Casi la Luna (20 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Ah —exclamé, consciente de la forma que adoptaba mi boca al decirlo.

—No va a venir.

Pensé en Leo resbalando entre los dedos de mi madre, cayendo, en el ruido de su blanda cabeza al chocar contra el borde de la silla. Emily me había llamado cuando llegó a su casa. «No te culpo, mamá. Y no es solo por lo de Leo, pero no puedo volver a ver a la abuela.»

—Hace bien —dije, aunque no pude evitar sentir rechazo.

Jake comenzó a darme más detalles. Que Emily le había dicho que lo sentía por mí y que esperaba que esto marcara un período de transición hacia mi mejoría, entre otras chorradas tipo yin-yang en las que yo sabía que ella y Jake creían. Dirigí la mirada al comedero de pájaros vacío que colgaba del cornejo, por encima de la pequeña pila igualmente vacía y sucia. Observé su balanceo al ritmo de la brisa. Parecía que se burlara de mi falta de instinto maternal, un tubo de plástico vacío, desprovisto de alimento.

Emily se había sentido una madraza desde el mismo instante en que supo que estaba embarazada de Jeanine. La había visto coger en brazos a sus hijos y hundirles la nariz entre la cabeza y el cuello solo para llenarse de su olor.

— ¿Por qué has venido? —pregunté—. La verdad.

Jake enroscó el tapón en la botella de vodka y se acercó al antiguo mueble bar que mi madre me había regalado tras la muerte de mi padre.

—Porque eres la madre de mis hijas —respondió de espaldas a mí.

Colocó el teléfono encima de las botellas, cogió el cojín del aparador y lo metió también en el mueble. No sabía si aquello me hacía sentir menos loca o más, el hecho de que Jake pusiera tanto interés en dejarlo todo tal y como lo había encontrado.

—Y además —dijo, volviéndose—, odiaba a tu madre por el modo en que te trataba.

—Gracias —respondí.

— ¿Dónde está la trenza?

— ¿Cuánto vodka has tomado? —pregunté.

—El suficiente. ¿Y la trenza?

—La he cortado y la he tirado al váter.

—Bien.

— ¿Emily ha notado que estabas bebiendo?

La primera vez que puse los pies en casa de Emily, en Washington, encajé un uno-dos. El primer golpe, como la casa estaba cubierta de pared a pared con moqueta blanca, tuve que quitarme los zapatos en la entrada, y el segundo, cuando le pedí una copa me dijo que no tenían bebidas alcohólicas.

—Ha elegido creerme cuando le he dicho que estaba apenado —dijo Jake.

— ¿Mentiras?

—Es por la influencia que siempre has tenido sobre mí. — ¿Qué influencia? —Nada buena.

Sonreí. Jake había tirado de mí en la dirección de fe en el mundo, y yo había tirado de él hacia un lugar en el que los puñales acechaban detrás de cada sonrisa. En algún momento nos habíamos separado como se arrancan las partes de una muñeca articulada.

— ¿Y ahora qué? —pregunté.

— ¡¿Ahora qué?!

—Tenía la impresión de que te habías hecho con el mando —respondí—. Hagámoslo a tu manera. —Llamamos a la policía.

—Creía que no te gustaba esa opción.

—Y no me gustaba, pero me parece que tienes razón. Diremos que te la encontraste así ayer por la noche pero que querías esperar a que llegara yo para llamarlos. Deberíamos hacerlo de inmediato. Ya llevo aquí media mañana.

—Si ese es el plan me gustaría volver a su casa a limpiar.

— ¿Te preocupa el aspecto de la casa?

—Quiero verla una vez más —dije. La expresión de incredulidad de Jake me hizo dibujar una mueca. Al fin y al cabo, tampoco a él se le ocurrían grandes ideas.

—Coge el abrigo. He alquilado un coche pero tal vez sea mejor que conduzcas tú.

Cuando ya estábamos listos para salir, Jake me cogió de la mano y me la apretó.

Fuera, mientras avanzábamos por el camino que llevaba a la entrada, me imaginé que pasaba en el coche de Jake por delante de la casa de Hamish, y que él me veía. Era un Chrysler rojo descapotable de gama baja, pero como yo ya no era ninguna jovencita y probablemente estuvieran a punto de acusarme de asesinato, podría utilizarlo para distraerlo. Una chuchería.

Salí del camino y tomé la carretera. Durante un rato Jake y yo guardamos silencio. Sin embargo, cuando llegué a Pickering Pike y avancé hacia Phoenixville, me fijé en que Jake empezaba a poner interés en la zona.

—Dios —dijo—. No ha cambiado nada. Parece que el tiempo se hubiera detenido.

Mi cabeza pasaba revista a la cocina de mi madre. Se me ocurrió que los recipientes de plástico esparcidos por el suelo y las tijeras podrían parecer indicios de un robo frustrado.

Pasamos frente al edificio de Veteranos de Guerras Extranjeras que había junto al almacén de maderas.

—Espera a ver la casa de Natalie. ¡Tiene tres habitaciones con baño privado!

— ¿Qué piensas decirle?

—Me gustaría poder decirle la verdad —respondí. —Sabes que no puedes, Helen.

No contesté. En ese momento pensé en un cuento de Edgar Allan Poe en el que emparedaban a alguien en un muro, aún vivo.

—Solo yo, Helen. Yo. Nadie más.

—Natalie sabe lo que sentía por mi madre.

—Tal vez, pero esto es diferente. Has ido más allá de lo que iría la mayoría de la gente. No puedes compartirlo con nadie.

—La mayoría de la gente es imbécil —respondí.

Dejamos atrás la vieja fábrica de neumáticos. Cuando Sarah tenía cuatro años estaba convencida de que Jake vivía allí.

—Cuando te oigo hablar así se me hace difícil estar en el coche contigo.

— ¿Por qué?

—Porque me recuerda cómo eras la mayor parte del tiempo. Aun cuando las cosas estaban bien, tú te sentías desgraciada. Lo odiabas todo.

—Parece que estoy destinada a conducir con hombres a mi lado que se sienten obligados a decirme sin tapujos qué piensan de mí.

Pero Jake no me preguntó de quién estaba hablando. El cuentakilómetros de juguete, diseñado para parecer el de un coche de carreras, indicaba que llevábamos un buen trecho. Pasamos frente a la casa de Natalie. Decidí no mencionarlo.

—El viejo puente sigue ahí —dijo Jake, en son de paz—. Recuerdo que cuando tu padre nos llevaba en coche a algún sitio, este era el punto que marcaba el cambio en él. Se ponía todo contento, a su modo. ¿Te acuerdas? Era como si intentara levantar los ánimos para que llegáramos a casa de buen humor. Al principio no lo entendía.

— ¿Y después sí?

—Ayer por la noche, cuando me colé por la ventana, volví a recordarlo todo. Aquel lugar era una cárcel.

—Y tú te casaste con una reclusa —dije.

Me agarré con fuerza al volante. No me agradaba especialmente estar en un coche con Jake. Tener demasiada historia, igual que ser demasiado sincero, podía convertirse en algo doloroso.

— ¿Cómo está Emily? —pregunté.

—Está bien —respondió Jake con una sonrisa—. No le ha supuesto ningún problema cumplir los treinta.

—Tenía ya treinta… —comencé, y Jake después coreó conmigo—. .. ¡el día que nació!

Reímos juntos en aquella lata de alquiler.

— ¿Y John?

—Bueno, no es que tenga mucha relación con él, pero es un buen tipo. Es responsable.

—Creo que me odia —dije. Jake se aclaró la garganta.

— ¿Eso es un sí?

—En general no le caemos bien ninguno. Tampoco Sarah.

—Pobre Sarah.

—Nos repartieron, Helen. Y Sarah te eligió a ti. Lo sabes, ¿no? Aparté la mirada.

— ¡Joder! —gritó Jake—. Pero si ya estamos en las afueras de Phoenixville.

—Bonito, ¿verdad?

—Ya no me acordaba. No me acordaba de nada.

—No todos tuvimos la suerte de crecer en el magnífico noroeste, con un edificio rocoso como padre y una ondulante cascada como madre. Algunos tuvimos que abrirnos paso entre el asfalto.

—Imagina lo que debió de ser esto para ella —dijo Jake.

— ¿Para quién?

—Para tu madre. Es decir, ¿para qué iba a querer salir de casa si afuera había… esto?

—Sé que te vas a reír, pero con los años he llegado a cogerle cariño a este lugar.

— ¿A esto?

Un viejo puente que separaba en dos mitades la ciudad se alzó ante nuestros ojos. Debajo, un montón de basura desparramada. El contenedor que algún día había cumplido su función tenía aspecto de haber sido incendiado.

—La verdad es que ha conocido tiempos mejores, pero al menos la ciudad sigue conservando su centro. Y están tratando de reactivarlo.

—Les presento a Helen, su azafata del Centro de Turismo y Muerte.

—Ese es el espíritu de Phoenixville —respondí. Me coloqué detrás de un coche en el semáforo, pero cuando la luz cambió de rojo a verde, el coche no se movió.

—No hay nadie dentro —dijo Jake.

Eché un vistazo y no me cupo la menor duda de que, sin molestarse en aparcarlo a un lado, alguien lo había dejado allí en medio, abandonado.

—Esto me da mala espina. ¿Qué hago? —pregunté.

—Rodéalo. No es problema nuestro.

Eso hicimos.

—La Alemania del Este era más alegre que esto.

—No te pases —dije. Fue como volver a la infancia. Yo podía llamar de todo a mi madre, pero no permitía que ningún otro niño lo hiciera. Me preocupaban las dificultades que atravesaban los negocios de la zona y a menudo acudía al hijo del viejo Joe para que me cortara el pelo.

—Lo siento. La verdad es que la parte en la que vive tu madre es más bonita.

Para Jake aquello era hacer una concesión, yo lo sabía. Cuando, recién casados, hicimos el largo viaje desde Madison con Emily, Jake esperaba encontrarse con el tipo de casas majestuosas que él relacionaba con el este pero que en realidad se correspondían con el sur. Había visto
Lo que el viento se llevó
en televisión y se había enamorado de Vivien Leigh.

Aparte del conjunto de mansiones que los propietarios de la fundición se habían construido en la zona norte de la ciudad, Phoenixville estaba llena de edificios de ladrillo y casas de madera torcidas. La supuesta reactivación consistía fundamentalmente en enormes almacenes levantados en el lugar que ocupaban la antigua acerería y las viejas fabricas de seda y botones.

Tomé el atajo que había por detrás de las vías del ferrocarril, a través de la zona de aparcamiento de la iglesia ortodoxa hasta Mulberry Lane.

—Espera —dijo Jake, inclinándose hacia delante—. ¿Qué es eso? Entonces lo vi. La calle estaba inundada de coches de policía y una ambulancia.

—Da media vuelta.

Sin querer, pisé el acelerador en lugar del freno. —Helen —gritó—, haz lo que te digo.

Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para asentir con la cabeza.

—Despacio, quiero que aparques en una de esas plazas.

El aparcamiento de la iglesia estaba desierto como era de esperar un viernes por la mañana. Hice lo que Jake me dijo. Cuando hube estacionado el coche, Jake se inclinó sobre mí y apagó el motor.

—Mierda. ¡Oh, mierda! —grité.

—Nos quedaremos aquí un par de minutos.

—El número de Sarah está debajo del mío. ¿Qué pasará si la llaman?

—Le cortaron la línea la semana pasada. Solo tiene el móvil.

Sarah no me lo había contado. Me arriesgué a volver la cabeza hacia Jake y mirar a través de la ventana. Vi a la señora Castle en la acera, hablando con un policía. Por unos momentos pensé que había mirado hacia el aparcamiento.

—Tenemos que salir de aquí —dije.

—No. Tenemos que decidir qué vamos a hacer ahora.

Recordé cuando, de pequeña, me despertaba en mitad de la noche. A veces mi padre estaba sentado en la silla que había a los pies de mi cama, observándome en la oscuridad. «Duérmete, mi amor», me decía. Y yo lo hacía. Pensé en Sarah. Sabía que, tras unos buenos primeros momentos, su vida en Nueva York había llegado a un punto muerto. Habría podido jurar que, después de sus últimas visitas, en el bote donde guardaba el cambio faltaban monedas.

—No puedo, Jake. Tengo que hablar con ellos.

Vi a dos policías salir por la puerta principal. Llevaban los zapatos cubiertos con bolsas de plástico blancas.

— ¿Qué tienen en las manos? —pregunté.

—Bolsas de papel.

— ¿Bolsas de papel?

Jake y yo los vimos acercarse con las bolsas al lugar donde estaba la señora Castle.

— ¿Les habrá preparado la comida?

—Helen —dijo Jake, su voz de repente apagada—, están recogiendo pruebas.

Permanecimos unos segundos en silencio, aturdidos, observando a aquellos hombres mientras colocaban un trozo de papel en cada bolsa y las metían en una caja de cartón.

—Esto ya no tiene que ver solo contigo. Esta mañana me he subido a la barbacoa y me he colado por la ventana.

—Les contaré la verdad. Que yo te he metido en esto.

— ¿Y por qué no he llamado yo a la policía?

No supe qué responder, de modo que dije lo que siempre había pensado de él.

—Porque eres demasiado bueno para mí.

Jake me miró a los ojos.

—Eso no va a ayudar en nada, ¿entiendes? Mis huellas están en la ventana, en el sótano y en la escalera. No los llamé cuando debería haberlo hecho, justo después de haber hablado, contigo.

Hice un gesto de asentimiento.

—Lo siento.

Ambos nos dejamos caer contra el respaldo.

—Intenta respirar —dijo Jake, y por vez primera el único pensamiento en ocupar mi mente tras una orden como aquella no fue «Que te jodan». Respiré.

De manera instintiva, al oír la sirena de un coche que subía por la calle, nos deslizamos hacia abajo en nuestros asientos. Era una ambulancia.

— ¿Para qué llega otra?

— ¿Otra qué?

—Otra ambulancia.

—Lo que hay frente a la casa de tu madre es un furgón forense —dijo Jake.

Los dos nos asomamos al borde de la ventanilla.

—Está aparcando en la entrada de la señora Leverton —dije.

Estaba exultante. Eufórica. Como si aquello anulara la imagen de los coches de policía que había delante de la casa de mi madre. Como si la señora Castle estuviera allí, en nuestro jardín, para explicarles que prefería tostar el pan de molde antes de quitarle la corteza. Que el queso cremoso y las cebolletas, aunque de entrada no le habían gustado, se habían convertido en su comida favorita.

— ¿Está también el número de Emily? —preguntó Jake.

— ¿Qué?

—Antes dijiste que tu madre tenía el de Sarah. ¿Y el de Emily? —No desde lo de Leo. Emily me pidió que lo borrara. —Tenía un don con los niños, tu madre. —La he matado, Jake. —Ya lo sé.

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