Casi la Luna (13 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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— ¿Qué tenías?

— ¡No me acuerdo porque ya no lo tengo!

Al poco tiempo, también yo me olvidé. Era mi madre quien tenía problemas. Mi madre quien tenía miedo. Tanto miedo que nada lograba quitárselo. Se sentía más segura entre los brazos de mi padre. Se sentía más segura en la casa de Mulberry Lane. O debajo de las mantas. O sentada de piernas cruzadas con una bolsa de agua caliente en el regazo.

Mi padre solía saludarme por las mañanas, cuando bajaba a desayunar.

—Es un mal día, cariño —decía.

Era nuestro ritual, y no cambió jamás. En los días malos mi madre se quedaba en la cama con las persianas bajadas hasta que mi padre y yo salíamos de casa. Ella sabía por qué teníamos que irnos, pero no podía evitar sentir que nuestro abandono era una crueldad. Mi padre y yo hablábamos en voz baja en la cocina y engullíamos el desayuno a toda prisa. Cuando en su cartera no había billetes nuevecitos con los que pudiera comprarme la comida, recurría al bote que había en la cocina, con mucho cuidado de sacar las monedas sin hacer ruido.

A los once años me sinceré con Natalie acerca del comportamiento de mi madre y contuve la respiración cuando me dijo que su madre se comportaría del mismo modo. Jamás me había sentido tan feliz. Sin embargo, mi alegría se esfumó cuando ahondé un poco más en el tema. La madre de Natalie le daba al alcohol. Me dio mucha envidia. La posibilidad de localizar el problema en una botella era como un sueño para mí.

En un día malo

— ¿Estás bien, mamá?

—Es un mal día, Helen.

Hoy atropellaron a Billy Murdoch delante de mi casa. Yo estaba en el instituto. Mi padre había pasado la noche anterior fuera de casa. «Un viaje de negocios a Scranton», nos había dicho. Fue como si todos los vecinos de aquel corto tramo de calle hubieran decidido salir aquella tarde. Sin embargo, y más importante que cualquier otra cosa, era un mal día.

La tarde que Billy Murdoch fue atropellado, mi madre se había organizado el tiempo como hacía siempre en los días malos, llenando las horas con tareas domésticas para intentar mantenerse ocupada, para intentar no sentarse en el sofá, ni a la mesa de la cocina y sucumbir a ello. Era como si limpiando, lavando y ordenando pudiera contener el horror lo justo para respirar.

Tiempo más tarde, en uno de sus susurros infinitos, cuando ya hablaba desde el lugar en que vivió durante meses después de aquello, me contó que se acordaba del ruido que hizo el cuerpo de Billy al recibir el impacto del coche. «Como una calabaza golpeada por un bate de béisbol», dijo.

Eran cerca de las dos de la tarde y mi madre acababa de subir del sótano cargada con un montón de calcetines y calzoncillos de mi padre. Había algo en el olor acre de la lejía que lograba tranquilizarla, y le gustaba notar el calor de la cesta contra el pecho.

Su rutina consistía en dejar la cesta en un extremo del sofá y sacudir y después doblar los calzoncillos de mi padre, separándolos en dos montones: los blancos y los de rayas azules. A continuación les llegaba el turno a los calcetines, que emparejaba, enrollaba y mantenía unidos con el elástico.

Cuando mi madre oyó aquel sonido no corrió a la puerta para ver qué había sucedido como más tarde todo el mundo aseguró que habría hecho en su lugar. Ella permaneció inmóvil durante un segundo y retomó lo que estaba haciendo. Cuanto hizo después del sonido fue incluso más metódico, más mecánico, hasta que llegó el segundo sonido.

El ruido de un coche que se alejaba a toda velocidad, derrapando calle abajo como un bólido. Su sistema nervioso recibió entonces el aviso de que algo no marchaba bien allí fuera. Pese a la cháchara vacía que ocupaba su cerebro en un día malo, soltó los dos calcetines que tenía entre las manos y caminó, no corrió, hasta la puerta. Su mente se quedó en blanco hasta que llegó al bordillo. Su preocupación por el chico le pedía que actuara, pero como un perro entrenado para no rebasar el límite del jardín bajo ninguna circunstancia, se detuvo junto al buzón.

El niño había estado paseando en bicicleta, que ahora estaba tirada al borde de nuestro césped, la rueda delantera girando lentamente antes de parar.

Mi madre se llevó una mano al pecho y comenzó a restregarse la piedra de la serenidad que era para ella su esternón con los nudillos de la mano derecha.

Las piernas del niño dieron una sacudida, después otra.

Mi madre apoyó el brazo izquierdo en lo alto del buzón para mantener el equilibrio. Estaba a menos de dos metros del niño. — ¿Billy? —susurró.

Más tarde, el médico diría que, si hubiera tenido un poco de suerte, habría ido a pie. De ese modo, el coche le habría impactado de lleno en la cabeza y lo habría derribado. ¡Fiu!, atropellado y muerto en el acto.

Siempre me he preguntado qué debió de pensar durante aquellos últimos minutos que pasó tan cerca de mi madre. ¿Cómo podía el mundo cambiar tan deprisa? ¿Sabría, a sus ocho años, qué era la muerte? Los coches aparecían de la nada y te atropellaban dos casas más abajo de aquella en la que habías crecido, y una mujer que, en las contadas ocasiones que la habías visto en su jardín, siempre te había parecido una adulta como las demás, se quedaba al borde de la carretera pero no se acercaba a consolarte. ¿Era aquello un castigo por haber fingido estar enfermo y no haber ido a la escuela? ¿Por haber roto la norma de no salir de casa cuando tu madre no estaba?

Yo tenía dieciséis años. Natalie y yo solíamos ponernos nuestras mallas de ballet e inventar coreografías en el sótano reformado de casa de sus padres. Nos servíamos de la barra circular de su padre para impulsarnos por toda la habitación, donde perfeccionábamos una tabla de volteretas sobre el diván y la alfombra de piel de oso que cubría el suelo. Nuestra danza era narrativa y esforzada, e incluía abdominales y levantamientos de pierna sin orden ni concierto.

—No se preguntó nada —me decía Natalie para intentar calmarme en los días que siguieron.

Cuando llegué a casa su cuerpo ya no estaba, pero en la carretera aún se veía la mancha alargada de sangre, como un signo de exclamación.

—Tenía el cerebro destrozado —decía Natalie—. No estaba pensando en nada.

Pero yo había oído a mi madre lamentarse entre los brazos de mi padre.

—Me llamó «señora» —repetía sin cesar—. Me miró y me llamó «señora».

Mi padre, que si bien no era una persona demasiado sociable caía bien a todo el mundo por sus saludos y sus modales agradables cuando se encontraba con los vecinos en la tienda del barrio, había tratado de explicarles la incapacidad de mi madre para bajar de la acera.

— ¿Por qué no llamó a alguien, entonces? —preguntó el señor Tolliver, que vivía a la vuelta de la esquina y sacaba a su mujer a dar humillantes paseos durante los que la obligaba a levantar brazos y piernas como si fuera la única integrante de una banda municipal. «La señora Tolliver es una mujer rolliza», decía mi madre. «Si no quería una esposa rolliza no debería haberse casado con una joven rolliza.»

—Clair se quedó paralizada —explicó mi padre—. Literalmente paralizada. No pudo hacer nada por ayudarlo.

A los hombres y mujeres del vecindario que volvían a sus casas en coche, la policía los paró a cierta distancia y les ordenó que aparcaran y siguieran a pie o, si lo preferían, que dieran media vuelta y tomaran otra dirección. Sin embargo la mayoría de los vecinos aparcaron, salieron de sus coches y se sumaron a la multitud que se agrupaba en el jardín de los Beckford, al otro lado de la calle.

Daba la impresión de que estaban más enfadados con mi madre que con el desconocido que se había llevado por delante a Billy Murdoch. Los integrantes de aquel grupo tuvieron que oír la historia dos o tres veces para entender cómo era posible que mi madre se hubiera comportado de aquel modo. Y no podía decirse que lo entendieran. Era más bien como si, de tanto oírlo, terminaran por asumirlo. Clair Knightly, a cuyo marido todos conocían, se había quedado en su jardín y había visto morir a un niño que todos conocían. No lo ayudó. No se acercó a él. Nadie formuló la pregunta que los padres del niño se harían durante años: «¿Habló Clair Knightly con él? ¿Le dijo algo?».

La respuesta era que mi madre lloró y cantó.

Se quedó en el límite de su propiedad y se frotó el pecho con furia, de un lado a otro, con los afilados nudillos de la mano derecha. Con la izquierda, se golpeaba alternativamente la cabeza y la pierna. «Billy», repitió una y otra vez, como si decir su nombre pudiera acercarlo.

Billy apoyaba la cabeza en la carretera, de cara a ella. Tenía los ojos abiertos. Mi madre vio que movía los labios, pero no fue capaz de dejar de repetir su nombre y escuchar qué intentaba decirle. A fuerza de repetir «Billy» lograba mantenerse en el presente, anclada allí, junto al buzón. Su instinto le decía que si quería tratar de ayudarlo eso era lo que debía hacer.

Cuando interrumpió la secuencia, lo oyó.

— ¿Señora?

Aquel fue el momento en que supo que no sería capaz de hacerlo. No se molestó en volver a pronunciar su nombre. Lo miró fijamente. Se quedó dónde estaba, amasándose y frotándose el pecho hasta que, como reveló a mi padre días más tarde, descubrió que se había hecho una herida sangrante desde la garganta al esternón.

Lo que los vecinos tampoco supieron jamás fue qué canción le había cantado mi madre. Era una canción que, cada vez que yo la oía a través de la rejilla de ventilación que comunicaba su habitación con el cuarto de baño, me alertaba de la posibilidad de que aquel fuera un día malo. Era un poema que recordaba de cuando era niña, y lo cantaba sin cesar, las palabras encadenadas como si recitara un salmo.

Ramilletes frescos de hermosos colores. Narcisos que en mayo brillan como soles. Niñas y flores de dulce candor. Rosa y Violeta, ¿es niña o es flor?

Los versos siguientes solo los tarareaba, ya que, según yo suponía, se le habían olvidado hacía ya años. Aquello la tranquilizaba, y yo lo sabía, pero cuando iba a su habitación a preguntarle si necesitaba algo, siempre me quedaba en la puerta hasta que sus labios se hubieran detenido.

Mi madre cantó y tarareó esa canción para Billy Murdoch hasta que un camión de reparto apareció en nuestra calle, de camino a la casa de los Leverton, que habían salido de viaje el día antes para celebrar su aniversario de boda. El joven, que llevaba coleta e iba vestido con un mono blanco de trabajo, bajó de un salto y pasó corriendo junto a mi madre. Cruzó la puerta abierta de nuestra casa y subió por las escaleras como una flecha, encontró el teléfono que había en la mesita del salón, justo al lado del sofá cubierto de calzoncillos y calcetines a medio clasificar, y llamó al hospital.

Cuando llegaron la policía y la ambulancia, Billy ya estaba casi muerto, y todo el mundo tenía preguntas para la mujer incoherente que cantaba una canción incoherente.

Después de aquello, mantuvimos las persianas bajadas y fingimos que la basura que se amontonaba en nuestro jardín había llegado allí por accidente. Estuve seis semanas sin ir a la escuela. Solía reunirme con Natalie en un banco del parque que había a cinco manzanas de mi casa.

—Aún no —decía Natalie, y me pasaba los deberes que me había perdido. Incluso sus padres preferían no volver a verme por su casa.

—Odio todo esto —decía yo.

— ¿Te acuerdas de Ana Frank? —me preguntó una vez—. Imagina que eres como ella, y que no puedes ir a ningún sitio hasta que todo se haya solucionado.

— ¡A Ana Frank la exterminaron!

—Bueno, no pienses en esa parte —respondió Natalie.

Comencé a pasarme el tiempo haciendo cálculos. Estaba en tercero. Faltaban aún dieciocho meses para que, de algún modo, pudiera salir de allí.

No lo comenté con mi madre. En casa todo giraba en torno a ella, incluso más que antes. En aquellos primeros seis meses que siguieron a la muerte de Billy, mi padre y yo nos saludamos con susurros, y cada vez que sonaba el timbre de la puerta salíamos disparados como ratones a escondernos en algún rincón, con la esperanza de que, quienquiera que fuera, se marchara cuanto antes. Un día una gran piedra atravesó la ventana delantera y a fin de ocultárselo a mi madre le dijimos que había sido mi padre, que había echado el brazo hacia atrás para pasar la hoja del periódico y había roto el cristal con el codo.

— ¿Te lo puedes creer? —preguntó mi padre con su mejor tono de espectáculo de variedades—. ¡No sabía que era tan fuerte!

—O tan descuidado —respondió mi madre, débil en su actitud condenatoria, pues ya nos habíamos dado cuenta de que su lengua era cada vez menos afilada. La maledicencia, su salvación, su protectora, la había abandonado. El lugar que solía ocupar junto a la ventana, desde donde observaba los paseos de la señora Tolliver o llamaba furcia a la hija de los vecinos de al lado, había quedado cubierto por una tupida cortina de lana que dejamos de descorrer.

Poco después de las navidades de ese año, tres meses después del accidente, los Murdoch se mudaron. A media tarde apareció un camión y cuatro hombres cargaron en él todas sus pertenencias en poco menos de tres horas": Natalie y yo estábamos dando un paseo en bicicleta cuando llegamos a lo alto de la cuesta y vimos a la señora Murdoch en su jardín, de pie junto al perro, el perro de Billy. Llevaba un abrigo corto a cuadros y una falda gris acampanada de gruesa franela, un patrón de Simplicity que al parecer había hecho furor ese año. Recuerdo que frené un poco mientras observaba el camión de la mudanza y las cajas, la espalda del señor Murdoch que desaparecía en el interior de la casa, y después mis ojos se encontraron con los de la señora Murdoch, y tuve que hacer un esfuerzo por mantener el equilibrio. La rueda delantera se bamboleaba peligrosamente porque casi había dejado de pedalear.

Natalie se acercó a mí en su Schwinn verde de diez velocidades. «Vamos», dijo en voz baja.

Y eso hicimos. Puse los pies en los pedales y pasé frente a la señora Murdoch. El perro de Billy, un Jack Russell llamado Max, dio una sacudida y tensó la correa, y tuve que recordarme que odiaba las ruedas de la bicicleta, no a mí.

¿Cómo puedes disculparte por la madre a la que quieres? La madre a la que, al mismo tiempo, odias. Mi única esperanza era que en el futuro la señora Murdoch estuviera rodeada de mucha gente que la quisiera, mucha gente que la consolara y escuchara la historia de cómo perdió a su hijo. Mi madre solo tendría a mi padre. Después me tendría a mí.

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