Casi la Luna (8 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Me llevo esta —anunció.

Con ayuda de Hamish devolví los rifles, de mucho más valor, a su soporte de madera. La bolsa de la pistola descansaba sobre una montaña de servilletas de lino almidonadas que yo misma había doblado y colocado encima del congelador. Recordé que me había dado la vuelta y la había visto allí, su cañón de platino deslustrado, su culata de madera tallada, y que había imaginado a mi padre levantándola, cargándola, llevándosela a la cabeza.

Coloqué el cuerpo de mi madre de manera que, desde mi posición tres escalones más abajo, pudiera agarrarla por debajo de los hombres y, bajando sin mirar, buscando el siguiente escalón con la punta del pie, utilizar mi cuerpo para evitar que se precipitara a la tierra de nadie que se abría más abajo.

Tomé aire y traté de tensar los músculos sin agarrotarlos. Arrastré a mi madre hasta el borde de las escaleras y bajé un escalón, después otro. El peso de su cuerpo contra el mío aumentaba a cada paso que daba. Me llegó el aroma a lila de su cabello a través de las mantas. Noté que se me humedecían los ojos, pero no parpadeé. Abajo, dos, tres, cuatro, cinco. Sus pies enfardados anunciando a golpes su llegada.

El envoltorio de mi madre se estaba deshaciendo. Nada de esquinas bien dobladas en aquel caso. Los pies, previamente lavados, le asomaron entre las sábanas cuando nos encontrábamos a medio camino. Me pareció que los dedos tenían un tono azul que no le había visto hasta entonces, y me pregunté si la luz del sótano me estaría jugando una mala pasada. Bajé otro escalón. Y otro. Sabía, porque de pequeña los había contado millones de veces, que había exactamente dieciséis escalones. Vi el ruidoso congelador a mi derecha. Encima de él una pila de revistas
Sunset
traídas a casa por la señora Castle, que tenía parientes en la Costa Oeste. También estaban las cajas de regalo de las navidades pasadas, ordenadas en hileras, las cintas y los lazos descoloridos por el sol. Imaginé a la señora Castle dejándolas allí abajo, o tal vez fuera yo. Es probable que mi madre me pidiera que las bajara y las metiera en las enormes bolsas de plástico en las que las guardaba durante once meses al año. Por alguna razón yo no lo había hecho. Me habría pasado el tiempo que se suponía que debía ocupar tal tarea sentada en la tumbona de hierro y mimbre que había junto a la lavadora y la secadora, calculando cuántos minutos más era razonable dejar pasar antes de subir de nuevo a hacerle compañía a mi madre.

Hasta los ochenta y seis, mi madre insistió en bajar al sótano. La posibilidad de que se desorientara o se sintiera sin fuerzas para retomar el ascenso fue lo que inspiró mi idea de comprarle un teléfono móvil. Hasta entonces, mi madre bajaba los tres primeros escalones de un tirón, apoyando los brazos en las paredes, preparándose para seguir sin ayuda. Entonces apretaba los dientes, se colocaba de lado y continuaba bajando en esa posición, escalón tras escalón. Podía tardar treinta minutos en llegar abajo, y cuando por fin lo hacía, era probable que hubiera olvidado qué la había llevado hasta allí.

Pero igual que el padre de Natalie creía que el cajero automático se le tragaría el brazo, cuando coloqué aquel teléfono sin cable en la mano de mi madre el día de su octogésimo sexto cumpleaños, ella lo miró, después a mí, y preguntó:

— ¿Me regalas una granada?

—Es un teléfono, madre. Puedes llevártelo a todas partes.

— ¿Y para qué querría hacer eso?

—Para estar siempre en contacto conmigo.

Estaba sentada en su sillón de orejas. Le había preparado su bebida favorita, un manhattan, y había arruinado, según me informó, su receta de hojaldres de queso.

—No sé cómo lo haces, Helen. —Con gran disimulo, escupió el bocado de hojaldre en una servilleta de papel—. Tienes un don.

Sobre el viejo tocador de caoba, al lado del frigorífico marrón, vi el teléfono móvil, en el mismo lugar que había ocupado los dos últimos años. Mi madre lo había dejado allí la mañana de su octogésimo sexto cumpleaños, el último día que estuvo en el sótano. A lo largo de aquellos dos años, lo había visto al menos una vez a la semana. Del mismo modo irracional con que siempre había experimentado su rechazo, terminé por creer que a fin de no tener que hablar conmigo había renunciado a toda una planta de su casa.

Pese a lo despacio que bajaba, el cuerpo de mi madre se doblegó en forma de arco justo en el punto en que las paredes desaparecían, a medio camino del final de trayecto. Vi que las sábanas se abrían mientras que su mitad inferior repentinamente descubierta se retorcía hacia un lado sobre el áspero suelo de cemento. Pese a los horribles sonidos —como una lámina de plástico de burbujas que reventaran a la vez—, seguí sujetándola y me apresuré a llegar al final, arrastrándola conmigo.

Fue entonces cuando oí que sonaba el teléfono de la cocina.

De un último tirón la bajé de las escaleras y la solté junto al congelador. La coloqué recta en el suelo, a lo largo del congelador, y me apresuré a cubrirla de nuevo tan bien como pude. La sábana estaba enroscada debajo de su cuerpo. Aunque lo intenté de todas las formas posibles, tras mucho doblar y plegar, sus rodillas veteadas siguieron a la vista. La dejé allí tendida, silenciosa y rota, y pensé en el horror que por fin había llegado con la toma de control.

Cuando era adolescente creía que todos los niños pasaban las calurosas tardes de verano en sus habitaciones, soñando despiertos con trocear a sus madres en pedazos pequeños y mandarlos a direcciones desconocidas. Yo lo hacía tumbada en mi cama, y también en movimiento por el resto de la casa. Mientras sacaba la basura, le cortaba la cabeza. Mientras limpiaba el jardín de malezas, le arrancaba los ojos, la lengua. Mientras quitaba el polvo de las estanterías, multiplicaba y dividía las partes de su cuerpo. Estaba dispuesta a aceptar que los demás niños pudieran hacerlo con menos ahínco, que tal vez no imaginaran todos los detalles como hacía yo, pero no me cabía en la cabeza que no se lo plantearan.

—Si quieres odiarme, ¡adelante! —le decía a Emily.

—Sí, mamá —respondía ella.

Con seis años ya tenía un mote basado en su actitud razonable, en su paciencia de acero. «La pequeña senadora», la había bautizado Natalie por su capacidad de negociación en el universo de los cajones de arena de los parques, en los que Hamish, de su misma edad, era propenso a las rabietas y a menudo se echaba a llorar.

Levanté las cajas de regalo que había sobre el congelador y las esparcí, unas encima de otras, o de una en una, por los rincones del sótano a fin de mantener a raya la tentación. Aun siendo niña, sabía que las cajas envueltas en papel de regalo descolorido y adornadas de vez en cuando con lazos nuevos jamás contendrían lo que más me habría gustado. Chorrearían por las esquinas o quedarían destrozadas si el cartero resbalaba en un charco mientras se dirigía a entregar la tibia de mi madre a una imprenta de Mackinaw, Michigan, o uno de sus pies a una granja de truchas a las afueras de Portland. Siempre, en mis sueños, me quedaba para mí su espesa cabellera roja.

Coloqué con cuidado las revistas
Sunset
encima de un escalón. Dentro del congelador estaban las hamburguesas sin grasa que mi madre comía cuando decidió retomarla dieta Scarsdale cinco años atrás, y dos viejos jamones de la señora Donnellson. No me hacía falta mirar en su interior para saberlo.

Giré la llave del candado y abrí el congelador. Ahí estaba, una cavidad de hielo casi vacía, para una persona.

Jake me había hecho preguntas sobre lividez, rigidez, las señales que pudieran delatar cómo había muerto, pero nada de eso me importaba. No solo le había roto la nariz, además había manipulado su cuerpo después de muerta. No había razón por la que no debiera cumplir el sueño de mi infancia.

— ¿En qué momento exacto te rendiste? —dije en voz alta, y mi voz, mientras lo decía, me sorprendió.

En el rincón de enfrente estaba el armario de metal, lleno de los viejos trajes de mi padre. El traje de cuadros, el de algodón que se ponía en verano, el de franela, el traje oscuro de aquella lana que picaba tanto. Recordé el día que había bajado a doblar la ropa, hacía ya años, y había abierto el armario. Cuando entré en él, me convertí de nuevo en una niña, la mitad superior de mi cuerpo atrapada entre sus viejas chaquetas. Había agarrado la de lana, con sus coderas de ante, y me la había acercado a la mejilla.

Era agradable sentir el aire frío que salía del congelador en la cara. Me fijé en las botellas color ámbar dispuestas en la repisa de la ventana que había encima de la lavadora con el propósito de evitar que reptaran por ella los ladrones. Vi también las botellas de cristal morado en el alféizar de la otra.

Nunca me había planteado cómo se troceaba un cuerpo, tan solo la libertad que seguiría al desmembramiento. La truculenta realidad de los cortes y el despiece nunca me había preocupado. Era el destello instantáneo, el movimiento de nariz de
Embrujada,
la magia de pasar de tener madre a no tenerla, lo que de verdad me subyugaba. En lugar de cortarla a trozos, si hubiera tenido oportunidad, habría modificado su cuerpo de sólido a líquido y de líquido a gaseoso. Deseaba que se evaporara como el agua. Que se elevara hasta desaparecer de mi vida, dejando todo lo demás intacto.

«Ten cuidado o te caerás dentro», solía decirme mi madre. Con once, doce, trece años, iba a la cocina y me inclinaba ante la nevera, buscando en su interior algo para comer. Examinaba la comida con detenimiento solo cuando lo consideraba seguro. Otras veces intentaba fingir que la comida no me importaba, como si fuera una molestia demasiado grande. «¡Oh! ¡Vaya! Comida. Mmm.» Pero con la cabeza metida en la nevera me convertía en una presa fácil y mientras ella repasaba uno por uno mis defectos —el culo abombado, los muslos «de matrona», los colgajos que tendría algún día en los brazos, como «dos troncos de carne granulosa», si seguía como hasta entonces— yo miraba la pequeña luz de la nevera y me preguntaba: «¿Podría mudarme aquí dentro? ¿Podría esconderme detrás de la quesera y del zumo de naranja hecho a base de polvos?».

Una vez que mi madre cerrara la puerta, allí dentro reinaría la calma. Podría desaparecer.

Estaba mirando el congelador, los millones de cristales de hielo que se habían formado en las paredes y que cubrían los dos jamones y las hamburguesas con un manto reluciente, y después dejé de hacerlo. Con el rabillo del ojo vi el tazón de Pigeon Forge.

«Señora Castle, ¿podría bajarlo al sótano? —imaginé que decía mi madre—. Y de paso, tal vez pueda subirme algo.»

Me acerqué a la mesita y levanté el tazón. Muy cerca, colgadas de un gancho en la pared, había unas tijeras de podar oxidadas. Coloqué el tazón boca abajo encima de la mesa y lo golpeé con el mango de las tijeras, con fuerza, como con un martillo. Los pedazos de azul vidriado salieron disparados y quedaron esparcidos por el suelo.

No podía trocear a mi madre, de modo que me acerqué a su cuerpo y me agaché cerca de su cabeza. Vacilé unos segundos y después le aparté las mantas de la cara. Allí estaban sus ojos, mirándome fijamente, lechosos y azules. Con las tijeras empuñadas en la mano derecha, desenterré su trenza plateada y se la corté de cuajo.

5

Mientras mi madre seguía tendida en el suelo a tan solo unos metros de mí, abrí el viejo frigorífico marrón y me senté en el primer escalón, mi cuerpo iluminado por su luz.

Saqué sin mirar las latas de metal, sin fijarme en las viejas etiquetas, cuidadosamente pegadas. Les quité las tapas desgastadas y las lancé sobre el suelo de cemento como si fueran peonzas. Entonces, solo entonces, cuando mis ojos se encontraron con la mil veces utilizada capa de papel parafinado, la levanté muy despacio y descubrí qué escondía. Allí estaban las trufas al brandy elaboradas según la receta de mi abuela de Tennessee. O los merengues de pacana que olían a azúcar moreno. Preparamos dulces juntas hasta el final, aunque, por el bien de mi línea y el de la salud de mi madre, tenía que bajar de inmediato al sótano y guardar en el congelador todo lo que habíamos preparado, y mentirle a mi madre diciéndole que regalaba el contenido de las latas a los vecinos que, aunque de manera difusa, ella aún situaba en nuestro barrio.

Saqué un merengue y lo desmenucé entre los dedos. Me quedé mirando los restos de polvo y pacana que cayeron al suelo. Las constantes regañinas para que utilizara un plato, para que no engullera como un pavo, para que calculara el tamaño y el peso y lo imaginara depositado en mis caderas.

La primera vez que me puse enferma de pequeña, que me puse enferma a propósito, fue el año que cumplí los ocho. El arma elegida en aquella ocasión fueron los tofes. Había entrado en la cocina y, metódicamente, como el soldado que encaja balazos en el estómago, me había comido una bandeja entera de aquellos dulces.

Pasé dos días enferma, y mi madre los pasó enfadada, pero a mi padre le había hecho gracia. Llegó a casa y colgó la chaqueta en la percha de detrás de la puerta; dejó el sombrero —al que a menudo cambiaba la pequeña pluma que adornaba la cinta— en la mesa de delante, y se dirigió al salón.

— ¿Qué haces aquí sola? —preguntó.

Me había obligado a sentarme a la mesa, cuando lo único que me apetecía era tumbarme y lloriquear.

—Está castigada —respondió mi madre, acercándose a él con paso decidido para quitarle el maletín de la mano—. He hecho una bandeja de tofes y se la ha terminado.

Mi padre desprendía una cercanía muy especial cada vez que se quitaba las gafas. La montura de metal se le clavaba a ambos lados de la nariz, de modo que siempre se las quitaba nada más entrar en casa. Durante treinta minutos se quedaba ciego como un topo, lo cual no suponía ningún problema puesto que aquella era la media hora antes de la cena que siempre se reservaba para tomar una copa.

Aquel día hizo todo eso, como era habitual en él, pero también se rió, algo que no era habitual en él, y aquella risa salió de lo más profundo de su ser. Mientras se reía, agarró a mi madre y le plantó un fuerte beso en la mejilla, y después se agachó y me besó en la frente, por encima del ralo flequillo.

Como empleado de la planta de tratamiento del agua de Pickering, se encargaba de medir los niveles del agua y de analizar el contenido de las reservas locales. Se desplazaba a ciudades cercanas y en ocasiones también hasta Erie.

—Es como si un buen día decidieras zamparte una bandeja entera de sedimentos —me dijo mi padre—. Cualquiera se pondría enfermo.

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