era el fotógrafo —solía decir—. Era un joven inspector de la compañía del agua que llevaba traje y un pañuelo en el bolsillo, todo prestado, aunque entonces yo no lo sabía.»

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