Casi la Luna (12 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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Era noche cerrada. No había luna, y en mi barrio, a diferencia de lo que sucedía en el de Natalie, la iluminación del exterior no se había convertido en una competición entre sensores de movimiento y focos de jardín con alimentación solar. Había solo alguna que otra farola, y los Mulovitch, que vivían al final de la calle, habían instalado sobre la puerta de su casa una bombilla con la potencia suficiente para interrogar al fumeta de su hijo, pero mi césped y los que había alrededor estaban oscuros como boca de lobo.

Mi padre y el señor Forrest me habían encontrado una casa en la zona a la que mis padres se habían planteado mudarse cuando yo era adolescente. Un día de mudanza, mi padre nos llevó a las tres en su coche y tomó fotografías mientras el agente inmobiliario me entregaba la llave. Cuando entré en la casa fui capaz de pasar por alto la mano de pintura que necesitaban las paredes, lo sucios que estaban los suelos, porque mi padre había estado allí el día antes y había dejado dos camas para las niñas y un colchón y un tocador para mí.

Descalza, salí del coche y caminé hasta el jardín. Sentí el césped frío pero seco, aún faltaban horas para que se cubriera de rocío. Al fin y al cabo, era temprano. En algún lugar, los estudiantes de Westmore vomitaban entre los setos que rodeaban propiedades de dos mil metros cuadrados en el porche trasero de las cuales aguardaban los barriles de cerveza. Las adolescentes se quedaban dormidas en lugares donde no deberían hacerlo, y la noche de Sarah, si la conocía tan bien como yo creía, estaría a punto de comenzar en el East Village. Tardé unos segundos en recordar el nombre de su novio, pero mientras alargaba un brazo para acariciar la rama del cornejo, recordé su cualidad como nombre de relleno. Joe, o Bob, o Tim. Un nombre de una sola sílaba, fácilmente reemplazable. Como Jake.

Avancé hasta la zona central del césped y me tumbé, los brazos y las piernas extendidos. Miré las estrellas. ¿Cómo había terminado en un lugar en que hacer algo así me convertía en una loca, cuando mis vecinos adornaban los patos de cemento con sombreritos por Semana Santa y con gorras a rayas por Navidad y todo el mundo los tenía por cuerdos?

Solté los zapatos y el bolso junto a mí. Se veían tan solo unas cuantas estrellas. La tierra se sentía fría debajo de mi cuerpo. «En China hay niños que se mueren de hambre», solía decirme mi madre cuando me atracaba de comida.

«No por ello voy a dejar de tener hambre», susurré allí tendida. Recordé la expresión de su cara cuando Jake y yo viajamos desde Wisconsin para que lo conocieran. El había sido el primer y último desafío directo a su poder. Mi madre lo había recibido con un despliegue de medios tan extremo que resultaba casi doloroso de contemplar. Se obligó a sonreír, a hacer reverencias y a arrastrarse como si Jake fuera el señor de la casa y ella una insignificante criatura. ¿Por qué no había visto la verdad? Mi madre tenía una voluntad de hierro que anulaba cualquier cosa que Jake y yo pudiéramos llegar a construir. Nuestro imperio de juguete era muy frágil, en realidad. «¡Lo único que has querido alguna vez ha sido a tu madre!», me había gritado. Negándome a aceptar aquella verdad, había levantado los brazos como para detener un golpe.

Sabía dónde estaba mi madre. No estaba en el paraíso celestial sino en su sótano, fría como el mármol. Tenía su trenza en el bolso para demostrarlo. Me obligué a mirar el cielo, sin pestañear. Si estaba allí arriba, no era capaz de distinguirla. Podría ser una estrella oscura, oculta tras una masa de nubes, como el pequeño tumor que al fin un día llega a matar, pero por mucho que me esforzara, no lograba verla.

Me tumbé de lado. Los últimos restos de Hamish se escurrieron de mi cuerpo. Me sentí agotada y extrañamente llena y lista para dormir. Pensé en la tarima a la que habría de subir horas más tarde y en la pose que adoptaría. Era la cuarta semana que posaba en la clase de dibujo al natural de Tanner Haku. Hasta el día antes había estado ensayando frente al espejo con pequeñas pesas, haciendo yoga aún con mayor voluntad para que se me marcaran los músculos debajo de la piel. Sabía que eso era lo que Haku quería, y sabía que adaptarse a los deseos del profesor era fundamental en mi trabajo de modelo. No tanto la pose como entender el grado de entrega física que él o ella esperaba de ti. Natalie pasaba por uno de sus habituales semestres a base de crema de queso y rosquillas, puesto que el profesor que le habían asignado era un admirador de Lucían Freud. Quería pliegues de grasa, vello corporal y algún que otro pedazo de piel señalada con cicatrices o cubierta de sarpullidos.

«¡Al suelo!», solía ordenar.

Aquello de posar era algo para lo que yo la había convencido. Al principio se negó, acomplejada como estaba de su cuerpo, pero entonces consiguió un empleo de media jornada en la secretaría del centro y ahora compaginaba ambos trabajos.

Me levanté del suelo, recogí los zapatos y el bolso, y busqué el llavero con su práctica linterna incorporada. Aquel, al igual que el teléfono móvil, había sido otro regalo inspirado en mi madre. Con frecuencia me dirigía al centro comercial como un sargento al frente de un batallón. Mi madre y yo teníamos que tener teléfonos móviles. Mi madre y yo teníamos que tener llaveros con linterna. Mi madre y yo teníamos que tener teteras de acero inoxidable, almohadones de plumón, fundas resistentes de todo tipo. Si. Entonces. Si compartíamos X, entonces todo se mantendría estable, en calma, bien. Metí la llave en la cerradura de mi puerta y vi mi propio epitafio:

«vivió la vida de otro».

Años atrás, cuando comencé a sentirme superada por tener que ocuparme de mi madre, empecé a deshacerme de pequeños objetos que tenía en casa. Quizá por eso no habría culpado a la señora Castle si hubiera robado el tazón de Pigeon Forge. En más de una ocasión me había sentido tentada de abrir el joyero de mi madre y decirle: «Adelante, sírvase». Por desgracia, el joven Manny, señor de los condones, ya lo había hecho, algo que yo siempre había logrado mantener en secreto.

Me quité el abrigo y en lugar de colgarlo lo solté sobre el suelo embaldosado. Al contrario que en casa de mi madre, en la mía siempre dejaba una ventana abierta, aun cuando comenzaba a refrescar. Me gustaba notar que el aire corría continuamente y ventilaba las habitaciones. Me dirigí a la estantería del salón y, entre Virginia Woolf y Vivian Gornick (ordeno a mis autores por el nombre), eché un vistazo al objeto de esa noche: un Buda lloroso tallado en madera. Un regalo de Emily.

Como si estuviera cometiendo un delito, tomaré el objeto —un pisapapeles, un arreglo de flores secas, un pequeño camafeo de mi tatarabuela— y «sin querer» lo tiraré a la basura el día que tenga que sacarla. Lo hago por capricho, jamás lo planeo. Veré algo sobre la estantería y sentiré el impulso de arrancar una hoja de periódico o de coger una vieja manta y envolverlo, como si estuviera haciendo un truco de magia. Entonces saldré a la calle a toda prisa y lo meteré en el único contenedor impoluto, el de basura clasificada, a la espera de que pase el camión a ensartarlo. Una sensación de ligereza se apodera de mí. Me he quitado otro peso de encima.

Miré la figura de aquel Buda lloroso, del tamaño de un puño y tallada en madera nudosa. Sería el primer objeto de mi propiedad del que me librara, un regalo de mi hija. Pero cuando acerqué una mano para cogerlo, pensé en Manny.

Toqué el Buda con la yema de los dedos pero dejé que siguiera en su sitio.

Subí a mi habitación, intentando no pensar en Manny manteniendo relaciones sexuales en una de las habitaciones de casa de mi madre mientras ella, con toda probabilidad, estaba en el piso de abajo, sentada en su sillón del salón. ¿Qué le debía más allá de las propinas que le había dado como suplemento a lo que ya le había pagado mi madre?

Encendí la lámpara de la mesilla de noche. ¿Qué había estado leyendo antes de que comenzara aquel día? Emily me había enviado una nueva traducción del
Tao Te Ching.
El solo hecho de sostener entre las manos aquel delgado ejemplar era ya reconfortante, pero cuando lo abrí y traté de leerlo, me sentí como si todas las palabras se hubieran convertido en «X». Yo no era un pez, ni una puerta ni un carrizo, y jamás lo sería. Era una fétida criatura humana
a la
Lucían Freud.

Encima del tocador había colgado uno de los primeros dibujos que Jake había hecho de mí. Se había basado en una fotografía que Edward Weston le había sacado a Charis Wilson antes de que se convirtiera en su esposa. Me senté del revés en una de las sillas de metal y vinilo que teníamos en nuestra cocina de Wisconsin. Llevaba mi gorra de niña, que en el dibujo de Jake se parecía más a una boina, un sujetador y una enagua corta. Cuando separé las piernas, la enagua se encaramó a mis muslos. Aunque no se me veía nada a través de la enagua, que caía vaporosa a modo de velo, la insinuación era evidente. A raíz de ese dibujo, pasé de ser una estudiante brillante en clase de mis profesores a una chica de calendario en la galería de la facultad que lindaba con la biblioteca universitaria.

Me metí en la cama y me cubrí con las mantas. Seguía vestida, la ropa toda sucia. Pensé en los rituales de belleza que había aprendido a lo largo de los años. Lo adulta que me sentí la primera vez que mi madre me aplicó crema hidratante en los pies. Después llegaron los calcetines y más tarde las anticuadas tobilleras con cordones. «De otro modo —decía mi madre—, en plena noche se te saldrán los calcetines y se estropeará el efecto.» Mientras me abandonaba al sueño recordé una de las innumerables llamadas que había recibido de la señora Castle a lo largo de los últimos años. Al parecer había llegado a casa y se había encontrado con mi madre ataviada con unos delicados guantes de algodón verde oscuro, sobre los que se había puesto unas esposas. Según le había dicho a la señora Castle, no sabía dónde había guardado la llave. ¿Acaso yo recordaba dónde podía estar?

7

Tenía ocho años cuando mi padre sufrió un accidente en el taller y una ambulancia lo llevó a toda prisa al hospital. No regresó a casa hasta pasados tres meses, y no me permitieron ir a verlo. Mi madre decía que volvería exactamente en noventa días, y que estaba visitando a sus familiares y amigos en Ohio. Cuando le preguntaba quiénes o por qué razón no podíamos ir con él, ella me mandaba callar. Las visitas del señor Forrest eran cada vez más frecuentes, y los Donnellson y los Leverton nos traían panes de carne y cazuelas con guisos, que solía encontrarme frente a la puerta principal cuando regresaba de la escuela.

Entraba en casa y me sentaba a la mesa del comedor a leer. Me procuraba la intensidad de luz necesaria con el regulador de la lámpara para evitar que, al hacerse de noche, la casa quedara totalmente a oscuras. Mi madre bajaba de su habitación a última hora de la tarde y preparábamos la cena juntas. Cuando mi padre llevaba una semana fuera de casa decidí esconder los guisos. Fue entonces cuando comenzamos a cenar galletas saladas untadas con mantequilla de cacahuete, o comida precocinada, o mi plato favorito: interminables rondas de tostadas con canela. Mi madre llevaba el camisón con el que había dormido —blanco y diáfano—, y yo seguía vestida con la ropa del colegio.

«Aún faltan ochenta y dos días», decía. O «solo setenta y tres».

Aquello se convirtió en el ritual con el que nos saludábamos.

«Sesenta y cuatro.» «Cincuenta y siete.» «Veinticinco.»

Durante esos noventa días nunca importó a qué hora regresara. De camino a casa desde la parada del autobús, solía detenerme frente a la casa del señor Forrest y dar unos toques en la ventana para despertar a su perro. Y Tosh, un King Charles spaniel («¡La mejor raza!», decía el señor Forrest), se acercaba a mí y con aire triste apoyaba la pata en el cristal.

Si encontraba una cazuela en la entrada, corría a la cocina y la envolvía en papel de aluminio antes de esconderla en el congelador del sótano. Temía que mi padre no regresara a casa y que me tocara a mí hacerme cargo de nuestra alimentación.

Cuando intenté explicar qué le sucedía a mi madre, cayó en saco roto.

—No hace demasiado —dije.

—Tal vez solo te lo parezca a ti, Helen —respondió la señorita Taft. Era mi profesora de segundo, y mi grupo era el primero al que daba clase.

—No conduce —aventuré.

—No todo el mundo lo hace.

—Mi padre sí. Y el señor Forrest también.

—Son solo dos personas —dijo, y me mostró dos dedos. Me sonrió, como si enseñarme los números enteros fuera a solucionarlo todo.

—Antes salía a pasear, pero ha dejado de hacerlo.

—Criar a un hijo te deja sin fuerzas —dijo la señorita Taft.

Dirigí la mirada más allá de su rostro, al mapa colgado encima de la pizarra. Sabía cuándo callarme. El problema de mi madre era culpa mía.

A los noventa días de haberse marchado, mi padre regresó. Mi madre se había puesto un traje que nunca antes le había visto y se había cepillado la melena y peinado con esmero. Entonces me di cuenta de que, debajo de sus diáfanos camisones, había ido perdiendo peso. En ese momento recordé que no la había visto comer más de una o dos galletas a rebosar de mantequilla de cacahuete. Tampoco había dicho nada sobre las cazuelas escondidas.

Mi padre cruzó la puerta y me dedicó una sonrisa mansa. Llevaba una pluma nueva en el sombrero y se notaba que también él había perdido peso. Me acerqué a abrazarlo —algo que nosotros no hacíamos—, y él alargó la mano en la que sostenía una gran bolsa de plástico, bloqueando sin darse cuenta mi avance.

—Te he traído esto —anunció.

Se volvió para abrazar a mi madre. Me fijé en su cara mientras se acercaba a él. Las lágrimas ya habían dejado dos manchones de rímel debajo de sus ojos.

—Lo siento mucho, Clair. Ya estoy en casa y pienso cuidar de ti. He recuperado las fuerzas.

Sin decir nada más, la levantó y la meció con cuidado contra su pecho. En mi cabeza, aquel día, relacioné «he recuperado las fuerzas» solo con aquello: su capacidad física para levantar más peso. Dentro de la bolsa que sostenía estaban los cacharros de plástico de color verde turquesa. Había una jarrita, una bandeja y un recipiente en forma de riñón, que más tarde descubrí que había sido su palangana para los vómitos.

En las semanas y meses que siguieron, se convirtió en un acertijo al que nos gustaba jugar.

— ¿Por qué te fuiste?

—Para ponerme mejor.

— ¿Mejor de qué?

—Mejor de lo que estaba.

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