Casi la Luna (17 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Revestimiento de madera de calidad, pero una moqueta verde espantosa. ¿Qué tienes que decir a eso? —preguntaba. —Parece hierba —respondía mi padre. —Hierba roñosa, con suerte.

Y aunque entonces me tocaba hablar a mí, siempre me contuve.

Cuando por fin llegó la hora de que mi madre visitara las tres casas que habían pasado la criba, los preparativos duraron casi una semana. Mi madre eligió el traje para ese día y lo dejó en la habitación de invitados, donde los rifles de su padre aún ocupaban un lugar preferencial en la pared. Resolví que, aunque seguía decidida a no hablar con ella, encontraría un modo silencioso de demostrarle mi apoyo.

En aquella época seguía un régimen estricto, y una mañana, cuando aún faltaban unos días para el sábado de la salida, troceé mi ración de zanahorias y apio y la miré atentamente. Utilicé las rodajas naranja a modo de bloc de notas y fabriqué una versión dietética de los corazones azucarados de San Valentín. «¡Buena suerte!», escribí con rotulador negro en una de las rodajas. «¡Victoria!», escribí en otra. Entonces me animé. «¡Que se jodan!», escribí. «Cuídate.» «¡Come zanahorias!» «¡Al ataque!» «¡Adelante!»

El siguiente paso consistió en esconderlas por toda la casa en aquellos lugares donde pudiera encontrarlas. En el interior de los zapatos que había dejado en la habitación de invitados junto a su vestido. Debajo de la suave borla que tanto me gustaba y que cubría la polvera que tenía en su tocador. En su taza desportillada y manchada de pintalabios. Mientras paseaba a hurtadillas por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones en busca de lugares en los que esconder aquellas notas de zanahoria, me olvidé del odio que sentía por mi madre y me abrí al amor. Como en el balancín de un parque, era tan fácil pasar de un lado al otro.

La mañana del gran día mi padre me pidió que me alejara de las habitaciones y me quedara en la cocina con la puerta de vaivén cerrada. Llegado ese momento mi madre llevaba casi un año sin salir de casa y casi cinco sin poner un pie más allá del jardín. Los vecinos, que sabían que mi padre se pasaba los fines de semana buscando casa, se habían vuelto extrañamente tranquilos.

Mi padre me acompañó a la cocina y cuando se agachó para darme un suave beso en la frente, sus pensamientos ocupados en mi madre, que tarareaba en el piso de arriba con voz temblorosa, me fijé en la pila de mantas que había en la mesa del comedor y enseguida supe para qué servirían.

La mañana había comenzado con mi padre levantándose temprano y bajando a la cocina para disponer el desayuno de mi madre en una bandeja. Mi padre tenía una rueda de volumen que regulaba el amor que sentía por mi madre, y la debilidad de ella lograba girarla hasta tal punto que el retumbo me excluía.

Las mantas servirían para calmarla. Eran grises y pesadas, mantas de mudanza. De fieltro por un lado y algodón guateado por el otro. Mi madre había cruzado por última vez el límite de nuestro jardín cuando yo tenía once años. En todo el camino de ida y vuelta de la tienda no se había quitado la manta de la cabeza. Mi padre y yo tuvimos que guiarla hasta la zona de higiene femenina. Por muy torturador que le resultara, quiso estar a mi lado el día que compré mis primeras compresas.

Desde mi lugar en la cocina la vi a través del cristal de la puerta de vaivén. Estaba pálida como un muerto y llevaba el traje de hilo color albaricoque que había apartado la semana anterior. En los pies los zapatos planos en los que había escondido las rodajas de zanahoria. Mi padre se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras le susurraba palabras que no entendí pero supe que habrían de tranquilizarla. Le estuvo acariciando los músculos tensos de la espalda hasta que ella se zafó del abrazo y se irguió, adoptando la postura de la modelo que alguna vez había sido. Me fijé en que se había tomado su tiempo para aplicarse lo que consideraba maquillaje para salir, no solo los polvos y el brillo de labios que normalmente llevaba sino toda la artillería, que excepto mi padre y la tela oscura, nadie vería: rímel, lápiz de ojos, base de maquillaje y pintalabios rojo mate.

«Está lista —pensé—. Ahora o nunca.»

Mi padre levantó la primera manta gris, se la colocó alrededor de la cintura de modo que le quedara holgada y la sujetó con imperdibles. Le caía justo por debajo de los pies y rozaba el suelo. Con la siguiente manta le cubrió los hombros y se la ató por delante. Hasta ese momento aún parecía un niño grande que jugara a disfrazarse de monje. Era la última manta la que en el pasado había resultado más difícil de poner. La que iba en la cabeza.

La vez que ayudé a mi padre no pude evitar sentir que, al colocarle aquella última manta, la estábamos mandando a la horca. Había levantado el extremo para verle la cara —«¿Estás bien, mamá?» «Sí.» «Podemos ir a comprarla papá y yo.» «Yo también voy.» — y después lo había soltado y me había quedado mirando los trazos ondulados de las puntadas de la máquina, consciente de que mi madre necesitaba la tranquilidad de aquella lenta asfixia cuando salía al mundo.

Vi que mi padre se inclinaba y besaba a mi madre antes de desplegar la última manta. Sabía que en aquellos momentos la quería más que nunca. Cuando mi madre estaba rota e indefensa, cuando se quedaba sin caparazón y toda su rabia y su rencor no podían ayudarla. Era la triste danza de dos personas que desfallecían la una en brazos de la otra. Su matrimonio una X que unía para siempre a víctima y verdugo.

Mi padre le colocó la aciaga capucha sobre la cabeza y ella desapareció, reemplazada al instante por una imagen hueca de lana gris oscuro. Se encaminaron a toda prisa hacia la puerta. Salí de la cocina y sentí el aire fresco de la mañana que se colaba en la casa.

Con la misma premura que mi padre cogió a mi madre en brazos, y mientras ella se quejaba como un animal atrapado en un cepo, corrí yo para cruzar el salón y llegar a la entrada a tiempo de verlos cruzar la puerta y desaparecer escaleras abajo.

Mi padre lo había planeado todo con antelación. El Oldsmobile estaba aparcado en sentido contrario a los otros coches, con el asiento del copiloto frente a la casa y la puerta abierta. Vi a la señora Castle y a su marido pasar en coche junto a ellos. Mi padre no les prestó ninguna atención, cuando cualquier otro día los habría saludado con la mano. El señor Donnellson estaba cortando el césped y dirigió a mis padres una mirada cargada de compasión.

Mi madre no opuso resistencia. Sufría demasiado y no tenía fuerzas para ello. Aunque lejanos, sus gemidos se oían cada vez más fuertes. Si no fuera porque en una ocasión había ayudado a mi padre a cubrirla con las mantas no me habría creído que era ella. Parecía más bien la escena de una película en la que secuestraban a una mujer. Mi padre, el delincuente, llamaría a casa pidiendo un rescate que yo no tendría más remedio que pagar: aquí entrego mi corazón, aquí todo lo que quiero, aquí está, mi madre por mi madre.

Mi padre metió a mi madre en el coche y colocó bien las mantas para poder cerrar la puerta. Dio un fuerte portazo y rodeó el coche por delante en dirección al asiento del conductor.

«Todo mejorará cuando nos hayamos mudado», pensé, pero enseguida supe que me engañaba.

Mi padre levantó la vista. Le dije adiós desde lo alto de las escaleras. Unas casas más abajo vi al señor Warner y a su hijo mediano en el jardín. Di media vuelta y me apresuré a esconderme.

Mis padres ni siquiera llegaron a entrar en la primera casa. La agente inmobiliaria se quedó de pie en el jardín, escudriñando el interior del coche mientras mi padre le decía que lo sentía mucho pero que aquello no iba a funcionar. Ya no le interesaba comprar una casa.

—Era muy prepotente —dijo más tarde mi madre—. Sentía mucha curiosidad por mí. ¡Mi envoltorio le habría ido que ni pintado!

El señor Forrest vino a casa a preguntar cómo había ido la salida. Se sentó en el sofá, un brazo apoyado en la colcha artesanal. Mi padre sirvió unas copas y yo me quedé en el canapé Victoriano que había en el otro extremo de la habitación.

Fue increíble ver cómo construía sus críticas de la agente inmobiliaria a partir de las observaciones que había tomado prestadas de mi padre. Bromeó sobre el pelo y las uñas de aquella mujer, y dijo que su tono era un «simple anzuelo». Y allí estaba yo, incapaz de quedarme callada.

— ¿Cómo que un anzuelo, mamá?

Se produjo un fugaz silencio.

Mi padre le acercó un vaso de whisky y ella se recostó en su sillón de orejas como si en los últimos veinte años no hubiera sucedido nada excepcional.

— ¿Se lo explicas tú o lo hago yo? —le preguntó al señor Forrest.

—Las damas primero —respondió él.

Después de servir al señor Forrest mi padre tomó su copa y se sentó en el diván, junto al sillón de mi madre. Todos la mirábamos. Aún llevaba el traje de lino albaricoque y había cruzado las piernas, delgadas y cubiertas por unas medias color carne.

—Un anzuelo puede ser dos cosas. Lo que cuelga de la caña de pescar y un sucio engaño. Esa mujer era lo segundo. Todo cumplidos y dulzura hasta que vio que tu padre no iba a ceder. Entonces le cambió por completo la voz. ¡De repente era de Connecticut!

El señor Forrest rió satisfecho, igual que mi padre, mientras ella seguía despellejando a la mujer. Me quedé mirándolos desde mi lugar privilegiado en el canapé de terciopelo rojo, preguntándome si habría leído los mensajes de zanahoria. Me di cuenta de que entre las cuatro paredes de nuestra casa mi madre seguiría siendo la mujer más fuerte del mundo. Era invencible.

Cuando el señor Forrest se hubo marchado mi padre arropó a mi madre en la cama y al cabo de un rato salió a buscarme al jardín.

—Menudo día, mi amor —dijo. El aliento le olía a whisky.

—Mamá es diferente, ¿verdad? —pregunté.

No logré distinguir la cara de mi padre en la oscuridad, así que dirigí la vista a las copas de los abetos, su perfil recortado contra el azul de la noche.

—Me gusta pensar que tu madre está casi completa —dijo—. Tantas cosas en esta vida nos hablan de casis, no de plenitud.

—Como la luna —respondí.

Allí estaba, un delgado gajo suspendido aún a poca altura en el cielo.

—Exacto. La luna está llena todo el tiempo, pero no siempre la vemos. Lo que vemos es una luna casi llena o una luna incompleta. El resto permanece escondido, pero hay una sola luna, y es la que vemos en el cielo. Planeamos nuestras vidas en función de sus ritmos y mareas.

—Ya.

Sabía que se suponía que debía entender algo de aquella explicación de mi padre, pero lo que a mí me llegó fue que, al igual que no podíamos escapar de la luna, tampoco podíamos hacerlo de mi madre. Fuera donde fuese, allí estaría ella.

10

La noche que maté a mi madre dormí poco pero soñé. Soñé con serpientes que se introducían en los orificios de mis hijas sin que yo fuera capaz de ayudar, ni siquiera de gritar. Pero entonces me despertó el ruido de piedrecitas que chocaban contra mi ventana.

Fuera el cielo era de un profundo azul oscuro, y antes de levantarme ya sabía a quién vería en el jardín. Aquello era algo que solía hacer cuando las niñas eran pequeñas y se había olvidado las llaves. Robaba un puñado de las piedras de cristal que adornaban las macetas de nuestros vecinos de Wisconsin y las lanzaba contra la ventana en plena noche.

Me acerqué a la ventana. Sentí que habían pasado más años de los que pudiera contar.

— ¿Jake?

—Abre la puerta —dijo.

Su voz sonó suave pero firme y me recordó lo que mi madre había dicho después de que un día Jake se pusiera al teléfono desde Wisconsin: «Tu futuro marido tiene voz de presentador de televisión».

Me había quedado dormida con la ropa puesta. No quería encender la luz ni mirarme en el espejo. Suspendidos sobre mi cabeza estaban los globos de cristal que ahora representaban mundos distintos. Imaginé a una madre y a una hija en cada uno de ellos. En uno, la madre y la hija iban subidas a un viejo trineo y se deslizaban por una enorme y aterciopelada montaña de nieve. En otro, bebían sidra caliente y se contaban historias frente a la chimenea. En el último, la hija hundía la cabeza de su madre en el agua helada, presionándole la garganta mientras se ahogaba.

Me obligué a levantarme y a ponerme delante del espejo que colgaba sobre el tocador de estilo clásico que Sarah y yo habíamos rescatado del edificio
Victoriano
cercano a la casa de mi madre. El espejo era todavía más antiguo, y el cristal tenía unas pequeñas manchas circulares de color ceniza.

Tenía el mismo aspecto que el día anterior, pero había algo oculto en mi mirada a lo que no supe poner nombre. No era miedo, ni siquiera culpabilidad. Me agaché ligeramente de manera que una de las manchas —un punto negro rodeado por un irregular círculo oscuro— me quedara justo en mitad de la frente. Bang bang.

Llevaba casi tres años sin ver a Jake. Desde poco después del nacimiento de Leo. Me había tocado la nariz con el dedo y había dicho:

—Un botoncito. ¡No conozco a nadie con la nariz tan chata! Aunque Jeanine también la tiene así.

—Sí —respondí—. Y tus ojos color avellana.

—Espero que este los tenga azules como tú.

Nos levantamos y no dejamos de mirarnos hasta que John salió de la habitación donde Emily estaba obligada a guardar cama.

— ¿Interrumpo algo? —preguntó.

—Estábamos discutiendo sobre quién tiene más canas —respondió Jake.

—Muy fácil. Gana Helen —dijo John, que tenía el sentido del humor de un melón.

Hacía años que habían comenzado a salirme canas, cuando rondaba los cuarenta. Le di muchas vueltas al asunto antes de teñirme. Me entristecía pensar que una vez decidiera teñirme y siguiera tiñéndome tendría que despedirme para siempre de mi color natural. Además, como llevaba el pelo muy corto, en ocasiones me veía como un palo coronado por un solideo negro.

Jake esperaba frente a la puerta trasera, cargado con una mochila de piel marrón. Lo vi a través del cristal superior y me fijé en el rápido movimiento de sus dedos sobre la correa de piel, una de sus costumbres —los golpecitos con los dedos, los giros de tobillos, el crujido de huesos— que me habían desquiciado tanto en la última etapa de nuestro matrimonio. Aunque en cierto sentido me tranquilizó. Conservaba la misma energía nerviosa que había tenido tantos años atrás.

Descorrí el pestillo y tiré de la puerta hacia mí.

Nos miramos.

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